Hugo Gatti, loco ilustre como Bielsa, hizo diagnóstico surrealista del asunto: «El día que pusieron secador de pelo en los vestuarios se fue todo al carajo». Se refería al fútbol argentino, pero sin saberlo retrataba mordazmente la actual sociedad. El deporte ha ganado una relevancia social desorbitada que equipara a los futbolistas con las estrellas pop, dos cuerpos por delante de políticos y estadistas, al tiempo que incuba una cultura del éxito corrosiva incluso para los ganadores. Vivimos tiempos en los que no se sabe perder, y raramente ganar. Una perniciosa competitividad que se ha cobrado como principal víctima al perdedor. La derrota ha dejado de ser circunstancial y humana. Derrotado ha pasado de ser sinónimo de perdedor a serlo de fracasado. Son innumerables las víctimas de esta espiral infernal de exitismo alentada por un periodismo militante que se autoproclama líder de opinión con un protagonismo obsceno. Si en los vestuarios sobran secadores de pelo, en las redacciones los followers golean al talento.
En nombre de la justicia poética se han escrito algunos de los más bellos artículos de la historia del periodismo fijando la mirada en los perdedores. Una legión de losers de vida oscura con aspiraciones más nutritivas que un frío trofeo o un insustancial gol. Gente más ética que mediática. Tipos como Rubin Roy, un ateo de Long Island que desembarcó en la afroamericana Philadelphia al inicio de los 70 y donde en cien días perdió cuarenta y siete partidos, cuarenta y cinco libras de peso y su dignidad, mancillada al huir a un perdido pueblo de Florida para regentar una franquicia de Pancakes. Allí purgó sus fantasmas durante cuarenta años. O el atormentado Keith Murdoch, que meses antes de lo de Roy perdió deliberadamente el vuelo de regreso a Nueva Zelanda, adonde no volvería jamás. Tampoco regresó a casa Armand Vaquerin, a quien la suerte abandonó una calurosa noche de julio en un pub de Berziers mientras jugaba a la ruleta rusa.
Otra forma de suicidio, más lento y corrosivo, eligieron los miembros del Rat Pack del fútbol inglés de los 70. Cuadrilla de borrachos contumaces en la que militababan, además de George Best, Stan Bowles, apostante enfermizo y mujeriego irreductible al que administraba el sueldo su madre para evitar que se lo jugase en el hipódromo. O el salvaje Robin Friday, quien a golpe de whisky y cocaína forjó un mito inmortalizado por Super Furry Animals en la portada de su single The Man Do’nt Give a Fuck. El tipo de perdedores que otro dipsómano ilustre, Brian Clough, reclutó para aquel Nottingham Forest al que hizo rey de Europa. Una colección de antihéroes, ilustres fracasados invisibles hoy en día.
«Desconfía de fieles y sinceros. Hay más verdad en el desengaño de honestos y leales», me dijo mi viejo al echarme de casa. Pronunció desengaño, queriendo decir fracaso. Siempre me advirtió de que no me tomase la vida demasiado en serio, algo que tampoco hizo Oscar Wilde, quien murió en el Hotel Alsacia de París bebiendo champagne al grito de «muero por encima de mis posibilidades». Vivir por encima de las posibilidades es el primer mandamiento de la vida moderna. Uno, por pereza logística, desconfía de la modernidad como lo hacía Joaquín Vidal, quien desde su abono venteño catalogó «la fiebre de la modernez como una impostura bursátil». Personajes ocurrentes los cronistas taurinos. Como aquel Brewer Cross que emparentó a Curro Romero con Yehudi Menuhin practicando una inteligente provocación descatalogada en esta sociedad del bienestar que alimenta su ego con comida basura. «Faltan valientes y sobran idiotas», advirtió Winston Churchill hace casi un siglo. Más que valentía falta coherencia. El rugby, tan británico como Churchill, lleva siglos ofreciendo ejemplos de congruencia. El galés Barry John, el mejor jugador de la historia, vivía abrumado por la fama adquirida tras la irrupción de la televisión en color. «¡Jodida BBC!», masculló al aterrizar en Londres a la vuelta de un viaje. Y colgó las botas con veintiséis años. El rugby es, en realidad, una elegante excusa para ajustar cuentas históricas. Otro galés, el beligerante Phil Bennet, pronunció en 1977 un discurso legendario que ha sobrevivido al paso del tiempo: «Mirad lo que esos bastardos le han hecho a Gales. Se han llevado nuestro carbón, nuestra agua, nuestro acero. Compran nuestras casa y solo viven en ellas quince días al año. ¿Qué nos han dado? ¡Absolutamente nada! Hemos sido explotados, violados, controlados y castigados por los ingleses… Y contra esa gente es contra quienes jugamos esta tarde». Huelga decir que ganaron. El mismísimo Nelson Mandela utilizó el rugby para sortear una guerra civil en Sudáfrica en 1995. Pero ni el rugby se libra de esta cultura light que quiere edulcorarlo en nombre de una espectacularidad que hipoteca su gen combativo. Ya no hay primeras líneas como aquella de Francia en la que Ondarts, Seigne y Armary acababan sangrando en los calentamientos… Gente honesta y leal, diría mi padre.
Discurre el siglo y el deporte acumula tropelías cometidas en nombre de la excelencia. El individualismo alcanza límites grotescos, el éxito tiene la vigencia efímera del último resultado y la credibilidad se mide en décimas del share o apariciones en prime time. La NBA pregona el star system y pronuncia el nombre de Michael Jordan en vano generación tras generación. Lebron James, el Cristiano Ronaldo del baloncesto (vigoréxicos contrastados), fue uno de sus últimos sucesores oficiales. Históricamente, ganadores y perdedores se batían en duelos legendarios como los de Ali y Frazier, Karpov y Kasparov, Senna y Prost o Magic y Bird. La vida era ganar y perder. Si antes la historia la escribían los ganadores, hoy se extermina a quien claudica con una crueldad que supera a la que se destilaba en los circos de Roma. Un mundo maniqueo sin sitio para los perdedores. No hay sitio para Rubin Roy y sus desastrosos 76ers del 72, el peor equipo de la historia de la NBA. Ni para Keith Murdoch, que atizó en París a quien no debía en un pub y fue expulsado de los All Blacks. No hay Mailers ni Lieblings que escarben en el fértil caldo de cultivo de los perdedores. De hecho, ni siquiera quedan ganadores como Rocky Marciano. La noche que Joe Louis cayó rendido ante «Suzie Q», como bautizó un periodista a la descomunal derecha de Marciano, el italoamericano lloró desconsoladamente su victoria en el vestuario del Bombardero de Detroit. Rocky le confesó que boxeaba para parecerse a él y Louis, que acabó malviviendo gracias al puñado de pavos que Sinatra le daba por dejarse ver por sus clubes, le dijo: «No te preocupes, uno se cansa de acostarse con la victoria, amigo«. Putos secadores de pelo…
Excelente texto. Felicidades al autor.
Fermin de la Calle, me quedo con el nombre. Me ha gustado el articulo.
Rodolfo Braceli escribio en los ’70 una nota en la vieja revista Goles, que evocaba también historias de «hermosos perdedores», en ese caso Garrincha y Oreste Omar Corbatta. Obviamente ambos fueron muy exitosos en lo deportivo pero, como decía el título elegido por el gran Braceli, «la vida los tiró contra la raya».
La prensa deportiva actual, salvo las honrosas excepciones habituales, apesta. Forofos semianalfabetos que el martes despellejan a cualquiera y el domingo le alaban sin mesura. Le sumas la redes sociales y todo se ha ido definitivamente a la mierda.
Y no hay manera de que les expliquen a los críos que uno siempre pierde mas veces de la que gana. Y que al final, todo acaba en una derrota absoluta.
Gran artículo. De los que justifican la suscripción.
Mientras se persigue la victoria, la derrota se acerca. Es muy simple. De victoria en victoria hasta la derrota final.