Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral «Aniversario».
Soy periodista porque me gusta contar qué ocurre a quien no lo sabe. La mayoría de veces solo puedo explicar algo que ya es más o menos conocido o esperado: detalles nuevos de un país, de un hecho, de un partido. La mayoría de esas noticias no provocan asombro. Otras veces, más raras, se puede dar una exclusiva, algo nuevo. Nadie lo sabe y un periodista o medio llega y lo cuenta. Hay exclusivas de muchos tamaños.
Me resulta inimaginable pensar en esa sensación magnífica de cuando todo era exclusiva: no solo cuando el juglar iba de pueblo en pueblo a contar que el rey había muerto o que el príncipe se había casado. Nadie en el pueblo se esperaba algo así, pero entraba dentro de lo previsible. Mejor fue la noticia que corrió un día por Israel: hace unos días mataron al Mesías y dicen que ha resucitado.
Pero un ejemplo especial de exclusivas era ir a lugares que ni siquiera se sabía que existían o de los que solo se habían oído rumores y leyendas. Los viajes asiáticos de Marco Polo o los africanos del doctor Livingstone son buenas muestras. La maravilla de ver cómo funciona otra civilización y el esfuerzo de tratar de entenderla, destacar lo más importante y contarla a quienes ni saben que existía, es un privilegio desaparecido.
Hace unos años el director James Cameron estuvo en el fondo remoto del mar. No es lo mismo. Imaginábamos ya cómo era esa oscuridad, sabíamos que allí había algo: el viaje fue solo una proeza física para entender mejor la naturaleza. La opción de ir a un lugar desconocido, del que nadie sabe ni siquiera cómo se llega o de qué color es la gente que vive allí, es una sensación que me apetecería sentir.