Ni la máquina más innovadora del mundo hubiera llenado estas navidades las lampiñas laderas de muchas áreas pirenaicas. Muchos aficionados al esquí que hicieron sus reservas con suficiente antelación para encontrar alojamiento se encontraron con la desagradable realidad de pasar mucho tiempo en el coche para ir del hotel a la pista nevada más cercana. Y es que el cambio climático se puede ignorar, temer o negar pero cuando la nieve no cae del cielo y el sol aprieta ni la tecnología nos salva. ¿O sí? Ese pequeño país del corazón de los Pirineos ha sido la excepción, y no solo como la intuición nos inclina a pensar, porque está a más altitud o en mejores condiciones geográficas para recibir las nevadas. Las ofertas para esquiar en Andorra han respondido y están respondiendo a las expectativas de sus visitantes gracias a la tecnología. No demasiada gente sabe que pudieron construir su economía de turismo de nieve aprovechando una serie de avances tecnológicos aparecidos en los años sesenta. Y que ahora han sido pioneros en enfrentar el problema de la falta de nieve con una combinación de máquinas e inteligencias artificiales que ya querrían para sí los protagonistas de Love, Death & Robots.
Nadie salió siendo el mismo de la Segunda Guerra Mundial, y no por el cambio geopolítico, las nuevas potencias, la Guerra Fría, o el desarrollo tecnológico a que obligó la guerra y que iba a ir disfrutando, vía bienes de consumo, la población civil. El verdadero cambio era que muchos modos de vida, costumbres, mentalidades y hasta países ya no eran viables. No tenían futuro, sin más. Indudablemente Andorra era uno de ellos. Basta recordar al barón ruso Borís Skósyrev proclamándose rey del país, en 1934, declarando la guerra al obispo de Urgel, y siendo detenido unos días después por el propio obispo, cuatro guardias civiles y un sargento. Un argumento para un monólogo de El Club de la Comedia que casi volvió a repetirse cuando, en 1944, el general De Gaulle envió a un contingente de gendarmes para evitar que Franco invadiera el país. Desde el otro lado le respondieron con un destacamento de guardias civiles, y en la frontera permanecieron ambos, durante un año, hasta que terminó la guerra. Con la paz, el armisticio, el reparto de Alemania entre la Unión Soviética y los Aliados, pero sobre con el Plan Marshall, Andorra quedó al margen del resurgimiento económico. Como aliada del Eje, las potencias perdedoras, no solo no recibiría fondos estadounidenses, tampoco tenía ningún interés para los dos nuevos poderes mundiales salidos de la Guerra Fría. Con poco territorio, muy montañoso, y una economía fundamentalmente agrícola, parecía llamada a ser una región pobre y atrasada. Y lo hubiera sido de no surgir, en los años sesenta, una iniciativa singular en un pueblo llamado Pas de la Casa, que fue el origen de Grandvalira, hoy la estación de esquí más grande del Pirineo.
Con ciento treinta y ocho pistas de todos los niveles, que suman doscientos diez kilómetros, Grandvalira tuvo su origen en el mismo dilema que Andorra, dificultades económicas tras la guerra mundial, y el conocimiento tecnológico acumulado por el conflicto. Quien tenía los problemas económicos era Francesc Viladomat, hijo del escultor exiliado Josep Viladomat Massanas y sobrino de aquel compositor cuya canción Sara Montiel inmortalizaría, Fumando espero. En vez del arte, Francesc se había dedicado al deporte, al esquí profesional, pero en un momento en que era inviable vivir de ello. Y eso pese a haber logrado ser diecisiete veces campeón de España. Pero de su experiencia en la competición había aprendido que el esquí tenía una derivada más interesante, facilitar la práctica a sus aficionados. Y nada más importante para eso que los telesquís, inventados en los años treinta. En Pas de la Casa aquel esquiador no disponía de corriente hidráulica para moverlo, y mucho menos de infraestructura eléctrica, pero contaba con los enormes motores desarrollados para los camiones y tanques de la guerra. Su potencia para mover armas y blindados la aprovechó para algo más lúdico, usando un motor de aquellos para subir a los esquiadores a la cumbre. Su instalación repitió, otra vez, esos episodios propios de la caricatura que componen la historia reciente de Andorra. Los vecinos no solo se oponían a que se instalara la estación, organizaban patrullas de vigilancia diurnas que le obligaba a transportar los materiales de noche. Para ocultarles el enorme motor, que iba a ser corazón de la estación, cuyo transporte llevó varios días, lo rodeó con una caseta de madera con apariencia de refugio de montaña. Los vigilantes lo pasaron por alto, creyendo que era una de esas instalaciones normales del Principado para las actividades de los montañeros.
El éxito de la primera estación se replicó por toda Andorra, que demostró ser un lugar idóneo para atraer aficionados españoles y franceses. Ocurrió además en un momento, los sesenta, en que una innovación tecnológica facilitó el crecimiento desmesurado del número de estaciones en todas las regiones esquiables del mundo. Los telesquís se transformaron en telesillas, un tipo de instalación infinitamente más económica que además permitía cubrir distancias más largas. Viladomat había reunido el millón que costó su estación apoyado por los bancos andorranos. Ahora cualquier emprendedor con ciertas garantías podía acudir a ellos para solicitar préstamos destinados a proyectos similares, y ser bien recibido. Y montar lo mismo con la mitad de dinero. Fue el primer boom.
Y a ese boom siguió el de los años ochenta, que no por casualidad coincidió con otro cambio tecnológico. En esa década la práctica del esquí se hizo masiva porque todos los materiales implicados, los del propio esquiador, y la tecnología necesaria para las estaciones de esquí, se abarató. El motivo, la capacidad de los ordenadores que, aplicados a los procesos industriales, hicieron más económica la fabricación. La misma razón por la que los niños ochenteros pudieron tener un Amiga, y experimentar un videojuego en casa. Mucha gente pudo esquiar porque la instalación de estaciones era más económica, y también la ropa y los materiales. A este segundo boom mundial se sumó Andorra, que al fin y al cabo partía de una excelente situación de partida. Y lo hizo con dos resorts de esquí, Ordino Arcalís y Pal Arinsal, que se cuentan entre los más populares del Pirineo y en el caso del primero, del mundo.
La estación de Ordino tiene treinta kilómetros y medio de pistas, y sus catorce remontes transportan hasta dieciséis mil personas por hora. La de Pal Arinsal, sesenta y tres kilómetros y acoge cada año tres copas del mundo. Junto a Grandvalira, son quizá uno de los últimos reductos pirenaicos que pueden garantizar que el esquiador encontrará nieve. Desde luego el clima de sus valles y altura de sus montañas lo facilitan, pero el área andorrana no se ha visto menos afectada que las demás por el cambio climático. Si algo lo evidencia es la explotación de Pal Arinsal en verano como circuito de mountain bike. Nieva menos, hace más calor, como en todas partes. Pero por el momento vuelve a ser la tecnología la que las salva. Si algo ha demostrado Andorra es que las nuevas tecnologías lograrán mantener vivo el esquí un poco más. Al menos hasta que los Acuerdos de París den muestra de funcionar, y ojalá sea así. Mientras tanto los drones, sensores IoT, y la inteligencia artificial aplicada gestionan la nieve caída y la generada por los cañones de manera que las pistas estén siempre practicables. Andorra está salvando este invierno a los aficionados al esquí.
En la nieve las inteligencias artificiales funcionan de manera no muy distinta al modelo lingüístico de chatGPT, o a la combinación de elementos de Mid Journey. Solo que en este caso el big data que alimenta a los algoritmos no viene del lenguaje ni de imágenes, sino de la predicción meteorológica, los datos de los drones, los sensores repartidos por la pistas, y la propia maquinaria de la estación. Se entiende mejor con un ejemplo. La IA recomienda, cuando la temperatura está subiendo y la nieve se reblandece, en qué áreas tienen que actuar las máquinas compactadoras o los camiones, o cuándo hay que provocar una avalancha para evitar accidentes. Pero también predice cuándo un remonte está más próximo a sufrir un fallo en función de las horas de funcionamiento de las piezas que la componen, dirigiendo el tráfico de público a puntos menos susceptibles de sufrir averías. Además de todo eso, muchos sistemas han integrado parte de la información en un sistema que envía datos a los usuarios de la estación, a una app en sus teléfonos o en sus wearables. Siguiéndolas se puede aprovechar más las horas de pista, esperar menos en los remontes, y conseguir una experiencia general más satisfactoria. Y cada vez más la energía que alimenta todos estos sistemas procede de instalaciones fotovoltaicas y eólicas, e incorpora equipos que aprovechan la energía de forma más eficiente.
Pero la tecnología por sí misma no es, ni en Andorra ni en ninguna parte, la solución mágica a todos nuestros problemas. Se calcula que para 2050 el manto de nieve habrá desaparecido en los Pirineos por encima de los 1.800 metros de altitud. Eso llevaría a pensar que la mayor parte de las estaciones andorranas quedarán a salvo. Pero es muy posible que esa poca nieve restante no sea esquiable. El futuro es tan impredecible que al aficionado solo se le puede dar un consejo, Carpe Niven. Aprovecha la nieve como los romanos recomendaban aprovechar el día, allí donde la encuentres este invierno porque si habrá el siguiente, nadie lo sabe.