Es un sitio chiquituco. Encaramado en rocas, dominando la meseta. A lo lejos… montes. Más a lo lejos, la mar. Es un sitio chiquituco, uno que recuerda. Apenas puedes creer toda la historia que encierran sus calles. Revolucionarios, filósofos, ilustrados, reyes de España, incluso emperadores. Cada adoquín, cada paso, un recuerdo.
La Atenas de Pericles más insospechada de todas.
Sean ustedes bienvenidos a Corte.
Le decían libertador, al amigo Paoli
A ver, lo llaman la Castagnicchia por algo.
Digamos que está llena de castaños. Y de castañas. Erizos verdes, pequeños, con un tono esmeralda mucho más vivo que los de mi tierra. En fin, esto es el Mediterráneo, amigos. Y eso, que hay árboles erizados como los argumentos de un rábula, y las vacas asoman por cunetas y lindes para alcanzar frutos con sus lenguas babosas, así, ñam, como jirafas que dejaron la dieta.
Allí, en el corazón de la Castagniccia, en lo más profundo de la más profunda Córcega, está Morosaglia. Un pueblo como cualquier otro de la zona. Con sus muros de color pardo, su campanario más o menos esbelto, su sensación de «aquí los minutos van mucho más despacio». Mil habitantes a día de hoy, pueblito-pueblito, cuatro o seis árboles, una terraza, postigos blancos para que no pase el sol. Y un cartel justo cuando entras:
Morosaglia/Merusaglia. Paese di Pasquale Paoli. Babbu di a Patria.
Hostia, debe ser importante, el tal Pasquale Paoli. Padre de la patria, nada menos.
La verdad es que la de Paoli (1725-1807) es una de esas historias que subyugan. Siglo de las Luces, ideales ilustrados, demócrata avant la lettre (avant la lettre del XVIII, tampoco seamos locos), libertador, el típico que dejó frases de esas para citar en discursos o poner sobre tazas pa desayunar. Seguro que se hacen cargo…
Digamos que allá por 1750 (año arriba o abajo) Córcega era un sindiós importante. Recién exiliado Teodoro I (otro día les cuento su historia) genoveses y galos andaban que si sí que si no en lo de gobernar la isla. Más bien era que no, porque tú en Córcega puedes controlar dos o tres ciudades (Bastia, Ajaccio, Calvi), pero todo el interior es un laberinto de sendas, maquia y pueblos aferrados a pendientes imposibles que, oye, o te miran con ojillos de amor o te las vas a ver imposible. Y, de aquellas, nada de lo primero. Odios sí, odios bastantes.
Para no extender: que los corsos proclaman república allá por 1755, y que es elegido general (presidente) un tal Pasquale Paoli. Pedigrí (su padre Giacinto fue de los primeros en alborotar tema), experiencia (anduvo por el exilio napolitano un tiempuco), preparación (traía ideas de lo más ilustradas, señores, traigo ideas de lo más ilustradas). Vamos, que todos contentos.
La gracia de Paoli es que convierte a Córcega en una de las repúblicas más avanzadas de su tiempo. Sí, sí, esa isla en mitad del Mediterráneo, la que llamaban Kallisté, la de vendettas, recelos y peña poco parlanchina… Pues pum: que si encargo un proyecto de constitución a Rousseau (encargar un proyecto de constitución a Rousseau es como si hoy llevan ustedes a Rosalía para las fiestas del pueblo), que si traslado capitalidad a Corte, que si tenemos un legislativo con sufragio universal, un ejecutivo surgido de él, una descentralización territorial, un Consejo de Estado. Ya ven, medio siglo antes que jacobinos y colegas. Ah, también hicieron los corsos otros asuntos. Editar un periódico en su lengua, delicioso galimatías que huele a salvia y mar… Ragguaghju dell’Isola di Corsica, le dijeron. Proclamar libertad de cultos religiosos. Fundar universidades. Y adoptar bandera, vaya, que es cosa muy de naciones jóvenes. La tradicional cabeza del moro que hay en la cruz de Alcoraz (el mundo era muy poco políticamente correcto entonces), solo que con la venda sobre frente en lugar de cubriéndole ojos. «Somos hijos del Siglo de las Luces y no tenemos miedo a la luz», dijo Paoli. Así que fuera cintas.
Digamos que el gobierno de Paoli en Corte fue menos exitoso de lo que seguramente merecía. Experimento interesante, eso sí, pero en la práctica… vamos, catorce añitos. Luego los franceses dijeron que, mira, ya puestos, lo cercuca que está y el buen tiempo que hace: hop, invasión. Primavera de 1769 y Córcega pasa a ser más gala que Obélix. Ponte Novu, batalla decisiva, tiene lugar en mayo. El 15 de agosto nace por Ajaccio un niño al que ponen Napoleón (de su padre y su hermano hablamos luego).
Viene al mundo, sí, como francés.
Qué cosas, tú.
Aquel pueblecito en mitad de ninguna parte
Llegar a Corte no es fácil.
Cuando usted piensa en Córcega seguro que le vienen a la cabeza imágenes de playas paradisíacas, rocas blancas con superficies lisas caribean style, aguas de un glauco transparente donde te ves los piececillos mientras mil bichejos nadan entre tus piernas. Y todo eso es verdad, pero…
Pero hay otras cosas. El interior, por ejemplo, que es una mezcla de mesetas amarilleantes cubiertas por maquia y picachos que se van encima de los dos mil metros. Vamos, que agreste. Muy agreste. Un montón de agreste. Preciosísimo, también.
Y eso, que para subirse hasta allí pues debes hacer camino pintoresco. Como poco. Atravesar carreteras estrechitas cual serpientes bailongas, pasar por bosques, subir puertos. Merece la pena, porque todo está alfombrado con bolitas de liquen color blanco verdusco, y ves piñas por el suelo que parecen tortugas ninjas encogidas, y tienes helechos muy verdes, y frutos del mirto muy azules. También encuentras cosas del comer. Por allá, por la foresta. Champiñones (deliciosos en tortilla), castañas (deliciosas en mermelada) y cerdos semisalvajes (deliciosos como sea, porque hasta el andar, oigan, hasta el andar).
Así que merece la pena. Aunque haga frío en Bocca à Verghju, y haya niebla, y la estatua gigante de la cima acojone un pelín en esas condiciones. Y luego bajas, bordeas dos o tres embalses, pasas junto a pueblines con pinta de no haber cambiado mucho desde lo de los genoveses. Y ves. Allá, a lo lejos, encaramado en un picacho. Corte. O Corti, que aquí los mundos tienen más de un nombre, y eso es importante.
Porque luego… no tendrá la impresión de haber hecho en balde el viaje. Por Corte hay mucho edificio decadente, desconches en sus muros. Y también viejecitos sentados en terrazas, con sus pieles que cuartean sol y años, con su aire a lo Astérix en Córcega. Hay una iglesia que es solo altar al aire libre, color amarillo chillón, con su ábside y todo, cual trampantojo que algún niño aficionado a las maquetas se hubiese dejado atrás. Ah, y es tierra de gatos. En ningún otro sitio de la isla vi tal número. Una locura, pueden creerme. Todos majísimos, eso sí. Los animales siempre son majísimos en los viajes.
También es la tierra de Paoli. Aunque fuese natural de la Castagnicchia. Qué importa. Corte es Paoli, y Paoli es Corte. Estatuas aquí y allá, la plaza mayor dedicada, una placa de prohibido excrementar en la vía pública (excesivamente gráfica, a mi parecer) destrozando el hieratismo del sitio. Ah, la estatua del papá Pascale se recorta sobre una bonita fachada. Con sus contraventanas de madera, sus muros de tonos pastel, sus agujeros que recuerdan disparos gordos. Pero gordísimos. Nada de perdigones, oigan. Lo vimos en más lugares de Córcega. En señales para turistas, en carteles departamentales. Si no piensas demasiado en ello hasta resulta pintoresco. El problema es… en fin, que vale, que piensas…
Bonaparte, sí, pero no el que a usted le suena
En Corte tienen una ciudadela y, después, otra ciudadela más chica encima. Sí, tan empinado anda el asunto, tan inaccesible. Nido de águilas. Allí hay el clásico mirador al que llegas sudando, entre jadeo y jadeo, y luego ni puedes apreciar nada de lo que ves, porque no son horas, hostias, no son horas. Al menos tienen sentido del humor, los corsos. Justo debajo de una higuera enorme (no intenten abrazarla ustedes solos), trozo de madera pintada. «Me piace a fica», pone allí, y después aparece dibujado el gesto internacional de la figa, que ahora también es otra cosa. Jijí, jajá, humor sutil. O algo.
Allí vivió Charles Bonaparte. Sí, sí… el padre de ese Bonaparte. Ni más ni menos. También les saldrá en los libros como Carlo Bonaparte o Carlo Buonaparte. Secretario de Pasquale Paoli primero, amiguete de los franceses después, porque de algo hay que vivir. Su casa estaba casi enfrente del Palazzo Nazionale, mitad porque así le quedaba cerca el curro y mitad porque en Corte tampoco nada queda muy lejos. Allí pasaba tarde con Laetitia, que era simpatiquísima, y cuentan que si allí fue concebido Napoleón, aunque este extremo no lo hemos podido confirmar, porque en los alrededores hay mucha maquia y lugares apartados, y en estas cosas del querer a veces las urgencias llegan donde menos te lo esperas.
Lo que es seguro es que allí nació José Bonaparte. Sí, ese al que ustedes llaman despectivamente «Pepe Botella». Pero que no les escuche yo, ¿eh?, porque la tenemos, ¿eh?, la tenemos. Joseph Napoleón Bonaparte. Primer rey español con estudios universitarios (Leyes, en Pisa), el más culto hasta la época, el que mejor podía haberlo hecho. Que vale, tuvo sus cosillas, pero yo siempre he creído que lo del 2 de mayo fue asunto de Murat, que es un poco como el concursante de Mediaset ciclado entre sonrisas y farlopas. Que le quedaba grande el cargo, oiga. A José no, para nada. Y eso, que vio la luz en Corte. La casita es modesta, ya llegarán más tarde palacios y lujos. Hay una pequeña placa, pero a mí se me hace insuficiente. Oigan, aquí nació un rey de España. Y, a lo mejor, llegó la noche loca que traería al mundo cierto emperador.
Nada menos.
Lavabos independientes, turistas inconscientes
Los corsos consideran Corte su capital tradicional. Al menos aquellos corsos que anhelan una isla independiente. Esa idea puede palparse en todo el territorio, pero es especialmente intensa en la ciudad. Quiero decir… tú ves pintadas de Corse Libre y Corsica Libre en casi cada puente de casi cada pueblo, en paredes a medio derruir, escrito sobre banderas de todos los tamaños. Hay, también referencias a Paoli, a individuos más cercanos. Dibujos de rostros que el viajero acaba teniendo por familiares, de tanto que aparecen. Pues bien, en Corte todo eso se multiplica…
En los sitios más raros. Lo mismo paras a tomar un café y encuentras, puerta del servicio, cierto cartelón que dice, arabescos azules sobre fondo blanco, que aquel es un «WC de Corse. Toilettes independant». Que, oigan, tranquiliza saberlo, y entra uno así, sin reparos, porque nadie osará interrumpir tan dignos menesteres por lugar sagrao. Ah, en el bar tienen también, además de la bandera corsa, otras de Bretaña, de Euskadi, de Escocia, Palestina o Irlanda. Justo enfrente, un muro cubierto por letras enormes. «Corse Capitale».
Corte es la Córcega rural. Aquí no hay playas, ni turistas abrevando vino patrimonio, ni señoras mayores leyendo guías delante de una torre que tiene cuatro siglos de antigüedad. No, aquí escuchas a los alimoches allá arriba, y hace viento. Un viento dulce, que refresca sin enfriar, uno que tararea melodías tristes cuando se afila por entre callejas del dédalo.
Al fondo veo cierta casa. Tiene dos plantas, la de arriba con sendas ventanas que asoman al valle. En una de ellas hay un enrejado nuevecito, de color blanco, refulgente. La otra también tiene rejas, pero están oxidadas, descascarilladas, como si pudieran partirse con solo mirar mucho rato. Sonrío. No logro decidirme sobre cuál de ellas me gusta más.
Creo que estoy empezando a entender este sitio…
No queria dejar pasar para dar la enhorabuena por este articulo que ademas de fresco y original, es informativo y divulgativo. Da gusto leer a periodistas que logran sacudirse viejas formulas y apuestan por una nueva forma de contar historias interesantes.
Ah..!! También creo que hubiera sido el mejor rey si hubiese tenido la oportunidad.