El 6 de marzo de 2016 todos los diarios italianos publicaban en un tono sensacionalista mitigado por el laconismo esta noticia: «Horror en la periferia de Roma. Un chico de veintitrés años fue asesinado en un apartamento del Collatino después de haber sido torturado durante horas. Aparentemente, el crimen carece de móvil». Los diarios españoles reprodujeron la noticia atraídos por los datos más novelescos: los asesinos eran dos «chicos bien» que bordeaban la treintena y la víctima un veinteañero de clase trabajadora al que mataron a martillazos y cuchilladas «para saber qué se sentía»; actuaron bajo el influjo del alcohol, cocaína y otras drogas, que estuvieron consumiendo durante dos días seguidos.
El escritor Nicola Lagioia (Bari, 1973), colaborador de diversos diarios y revistas, y presentador del programa radiofónico Pagina 3 en Rai Radio3, recibió el 8 de marzo la propuesta del suplemento Il Venerdì de la Repubblica de escribir un reportaje sobre el caso, que llenaba horas de programación en radio y televisión y páginas en todo tipo de publicaciones, además de dominar la conversación de la población italiana. De buenas a primeras Lagioia rechazó la propuesta, repelido por la vertiente morbosa inherente al suceso. Aunque apenas conocido en España, el escritor y gestor cultural gozaba de una excelente reputación después de ganar en 2015 el Premio Strega por su novela La ferocia, muy bien recibida por crítica y público y traducida a varios idiomas, incluido el catalán —La ferocitat, editorial Bromera—, no así al castellano. La ferocia es, por cierto, simétrica en planteamiento y forma a La ciudad de los vivos: lo que aquella tiene de elitista y sofisticada lo tiene esta de buscada naturalidad, de efervescente relato de un país desnortado. En La ferocia relata el derrumbe de una familia en el contexto de la especulación inmobiliaria en la Italia de provincias, pero sobre todo es un alarde literario, un gesto de autoafirmación contundente de escritor con ambiciones. En ambas, una muerte inexplicable sacude los cimientos de un grupo, familiar en uno, nacional en el otro, y un coro de voces compone un mosaico que representa e interpreta lo ocurrido.
Decíamos que le ofrecen ocuparse del caso que llena las portadas y, tras el rechazo, Lagioia, que lleva años viviendo en la capital italiana, detecta una difusa familiaridad con los hechos, dentro de su insólita barbarie, que espolea el sí a una investigación que se prolongará cuatro años hasta volcarla en esta crónica novelada, donde los hechos y personajes reales se conjugan, no siempre de manera armoniosa pero sí interesante, con algunas líneas argumentales de ficción en que, además de la crónica y la reflexión sobre el caso Varani, le sirven para dibujar una Roma colapsada, suspendida en el tiempo de la más sórdida decadencia.
Aquella noche de marzo de 2016 culminaba una juerga de varios días protagonizada por Manuel Foffo y Marco Prato, en el piso de la barriada del Collatino, situado en las extensas afueras de Roma, donde vivía Foffo. La víctima podía haber sido cualquiera pero el número de la suerte fatal le salió a Luca Varani, veintitrés años, hijo único de una familia humilde de feriantes que lo adoptó siendo apenas un bebé en un orfanato de Rumanía —¿alguien se acuerda de los famosos orfanatos de la Rumanía de Ceaucescu?—, que le dieron el apellido y un amor ciego. Algo menos ciego pero intenso y leal era el amor de su novia desde la adolescencia, Marta Gaia, que se personará también como acusación en el juicio que condenó a Foffo a treinta años, y a ser recordado con rencor y pesar a Prato, quien logró suicidarse en 2017 en la cárcel, justo antes del juicio.
Lo que atrajo la atención y escandalizó a toda Italia del caso es su carácter de tragedia moderna y generacional; muchos vieron reflejado el espíritu del momento, que en ese 2016 era la fatiga de la crisis económica desatada en 2008, la pérdida de valores —un tópico denunciado desde antes del estallido de la estafa bursátil de Madoff—, especialmente entre los jóvenes, a los que se suele describir como narcisos ahogados en su propia imagen, reflotada una y otra vez por las redes sociales, y la sempiterna crisis de desgobierno de Roma.
En un relato donde los hechos están dados y bastaría con ir incorporando con buena prosa los nuevos hallazgos hasta alcanzar el desenlace, con sus peculiares sorpresas —desde la economía en B de Luca Varani como pequeño traficante de drogas y chapero para costear su afición a las tragaperras y regalar a su novia lo que no podía como chapista en un garaje, a los sordos conflictos familiares de los dos asesinos: Manuel Foffo, hijo de un restaurador solvente al que secunda en todo su hijo Roberto, era incapaz de establecerse profesionalmente pese a las aparentes facilidades de que disfrutaba y a su elevado coeficiente intelectual; Manuel Prato, homosexual declarado, relaciones públicas y socio de un local nocturno, era hijo de Ledo Prato, personaje irreprochable de la gestión pública del patrimonio cultural y autor de un blog donde asienta reflexiones que validan su trayectoria de asesor para la innovación en los modelos de gestión de bienes culturales—, Nicola Lagioia logra encontrar un enfoque que es a la vez histórico —crónica del suceso, del juicio de expertos y de la opinión pública—, moral —alegato sobre la responsabilidad personal en las acciones individuales— y psicológico —analizando las motivaciones, hechos y declaraciones de los protagonistas y allegados—.
El autor no oculta sus influencias: el género del true crime moderno de Truman Capote —salvo que el asesinato de Varani no fue ejecutado a sangre fría—; la indagación en el más allá de la razón según la fórmula de El adversario, de Carrère, o la composición coral y las reflexiones pegadas a la propia experiencia del Javier Cercas de Anatomía de un instante y El impostor. Véase:
El mal. Tenían que trabajar todos los días con el mal. El coronel dijo que el mal no era un concepto abstracto, pero tampoco había que imaginarlo como una entidad plenamente definida. El mal era móvil, multiforme y, sobre todo, contagioso.
Lagioia acierta al insinuar la influencia de estas obras famosas y despegarse de ellas pronto para buscar una explicación a través de conversaciones y entrevistas con el entorno de los tres protagonistas, que han de desembocar al final en un homenaje a los padres de Luca Varani. A diferencia de Carrère, él sale en busca de la razón psicológica y no se da por satisfecho, como supongo que sabrá que tampoco lo haríamos los lectores, con fenómenos religiosos discutibles en que se supone que un hombre actúa poseído por un mal absoluto.
Las páginas más logradas son aquellas en que, a partir de las declaraciones contrastadas de Manuel Foffo y Marco Prato, realizadas durante la confesión del primero y la detención del segundo —al que localizan ocupado en su enésimo intento de suicidio fallido en un hotel donde suena agotadoramente una canción de Dalida—, reconstruye las escenas que culminan en el asesinato de Varani. Lagioia imagina la más plausible explicación de «contaminación psíquica» entre dos individuos que en solitario no se atreverían a llevar hasta el final sus delirantes fantasías de asesinato, cambio de sexo o proxenetismo, rasgos que delatan un vacío de identidad resultado de conflictos de índole sexual.
Los delitos de este tipo en los que había cómplices que se conocían desde hacía poco tiempo seguían casi todos el mismo patrón. No tres, ni cinco, ni ocho. Dos era el número recurrente. Un íncubo y un súcubo. Un manipulado y un manipulador, aunque esos papeles eran a menudo intercambiables.
De la generación del escritor se ha dicho que es una generación literaria huérfana que ha buscado sus propios predecesores y su canon. Lagioia comparte con otro talento italiano, aunque más joven, Franco Fontana, su confianza en el derecho como disciplina capaz de estructurar las relaciones en una sociedad democrática. Su formación universitaria en esta materia le permite navegar con soltura en el material jurídico y exponer de forma asequible para un público medianamente formado los intríngulis de la acusación, el juicio y sentencia del caso.
Una influencia confesa es la del Roberto Bolaño visionario y apocalíptico de 2666. Lagioia describe una Roma descarnada, decadente, en tonos hiperrealistas como capital sometida a años de corrupción y desgobierno y a los flujos migratorios del orbe globalizado. Esta parte ha sido con razón objeto de críticas por sus coetáneos vanguardistas, que ven una forma de tremendismo que abarata el estilo de un escritor de mérito. A favor de Lagioia habría que señalar que esa Roma mítica, definida como «la única ciudad de Oriente Medio que no cuenta con un barrio europeo» —aforismo del economista y político Saverio Nitti, activo a caballo del XIX y el XX—, le permite abstraer el acontecimiento, es decir el asesinato y los personajes relevantes en el caso, para insertarlo en una continuidad «romana», en esencia caótica y pulsional, que se diferencia de ciudades como Milán o Bari, donde la vida se desenvuelve civilizadamente, a un ritmo previsible… a costa de morir de aburrimiento. La sombra de Pasolini es patente en los escenarios de la prostitución romana, como también está latente el famoso «crimen del Circeo», ejecutado en 1975 por tres neofascistas de clase alta contra dos chicas de clase trabajadora, que también indignó a la sociedad italiana por el perfil privilegiado de los asesinos, y cómo explotaron esos privilegios en todo momento.
Roma, esa capital donde una parte de sus habitantes vive para satisfacer sus pulsiones, y es escrutada, criticada y juzgada por la otra parte, resulta un escenario creíble en el que los diferentes ambientes políticos, profesionales de alto nivel, los del ocio nocturno, policiales y culturales se cruzan y encabalgan. De ahí el acierto al hablar de una «ciudad de los vivos» opuesta a la de los muertos —claramente representada por cierta escoria, los desfavorecidos y los desclasados—, mientras «la ciudad del medio» es un lugar de paso para los vivos que transitan de una a otra según sus necesidades, fundamentalmente para explotar a los necesitados.
Pese a sus defectos, como no analizar la omnipresencia de la cocaína y el tráfico de drogas, La ciudad de los vivos es una crónica intensa que deja expresarse, como coro de los protagonistas y de sus desdichadas familias, a Italia entera a través de las opiniones vertidas en redes sociales, en cartas vía Messenger o en conversaciones con profesionales de la cultura. Especialmente significativas son las entrevistas a homosexuales que reprochan a Marco Prato el descrédito que, por su crimen y la gestión que hace de su responsabilidad desde la cárcel, cae sobre ellos. Todos los escenarios y ambientes están representados y el autor no incurre en la torpeza de la ecuanimidad: está de parte de las víctimas, que son en primer lugar la familia Varani y Marta Gaia; comprende el impacto sobre las vidas de las familias Foffo y Prato y encarece sin exageraciones el buen hacer de los representantes de policía, abogados y jueces.
Esta es una crónica sobre todo de personajes y una tragedia generacional. Lagioia analiza y comenta tres vidas extraviadas —las de Manuel, Marco y Luca—, que contrastan con las de sus progenitores, todos ellos ejemplos de una masculinidad tradicional, al margen de las diferencias de clase. La crónica podría llevar el epígrafe «Formas de matar al padre», pues hay un conflicto edípico subyacente en los actos de Marco —tipo arrogante, controlador, manipulador, cocainómano, travesti y con tendencias suicidas—, de Manuel —joven frustrado al no poder realizar su potencial intelectual y caracterizado como mentalmente inestable— y de Luca —su encanto personal esconde debilidad de carácter y algunos aspectos de su personalidad parecen sombríos e imposibles de encajar en el contexto de una familia humilde como la que lo adoptó— que emergen y estallan en la orgía y el asesinato. Esta escena, la nuclear, ideal para que un escritor menos inteligente se despeñe, es curiosamente lo más conseguido del libro, una vorágine que podría entenderse quizá como una versión gore del aleph borgiano.
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