Música

Cher, una artista que prefiere no revelar su nombre

Cher en 1999. Foto Cordon.
Cher en 1999. Foto: Cordon.

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº38 especial Armenia.

Setenta y seis años lleva sobre la tierra ella, se­tenta y seis nosotros haciendo piruetas para encajarla en alguna definición hiperbólica: estrella total, diva intergeneracional, artista 360°, icono, leyenda, monstrua… Y mientras rumiamos esa grandiosidad y se nos va haciendo bola la tarea de presentarla, ella se sube a un escenario, mira a cámara y zanja el asunto: «Soy la chica más mayor con el cabello más largo y el vestido más diminuto». No debería ser ninguna sorpresa que la mejor definición de quién es Cher sea, precisamente, de Cher.

Lleva articulando con precisión lo que quiere desde que se llamaba Cherilyn Sarkisián LaPierre y era una niña disléxica de California a la que, en cumplimiento de los cánones, le preguntaban eso de qué quería ser de mayor. «Famosa», contestaba, expeditiva. Ni cantante, ni actriz: famosa. Su madre, Georgia Holt la crio entre discos de Hank Williams, Elvis y la pertinaz insistencia en ser justamente eso: cantante y actriz. ¿Recuerdan el papel de Cher en Sirenas, esa señora Flax que arrastra a su familia de cabo a rabo de Estados Unidos a la caza del sueño dorado? Pues ya tienen un bosquejo bastante aproximado de cómo fue su infancia, dando tumbos entre los sets en los que su madre hacía pequeños papeles y las bambalinas de escenarios de todo pelaje. Añádanle cinco padrastros (seis matrimonios), un internamiento en un orfanato y otra serie de lacrimógenas desdichas dickensianas que, sin embargo, jamás rememora entre estremecedora música de violines. Al contrario: en el documental de 2013 Querida mamá, te amo Cher —y en las múltiples entrevistas en las que se presenta con su madre por sorpresa— queda patente que aquella infancia tumultuosa, nómada y musical fue feliz a su manera. Tanto como para que ambas se permitan bromear con que Georgia quiso abortarla, pero se echó atrás cuando ya estaba tumbada en el consultorio médico.

Su padre, John Sarkisián, era un camionero de origen armenio al que Cher no conoció hasta los once años. La escena, tal y como la cuenta en su biografía, se desarrolló tal que así: «Oye, ¿te gustaría conocer a tu padre?», le espetó Georgia una noche cualquiera. «Claro», contestó ella. De nuevo, cero unidades de llanto con moco, de melodrama familiar: padre e hija quedaron a cenar.

Aquello no devino en una relación estrecha («No me fiaba: era solo un hombre que entró en nuestra casa con una sonrisa como la mía», contó), pero sí hizo que anidara en Cherilyn una incipiente conciencia de pertenencia que cristalizó cuando, años después, visitó Armenia ya convertida en estrella planetaria. Fue en 1993, en el marco de una misión humanitaria durante la guerra, donde hizo algo más que entregar «amor y juguetes» o hacerse fotos en clara pose compungida. Conoció a su abuela, escuchó las historias del genocidio y voló de vuelta con un libro para aprender el idioma y la voluntad de aprovechar su altavoz público.

Del éxito de la primera ha dado cuenta el periodista armenio Tom Vartabedián, con quien ha departido en un dialecto armenio de forma bastante fluida en alguno de sus encuentros. Cualquiera que haya tenido televisión en los últimos cuarenta años está al tanto del éxito, también, de la segunda: desde entonces, Cher abandera la causa armenia con ferocidad, ya sea condenando ofensivas azerís como la de Karabaj en 2020, presionando para que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, reconociera el genocidio ciento seis años después o movilizando a sus fanes para que acudieran a ver la película La promesa.

Hacer las cosas que los demás desdeñan es un carácter y es el suyo. Cuando tenía nueve años ya canturreaba y bailaba en el colegio, dejando clara su férrea voluntad de petarlo fortísimo. Nadie se lo pidió, pero montó y coordinó a sus compañeras para interpretar el musical Oklahoma!, y cuando los niños se negaron a participar, ella asumió los personajes masculinos. Los interpretó a todos.

Esa anécdota cumple los requisitos para convertirse en el hito con el que arrancó el ascenso de Cherilyn al estrellato, pero lo cierto es que su carrera comenzó donde todas las demás: a los dieciséis años, largándose a Los Ángeles a probar suerte. Todo se desarrolló por el cauce habitual: bolos en salas, cazatalentos, pisos compartidos, empleos precarios y el pertinente maletín lleno de sueños. «Era una bola de fuego adolescente», dice Cher, que en sus propias palabras resume a la perfección lo que ya es historia contada:

Me fui de casa porque no quería ser mangoneada nunca más. Qué poco me imaginaba que me iban a mangonear mucho más. Pero así era Sonny, un hombre siciliano de su generación.

Sonny Bono la descubrió, Sonny Bono se casó con ella, Sonny Bono creó primero el dúo Caesar & Cleo y lo reconvirtió después en Sonny & Cher, y Sonny & Cher grabaron «I Got You Babe» (la que está tarareando ahora mismo) y arrasaron. Lo hicieron todo juntos: revolucionar una religión. No solo logró que el traje (hay que llamarlo de alguna forma) no se desintegrara o entrara en combustión, es que encima se bajó del escenario blandiendo su estatuilla: Óscar a la mejor actriz por Hechizo de luna. «No creo que este premio signifique que soy alguien, pero tal vez estoy en camino», dijo en su discurso.

Cher
Cher y Sonny Bono, 1964. Fotografía: Getty.

En 1988 un periodista le preguntó a Cher si ya estaba contenta; contenta ahora que el mundo del cine empezaba a tomársela en serio y dejaba de considerarla algo así como una «vampiresa de pacotilla». Ella ni disimuló el hartazgo: «Ha habido muchas grandes actrices que fueron vampiresas de pacotilla. Marilyn Monroe fue una gran actriz y era una persona realmente corrientucha. ¿Qué pasa con Mae West, con Hedy Lamarr, con Ava Gardner? ¿Qué pasa con todas esas mujeres que vivieron una vida que hace parecer la mía como la de la jodida Mary Poppins?», respondió. Con David Letterman fue más tajante: cuando por fin accedió a ir a su programa, le dijo que no había querido ir antes porque, honestamente, le parecía un gilipollas.

En El viaje del héroe, de Joseph Campbell, se describe la muerte como un rito de paso para que el héroe renazca y complete su misión. Para las mujeres, esa muerte suele traducirse en humillación previa. Por eso, cuando se habla de la tercera resurrección de Cher, suele venir acompañado de un cierto regodeo de lo regular (relativamente) que le iban las cosas allá por 1995. Protagonizaba anuncios de teletienda vendiendo medias y dietas, su disco de versiones It’s a Man’s World se apilaba en las gasolineras de provincias y la película Infielmente tuya no le gustó ni al que aún hoy la conserva en VHS. La discográfica de Cher, que ya estaba comiéndose los padrastros con cuchillo y tenedor ante otro batacazo comercial, tuvo una epifanía: recordaron aquello que dijo Cher, hacía ya unos lustros, sobre bailar. A todo el mundo le gusta lo bailable, ¿no? Y entonces sacó de un cajón el tema «Believe», que aspiraban a que sonara en las discotecas gais y que ese colectivo que tanto la quería se rascara los bolsillos. Aquel temazo (usted también lo está tarareando ahora mismo) no solo metió en nuestras vidas el autotune, sino que le demostró al sello musical que «Believe» se podía bailar no solo en las discotecas gais, sino también en las bodas de Teruel. Se lo denomina «milagro Cher» porque «el disco que convirtió a Cher en la mujer de más edad (cincuenta y dos) que es número uno en Estados Unidos e Inglaterra» quedaba muy largo. Era 1998 y vendió diez millones de copias.

Aunque, en realidad, hacer números con Cher no tiene mucho sentido. Tiene el Óscar, varios Grammy, Globos de Oro y Emmy. Reposa en su trono sobre una montaña de hitos: ha grabado un vídeo musical en un destructor nuclear de la US Navy, ha troleado a Madonna (dijo que celebraría su cumpleaños con una «irrigación de colon»), se ha enfrentado a Rusia por los derechos LGTBI, ha sido el reverso luminoso de la mocatriz: presentadora, cantante, modelo, activista, actriz, corista. Ha hecho un musical de su vida, se ha retirado varias veces y ha sido la única amante satisfecha de Tom Cruise. De su boca han salido auténticas cuchilladas inmortales: «Escojo a los hombres porque me gustan, no porque los necesite. Son como un postre» y perlas como supernovas: «Mi madre solía decirme: “¿Sabes, hija? Algún día deberías sentar la cabeza y casarte con un hombre rico”. Mi respuesta fue: “Mamá, yo ya soy el hombre rico”».

Cher es la única artista que ha alcanzado el número uno en Estados Unidos en seis décadas distintas, así que no es arriesgado afirmar que su trayectoria encapsula el pasado de la música en tres letras: ha sido estrella pop, cantante disco, rock, diva de Broadway y reina del fitness. Del flower power a la electrónica, de la balada al musical de Mamma Mia!; las modas van y vienen, pero Cher es nuestra constante. Es —probablemente junto a Dolly Parton— la única artista que ha abrazado la parodia que hacían de ella y la imagen que proyectaba entre el público para defender des- acomplejadamente el modelo de belleza que ella (y solo ella) quería: operaciones quirúrgicas, extravagancia estilística y mucho (pero mucho) glitter. Fue la primera en enseñar el ombligo en televisión y la primera en enfrentarse a la censura por indecencia, en esa y otras ocasiones. Ha ideado un nuevo lenguaje en Twitter, donde escribe como alguien que está sufriendo siete ictus simultáneos mientras se toma un Bitter Kas, y sigue sin desvelar dónde encontrar la piedra de Rosetta que nos ayude a descifrar sus mensajes. Y, profética, ha vaticinado lo que ocurrirá cuando ya no esté: «Cuando me muera, lo sabréis. Las drags de todo el mundo quemarán sus lentejuelas».

Por si hiciera falta un además, Cher es la única persona con un anecdotario propio en los late nights. Allí insultó (dos veces) a Letterman, se reconcilió una; le calló la boca a Charlie Rose, habló de hacerse vieja con Oprah (y Tina Turner), se mofó de su muerte fake con Graham Norton, se comió una lengua de vaca para no tener que decir nada bueno de Trump en el de James Corden… Sus entrevistas son de una genialidad indestructible.

En 2003, un programa informativo del canal C-SPAN recibió una llamada de alguien de California que quería protestar por la falta de atención mediática que se le estaba dando a los soldados heridos en la guerra. A los pocos segundos de que la misteriosa californiana empezara hablar, el presentador preguntó: «Eres Cher, ¿verdad?».

Se había identificado como «una artista que prefiere no revelar su nombre». No hacía falta. Hacía muchos años que había resuelto ser famosa.

Cher
1965: Entertainer Cher poses for a portrait for Imperial Records with ferns in 1965. (Photo by Michael Ochs Archives/Getty Images)

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4 Comments

  1. Fielmente tuya

  2. N950PB

    Pues nada, que a nadie le importa un comino Cher. Pero vosotros ahí, con dos cohones, manteniendo la foto desde enero, a ver si… En cambio, cosas que prometen, a veces las sacáis sin darles tiempo a que puedan florecer.

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