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El salto de fe

El salto de fe
The Lady Eve. Imagen: Paramount Pictures. salto de fe

The Lady Eve, de Preston Sturges, se tradujo como Las tres noches de Eva, es del año 1941 y es una de las películas que eligió Stanley Cavell (1926-2018) para analizar en La búsqueda de la felicidad. La comedia de enredo matrimonial en Hollywood (Paidós, 1999) —libro del que hay un total de cero existencias en las librerías pero que se encuentra en bibliotecas; Paidós Comunicación, a reimprimir, por favor—. Es de hecho la película que le dio la pista y sobre la que escribió el primer análisis. La tesis de Cavell es que esas películas se nutren de las comedias románticas de Shakespeare. Para argumentar, Cavell elige seis pelis más de las screwball comedies. (Entre ellas, La fiera de mi niña [Howard Hawks, 1938], a la que quiero ver un homenaje de Preston Sturges en la escena en la que Barbara Stanwyck, como Katharine Hepburn en una de las obras maestras de Hawks, se ve obligada a cojear cuando se rompe el tacón de uno de sus zapatos).

Henry Fonda es Charles Pike, hijo único de un gran empresario cervecero, que ha estado viajando por América del Sur como un explorador: le gustan las serpientes y se lleva un ejemplar al barco que lo trae de vuelta a casa, Nueva York. En ese mismo barco viajan los Harrington, el «coronel» Harry y su hija, Jean (Barbara Stanwyck), cuyo modo de ganarse la vida es desplumar a ricos a través del juego: las cartas, se saben todos los trucos, guardan ases en todas las mangas, pero también reinas o cartas de cinco de rombos si hace falta. Todas las chicas del barco suspiran por el guapisísimo y riquisísimo heredero, Charles. En el barco se agota la cerveza que lleva su nombre, Pike’s Pale, mientras él está un poco ajeno a todo, inmerso en un libro: ¿Son necesarias las serpientes?, de Hugo Marditz. Pero las miradas de las solteras del barco son tan insistentes que le hacen levantar la mirada de las páginas.

Me detengo aquí para subrayar una genialidad: Jean observa a Charles con un espejo de mano, lo mira y hasta es capaz de ver lo que piensa, como si se burlara un poco de él. Saca su pie en el momento exacto para que Charles tropiece y caiga a sus pies, literal y metafóricamente (no será la única vez que se caiga, literal y metafóricamente), entre otras cosas porque es la única chica del barco que no le presta atención, cree él. Lo que empieza como una seducción orientada al desplume termina en amor verdadero: ella se enamora y le pide a su padre parar el plan para sacarle el dinero (la escena en la que el coronel y Jean hacen trampas sin que Charles lo vea, ella boicoteando los trucos del padre, el padre encontrando siempre una salida a través de las cartas, es un prodigio).

Todo parece ir sobre ruedas y aún no llevamos ni la primera media hora. Pero, antes de que Jean le pueda contar a Charles quién es, él lo descubre: en el barco hay una foto de ella y de su padre con una advertencia sobre a qué se dedican. Charles rompe el compromiso y Jean queda destrozada. La oportunidad de la venganza se le plantea poco después: se encuentran en las carreras de caballos (Gerald, compinche del coronel, ha apostado por el caballo que ha quedado quinto. «Solo corrían cinco caballos», apostilla Jean) con otro estafador, Pearly, «sir Alfred McGlennan Keith at the moment», que tiene trato con los Pike. Jean le pide que la lleve y piensa el plan pero no nos lo dice. Su compinche le advierte de que tendrá que hacerse pasar por inglesa. «He sido inglesa antes», responde. Y nada sobre el plan, solo que «lo necesita como el hacha al pavo» y que «tiene asuntos pendientes con él». Será lady Eve y acudirá a casa de los Pike a una cena como acompañante de sir Alfred. 

La confusión de Charles cuando ve a esa mujer tan parecida a la del barco lo hace tropezar y caerse y exasperar a su padre. Su fiel acompañante (podría ser el bobo de las piezas teatrales del siglo de oro), Muggsy, le advierte: es la misma mujer del barco. Charles responde que se parece demasiado para ser la misma, un argumento que de tan non sequitur resulta imbatible. Desde luego, es más esperable que suceda como en Vértigo (de entre los muertos), que el engaño implique una modificación, un esfuerzo. Aquí tenemos lo contrario. Charles insiste: si fuera ella y pretendiera hacerse pasar por otra, habría intentado disfrazarse, ocultarlo, disimular. Charles Pike no sabe nada de engañar con la verdad. Lady Eve y Charles Pike se casan y se montan en un tren: ahí es donde Jean Harrington tiene planeado ejecutar la venganza. El pobre Charles escucha uno tras otro los nombres de todos los amantes de los que su esposa le habla, y es su noche de bodas: Angus, Herman, Vernon, el amigo de Herman, Cecil, Hubert y Herbert, primos mellizos de John. El pobre Pike se baja del tren y pretende anular el matrimonio. 

Durante todo este tiempo, Charles Pike sigue creyendo que Jean Harrington y lady Eve son dos mujeres distintas pero de extraordinario parecido. Lo sabemos porque el final de la película reúne a Charles y a Jean en el mismo barco en que se conocieron y él le pide perdón: «Nunca habría sucedido si la otra no se hubiese parecido tanto a ti», dice Charles Pike. La última frase de la película la dice Muggsy (para Cavell, una especie de «crítico filosófico»), que sale del camarote discretamente, mira hacia la derecha y afirma: «Sigo diciendo que es la misma». Ahí es donde Preston Sturges se aleja de Shakespeare y de las comedias de enredo del teatro de los siglos de oro. En algunas de esas comedias bastaba un disfraz, que podía ser un embozo, para camuflar la identidad. En Las tres noches de Eva, la palabra vence a los ojos en el engaño: ella dice que no es la misma mujer del barco y basta para que él la crea, contra todas las señales, contra toda la evidencia, contra todas las advertencias de Muggsy. Sturges, a diferencia de las comedias clásicas de enredo, no filma el momento del reconocimiento y del descubrimiento de la verdad: sucede, o eso creemos, detrás de una puerta, en la intimidad. Es inevitable acordarse del maestro de las elipsis y el juego con las puertas: Ernst Lubitsch

Hay un chiste que me gusta a pesar de que contiene elementos detestables y tópicos casposos porque sirve para explicar esa cosa un poco compleja de «engañar con la verdad» que proponía Lope de Vega en Arte nuevo de hacer comedias. El chiste: un tipo engaña a su mujer con la vecina de abajo. Escucha que su mujer llega a casa. Le pide un boli a su amante y se lo pone en el bolsillo de la camisa, visible. Cuando entra en su casa y su mujer le pregunta de dónde viene, él responde: «De follarme a la vecina de abajo». La mujer se acerca, coge el boli y le dice: «A mí no me engañas, tú vienes del bingo». El engañar con la verdad de Lope de Vega operaba de modo diferente al de Sturges, aunque las consecuencias fueran similares: consistía más bien en un malentendido basado en una interpretación equívoca de algo que decía un personaje. La confusión tenía el fin de divertir al espectador ante el caos que esa confusión inicial iba desatando. El disfraz, el engaño, es un tópico en la literatura desde el principio de los tiempos (solo el perro reconoce a Ulises cuando llega a Ítaca) y es un recurso que se sigue utilizando (me acuerdo del hombre de negro en La princesa prometida).

En la filmografía de Sturges, el engaño es un asunto recurrente: Los viajes de Sullivan, del mismo año que Las tres noches de Eva, cuenta la historia de un director de cine que quiere hacer algo útil por la sociedad, considera que las comedias son frívolas. Quiere contar lo que está sucediendo, la miseria, el hambre, y se mete en varios trenes con nómadas y vagabundos. Por supuesto, cuando quiere experimentar la miseria, le pillan. Y cuando decide que ya ha tenido bastante, acaba en un vagón por error y después en una prisión sin siquiera juicio. Salve, héroe victorioso, película de Sturges del año 1944, está basada en otro engaño que se hace más grande de lo que pretendía el engañador. El protagonista es hijo de un caído en la Primera Guerra Mundial y ha sido descartado para la marina por unas fiebres del heno. Para no decepcionar a su madre, no se lo ha dicho, a pesar de que trabaja en los astilleros de San Diego. El engaño, en parte en su contra, lo lleva a ser recibido con honores, como si fuera un héroe de guerra. En las tres películas de Sturges que cito aquí hay muestras de una manera ágil de narrar y de usar el lenguaje cinematográfico hábilmente para hacer avanzar la trama sin usar diálogos. La secuencia del tren de Las tres noches de Eva es un buen ejemplo: a cada nombre de un nuevo amante confeso le sigue el pitido del tren con el humo saliendo y avanzando de manera inexorable en la noche, como Eve en su relato inventado y cada vez más enredado: «¿Has dicho Herbert o Hubert?», dice él, y ella responde: «Eran los primos mellizos de John». Pitido. 

El tema del engaño, el enredo y el disfraz tiene que ver con el asunto de la identidad. Escribe Cavell: «Las comedias de enredos matrimoniales contienen por lo general no solo meros estudios filosóficos del matrimonio y el amor, sino también discusiones metafísicas sobre el concepto que subraya tanto el clásico problema de la comedia como el del matrimonio, a saber, el problema y el concepto de identidad». 

Con respecto al final, y en relación con la comparación que establece Cavell entre Las tres noches de Eva y La tempestad, escribe que una de las posibilidades es «llegar a la conclusión de que no hay ningún problema insalvable, ya que los seres humanos están abocados, al menos hasta donde han progresado, política o privadamente, al cinismo, la falta de sinceridad y el engaño en sus relaciones con el prójimo, sobre todo en lo que respecta al amor y al matrimonio, de modo que esta película es después de todo realista en su valoración tanto de la necesidad de perdón de sus protagonistas como de su incapacidad para aceptarlo». La película de Sturges es en parte una película de venganza, como señala también Cavell. Por otro lado, ¿cómo no iba a seducir una Eva a un ofidiólogo cuya máxima preocupación es una serpiente (Emma, un detalle menor)? Pero centrémonos en el engaño. «Si consideramos (o en la medida en que lo consideramos) que Charles sencillamente creía que Eve no era la misma mujer que Jean, entonces (en esa medida) caímos en el engaño igual que él —de esa misma historia romántica o en cualquier caso en el engaño de una historia muy similar— de una película que sugiere que una historia semejante pudiera creerse sin más». Es un salto de fe. El amor es un salto de fe, el cine es un salto de fe. Charles Pike es el perfecto enamorado: siempre está dispuesto a poner en suspenso lo que ven sus ojos para creer.

El salto de fe
Un momento en el rodaje de The Lady Eve. Imagen: Paramount Pictures.

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