«Pon la peli».
Así comienza Ruido de fondo, el último largometraje de Noah Baumbach: con un imperativo, una petición que sirve de punto de partida a la traslación de la homónima novela de Don DeLillo. Aunque quizá «trasladar» no sea el verbo adecuado para referirse al insólito y milagroso trabajo de adaptar a la (¿gran?) pantalla un libro cuya naturaleza zigzagueante hacía improbable que mutara con éxito a objeto fílmico. Pero es precisamente la condición inmersiva y rizomática del texto original lo que permite al cineasta componer una atípica película que transita a la deriva por géneros de muy distinta índole como un osado funambulista. Si bien es cierto que existe una fidelidad casi absoluta a la novela, las verdaderas proezas del film se encuentran en algunos de sus cambios más notorios. Y es al principio de la película cuando se produce uno de esos grandes hallazgos.
Un profesor a oscuras, con la única luz del proyector que reproduce múltiples imágenes de accidentes de coche, ofrece una lección magistral a un grupo de universitarios. «Los accidentes automovilísticos de las películas no son violencia», explica. «Forman parte de una larga tradición de optimismo estadounidense. Una reafirmación de valores y creencias, una conmemoración. Vean estos choques como el Día de Acción de Gracias o el 4 de Julio. Entonces no lloramos a los muertos ni alabamos los milagros. Son días de optimismo laico, de exaltación de uno mismo». Baumbach sitúa esta ponencia universitaria antes de que aparezca en pantalla la imagen con que DeLillo comienza su libro: una hilera de automóviles avanzando en caravana. Se crea así un prólogo que sintetiza la esencia de todo lo que está a punto de suceder. Una suerte de optimismo ingenuo, naif, anestesiado. Una descripción elevada a cátedra que predica los modos de vida norteamericano a partir de sus preferencias de consumo. Así, en la absurda relación entre los simulacros de accidente y la forma en que estos son consumidos por la audiencia, aparece también la cuestión cinematográfica. Al fin y al cabo, Hollywood codifica la realidad a través de la forma en que los directores norteamericanos muestran determinados sucesos reales para complacer al público: «Fíjense en cualquiera de esas colisiones de las películas americanas. Es un momento de euforia (…). Las personas que las escenifican trasmiten despreocupación, un goce desenfadado que las películas extranjeras no alcanzan. Pueden decir: «Pero, ¿y la sangre y los cristales, los chirridos, los cuerpos aplastados? ¿Qué optimismo hay en eso?». Vean más allá de la violencia, les digo. Existe un maravilloso espíritu rebosante de inocencia y diversión». Ver más allá de la violencia, de la espectacularidad, del drama, del realismo… Ese es el reto, traspasar la frontera de lo racional, triste o doloroso para llegar al puro divertimento.
La sociedad del espectáculo
En 1985, Don DeLillo publica Ruido de fondo, un texto que disecciona el American way of life a la vez que critica el rumbo que tomaba la sociedad consumista, capitalista, agnóstica, descreída, hiperinformada y pretrumpista, augurando un paisaje distópico que hoy, casi cuatro décadas después, ha resultado ser más histórico que fantástico. Porque los años ochenta fueron, precisamente, la puerta de entrada al mundo moderno. O, mejor dicho, al posmoderno: una radical transformación de las estructuras sociales, intelectuales y artísticas, que dio como resultado un incremento de la neurosis, la subjetividad y el espectáculo. Y si DeLillo se alejaba de las críticas sesudas a través de la sátira, Baumbach apuesta a su vez por la no banalización de un época que, en realidad, es también la suya, pero él lo hace a través de las imágenes. Ahí están, de fondo, las grandes narrativas que son hoy también los centros de interés de un ser humano angustiado, masificado, incluso histriónico, que vive en una contradicción persistente alimentada por la sociedad de consumo. El ser humano como resistencia. Es esta contradicción la que funciona como catalizador del absurdo en Ruido de fondo: la disonancia que se produce entre lo que se debe ser y lo que se es; la asunción de roles dentro de una familia, de una sistema. Sí, de un sistema. Porque si bien Baumbach parece estar especializándose en retratar a la familia disfuncional de clase media, aquí se sirve de ella para poder componer un discurso sobre la masa, sobre la lucha de los individuos por mantener su identidad: una batalla que aquí se concreta en una continua tensión de los elementos formales que se superponen en pantalla. Así, en la escena más impresionante del film, las imágenes del enfrentamiento dialéctico entre profesores (que equiparan las vidas y obras de dos figuras tan notorias pero opuestas como Elvis y Hitler) se intercalan con las del accidente ferroviario que sirve como epicentro del segundo capítulo, «Escape tóxico a la atmósfera». Una combinación frenética, incluso caótica, donde no hay asomo de nitidez. Al contrario: la pasión de ambos discursos se funde con el pánico ante la inminente catástrofe medioambiental.
Y no acaba aquí la cosa, porque al introducirse las imágenes de las cámaras de televisión que graban el debate académico, aparece ese otro elemento tan característico de esta espectacularización: el simulacro. Se trata, pues, del equivalente visual del ruido acústico. El cineasta construye un impresionante artefacto fílmico para ejemplificar esa presencia que, una vez que deja de prestársele atención, por acumulación, insistencia, sobreexposición, acaba por convertirse en un fondo, un contexto. Ondas y radiación que forman parte del background, pero esta vez en un formato visible.
«¿Y si la muerte no fuera más que un sonido que oirías para siempre?»
¿Pero cuál es el verdadero ruido de fondo? Para Don DeLillo, su novela era una comedia sobre el miedo, la muerte y la tecnología: tres conceptos interrelacionados que son también el eje vertebrador del film. Como hemos visto, desde los primeros instantes la cinta se instala en un postura muy concreta: la trivialización de la muerte. Baumbach introduce una corriente de pensamiento con la que identifica a la psicología de las masas, pero lo hace con la convicción de que es una posición tóxica, tanto como la forma en que está diseñada la sociedad de consumo. Así, el miedo, un sentimiento tan verbalizado en la novela, surge aquí siguiendo los códigos del terror, con escenas que remiten directamente al género (jump scares incluidos), delatando la trascendencia que, en definitiva, tiene en la narración. La muerte será esa espada de Damocles que no impide que la película se aferre a su condición de sitcom familiar, sátira social, crítica consumista o relato costumbrista. Es el abismo que siempre forma parte del paisaje y que convierte en extrañas las escenas cotidianas, los diálogos y los vínculos entre estos padres e hijos.
Llegados a este punto, con la muerte siempre presente, las contradicciones como ideología y el espectáculo como estética fílmica, no queda más que aceptar el presente con sus ondas radioactivas, con su acumulación de imágenes, historias y neurosis. Aceptar que el cine, el que se toma a sí mismo tan en serio como los seres humanos sus miserias, debe convertirse en un pastiche irónico, retro y pop que haga de la nostalgia un valor de producción. Aceptar que quizá la mejor forma de resistir a esa dolencia tan humana, a ese vértigo, a ese ruido de fondo que es el miedo a morir, sea bailando entre los pasillos de un supermercado.
Puedes vestir el film con las galas académicas que te dé la gana, pero no podrás ocultar que es un sordo petardo, más aburrido que la muerte mortal.