Una pequeña introducción para ir abriendo boca
Durante mucho tiempo el canibalismo ha sido un tabú. Un tabú que, de vez en cuando, y siempre con precaución, asoma la cabeza en las páginas de sucesos o en las películas de asesinos en serie, de modo explícito o más o menos sutil. En 1991 la sobrevalorada El silencio de los corderos de Jonathan Demme sacó el tema a la palestra con el personaje de Hannibal, brillantemente interpretado por Anthony Hopkins, pero la anécdota quedó reducida al círculo de los criminales patológicos y, por tanto, no dio lugar a un debate público en condiciones. El humor también lo ha tratado con la más extrema de las precauciones. Cuesta creer, por tanto, que en la época de los ritos paganos, y antes de la llegada del cristianismo y su consecuente condena del asesinato, el canibalismo estuviera estrechamente relacionado con la religión y su práctica fuera no solo bien vista sino que se considerara como una obligación, un sacrificio y una condición para estar a buenas con los del otro mundo.
En España son pocos los estudios publicados sobre canibalismo. He utilizado como base de este artículo el imprescindible Historia natural del canibalismo de Manuel Moros Peña, autor también de Los médicos de Hitler. Igual de útil me ha resultado El banquete humano de Luis Pancorbo. También merece la pena citar el estudio Canibalismo. Hambre, deleite o misticismo de Yolanda Fernández, Mitos y leyendas de los mayas de R. R. Ayala y El sitio de Leningrado de José Luis Hernández Garví, mucho más específicos, pero me temo que el resto de referencias en español quedan reducidas al campo del thriller policiaco. En lo relativo al asesino en serie no me resisto a volver a citar el imprescindible y pionero Psychokillers. Anatomía de un asesino en serie de Jesús Palacios, editado en 1998 y actualmente descatalogado.
En otros idiomas encontramos títulos como The man-eating myth de William Arens, un influyente estudio de la antropofagia cuyas teorías a día de hoy han quedado bastante desfasadas, por no decir ampliamente refutadas. En la misma línea revisionista se sitúa Dialéctica y canibalismo, del activista asturiano Alberto Cardín, que trata de deconstruir el concepto de «caníbal», relacionándolo con la difamación a los pueblos primitivos. Más interesante es Cannibalism: from sacrifice to survival, escrito por el psicólogo Hans Askenasy y publicado en Inglaterra en 1994. El libro se centra en la relación del canibalismo con los mitos y las religiones a lo largo de la historia, abordando distintos casos conocidos (como el del supuesto caníbal Alfred Packer, cuya historia abordaremos más adelante) y tratando de aproximarse a una lectura psicológica. Menos específico y más disperso resulta Caníbales y reyes de Marvin Harris, editado en español por Alianza, así como Bueno para comer, centrado en el tema de los alimentos en las distintas culturas y épocas históricas. Si bien no aborda directamente la realidad histórica de nuestro asunto, también puede resultar complementaria la lectura de Todos somos caníbales de Claude Levi-Strauss, en el que el célebre antropólogo profundiza en una serie de artículos el tema del relativismo de la barbarie (cada uno llama barbarie a aquello que no pertenece a sus usos cotidianos, en palabras de Montaigne), un punto de vista muy válido para abordar el tema del canibalismo de los pueblos primitivos e incluso su existencia en la actualidad. Además de a Levi-Strauss, recomiendo echar un vistazo a las reflexiones en torno al tema del propio Montaigne y de René Girard.
Más ignotos, pero no menos jugosos, son Eating their words. Cannibalism and the boundaries of cultural identity de Kristen Guest, centrado en las obras artísticas que han abordado el tema, de Robinson Crusoe a Sweeney Todd; Sacrificios humanos de Nigel Davies, editado por Grijalbo y descatalogado; Murder, cannibalism and human sacrifice de Jonathan J. Moore; El canibalismo de Roland Villeneuve; o Cannibalism, headhunting and human sacrifice in North America de George Feldman. Mucho más interesante para los que aquí nos compete y, en cualquier caso, uno de los libros imprescindibles sobre el tema es Cannibals: Shocking true tales of the last taboo on land and at sea, editado por Joseph S. Cummins. Jamás traducido al español, puede encargarse fácilmente por internet.
Aquellas locas locas aventuras en los Andes
Manuel Moros, en el libro arriba citado, divide el canibalismo entre patológico, guerrero, ritual y de supervivencia. En este artículo nos centraremos en esta última variante. Y comenzaremos con uno de los sucesos más polémicos y conocidos: el accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que tuvo lugar en los Andes el 13 de octubre de 1972 y que dio origen al popular libro ¡Viven!, escrito por Piers Paul Read y publicado por primera vez en abril de 1974.
Durante los dos años anteriores a la publicación del libro el debate público estaba sobre el tapete. No era para menos: los supervivientes de los Andes se habían visto obligados a recurrir a la antropofagia, es decir, a comer carne humana, para resistir las duras condiciones de las montañas. Piers Paul Read entrevistaba a los dieciséis supervivientes, que también firmaban el prólogo del libro.
Una de las claves que apuntaba ¡Viven! sobre la organización, resistencia y supervivencia del grupo era que estos formaban parte de un equipo uruguayo de rugby, el Old Christians Club, miembros del colegio Stella Maris de Montevideo. En el vuelo de Uruguay a Chile viajaban cuarenta y cinco pasajeros, entre ellos muchos de los familiares de los miembros del equipo. Cuando el avión colisionó en las montañas de los Andes solo quedaron vivos veintinueve y todavía tendrían que esperar diez semanas para ser rescatados.
El libro, que cuenta con fotografías en blanco y negro entre los diversos testimonios de las víctimas, fue un best seller, además de un éxito crítico, y sigue siendo una lectura bastante extendida en la actualidad. Todos nos hemos topado en algún momento con algún ejemplar de ¡Viven! o hemos oído hablar de la historia de los supervivientes de los Andes, quizá más por las películas derivadas. En 2005 Read publicó una nueva edición del libro titulada ¡Viven! Dieciséis hombres, setenta y dos días y probabilidades insuperables: la clásica aventura de supervivencia en los Andes, con una introducción revisada y entrevistas al propio Read y a algunos de los supervivientes Pero el suyo no es el único libro que versa sobre el tema, aunque sí el más conocido.
El pionero, Survive!, con un enfoque claramente periodístico, fue escrito por Clay Blair Jr. y ni siquiera fue traducido al español. No es el mejor, pero ostenta el inestimable mérito de ser el primero en abordar la catástrofe y sus consecuencias, tal vez un tanto apresuradamente. En sus páginas se basó la infame película de René Cardona Jr. de la que más tarde hablaremos.
Capítulo aparte merecen las narraciones escritas en primera persona por los supervivientes. La mejor de todas ellas quizá sea Milagro en los Andes de Nando Parrado y Vince Rause, publicada en España por la editorial Planeta treinta y cuatro años después del accidente. Otro de los supervivientes, Roberto Canessa, contó su versión particular de la historia en Tenía que sobrevivir: cómo un accidente aéreo inspiró mi vocación para salvar vidas, centrado en la relación entre la catástrofe y su vocación por la medicina. Eduardo Strauch publicaría en 2019 el que es el último libro sobre lo que ocurrió en los Andes, Desde el silencio, a raíz del encuentro de la billetera del autor por parte de un alpinista en las montañas. Como podría esperarse, ninguno de los libros de los supervivientes hace especial hincapié en el asuntillo de la antropofagia.
No deja de ser revelador que las dos producciones más famosas realizadas sobre el accidente del avión uruguayo tengan dos enfoques diametralmente opuestos, al menos a priori: la primera, una zetosa, telefílmica, sangrienta y sinvergonzona exploitation dirigida por el inefable René Cardona Jr. (Supervivientes de los Andes, filmada en 1972 y protagonizada por el habitual de su director Hugo Stiglitz) y, la segunda, la más que correcta ¡Viven!, dirigida en 1993 por Frank Marshall con un enfoque sensiblero y familiar. Dos caras de la misma moneda, según el autor de estas líneas: la motivación y el sensacionalismo, con idéntica percha: el morbo que despertaba la impotencia de estos caníbales a su pesar. Las dos películas se rodarían, como era de esperar, en circunstancias también opuestas: mientras que la primera únicamente tomaría como base el oscuro libro de Clay Blair Jr., ¡Viven! se basaría de forma fidedigna en el de Read, permitiendo que el superviviente Nando Parrado ejerciera de asesor técnico en la película, así como las visitas al set de rodaje de once de los supervivientes. En cualquier caso, cada una dentro de su ámbito y su particular manera, las dos han pasado a la historia, y ambas, por diferentes motivos, se consideran de culto en mayor o menor medida.
El resto de las películas son solo de tipo anecdótico o conmemorativo y quedan reservadas para los completistas. Así pues, puede echarse un vistazo a Alive: 20 years later (1993), un algo decepcionante documental escrito y dirigido por Jill Fullerton-Smith y narrado por Martin Sheen. Más interesante, sin duda, resulta La sociedad de la nieve (2007), escrito y dirigido por Gonzalo Arijón, un ambicioso proyecto que incluye escenas dramatizadas y entrevistas a todos los supervivientes, así como a algunos de sus familiares y a personas implicadas en el rescate, que recibió el premio Joris Ivens en el Festival de Cine Documental de Ámsterdam. La última película realizada hasta el momento sobre el trágico suceso es también un documental y se trata de I am alive: Surviving the Andes Plane Crash, dirigido en 2010 por Brad Osborne para el History Channel. La película, además de las habituales entrevistas a los supervivientes y al equipo de rescate, incluye otras a Piers Paul Read o al alpinista Ed Viesturs.
Pero… ¿qué ocurrió realmente en los Andes? Qué duda cabe que no podemos saberlo a ciencia cierta porque no estuvimos allí y, por tanto, tenemos que atenernos a las declaraciones complementarias de los supervivientes. Algunos, tras la catástrofe, se vieron atraídos por su vena humanitaria; otros descubrieron su pasión periodística o literaria, pero todos quedaron marcados de una forma u otra por lo sucedido.
Los helicópteros de rescate aparecieron el 20 de diciembre, cuando todavía quedaban catorce con vida; habían pasado setenta y dos días desde el accidente del avión. El primer día, el equipo rescató a seis de ellos, dejando para el resto comida, tres expertos en el terreno y un asistente sanitario. A las diez de la mañana del día siguiente los helicópteros regresaron para recoger al resto, misión que se desenvolvió sin mayores complicaciones.
Los supervivientes fueron atendidos por un médico y, más tarde, alojados en el hotel Sheraton de Santiago de Chile. En un primer momento fueron tratados como héroes, «los supervivientes de los Andes». Sin embargo, el morbo no tardaría en abrirse paso. La umbría sombra del canibalismo enfangó la heroicidad de los hombres, y el modo en que habían conseguido sobrevivir fue publicado por un diario peruano y, poco tiempo después, en sus equivalentes argentinos, brasileños y chilenos. En un primer momento y ante el acoso de los periodistas, los supervivientes negaron el canibalismo, pero no tardó en aparecer, en la primera página del periódico El Mercurio de Santiago de Chile, la fotografía de una pierna medio devorada junto a los restos del avión. Era inútil intentar esconder nada. Otro periódico chileno empleó el titular «Que Dios les perdone» como encabezamiento de la historia. De pronto, y de un momento para otro, los héroes habían pasado a ser monstruos por el mero hecho de reventar un tabú atávico, siquiera para salvar sus vidas.
A su regreso a Montevideo, y ante el acoso constante de los medios, los supervivientes decidieron dar una rueda de prensa que pasaría a ser, de algún modo, histórica. Esta se desarrolló el 28 de diciembre en el salón de actos del colegio Stella Maris. Ante la gran cantidad de periodistas presentes, provenientes de todo el mundo, cada uno de ellos fue contando por riguroso turno el calvario de los Andes. Quizá fuera la pelín demagógica y sensacionalista (y, por tanto, muy del gusto de la prensa) declaración de Pancho Delgado, que comparó el inevitable acto de canibalismo de supervivencia con la compartición del pan y la sangre de la última cena de Jesús, la que consiguiera ganarse a los allí convocados. Ni siquiera hubo necesidad de una ronda final de preguntas. Al término del último relato, los periodistas rompieron en una ovación unánime. Los muchachos del equipo de rugby habían recuperado su categoría de héroes tras conmover a los medios del mundo entero con su historia y, sobre todo, narrando de forma harto verosímil su experiencia y su necesidad de cometer un acto extremo para salvar la vida. La pregunta que dejaban en el aire era diáfana: «¿qué habría hecho usted en mi lugar?».
Vacaciones en el mar
Clásicos de la literatura como La narración de Arthur Gordon Pym, única novela de Edgar Allan Poe, aparecida primero por entregas y luego, en 1838, en formato libro, al igual que los relatos de Robert Louis Stevenson, pueden servirnos de calentamiento para adentrarnos en los terrores marinos cuando las embarcaciones tienen que enfrentarse a la furia de tempestades, accidentes, ballenas o maremotos. En la novela de Poe se cuenta la historia de un hombre que se embarca clandestinamente en el barco ballenero Grampus. Es una novela de aventuras de tipo episódico, en el que se abordan temas como el canibalismo, los motines, los naufragios y las guerras con nativos, además de revelaciones personales de carácter místico. Conviene además destacar otros relatos del autor de tema marinero como «La caja oblonga», «Manuscrito encontrado en una botella» o «Un descenso al Maelström». Jules Verne, gran admirador de la obra, como Lovecraft o H. G. Wells, escribiría una secuela: La esfinge de los hielos.
Entre los abundantes relatos de Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, encontramos «El diablo en la botella» y «La isla de las voces», ambos pertenecientes a la antología South Sea Tales, publicada en 1893. En cuanto a sus novelas, debe señalarse Bajamar: un trío y un cuarteto o La isla de la aventura o La resaca, así como Los traficantes de naufragios, ambos escritos junto con Lloyd Osbourne, y publicados en 1894 y 1892, respectivamente. En otro orden de cosas, no debemos olvidar la novela marítima por antonomasia: Moby Dick de Herman Neville, inspirada en la historia del ballenero Essex que en breve repasaremos.
Tan recurrentes en el mundo del canibalismo de supervivencia como los accidentes aéreos son los naufragios, con el añadido de que llevan sucediéndose desde un periodo de tiempo mayor. Las condiciones de supervivencia en mar adentro llevaba a los hombres de mayor gradación a sacrificar a sus inferiores, empezando por los criados, o a los más débiles, comiéndose la carne de quien iba falleciendo por inanición. En este sentido, es relevante citar la tristemente célebre «ley del mar», serie de tradiciones por la que los marinos de todo el mundo se han regido a lo largo de la historia de la navegación, y que incluye, tras un naufragio, la obligación de decidir echándolo a suertes quien debía ser sacrificado y servir de alimento para los demás. Esta costumbre estuvo durante muchos años firmemente asentada, siendo equiparable a otras más populares y desde luego menos oscuras, como que el capitán fuera el último en abandonar el barco o que las mujeres y los niños fueran los primeros en ocupar los botes salvavidas.
Según el código de la ley del mar en lo relativo al canibalismo únicamente podían servir como alimento los cuerpos de las personas que hubiesen muerto por causas naturales, casi siempre por las heridas del naufragio o por haber bebido agua de mar, o aquellos supervivientes que resultaran elegidos por sorteo. Era habitual, para tal fin, emplear el método del cordel: de acuerdo al número de supervivientes se cortaban una serie de pedazos de cabo, y quien escogiera el cordel más corto era sacrificado por el bien común.
El primer caso que se conoce donde tuvo que practicarse esta ley tuvo lugar entre 1629 y 1640, aunque no fuera notificado hasta 1641. Siete ingleses partieron desde la isla de St. Kitts, en el Caribe, para un breve viaje que debía durar solo una noche, pero una tormenta los dejó a la deriva durante diecisiete días. La persona que sugirió, llegado el momento, el uso del método del cordel, fue quien tuvo la mala suerte de escoger el cabo más pequeño; sus compañeros comieron su carne y bebieron su sangre. Cuando finalmente consiguieron llegar a tierra firme, fueron acusados de homicidio en un primer momento y finalmente absueltos, puesto que un juez benevolente lo consideró un «caso de extrema necesidad».
Bastante más conocido fue el naufragio de la balsa de la Medusa, inmortalizado por el cuadro del pintor Théodore Géricault, expuesto en el Louvre, una de las cumbres del romanticismo francés.
El Méduse fue una fragata de cuarenta cañones de la armada francesa lanzada al mar en 1810. En 1816, tras la restauración borbónica, transportaba oficiales franceses al puerto de Sant Louis, en Senegal, cuando encalló en la bahía de Arguin. La mayor parte de sus pasajeros evacuaron el navío, pero ciento cincuenta y uno de ellos fueron obligados a refugiarse en una improvisada balsa. Debido a la escasez de provisiones, varios hombres heridos fueron arrojados al agua, y otros de ellos tuvieron que recurrir al canibalismo para sobrevivir. La balsa pasó trece días a la deriva y en el momento del rescate solo quedaban tres supervivientes. Uno de ellos, el cirujano Henri Savigny, explicó la historia a la policía y su informe se filtró a la prensa. En él daba cuenta de las atrocidades que había vivido. El capitán de la fragata fue juzgado y considerado culpable de abandonar el barco y de hacerlo dejando a sus tripulantes a bordo. También fue inhabilitado a prestar servicios a los buques franceses y condenado a permanecer tres años en prisión.
Con esta resolución no terminó la polémica de La Medusa. El lienzo de Géricault se expuso en el Salón de París por primera vez el 25 de agosto de 1819 con el título Escena de naufragio. La obra causó reacciones encontradas. Los conservadores se centraron en el realismo obsceno de la escena, mientras que los liberales vieron en la pintura una condena al nuevo régimen. De hecho, la presencia de un marinero negro en el centro de la composición dejaba patente el compromiso del autor con la condena de la esclavitud. No en vano, los marineros de raza negra eran los primeros en caer de acuerdo con la infame ley del mar.
Otro de los casos que merece la pena reseñar es el de la embarcación Peggy, que partió en 1765 de las Azores hacia Nueva York con una tripulación formada por el capitán y nueve hombres, uno de ellos un esclavo negro. Un temporal dejó el barco a la deriva, obligando a sus hombres a beberse todo el vino y el coñac que llevaban a bordo, así como a comerse a los animales, entre los que se encontraba el gato del capitán. Después de beberse y comer todo lo que había a su disposición, incluido el aceite de las lámparas y el cuero de los zapatos, los tripulantes comunicarían al capitán la intención de realizar un sorteo para encontrar una víctima que sirviera de alimento; el «ganador» sería, qué casualidad, el esclavo negro. Como apuntaba la ley del mar, la cabeza, los dedos y los pies, las partes más humanas de la víctima, fueron desechadas y arrojadas por la borda. Más adelante tendría lugar un nuevo sorteo, cuya víctima enloquecería antes de conocer su trágico destino. Y quiso entonces la Providencia que el barco fuera rescatado y conducido a Darmouth, aunque algunos de los supervivientes fallecerían durante la travesía.
Más conocida es la historia del ballenero Essex, hundido por un cachalote en 1820 al sur del Pacífico. Ocho marineros fueron rescatados por dos barcos diferentes noventa y cinco días después del naufragio. Durante ese casi centenar de días con sus noches ocho marinos habían sido ejecutados y devorados. La historia, por cierto, sirvió de inspiración a Herman Melville para su archiconocida e inmortal Moby Dick o la ballena blanca, publicada por primera vez en 1851.
Otro caso conocido, y sin duda más polémico, es el del Mignonette. El yate inglés partió de Falmouth con destino a Sídney con cuatro tripulantes a bordo en 1884. Cerca del cabo de Buena Esperanza, se hundió debido al mal tiempo. Uno de los cuatro tripulantes, el más joven, bebió agua de mar y enfermó. Más adelante, los otros marinos acordaron sacrificarlo para alimentarse con su carne, aunque no todos estuvieron de acuerdo. Cuando fueron rescatados cuatro días después, el capitán tuvo que aportar detalles sobre el sacrificio del grumete. Pese a tener a la opinión general a favor, todos fueron juzgados por asesinato y dos de ellos condenados, aunque en el último momento la reina Victoria les conmutó la pena por seis meses de prisión. Se trata del único caso en que unos caníbales por una causa de supervivencia más que justificada fueron condenados, aunque también es cierto que la sentencia no fue cumplida y las circunstancias políticas ciertamente excepcionales. Por ello el caso del Mignonette, con más de un punto en común con la ya citada novela La narración de Arthur Gordon Pym, tal como apuntó por primera vez The Sunday Times el 5 de mayo de 1974, continúa estudiándose en la actualidad.
Finalmente, hablaremos de las expediciones frustradas a partir de un suceso tan escurridizo como interesante. Dentro de esta modalidad también frecuentada por la literatura y el cine, destacaremos la historia de los buques Erebus y Terror que, en 1845, partieron del Támesis con la misión de encontrar el paso del noroeste, que comunicaría el océano Atlántico con el Pacífico. Pese a la meticulosidad con la que fue preparada la expedición, la última vez que se divisaron los buques fue en agosto de 1845. En 1850 el Almirantazgo británico ofreció una recompensa de veinte mil libras a quien encontrara la expedición maldita. Los primeros rastros fueron hallados en isla Beechey: varias tumbas de hombres muertos por causas naturales y numerosas latas de conserva vacías. En 1854, John Rae entablaría relación con unos esquimales inuit que le darían las primeras pistas del recurso del canibalismo en la aventura: algo que la estricta sociedad victoriana no estaba dispuesta a tolerar. De hecho, el mismísimo escritor Charles Dickens fue uno de los que más duramente criticaron entonces a Rae por insinuarlo. En 1859, una nueva expedición confirmó en la isla del Rey Guillermo lo que habían contado los esquimales inuit. Se encontraron esqueletos yaciendo boca abajo y un bote con más cuerpos en el interior, algunos decapitados. Asimismo, se hallaron documentos que probaban la muerte de la totalidad de los miembros de la expedición, aunque solo una pequeña parte de los ciento veintinueve tripulantes fue encontrada. Hasta hace muy poco no se ha podido demostrar el canibalismo en la llamada «expedición Franklin», gracias al trabajo de doctores como Owen Beattie y arqueólogas como Margarte Bertulli y Anne Keenleyside, que encontraron en los cuerpos cortes realizados por utensilios de metal.
En tierra firme: lo que ocurre en las ciudades sitiadas y los campos de concentración
En la antigüedad era una táctica frecuente sitiar las ciudades para que sus ciudadanos se rindieran a causa del hambre. Un ejemplo reciente lo tenemos en la Segunda Guerra Mundial, cuando la antigua capital rusa, Leningrado, permaneció sitiada durante novecientos días a partir de septiembre de 1941. El ejército alemán aisló la ciudad dejando atrapados a más de tres millones de individuos. Durante los primeros meses los primeros en desaparecer fueron los gatos y los perros. Luego las palomas y las ratas. El canibalismo no tardó en abrirse paso. Comenzó a hablarse de «hermandades» de caníbales, donde la carne de los niños y, en segundo lugar, la de las mujeres, era la más exquisita. La policía llegó a detener a doscientos sesenta individuos sospechosos de devorar carne humana.
También en los campos de concentración nazis, que no de exterminio, la práctica funcionó más de una vez como medio de supervivencia. Tal es el caso de Bergen-Belsen, proyectado para encerrar a diez mil prisioneros pero rápidamente superpoblado, llegando a custodiar a cincuenta mil personas. Fue el campo de concentración donde murió Ana Frank, la autora del famoso diario. Las condiciones de los campos de concentración eran paupérrimas. Se estima que la media de pérdida de peso era del treinta y nueve pro ciento al peso de la entrada en el campo. No era de extrañar que los prisioneros, completamente desatendidos y alimentados solo espaciadamente a base de remolachas, sopa y patatas, tuvieran que recurrir ocasionalmente a devorarse entre ellos.
Los campos soviéticos tampoco eran ejemplares. Algunos autores se refieren a todos ellos como los gulag, un acrónimo para denominar a la Dirección General de Campos de Trabajo. En los campos de Siberia, o gulags, murieron más de 400 000 prisioneros solo entre febrero y abril de 1943. El total asciende a 1 606 748 según la fundación de Aleksandr Yakóvlev. Sin embargo, otras fuentes han estimado el número de asesinados en hasta cinco millones. El primero se inauguró en 1930 y el último a comienzos de la década de los sesenta. Los prisioneros se mataban unos a otros por comida; la irrupción del canibalismo hizo que los rusos tuvieran que organizar patrullas con hombres reclutados entre los oficiales cautivos. Las patrullas iban en busca de las hogueras en torno a las cuales solían concentrarse los grupos de caníbales para preparar la comida por la noche.
Particularmente, el gulag donde más testigos coinciden a la hora de hablar de canibalismo es el de la isla de Sajalín. En él, los prisioneros se vieron privados de sus raciones de comida a causa de los continuos castigos por no realizar correctamente los trabajos, y tuvieron que recurrir a atacarse entre ellos. No menos desgarradora, según el testimonio de Boris Egorov, es la historia del gulag de la isla de Názino. Una campesina de trece años recuerda cómo una joven fue cortejada por uno de los guardas: «Cuando este se marchó, la gente agarró a la chica, la ató a un árbol y la apuñaló hasta matarla, comiendo todo lo que pudo. Tenían hambre y querían comer. Por toda la isla se podía ver carne humana desgarrada, cortada y colgada en los árboles. Los claros estaban llenos de cadáveres».
El salvaje Oeste, aún más salvaje
Otro lugar proclive al desarrollo del canibalismo fue el salvaje Oeste, como prueban aproximaciones cinematográficas que van de La venganza de Ulzana (1972) de Robert Aldrich a Bone Tomehawk (2015) de S. Craig Zahler. Durante la llamada «conquista del Oeste» y la «fiebre del oro», nos interesa rescatar la historia de la expedición Donner, también conocida como expedición Donner-Reed, considerada como uno de los episodios más extraños y alucinantes de la historia de California y de todo el oeste de los Estados Unidos. La expedición estuvo formada por un grupo de pioneros estadounidenses (originalmente ochenta y uno), liderados por George Donner y James F. Reed, que se dirigieron a una región de California en una caravana de carretas, teniendo que pasar el invierno 1846-1847 en Sierra Nevada, después de una serie de contratiempos, entre ellos las rivalidades entre sus miembros, las fuertes nevadas y el ataque de los indios. Varios de los miembros de la expedición tuvieron que recurrir al canibalismo para sobrevivir, estableciendo un riguroso protocolo para que nadie se viera obligado a devorar la carne de sus familiares. El mexicano Antonio y Patrick Dolan fueron comidos por todos, ya que no tenían familia en el grupo, pero ni Mary Graves ni su hermana Sarah Fosdick, ni su marido, Jay Fosdick, comieron de su padre, que antes de morir les había dado permiso para hincar el diente en su carne. En cualquier caso, todos vieron como sus seres queridos eran descuartizados y su carne, asada y devorada por sus compañeros.
La expedición Donner siguió una nueva ruta, llamada el atajo de Hastings, o Hastings Cutoff, para evitar que el trayecto se ralentizara entre cuatro y seis meses. El atajo cruzaba el actual estado de Utah, atravesaba las montañas Wasatch y el Gran Desierto del Lago Salado. Los primeros obstáculos surgieron a lo largo del río Humboldt, en la actual Nevada, donde la expedición tuvo que hacer frente a la pérdida de gran cantidad de ganado y carretas. En Sierra Nevada los emigrantes quedaron atrapados por una pesada nevada cerca del lago Truckee, ahora llamado lago Donner. Sus provisiones de alimentos eran escasas y algunos miembros del grupo se alejaron de este para pedir ayuda. La primera partida de rescate no llegó a alcanzarlos hasta febrero de 1847, casi cuatro meses después de que la caravana se hubiera quedado atrapada. De los ochenta y un miembros originales solo cuarenta y ocho sobrevivieron y llegaron a California, muchos de ellos tras haber ingerido carne humana. Hoy, en la carretera 40 desde Reno hacia el llamado Donner Pass, un monumento recuerda la tragedia.
Más increíble, si cabe, resulta la historia de Alfred Packer, conocido como el Caníbal de Colorado. Packer nació en el condado de Allegheny, en Pensilvania, el 21 de enero de 1842. Sirvió en el bando de la Unión en la guerra civil norteamericana, aunque sería expulsado debido a su epilepsia. Instalado en Colorado, trabajó como explorador, zapatero y guía de montaña. En 1874 realizó una expedición con un grupo de veinte exploradores, aficionados a la plata y al oro, desde Bungham Canyon, en Utah, hasta las montañas de San Juan. Los fuertes vientos y las bajas temperaturas, así como la falta de comida, dificultaron sobremanera el peregrinaje. El grupo se refugió en el campamento ute del jefe Ouray, donde se les aconsejó abandonar la marcha. Sin embargo, cinco de ellos decidieron continuar, impacientes por encontrar las minas, en compañía de Packer.
Cincueneta y cinco días más tarde, Packer regresó solo a la reserva. Ante las preguntas sobre sus compañeros de viaje respondió que habían muerto congelados. En una ocasión llegó incluso a confesar que no había tenido más remedio que comérselos. En agosto de 1874, John A. Randolph, un dibujante del Harper´s Weekly Magazine, encontró por casualidad en la montaña los restos de los cinco hombres sin piel en el cuerpo. Uno de ellos estaba decapitado y a los otros se les habían arrancado partes del pecho y de los muslos. Randolph tomó fotografías de los cadáveres y las presentó a la policía. Packer consiguió escapar de la justicia durante nueve años, utilizando el nombre de John Schwartze. Pero finalmente, en 1883, un miembro de la partida del grupo original reconoció su risa en un saloon de Wyoming, lo que facilitó su detención y puesta a la disposición del gran jurado, donde ofreció una nueva versión de los hechos, que incluía una trifulca con sus compañeros y subrayaba el hecho de haberse quedado atrapado por la nieve para explicar el canibalismo. El jurado no le creyó, pero no le condenaron por caníbal, sino por haber asaltado, robado y asesinado a sus compañeros. El 19 de mayo de 1883 fue condenado a la horca. Sin embargo, sus abogados consiguieron invalidar el juicio usando diversas triquiñuelas legales; fue juzgado nuevamente en 1886 y esta vez condenado a cuarenta años de prisión.
Durante su estancia en prisión, Packer siempre mantuvo que era inocente. En 1901 fue puesto en libertad condicional, dado que padecía la enfermedad de Bright, y la estancia en la cárcel ponía en peligro su salud. Falleció en 1907 en Deer Crek Canyon.
La cabeza disecada de Packer se expone actualmente en el Museo Ripley’s Believe or Not de Nueva Orleans y en 1982 la Universidad de Colorado le dedicó una estatua. Así, con el paso de los años, Alfred Packer se ha convertido en un icono de la cultura popular. En 1990 la banda de death metal Cannibal Corpse le dedicó su debut, Eaten Back to Life. Más relevante ha sido, incluso, su influencia en el cine. La historia de Packer fue una de las bases del film de culto Ravenous, dirigido por Antonia Bird en 1999. Y en 1993 Trey Parker, luego cocreador de la exitosa e irreverente South Park escribiría y dirigiría Cannibal! The Musical para la inefable productora Troma, un repaso a los hechos relacionados con Packer con un sentido del humor propio de los ZAZ o los Monty Python aliñado con números musicales que, dentro de su bajo presupuesto, pretendían rendir tributo a los de Oklahoma! (Zinneman, 1955).
Como vemos, en pleno siglo XXI el canibalismo sigue siendo un tabú y, como tal, continúa despertando tantas cosquillas como escalofríos en gente de todo pelaje. Más al recordar historias como las repasadas en este artículo, en las que, pese a lo borroso de las versiones oficiales y definitivas, resulta imposible no preguntarse qué hubiéramos hecho cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias. Conviene recordar las palabras de Hobbes: «el hombre es un lobo para el hombre». Y algo más: un lobo hambriento.
Sólo una pequeña corrección: John Randolph no fotografió los cadáveres, usó sus dotes artisticas para dibujar la escena que encontró.
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Excelente artículo. Para la historia del ballenero Essex recomiendo encarecidamente el libro de no-ficción
«En el corazón del mar:la tragedia del ballenero Essex» de Nathaniel Philbrick, dónde además se describe la sociedad de Nantucket y lo que eran los balleneros de la época.
Hay una película, pero como no la visto , no doy mi opinión.
Efectivamente, es un muy interesante libro. Por la película no se preocupe, no vale nada.
El brazo de un amigo jamás lo ingeriría pero de algunas amigas (no de todas) si que me comería otras partes de su anatomía sin demasiados reparos y no haría ninguna falta para ello que llevara días sin comer.
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