Política y Economía

Conversaciones del Banco Sabadell entre Donald Trump y Kim Jong-un

Donald Trump y Kim Jong-un, 2019. Fotografía: Brendan Smialowski / Getty.
Donald Trump y Kim Jong-un, 2019. Fotografía: Brendan Smialowski / Getty.

La generación de los mileniales transformó el mundo hace una década. El capitalismo de bienes de consumo ordinarios diseñados para ser consumidos en masa dio pie a uno en el que importaban las historias que hubiese en torno al objeto en cuestión, aunque fuese un bote de kétchup, y también los valores sociales que encarnaba el productor. Tenía que ser eco y friendly de muchas causas. Las marcas pequeñas, en la década de 2010, pasaron a vender un 30 % más. Sí, el capitalismo no es el mismo desde la llegada de los mileniales. Hay que admitirlo. Del mismo modo hoy, que, mientras escribo estas líneas, he visto al supremo camarada timonel de Corea del Norte, Kim Jong-un, lanzar un misil nuclear y hacerse un vídeo con chupa de cuero y gafas de sol poniéndosele kíe a la humanidad, veo que es un buen momento también para tener en cuenta los efectos de la llegada de los mileniales al poder. Sobre todo, para valorar la viabilidad de la vida sobre el globo terráqueo en los próximos años. 

El 12 de junio de 2018 se produjo una verdadera conjunción planetaria. Kim Jong-un se encontró con Donald Trump. Un milenial al que sus papás, en lugar de una plaza amañada en la administración de una capital de provincia, le regalaron una distopía, se encontró con el pavo del pressing catch que lo había petado en un reality y en una carambola propiciada, en buena parte, por las fuerzas del mal al servicio de Vladímir Putin, había acabado en la Casa Blanca. Putin, como contamos aquí, era un chaval que no pudo llegar muy lejos como espía del KGB porque se lío a yoyas con unos desconocidos en el metro y le dijeron en la academia que, con esa personalidad, como agente del espionaje internacional, chungo. Pues esos tres prendas, unidos en su destino, tenían también en común el botón nuclear. A la fuerza tenían que intentar entenderse. 

Como cuenta Anna Fifield en El gran sucesor, los ánimos estaban caldeaditos. Unos meses antes del famoso encuentro, Kim Jong-un había sugerido la idea de «domar con fuego al viejo chocho estadounidense mentalmente desquiciado». Sin embargo —así es la política— aquel día, en el hotel Capella de Singapur, se dieron la mano sonrientes. El líder norcoreano, en ese momento, le dijo a Trump: «Mucha gente en todo el mundo creerá que esto es una película de ciencia ficción». 

No era para menos. Si echamos un vistazo a la hemeroteca de The New York Times, no habían parado de insultarse. En 2014, Trump dijo que Corea del Norte era «el último lugar al que quiero ir». Era un recado a Dennis Rodman, que había estado viendo básquet en Pionyang con Kim Jong-un. En 2015, lo había llamado «maníaco». En 2016, fue más prolífico: «Haría que China hiciera desaparecer a ese tipo muy rápidamente»; «Es un tipo malo». En 2017: «¿No tiene nada mejor que hacer con su vida?»; «Si siguen amenazando a Estados Unidos, se encontrarán fuego y furia»; «Obviamente es un loco, no le importa matar de hambre a su gente»; «¿Por qué me insulta llamándome viejo cuando yo nunca le llamaría enano gordito?». Y Kim Jong-un, como se ha mencionado, también pisaba fuerte: «Un perro asustado ladra más fuerte»; «No es apto para ostentar el mando supremo de un país, es más un pícaro, un gánster aficionado a jugar con fuego más que un político». 

El punto culminante llegó en Twitter. El líder norcoreano deslizó en su discurso de Año Nuevo: «No es una amenaza, es una prerrogativa, tengo un botón nuclear en el escritorio de mi oficina». A lo que Trump contestó con un tuit: «El líder de Corea del Norte acaba de declarar que tiene un botón nuclear en el escritorio. ¿Podría alguien de su régimen agotado y hambriento informarle de que yo también tengo un botón nuclear como el suyo, pero el mío es mucho más grande y más poderoso que el suyo, y mi botón además funciona?». La escalada empezaba a dar miedo. Por eso, en este punto, Trump decidió hacer un reset y comenzar de nuevo. Hizo todo lo posible para que limaran asperezas, y Los Angeles Times bautizó a ese proceso su bromance

Lo cierto es que ambos tenían mucho en común. Habían heredado el imperio familiar y ninguno de los dos era el primogénito, pero ambos habían convencido a sus padres de que eran los adecuados para hacerse cargo de él, tal vez por sus querencias por lo megalómano y los proyectos faraónicos. A Trump, cuyas dotes diplomáticas igual algún día sean valoradas con indulgencia, le gustaba reunirse con sus homólogos a solas, para que hubiera confianza, y poder soltarse. Por lo visto, en Asia es algo especialmente importante para cualquier tipo de negociación o trato. Esto sedujo al del tupé. 

En realidad, tenían mucho que discutir. Kim Jong-un había dado un paso histórico. Había anunciado que ya no quería supeditarlo todo al desarrollo nuclear, que ahora tocaba la economía, el socialismo. Pasar de dictador a desarrollista. Solo había un problema, las sanciones, y ahí Trump podía hacer algo. Decidieron verse a ver qué tal. El líder norcoreano, en lugar de en el tren blindado que solía usar su padre, acudió a la cita en un avión de Air China que solía usar el primer ministro chino, un Boeing 747 de fabricación estadounidense. Kim Yo-jong, su hermana, fue en un avión norcoreano aparte. 

En el hotel St. Regis de Singapur, la comitiva norcoreana reservó tres plantas con el acuerdo de que las habitaciones no podían volver a ocuparse hasta dos días después de la marcha del «Amado Líder». Era para limpiar toda muestra de ADN que quedase por ahí. Con la comida hubo idéntico cuidado, se la trajeron desde Pionyang en camiones refrigerados. 

El primer día, Kim Jong-un aprovechó para visitar los Jardines de la Bahía, un parque futurista en Singapur al que acuden miles de turistas. Echó la tarde haciéndose selfis por ahí, como hace la gente de su edad, solo que probablemente en su red social norcoreana solo se tenga a sí mismo como amigo. Cuando la gente se dio cuenta de que estaba por ahí, se tuvo que establecer un cordón policial. Fue a tomarse algo a la terraza del Sky Park, de Sheldon Adelson, y los huéspedes que se estaban bañando en la piscina infinita salieron en tropel a sacarle fotos, entre ellos mujeres con bikinis diminutos. Esas horas fueron el mayor win-win de la historia del régimen norcoreano. Si en su país los baños de masas hay que organizarlos, en el extranjero eran gratuitos y espontáneos, y despertaba la misma histeria que en su país. Todas estas escenas fueron directas a la prensa y las televisiones de Corea del Norte. 

Al día siguiente, salió del hotel con su séquito de cuarenta guardaespaldas, un escuadrón de élite de acceso superrestringido. Según cuenta Fifield, la idea de tener este escudo humano se le ocurrió al secretario general del Partido Comunista de Corea del Norte viendo una película de Clint Eastwood, En la línea de fuego. Copió el modelo de guardaespaldas de JFK y en no pocas ocasiones les ha hecho correr detrás de su limusina a más de cuarenta grados.

De hecho, ese día acudió en su coche, que se lo habían traído en un camión. Un Mercedes-Maybach S 600 de 6,5 metros que cuesta 1,6 millones de dólares. Había hecho esfuerzos para chapurrear algunas palabras en inglés, al menos para saludar. Quería decir: «Encantado de conocerle, señor presidente». Y le salió bien. Trump había empezado a referirse a él en sus discursos como «el Pequeño Hombre Cohete», pero después de esta reunión, se ablandó. Dijo que se habían «enamorado». Solo estuvieron juntos cinco horas. 

Por lo visto, el coreano tiene varios niveles de cortesía y Kim Jong-un empleó el supra. Así se lo hicieron saber a Trump los traductores. Además, dejó que entrase el último en el hotel, que es una reverencia que según su cultura se les hace a los mayores. Su estrategia pasaba por jugar con el ego del estadounidense. Antes, le había enviado una carta en un megasobre que se convirtió en meme porque parecía un cheque de los que se entregan a los ganadores de concursos. En realidad, nunca paró de escribirle cartas aduladoras hasta la náusea, donde lo llamaba «su excelencia» y comentaba lo brillante que era su mente política. 

Ya en sus sillones, había cierta tensión. Estaba presente un halcón, John Bolton, que había escrito que los norcoreanos eran «escoria humana» y «chupasangres» y que estaba justificado lanzarles un misil nuclear. Kim Jong-un, por su parte, hizo chistes. Como Trump había dicho que lo calaría en un segundo nada más verlo, le preguntó qué pensaba de él, y estadounidense contestó: «Fuerte, inteligente, fiable». El norcoreano siguió con palabras bonitas: «No ha sido fácil llegar hasta aquí, el pasado nos encadenaba y los viejos prejuicios y prácticas actuaban como obstáculos en nuestro camino, pero los superamos todos y hoy estamos aquí». A lo que Trump contestó levantando las manos y estirando sendos pulgares. Un «OK», que, de haberse ejecutado con una sola mano, podría ser un «que si quiere bolsa», pero con las dos inequívocamente quería decir: «¡Campeón!».

Aunque las posturas estaban completamente enfrentadas. Estados Unidos pedía una desnuclearización imposible, ya que es la única garantía de permanencia en el poder que tiene Kim Jong-un. Después de la charla, no hizo ni una sola concesión en ese aspecto. Trump, sin embargo, aceptó suspender las maniobras militares que realizaba dos veces al año con el ejército surcoreano. Sus asesores, cuando lo escucharon, no se lo creían. Esos ejercicios eran fundamentales por si se producía algún golpe de Estado o ataque norcoreano. Los WhatsApp echaban humo. El que se iba a poner que trina era sobre todo el Gobierno japonés, pero Trump apostó a doble o nada porque desnuclearizar al estado juche hubiese sido un logro histórico sin precedentes. 

En mitad de la reunión, a vueltas sobre si acabar con el estado de guerra, que permanece desde los años cincuenta, Trump sacó el iPad y le puso un vídeo. Era su arma secreta, el arma definitiva. El clip empezaba con el lago del cráter del monte Paektu y luego iban desfilando las maravillas del mundo, las pirámides, el coliseo de Roma, el Taj Mahal, Manhattan y, por supuesto, la plaza de Kim Il-sung de Pionyang. Luego aparecían ambos haciendo cosas, Kim Jong-un las suyas, y Trump estrechando manos por el mundo. La narración decía: «Dos hombres, dos líderes y un destino». 

El destino era el desarrollo de Corea del Norte, que en el vídeo de Trump aparecía retratado como un horizonte lleno de grúas, como aquellos paisajes de la burbuja española. Entonces le dijo: «Chico, mira qué vistas, podrías tener los mejores hoteles del mundo». Y añadió: «Está usted al final de todas las listas que califican el éxito o el progreso humano, si está dispuesto a reconsiderar las premisas acerca de en qué consiste el éxito, nosotros estaremos ahí para ayudarle». Un periodista comentó que eso no era realpolitik, sino estatepolitik (política inmobiliaria). 

Siguiendo las indicaciones de Sun Tzu, Trump lo acorraló, pero le dejó una salida. Le sugirió la posibilidad de un modelo japonés. Quedarse como emperador y dejar entrar los capitales extranjeros. Luego les pidió a los fotógrafos que los sacasen «guapos, delgados y perfectos». Cuando se sentaron a comer, el catador de Kim Jong-un llevaba dos horas picoteando en busca de venenos. Aquí la conversación se les fue al baloncesto y a los coches, momento en el que Trump le enseñó su limusina blindada, la cual se llamaba «la Bestia». Se quedaron fascinados el uno con el otro.

Sin grandes acuerdos más allá del buen rollo, después llegaron otras conversaciones, pero todas fracasaron. Se estrellaron de verdad. El norcoreano nunca dio su brazo a torcer. Sin embargo, los presidentes se felicitaron los cumpleaños. Trump dijo de su homólogo: «Me cae bien, me llevo genial con él, tenemos una química fantástica». Y en referencia a sus cartas, explicó: «Tenemos una correspondencia que es tremenda, algunas personas han visto las cartas y no se lo pueden ni creer». Incluso hizo una reflexión sobre su comportamiento pasado, que la tenemos en The Wall Street Journal: «La verdad es que estaba siendo muy duro con él, y también él conmigo. Estábamos yendo y viniendo y luego nos enamoramos, ¿vale? No realmente, pero me escribió unas cartas preciosas, son cartas muy buenas, nos enamoramos». 

Un año más tarde, cuando el presidente estadounidense estaba en la cumbre del G20 en Osaka, escribió un tuit pidiéndole a Kim Jong-un quedar en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas. Decía: «Solo para darnos la mano y decirnos hola». El líder juche salió corriendo de casa (ciento sesenta kilómetros) y allí se encontraron una vez más. Allí, al verlo, le dijo: «Menos mal que has venido, si no llegas a venir me hubieses dejado muy mal ante la prensa»; fue otro éxito de Trump, pero solo de imagen, concretamente, la del líder de Corea del Norte. Sue Mi Terry, experta en seguridad en Asia para Bush Jr. y Obama, declaró a The New York Times que lo único que había logrado era que Kim Jong-un ya no quisiera tratar nada con ningún funcionario. Ya solo aceptaba departir con el presidente de los Estados Unidos. No se avanzó más. 

«No es extraño que en la diplomacia los líderes se griten unos a otros en un momento y en el siguiente estén cantando cumbayá juntos», declaró a The New York Times Peter D. Feaver, de la Universidad de Duke, que trabajó con Bush Jr., explicando la dinámica de estos encuentros. «Hemos intentado todo con Corea del Norte y no ha funcionado, entonces ¿por qué no intentar algo diferente?». Bueno, se intentó. Hoy, con Kim Jong-un vestido de Cobra, el brazo fuerte de la ley, enviándonos sus vídeos en slow-motion sobre cómo prueba sus pepinos, la conclusión es clara: no funcionó. 

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3 Comments

  1. de ventre

    la pareja con más punch desde Pajarés y Esteso!

    j

  2. Francisco Clavero Farré

    El artículo muy bueno y de mucho humor, como suele ser. En verdad con estos dirigentes mejor tener humor. Putin es otro que tal; ahora se lio a yoyas en Ucrania en vez de en el metro. La verdad es que Trump no decepcionaba, espectáculo asegurado. El coreano tampoco falla. Desde luego no podemos quejarnos.

  3. Es curioso, pero estos tíos nunca hubiesen funcionado como personajes de ficción: serían poco creíbles.

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