Uno de los tuits en cadena más populares de los últimos tiempos te reta a que digas de qué serías capaz de hablar durante treinta minutos sin preparar el tema. Cuando te encargan una pieza sobre una antigua integrante de la URSS, cualquier aficionado a las edificaciones singulares sabe que cuenta con el colchón de al menos veintinueve minutos de generalidades porque siempre se puede jugar el comodín de la arquitectura comunista y, en especial, la brutalista.
Tradicionalmente, se asume que el término brutalismo (brutalism) es un anglicismo que proviene del concepto francés béton brut con el que el arquitecto Le Corbusier denominaba cierto tipo de acabado de sus obras: hormigón en bruto, en crudo. Este estilo arquitectónico vivió su época dorada entre la Segunda Guerra Mundial y la caída del bloque soviético, en donde se encuentran numerosos casos paradigmáticos.
La idea inicial que hizo desencadenar la construcción de ciclópeas edificaciones, por lo general, de hormigón visto era la reconstrucción de las ciudades tras los daños ocasionados por la guerra, principalmente instalaciones de interés público (terminales de transporte, equipamientos culturales o deportivos, edificios gubernamentales, etcétera). En esencia, se buscaba un tipo de edificación barata y relativamente sencilla de levantar, por lo que se llegaba de forma natural a la economía de los materiales y a las líneas puras en el diseño. En términos teóricos, hay quienes defienden que sucedió al revés, pero salta a la vista que la necesidad vino antes que la justificación.
En resumen, fue el inicio del reinado del terror del hormigón sin necesidad de gastar más dinero en revestirlo y con formas fácilmente construibles mediante encofrados ejecutados con tablas rectas y listones por mano de obra no siempre especializada. Unos fundamentos universales que repetir donde fuera necesario y que, como consecuencia, favorecían la supresión de elementos locales diferenciadores. Si bien el brutalismo se ha perpetrado tanto en países capitalistas como comunistas, es en estos últimos donde la ideología abrazó la teoría arquitectónica con ganas, puesto que a priori tenían muchos elementos en común: no gastar más de lo necesario con decoración superflua; construcción con hormigón, que se adapta a todo, se comporta de forma monolítica y es duradero; reconstrucción de instalaciones de uso público; y, por supuesto, la indiferenciación del lugar de construcción que, al final, es puro internacionalismo (tanto arquitectónico como político).
Posteriormente, esta filosofía se extendió a cualquier construcción y, sobre todo, se perdió de vista la escala humana y se abrazó sin complejos el gigantismo. Es decir, la idea inicial se acabó perdiendo y se dio paso a moles, gestos torpes y toscos, pirotecnia arquitectónica y parafernalia megalomaniaca. Lo que pasa siempre con la mayoría de los estilos, por otra parte. Además, el hormigón en crudo suele ser pasto de los líquenes, las manchas de humedad y las fisuras que, con los años y el abandono, se acentúan y cronifican. Grandes edificios, y en ocasiones incluso barrios, crean paisajes que, si bien gozan de una excepcional acogida entre los localizadores de exteriores de las producciones audiovisuales y los amantes de las distopías, en general transmiten una sensación deshumanizadora, de miseria y desamparo.
De su pasado comunista, Armenia cuenta con numerosos ejemplos de este estilo arquitectónico. Y hasta aquí, con pausas para beber agua, desarrollando un poco más y paréntesis políticos enfáticos, ya habría material para veintinueve minutos. Eso sí, no pretendo engañar a nadie dando a entender que conocía en profundidad todas las obras que a continuación vamos a comentar.
Lo mejor de ser un ignorante es que cada día descubres cosas nuevas
Comenzaremos con el Palacio de la Juventud. Construido en la segunda mitad de la década de 1960 y conocido popularmente como la «Mazorca», pretendía ser un punto de encuentro para la muchachada local y visitante. Contaba con salones para eventos, hotel, piscina… y, en definitiva, toda la infraestructura necesaria para ser un sitio propicio para que los chavales se conocieran bíblicamente o no. Ah, bueno, y también para sus temas culturales, políticos, deportivos, etc. Lamentablemente, fue derribado hace unos años con el fin de levantar un nuevo complejo. Una lástima, sobre todo porque en su último piso, el decimoctavo, se ubicaba un popular café panorámico giratorio desde el que contemplar la mayor parte de Ereván. Sus autores fueron Artur Tarkhanyán, Hrachik Poghosyán, Spartak Khachikyán y M. Zarkaryán.
La siguiente edificación destacable, el Cine Rossiya (también en Ereván), fue proyectada por los tres primeros arquitectos antes citados (Tarkhanyán, Poghosyán y Khachikyán). Lo más llamativo de su diseño era su formidable cubierta a dos aguas que pretendían evocar los dos picos del monte Ararat. Desde el exterior, conformaban unos tremendos voladizos con forjados reticulados que, vistos desde abajo, asemejan colosales máquinas para fabricar gofres. Se trataba del cine más grande de Armenia cuando se inauguró (1975). Hoy en día es un centro comercial. Sinceramente, desconozco si se venden gofres en su interior.
Para la terminal del aeropuerto de Zvartnóts, los ya clásicos Tarkhanyán y Khachikyán unieron fuerzas con los arquitectos S. Qalashyán y Levon Cherkezyán y el ingeniero experto en estructuras M. Baghdasaryán. El diseño inicial se renovó más tarde, se modificó y, finalmente, con la ampliación del aeropuerto, se abandonó. Pero sigue en pie con las ideas fundamentales a la vista: dura torre de control central, terminal de pasajeros en forma de tres cuartos de circunferencia, con carretera interior de acceso como si fuera un fondo de saco y los aviones accediendo a los fingers por el contorno exterior. La construcción es abrumadora. Todo en hormigón visto, aunque también hay algunas superficies acristaladas para que los usuarios se entretuvieran con la actividad aeroportuaria y no sucumbieran a la depresión. Pero su aspecto está más cerca de un centro de control de misiles nucleares que de un edificio de transporte de pasajeros.
Pero no solo de Tarkhanyán y Khachikyán vive el aficionado a este estilo en Armenia. La estación de metro (en servicio) de Yeritasardakán en Ereván, de Stepan Kyurkchyán, se concibió a principios de la década de 1980 con el ambicioso objetivo de que la luz natural acompañara a los usuarios en el acceso al andén subterráneo. Para ello, un enorme lucernario cilíndrico, que a su vez simboliza los túneles del metro, emerge del terreno colocándose sobre la fachada de la entrada. Para que nos entendamos, aquello recuerda un poco a la sota de bastos. O la estación de autobuses (abandonada) de Hrazdán, de Henrik Arakelyán, donde del edificio central brotan unos aparentemente innecesarios planos de hormigón de bordes redondeados, como espinas o una corona, que pretendían dar sombra a la fachada acristalada a lo largo del día y que aquello no se convirtiera en un horno. Y, finalmente, por tratarse de una tipología tan específica —y que tantas gratas sorpresas nos ha dado a lo largo de la historia— como son los trampolines, cabe destacar la plataforma de clavados de Félix Hakobyán en Echmiadzín, que es un arco del triunfo del brutalismo: pórticos, ménsulas, escaleras y a correr. O a saltar, mejor dicho.
La joya de la corona: la Casa de Vacaciones para escritores en el lago Seván
La historia de esta edificación se desarrolla en paralelo a la situación sociopolítica del país. En la década de 1930, la Unión de Escritores de la República Socialista Soviética de Armenia puso en marcha la construcción de un alojamiento para escritores donde descansar, encontrar inspiración, desarrollar trabajos en marcha o, también, sí, para conocerse bíblicamente o no entre ellos. Los arquitectos Gevorg Kochar y Mikael Mazmanyán desarrollaron un proyecto que tenía muy presente tanto el clima como la topografía del lugar (una ladera con vistas al lago Seván). Pocos años después, y sin que la construcción de la Casa de Vacaciones tuviera la culpa, cayeron en desgracia y en uno de los típicos juicios políticos que proliferaron durante el gobierno de Stalin fueron condenados a pasar quince años en Siberia.
Tras la muerte de Stalin, fueron rehabilitados por Jrushchov, quien además impulsó una vuelta al racionalismo y la funcionalidad en la arquitectura. Así, Kochar asumió en los años sesenta el diseño de un nuevo ala para la Casa de Vacaciones donde realizar eventos que ya no tenían espacio en el viejo edificio. La Casa original era una construcción convencional, paralelepipédica, de cuatro pisos de altura, con la única gracia (?) de unos balcones redondeados desde donde saborear el paisaje. La ampliación trazada por Kochar no tenía nada que ver. Aún sorprende más al saber que ambas edificaciones comparten autoría, aunque habían pasado unas décadas y un gulag de por medio.
El nuevo ala es básicamente un mirador al lago, con una fachada en semicircunferencia acristalada de unos seis metros de altura protegida por una visera y un antepecho para la terraza. En planta no se diferencia mucho de una sandalia, pero sorprende el diseño estructural: un gran voladizo con un solo pilar que sostiene el edificio potencia aún más el gesto de asomarse al lago (bueno, también un lateral está apoyado en el terreno, pero la topografía lo disimula). El edificio principal se construyó en los años treinta, en un territorio con una situación sociopolítica digamos tradicional. Como acertadamente he leído en algún reportaje, la ampliación se proyectó «en un país que enviaba hombres al espacio». Y el resultado está en consonancia.