Una de las grandes obsesiones de Damien Chazelle le ha llevado a condicionar su cine a la idea de éxito. Para el director, la fama y el triunfo son el legado que todo hombre (ojo: no mujer) debe perseguir en vida, porque eso es lo que perdurará tras la muerte. En Babylon, en cambio, la cosa no es tan sencilla. Y no lo es por una cuestión de trascendencia: más importante que la ambición personal es la magia de algo tan grande como el cine.
No se interprete mal esto: Chazelle es un cínico, un afanado conquistador del éxito que sigue escribiendo un complicado tratado emocional sobre cómo es eso de conquistar la cima. Pero, y esta es la clave, también es un enamorado del cine. Su pasión por el séptimo arte no se vislumbró en pantalla (en lo que a narrativa se refiere) hasta su segundo largometraje, La La Land, cuando una impecable Emma Stone llegaba a la sala para encontrarse con Ryan Gosling, se colocaba delante de la luz del proyector y su rostro quedaba iluminado por las imágenes que se proyectaban sobre la pantalla. El juego de miradas no podía ser más elocuente y hermoso, poniendo en relación el sentimiento que surgía entre esos dos personajes con la pasión que el cineasta le profesaba al medio cinematográfico. Ya estaba en esa escena, entonces, uno de los momentos más importantes de Babylon.
De hecho, podría entenderse esta película como precuela de aquella cinta por la que el joven cineasta se alzara con el Óscar a mejor dirección (y devolviera el de mejor película). Pero no una precuela al uso: se trata más bien de una valiente aclaración que viene a desmitificar esa idea de «ciudad de las estrellas» que imaginan encontrar quienes llegan a Hollywood con la esperanza de alcanzar sus sueños. Por eso, ahora los acordes de «City of Stars» que tan acertadamente recicla Justin Hurwitz se convierten en la melodía melancólica y desesperanzada que cuenta los infortunios de quienes son engullidos por la despiadada maquinaria hollywoodiense.
Ya desde el prólogo se instaura una de las tres ideas que sustentan Babylon: el antiglamur. Los cuarenta primeros minutos de metraje concentran el ochenta por ciento de lo escatológico y lo burdo de un relato que viene a desmentir la idealizada imagen de los felices años veinte. Basta salirse un poco de la historia oficial que vendían las grandes productoras cinematográficas para encontrar la desoladora imagen de un sector descontrolado, donde el torrente de drogas y alcohol, la violencia o los abusos sexuales estaban a la orden del día. Por eso, estos primeros instantes resultan tan excesivos, repulsivos incluso: por la disonancia que, de entrada, se produce al mostrar ese lado excéntrico (reflejado aquí en la figura del elefante sucio y peligroso que hace su entrada «triunfal» en la fiesta) y cruel (con referencia al oscuro episodio real en la vida de Fatty Arbuckle y la muerte de Virginia Rappe) que tenía esa industria capaz de producir tantos sueños en forma de película. Así, el prólogo sirve para situar al espectador y, en parte, ponerle sobre aviso: Babylon empieza en un lugar oscuro, donde no alcanzan a iluminar todos sus focos; en un tiempo convulso, donde la moral aún no había terminado de asentar sus bases.
Chazelle construye un Hollywood ficticio pero sin dejar de remitir a su realidad. Las historias y los rumores, pero también las heridas y sus vergüenzas, son los materiales que han dado forma al relato. Porque quizá más importante que la crónica es la capacidad por asimilar una historia y transformarla en algo nuevo, aunque sea de manera muy pegada a ella. Aquí no se reinventa un final alternativo, como ya hiciera Tarantino para Sharon Tate en Érase una vez en Hollywood. Y sin embargo, aquí tenemos a la misma Margot Robbie (Nellie La Roy) para encarnar una de esas vidas posibles que, aunque inspirada en Clara Bow, es una flapper más, una de esas It Girls que tenían permiso para vivir dentro del sistema aunque coqueteando con lo de afuera.
Pero si esta es una película sobre el antiglamur, también lo es sobre la conquista, esa idea chazelliana del triunfo que debe perdurar en el tiempo. Aunque esta es la historia de Nellie, el cineasta hace pivotar el relato sobre sus tres protagonistas (y, en menor medida, sobre un secundario, el trompetista Sidney Palmer), ofreciendo una panorámica mucho más amplia. En Manny Torres (Diego Calva) se materializa el American Dream y en esa idea de hombre hecho a sí mismo, dos de los pilares que sustentaban la imagen de un Hollywood para todos. Y su reverso lo encarna el personaje de Brad Pitt, Jack Conrad: una estrella en horas bajas (abiertamente inspirado en John Gilbert) que vive su particular crepúsculo de los dioses.
Cantando bajo la lluvia
Pero decíamos que este es, ante todo, un canto de amor al cine. Para cuando la referencia se hace explícita, ya era bastante obvio el vínculo entre Babylon y Cantando bajo la lluvia. La llegada del sonido fue ese punto y aparte en la historia del cine, tan decisivo que ha sido asimilado por sus propias narrativas dando lugar a algunas de las mejores películas de todos los tiempos (Cantando bajo la lluvia ocupa el décimo lugar en el último ranking de la prestigiosa revista Sight and Sound; El crepúsculo de los dioses, el número 78). Babylon vuelve de nuevo a ese histórico instante en que la forma de hacer cine se transformó por completo, y lo hace con un planteamiento similar al de la cinta de Gene Kelly y Stanley Donen (recreando, incluso, algunos de sus mejores gags), desde el humor, incidiendo en cada minucioso detalle de aquellos disparatados rodajes.
Chazelle juega continuamente con esa dualidad que sustenta el cine: lo que cuentan las historias frente a lo que cuenta su manera de contarlas. Así, el uso del sonido le permite enfrentar dos ritmos a partir de una elección formal: por un lado, en los rodajes sin sonido existe un frenesí caótico, que se muestra con ese montaje acelerado que es ya marca de la casa. Por otro lado, en el primer rodaje sonoro, la repetición de la escena frena en seco la producción, provocando una frustración que nada tiene que ver con el estrés de los rodajes iniciales. Ambos montajes permiten componer secuencias de humor que se apoyan en mecanismos distintos: dos miradas que, a su vez, desvelan que la casualidad era también parte responsable de la magia que allí sucedía, pero también que, cuando la técnica obligó a suprimir ese componente de azar, se impuso repensar el proceso cinematográfico. Ahora mirar era una cuestión sonora.
Y es que Babylon habla del cambio, de un proceso de transformación continua que ha marcado la industria del cine desde sus orígenes, ya sea por las innovaciones tecnológicas o por los corsés morales; pero también (y sobre todo) habla de lo que permanece tras esa vorágine transformadora: la fascinación por un mundo que quizá no existió nunca, y por los sueños que, desde hace más de un siglo, sigue inspirando en todo aquel que se atreve a sentarse en la butaca de la sala oscura.
Un film que es un exceso de sí mismo: ambientada en los años 20, su primera mitad parece una “rave party” llena de extravagancias sexuales de finales de los 70. Chazelle parece querer explicar el pasado desde valores contemporáneos con analogías ridículas. No le interesa el rigor histórico, sino ofrecer un show con el que la juventud de la generación Instagram pueda identificarse. Va de provocador, aunque lo que narra ya apareció en otras películas previas como “Moulin Rouge”. No acierta ni en el tono ni en el ritmo. Parece ofrecer una comedieta en la que, empero, nada hay de gracioso y bastante de tosco. El emotivo epílogo no consigue dar sentido a un sinfín de disparates. El elenco de actores está pasado de rosca, al igual que los personajes que encarnan. Pitt ya es una autoparodia de galán y, también, de lo que tiempo atrás fue. Robbie parece una pobre furcia heroinómana yonki, con el maquillaje corrido casi todo el metraje, y lo de Tobi… en fin, éste puede interpretar a Chucky en una nueva entrega. Qué repelús. Nauseabundo. Salvo por la banda sonora, el resto pertenece por derecho propio a xvideos.
No sé cómo es que un producto tan malo tiene una entrada en la jotdown.
Totalmente de acuerdo…
Aprovecho para mencionar que su La La land es un burdo plagio de Les Parapluies de Cherbourg, de Jacques Demy…
No puedo estar más de acuerdo.
Hola a tod@s. Si bien es cierto que es bien conocida la historia del paso del cine «mudo» al cine «sonoro» como un cambio revolucionario; no lo es tanto el hecho de que hubo una cierta «perdida» en dicho proceso. Quizás algo de «libertad anárquica» que se vivió en esos «locos años 20», se perdió en la siguiente década con el cine sonoro y su código Hayes. Eso es lo que espero poder apreciar en esta cinta. Saludos cinéfilos.
Encuentro que el artículo habla mucho entorno de la película y poco de la película misma. Con una hora menos habría quedado mucho mejor, casi toda la tercera parte sobra. Toda la explicación sensiblera del cine mudo sobra, como también sobra que se recalque el diálogo en el que se dice que los personajes quieren pertenecer a algo superior a ellos mismo (algo para lo que la MUJER protagonista era esencial).
Entonces ¿mola o no mola?
Es la versión Hacendado de una película de Baz Lurhmann