Bienvenidos al Museo de los Engaños Raros y Documentales (siglas: MUERDO; logotipo: un anzuelo mordido). En esta visita pasearemos por tres grandes engaños que, con forma de hallazgo arqueológico o de joya impresa, han tejido una artimaña seductora en la que incautamente cayeron quienes, más crédulos que rigurosos, buscaron en el pasado una forma fácil de cambiar el presente.
Pueden empezar su visita por la sala moderna, porque, en un curioso engaño al tiempo, este museo se organiza en dirección anticronológica. El primero de los engaños que veremos son los famosos y falsísimos restos arqueológicos de Iruña-Veleia. Fíjense en esos restos de cerámica con inscripciones (se conocen también como óstracas): vean cómo aparecen palabras en latín, una suerte de jeroglíficos egipcios e incluso voces en euskera. Recordarán los titulares: «Iruña-Veleia: la nueva Pompeya»; «El hallazgo más importante de la historia peninsular»; «Descubren las primeras palabras en euskera, del siglo III». Nuestro material multimedia les extracta las declaraciones que políticos entusiastas y arqueólogos muy interesados hicieron, recibiendo con alborozo el hallazgo. ¡Qué enorme engaño! El anzuelo se lanzó en 2006; quienes lo mordieron creyeron que en el yacimiento de Iruña-Veleia, diez kilómetros al oeste de Vitoria, se habían localizado unos restos de época romana con las muestras más antiguas de euskera y con huellas de un profundo cristianismo vasco: no dejen de fijarse en esa pieza pequeñita que representa un calvario, apenas diez centímetros y un monte Gólgota al que no le faltan los dos ladrones, las figuras de los que parecen la Virgen y san Juan, el lema del RIP en la parte superior y, por supuesto, un Cristo crucificado.
Vean cómo se han usado los clásicos ardides de esta clase de falsificaciones: apariencia material vetusta, un guiño a Egipto (fíjense, ¡se nombra a la gran Nefertiti!) y el típico experto extranjero que acredita la veracidad del descubrimiento. Pero reparen también en el descuido clásico de todo falsificador: no saber de historia de la lengua. Recuerden, por cierto, que en la tienda del museo encontrarán nuestra Guía para elaborar engaños pseudohistóricos, donde, para superar a los escamoteadores que en el siglo XXI pretendieron colar este invento arqueológico, les explicamos cómo evitar estos errores de principiante: por ejemplo, si pintan un calvario, no usen RIP sino INRI, porque los cristianos no usarían el requiescat in pace, ya que supondría asumir la muerte (sin resurrección) de Cristo; recuerden que el latín no usaba minúsculas ni signos de puntuación ni comillas ni decía cuore (eso es italiano) ni Nefertiti, eso es una convención británica del siglo XIX; tengan en cuenta al falsificar que el euskera del siglo XXI no es el del siglo III. En todos estos errores incurrieron estos escamoteadores, así que, en fin, cuiden el aspecto lingüístico del timo porque de otra forma serán prontamente descubiertos.
Pasen ahora a nuestra segunda sala y contemplen este libro impreso en 1499: uno de los incunables de la historia de Castilla. Se tituló Centón epistolario y reúne más de un centenar de cartas escritas por una sola persona: un físico («médico») de la corte del rey Juan II de Castilla llamado Fernán Gómez de Cibdarreal. Hemos proyectado alguno de los fragmentos de estas cartas, interesantes y a ratos muy divertidas: Fernán Gómez de Cibdarreal disfrutaba más escribiendo que sanando, y contaba en sus misivas (a sus amigos o al propio rey Juan II) noticias de la corte. Leamos, por ejemplo, esta carta a Brianda de Luna, donde el médico Cibdarreal escribe: «La cuñada de vuestra merced rogó con muy mucho placer de todas al arzobispo de Lisboa que bailase con su merced una zambra, este arzobispo es don Fernando de Castro, nieto del rey D. Enrique el Viejo, y se excusó con buena cortesanía, que, si supiera que tan apuesta señora le había de llamar a baile, no trajera tan luenga vestidura». ¿Imaginan al arzobispo remangándose el hábito para ejecutar el baile? Muchos de los personajes nombrados en el Centón están mencionados también en crónicas del siglo XV, pero sorprende que otros no lo estén: por ejemplo, los distintos caballeros del linaje de los Vera, que aparecen aquí y allá en esta obra, retratados como valientes y esforzados soldados fronteros de estirpe extremeña. Las cartas insisten sospechosamente en reivindicar la valentía de la soldadesca extremeña y la fertilidad de esa tierra de Extremadura, por ejemplo, al hablar del lentisco, el médico que escribe las cartas dice que este «nace en toda la calzada que va de Sevilla a Valladolid, e aquel de entre Mérida y Lerena es como entre las rosas aquellas de Jericó».
No hay Veras en las crónicas del siglo CV, y es justamente ese apellido, Vera, el primer indicio de mentira. Juan Antonio de Vera y Zúñiga (nacido en 1583), conde de la Roca, fue un noble favorecido por el conde-duque de Olivares, que le concedió diversos honores, el más relevante el de ser embajador español en Venecia y luego en Roma y Saboya. Fue autor de alguna obra histórica, dedicatario de comedias de Lope, quien, de hecho, lo nombra en varios de sus poemas como protector que fue del Fénix. Pero el perfil que más nos interesa de él es su faceta de falsificador. Montó una imprenta clandestina en Venecia, se preocupó de comprar en Alemania los tipos de imprenta para que la fuente de impresión evocara mayor rareza y antigüedad y se alió con su tío para publicar en la stamperia veneciana libros fraudulentos de perfil genealogista. En este Centón se le fue la mano: el autor evoca la tierra extremeña, de la que está lejos, se empeña en elogiar a familias de allí vinculadas con su linaje y cuela palabras de finales del siglo XVI que eran desconocidas en 1499. Pero ¡cuántos fueron engañados por el Centón! Ha sido mencionado muchísimo como forma de conocer por dentro la vida en la corte de finales del siglo XV, lo encontramos citado como fuente en manuales sobre historia de la medicina e incluso el primer diccionario de la Real Academia Española, el Diccionario de autoridades (1726-1739), lo usaba como corpus para acreditar el empleo de palabras como conforte o confraternar, como si fueran del siglo XV.
Por último, en la tercera de las salas guardamos los plomos del Sacromonte, la más preciada de nuestras falsificaciones. Son tan falsos que el papa Ratzinger los devolvió a España en el año 2000. El engaño se fraguó en Granada a fines del XVI, y el anzuelo lo mordieron quienes, al derribar el alminar de la mezquita mayor, abrieron un cofre que guardaba unos huesos, un trozo de tela y un pergamino, e, ilusos, creyeron que los huesos eran de san Esteban, la tela era del manto de la Virgen y el pergamino era realmente una pieza del siglo I d. C. A partir de ahí, el engaño creció: el pergamino avisaba del inminente descubrimiento de unos libros revelados y siete años después aparecieron los plomos en un monte de Granada llamado entonces Valparaíso (hoy, Sacromonte, al oriente de la capital granadina). Los plomos se construyeron en 1588 pero fingían ser del siglo I d. C. Observen el conjunto de planchas circulares, más de doscientas veinte, simulando veintiún libros de diez centímetros de diámetro. Verán que están escritos en árabe (con grafías extrañas, de trazo picudo, sin signos diacríticos, las llamaron «letras salomónicas»), pero también en latín, y sorprendieron tanto que muchos los interpretaron como una revelación divina de una suerte de quinto evangelio. Siempre hay un aguafiestas que sospecha: si el pergamino que anunciaba el hallazgo era del siglo I, ¿por qué estaba escrito en un castellano tan comprensible del siglo XVI? Si la revelación era cristiana, ¿por qué se plasmaba en árabe y con conceptos a ratos lindantes con el islam? Tras varias traducciones y muchas idas y venidas, se determinó que los plomos eran falsificaciones y, en 1682, el papa Inocencio XI los reclamó para Roma y los postergó por contener «ideas mahometanas, puras ficciones humanas fabricadas para ruina de la fe católica», aunque sí admitió como reales las reliquias que aparecieron junto a los plomos, hoy veneradas como de san Cecilio, patrón de Granada.
Tenemos por último en la planta superior nuestra galería de timadores: si conectan la audioguía, los oirán en cada esquina cuchicheando. Al norte, escucharán a los arqueólogos y al personal auxiliar que hizo aparecer las óstracas falsas de Iruña-Veleia, murmurando entre ellos: «Verás como ahora se convencen de que en esta zona se hablaba euskera desde el siglo III y no ha habido ninguna vasconización tardía»; al oeste, conocerán a Juan Antonio de Vera y Zúñiga, cerrando los puños llenos de tinta mientras susurra: «Por fin aceptarán que soy noble de casa y con una historia vetusta», y, al este, en grupitos, se conectarán a las voces de los moriscos de Granada, pueblo proscrito en el siglo XVII, abocado a la expulsión o a la conversión forzosa, que trató de conseguir con los plomos que el islam y las creencias cristianas se fundieran en una religión sincrética validada por el hallazgo, esforzándose por conseguir un sitio para el cristianismo árabe de los moriscos dentro del catolicismo español, empeñados en mostrar que había árabes cristianos desde el cristianismo más primitivo y que ellos, los moriscos, eran tan antiguos como los cristianos. Oirán a los dos creadores de esta falsificación, Miguel de Luna y Alonso Castillo, cada uno con sus razones, cada uno pensando que legitimaba con el pasado una verdad defendible en el presente.
Todos los timadores de nuestra galería elucubraron desde sus respectivas soledades para inventar ficciones arqueológicas que pudieran ser creíbles, aunque fracasaron lingüísticamente. Si me preguntan cuál es mi engaño favorito, les digo que tengo particular inclinación por el caso de los plomos, intento desesperado de la sociedad morisca por lograr continuar viviendo en España. Justamente, de esa impostura de los plomos queda en Granada el propio nombre del Sacromonte y la abadía así llamada, que se construyó en el lugar del hallazgo de la falsificación. Por eso, durante años, Granada reclamó que este museo MUERDO, esta historia de lo falso, se edificara allí, pero decidimos instalarlo en este no-lugar, al lado de nuestra ruta de engaños que también les recomiendo visiten: la fábrica de relojes SONI, el Palacio del Amor Romántico, el almacén de billetes de quince euros y el Observatorio de la Libertad, otro concepto profundamente falso que, de momento, nadie percibe como tal, por eso no se exhibe en este Museo de los Engaños, porque todos siguen enganchados a ese anzuelo. Prosigamos la visita. Hay muchos más engaños.
Más textos así, por favor! Gracias