Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».
¿Puede un escritor ser todo él una fake news? Sí, puede. Y sucede más a menudo de lo que imaginamos. Repasamos algunos casos de escritores falsos.
Marcelo Chiriboga, esperando la última ola
En México, dos de los miembros fundadores del boom, Carlos Fuentes y José Donoso, entre francachelas, se dieron cuenta de que al mayor movimiento de la literatura latinoamericana le faltaba un componente ecuatoriano (dado que ya había representantes de Colombia, Perú, Argentina, México y Chile) y decidieron —«aguántame la margarita»— inventarse a Marcelo Chiriboga, un fruto de sus fantasías al que, sin embargo, iban citando en crónicas, críticas y entrevistas como si de un escritor real se tratara. Al poco, lo hicieron aparecer en algunos de sus libros. José Donoso lo retrata en El jardín de al lado (1981) como la estrella máxima del boom, tomando algunos rasgos de Gabriel García Márquez, y, en Donde van a morir los elefantes (1995), le hace adquirir cuerpo y nos presenta detalles íntimos acerca de su perro o de su esposa.
Para el chileno, cargado de complejos por su falta de éxito comercial frente a otros autores del boom, Chiriboga es un espejo invertido de sí mismo, un triunfador repentino, leído hasta en el último confín de África, y, además, hermoso, «tan bien hecho como una de esas figuras renacentistas», seductor, locuaz, aristocrático, de cabellera plateada, piel morena y rostro adusto. Goza del favor de la agente literaria Núria Monclús (trasunto de Carmen Balcells) y no se limita a meros cameos, sino que es un personaje clave para la tensión narrativa de las obras en las que aparece.
Fuentes, en cambio, lo inmortaliza como personaje secundario, más etéreo, en Cristóbal Nonato (1986) y Diana o la cazadora solitaria (1994). Quien más avanzó en la definición del personaje fue un escritor ecuatoriano (este sí, real), Diego Cornejo Menacho (Quito, 1949), pues lo convirtió en protagonista absoluto de su novela Las segundas criaturas (2010), aportando las precisiones más concretas que se conocen acerca de su origen. Chiriboga, nacido en los Andes, es un arquetipo llevado al extremo, con todos los tics del boom, alguien que ganó el Premio Cervantes pero pasó a la historia por rechazarlo. Dejó el Ecuador, pasó por París y por México, fue guerrillero y comunista y luego defensor de la economía de mercado; murió, según algunos, en su casa de Ecuador, y, según otros, en la capital francesa, de un cáncer de hígado.
Su última aparición es en La última vez (Destino), la nueva novela del argentino Guillermo Martínez, ambientada en la Barcelona literaria de los noventa con constantes flashbacks a las décadas de los sesenta y setenta. Aún hoy aparecen biografías, fotos y hasta fragmentos de obras de Chiriboga en internet, sin advertir a veces de su naturaleza fraudulenta. Existen, en esa amalgama, diversas versiones sobre su bibliografía, pero podríamos citar los relatos del Jardín de piedra (1963), Premio Casa de las Américas, su novela La línea imaginaria (1969), que lo consagró, y luego Diario de un infiltrado (1973), sobre la primera guerrilla de Ecuador, y La caja sin secreto (1978). Algunos aseguran que dejó inédita en algún cajón su cuarta novela, La caja secreta. ¿Qué tipo de autor era? «Era, qué duda cabe, un gran escritor. Quizá era el más completo de nosotros y, junto con Julito Cortázar, el más lúdico, el más audaz técnicamente. Parecía escribir con absoluta sencillez, pero tenía una disciplina que hacía palidecer de envidia a Mario Vargas Llosa», dice de él Jorge Edwards en la novela El asesinato de Laura Olivo (2018), del peruano Jorge Eduardo Benavides, donde, por cierto, Chiriboga muere en un accidente de tráfico en Girona. También aparece en Fricciones (2008), de Eloy Urroz, y en Sudor (2016), de Alberto Fuguet. Existe una transcripción de la entrevista que le realizó Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo, de Televisión Española, la única de la serie que no puede encontrarse en YouTube. Su nacimiento fue lo que Fuentes llamó «el favor que Pepe y yo le hicimos a la literatura ecuatoriana: darle un miembro del boom».
Hoy resultaría temerario atreverse a decir que Marcelo Chiriboga no existe. Pero si hasta tiene un documental, Un secreto en la caja (2016), mockumentary dirigido por el ecuatoriano Javier Izquierdo, quien, tras «una profunda investigación», desvela anécdotas desconocidas del escritor junto con otros grandes escritores o cineastas como Luis Buñuel. Cuando murió José Donoso, el 7 de diciembre de 1996, llegaron sendas notas de condolencias de Núria Monclús y Marcelo Chiriboga. ¿Cómo no va a existir? ¿Qué entendemos por existir?
JT Leroy, el chapero que engañó a Hollywood
La conocida como «estafa literaria del siglo» es la del estadounidense JT Leroy, el autor de moda de la década de 1990 y principios de la del 2000, apóstol del nihilismo grunge y de una cierta estética de la autodestrucción. Jeremiah Terminator Leroy contó, en conmovedores libros autobiográficos, su tormentosa vida de adolescente seropositivo, chapero, drogadicto, abandonado por su familia y víctima de abusos sexuales. Contaba asimismo su cambio de sexo y cómo le había descubierto nada menos que el escritor Dennis Cooper, «quien, junto con mi psiquiatra, era mi único lector». No le gustaba la promoción ni mostrarse en demasiadas fotografías ni conceder entrevistas. Sus obras fueron Sarah (1999), los cuentos de El corazón es mentiroso (1999) y El final de Harold (2005).
Aparecía en varias fiestas, pero con una peluca rubia y gafas de sol, un toque Andy Warhol que le evitaba ser reconocido. De su brazo colgaban amigas como Courtney Love, Winona Ryder o Asia Argento. Entre sus fans declarados, Lou Reed, Bono, Tom Waits, Madonna… La mentira se destapó tras sendas investigaciones periodísticas, primero de New York Magazine en 2005 y luego de The New York Times en 2006. El supuesto Leroy de las fiestas era en realidad una estudiante de moda, Savannah Knoop, quien se vendaba los pechos e interpretaba el papel del desnortado autor revelación al que traducían en todo el mundo. Ella misma relató más tarde su experiencia en Chica, chico, chica. Cómo me convertí en JT Leroy (2007). Quien escribía los libros, y cobraba los royalties, era su cuñada, Laura Albert, que sí había sufrido abusos en su infancia y que se vino arriba creándose en la literatura un poderoso alter ego masculino que pretendió pasar por cierto. Albert, la autora real, de hecho, acompañaba al supuesto autor a todas las fiestas, haciéndose pasar por su mejor amiga, Speedie. La historia es tan llamativa que existe un documental, La mentira de JT Leroy (2016), dirigido por Jeff Feuerzeig, y una película de ficción, JT Leroy: engañando a Hollywood (2018), de Justin Kelly, con Kristen Stewart (como Knoop), Laura Dern (como Albert) y Diane Kruger, como Eva, una actriz y directora que quiere llevar la historia al cine.
Jusep Torres Campalans, que inventó el cubismo
Exiliados ambos, se habían conocido presuntamente en una librería de Chiapas. Max Aub (1903-1972) escribió en 1958 la biografía Jusep Torres Campalans sobre este pintor que habría inventado el cubismo, aunque luego su nombre quedó orillado frente al de su amigo Picasso o el de Braque. El libro de Aub contaba con todo lujo de detalles, como documentos, testimonios directos, reproducción de obras (pinturas y dibujos), fotografías (de sus padres, junto a Picasso…), un catálogo anotado e incluso agradecimientos a las fuentes (entre ellas, Alfonso Reyes, André Malraux y hasta Camilo José Cela). Varios diarios mordieron el anzuelo y se refirieron al personaje como alguien realmente existente. Era un fake como una catedral.
Torres Campalans, pintor vanguardista, contemporáneo de Juan Gris (con quien se llevó fatal) y de Picasso (quien, en cambio, se lo habría llevado de juerga al famoso burdel de la calle Avinyó en Barcelona), vivió en un entorno en el que se fundían arte y literatura, y, por tanto, no se limitó a pintar, sino que también escribió, en un primer momento, poesía y, más tarde, tanto un diario como sus reflexiones sobre arte, publicados como Cuaderno verde, escrito originalmente en catalán y que el mismo Aub traduce. Allí se leen cosas como «convertir la pintura en escritura» y llega a decirle a Aub: «El cubismo fue una escritura».
En cuanto a lo biográfico, Jusep Torres Campalans afirma haber atentado contra el rey de España en París (lo que Aub sospecha que es falso porque no le cuadran las fechas) y entre los personajes que frecuenta se encuentran Rilke, Apollinaire, Mondrian, Chagall… En su diario, Torres Campalans deja dicho: «Puestos a mentir, hagámoslo de cara: que nadie sepa a qué carta quedarse». Se llegaron a vender cuadros y dibujos suyos —en realidad, obra de Aub— en una galería mexicana y en otra neoyorquina, y el Reina Sofía los expuso a principios del siglo XXI.
A pesar de que es uno de los casos más comentados de falso artista, de vez en cuando aún aparece citado como personaje real. Aub ya se había inventado en su primera novela, Vida y obra de Luis Álvarez Petreña (1934), a un poeta de este nombre, de quien reprodujo varios versos, cuyo retrato publicó y que es luego quien, años después, le pide que publique el cuaderno de Torres Campalans. Petreña es un escritor mediocre y decadente («no tengo músculos, soy todo yo flácido y predispuesto a dejarme llevar, como las medusas»), un artista marginal, y lo mejor de su biografía fake es que refleja fielmente la realidad literaria española de finales de los años veinte y principios de los treinta, con el romanticismo-novecentismo, el vanguardismo surrealista y el nuevo romanticismo realista como fuerzas en pugna. Unas farsas, las de Aub, parecidas a aquel Nat Tate que inventó no hace tanto William Boyd, con la complicidad de Gore Vidal y David Bowie, consiguiendo vender sus supuestos cuadros en subastas y engañando a ilustres connaisseurs como Siri Hustvedt y Paul Auster.
Antoni Casas Ros, el hombre elefante
Otro misterioso fantasma en nuestra biblioteca es Antoni Casas Ros, supuestamente nacido en 1972 en «la Cataluña francesa», de madre italiana y padre catalán. Estudiante de Matemáticas, habría sufrido un grave accidente de coche cerca de Perpiñán, mientras conducía en estado de ebriedad, al esquivar un ciervo y estrellarse contra un árbol. Según la biografía que facilitan sus editoriales, su esposa, que viajaba con él, habría resultado muerta en la colisión, y la cara de Casas Ros habría quedado totalmente desfigurada, lo que lo condenó a una vida en soledad, de la que emergería su primera novela, escrita en francés, El teorema de Almodóvar (2008), publicada por Gallimard (quedó finalista del Goncourt a la primera obra) y por Seix Barral en España. Se trataría de una autoficción, en la que el protagonista sufre un accidente de tráfico a los veinte años, a resultas del cual pierde el rostro y la posibilidad de llevar una vida normal, por lo que se refugia en el álgebra, la literatura y el cine. La mirada y el amor de una transexual prostituida, Lisa, así como el cine de Almodóvar, le devuelven la ilusión por salir al exterior. A este título lo seguirían Enigma (2010) —sobre una pandilla de letraheridos que introducen en el mercado libros ya publicados pero alterando sus finales—, Crónicas de la última revolución (2011), en la que diversos grupos luchan contra el sistema, desde los hackers de Infinity a los promotores del suicidio colectivo de Flying Freedom, pasando por una asociación de periodistas que practica el amor libre, y Medusa (2015), una prosa poética en la que uno de estos celentéreos inyecta su veneno a una persona en Salvador de Bahía, y que fue traducida solo al catalán en El Llop Ferotge.
El fulgor de Casas Ros declinó: posteriormente publicó, en Francia, Lento (2014) y L’arpenteur des ténèbres (2018), que no fueron traducidos al español. El autor del libro pasó de ser la comidilla del mundo literario a caer en el olvido. Según su biografía fake, facilitada —no lo olvidemos— por sus editores, Casas Ros había vivido un tiempo, tras el accidente, en apartamentos de alquiler en Perpiñán, Niza, Génova, luego en Roma, desde donde concedió entrevistas por correo electrónico —una al diario El País—, y, finalmente, en Barcelona. Los únicos que aseguraban hablar directamente con él eran sus editores en francés, Richard Millet, y en español, Elena Ramírez, aunque al primero se le escapó: «Incluso si todo es una broma, el libro es memorable y eso es lo importante». Pero ¿quién es, entonces, Antoni Casas Ros? La prensa española especuló con cuatro nombres: Enrique Vila-Matas, Eduardo Mendoza, Sergi Pàmies y José Carlos Llop. La prensa francesa especializada, tras una investigación que incluía la comparación de estilos literarios, apostó por Hugues Jallon (Burdeos, 1970), cuyo aspecto físico coincide, además, con la descripción del protagonista de El teorema de Almodóvar antes del accidente. Jallon es conocido sobre todo por su labor de editor en La Découverte y en Seuil, y por su compromiso político con la izquierda melenchonista, pero como autor no ha sido traducido al castellano. Un dato: desde que, en abril de 2018, lo nombraron presidente de Seuil, Casas Ros no ha publicado nada.
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Un falso autor, como los que aquí comentamos, no es lo más común entre los fraudes de la literatura. Resulta más frecuente inventarse sencillamente un libro. H. P. Lovecraft (1890-1937) lo hizo de modo convincente con el Necronomicón o Libro de las leyes de los muertos, de Abdul Alhazred (también conocido como el Árabe Loco), primero en su cuento El sabueso y luego en otros textos hasta el punto de que hubo quien lo buscó en vano en los lugares en los que Lovecraft ubicó algunos ejemplares (encuadernados con piel humana): Harvard, París, Londres y Buenos Aires, donde Jorge Luis Borges contribuyó al despiste creando una ficha del libro en la Biblioteca Nacional que dirigía. Borges, justamente, inventó bastantes autores y obras, como El libro de arena, un libro infinito en el que, una vez se pasa una página, es imposible volver a encontrarla. Junto con su amigo Adolfo Bioy Casares, se convirtieron en Honorio Bustos Domecq, un autor ficticio que escribió Seis problemas para don Isidro Parodi y otros relatos.
Por su parte, Umberto Eco (1932-2016), en El nombre de la rosa, habla del segundo (y perdido) volumen de la Poética de Aristóteles, en el que el Estagirita trató la poesía yámbica y la comedia como modo de catarsis. François Rabelais (1494-1553) en Gargantúa y Pantagruel alude a varias obras inexistentes, entre ellas, El dulce hedor de los españoles, de Ignacio de Loyola. El polaco Stanisław Lem (1921-2006) publicó Vacío perfecto, una recopilación de reseñas de libros imaginarios escritos por autores inexistentes, como Gigamesh, de Patrick Hannahan.
La lista podría continuar con episodios recientes. En octubre de 2021 se reveló —al ganar el Premio Planeta— que Carmen Mola, la supuesta escritora de thrillers, eran en realidad tres hombres, guionistas de televisión, Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. Unos años antes, en el 2016, se había revelado que la escritora Elena Ferrante, toda una superventas mundial, era la traductora Anita Raja. El debate ético que estos casos plantean no es sobre la legitimidad de usar seudónimo, o dar vida a un heterónimo, sino sobre que tanto Carmen Mola como Elena Ferrante, del mismo modo que había hecho JT Leroy en su día, concedieron varias entrevistas falseando datos biográficos, haciendo creer a la gente que eran otros. Mintiendo. Esa no es «la verdad de las mentiras» que esperábamos de la literatura.
Un articulo fascinante. Muchas gracias
Por textos como estos es que siempre regreso a Jotdown….¡Gracias!
Falta Voltaire, el muerto no muerto. Voltaire acostumbraba a morirse y cuando las personalidades de su época, en particular sus enemigos, se reunían para cantar loas de él, Voltaire reaparecía todo risueño tocando huevos. Cuando un día se murió de verdad nadie creyó que no siguiera existiendo.
Excelente artículo. Hubiera sido interesante comentar también el libro que compendia unas supuestas biografías de escritores neonazis con sus respectivas «bibliografías» inventadas, titulado ‘Literatura nazi en América’, de Roberto Bolaño.