Esto va a ser personal. Y lo cierto es que ese es un enfoque que siempre suelo regatear, salvo en momentos especiales, pero a estas altitudes el caso de Monkey Island lo requiere. Porque, como estudioso de las aventuras gráficas de Lucasfilm/LucasArts, me ha tocado escribir en numerosas ocasiones sobre las desventuras de Guybrush Threepwood, e incluso ficcionalizar pasajes de The Secret of Monkey Island para un libro de cuentos basados en videojuegos. Por eso, quizá el único modo coherente de encarar un nuevo abordaje a Mêlée Island de manera original sea ponerse íntimo. Porque puede que sea la mejor manera de explicar que un puñado de píxeles azulados y magenta construyeron lugares que algunos decidimos habitar.
Y por eso mismo, vamos a lo personal: Sergio y Paco. El primero es mi hermano y el segundo mi amigo. A Sergio lo conocí cuando contaba tres años y a Paco cuando ambos sumábamos cuatro en la aulas. A principios de los noventa, mi hermano y yo sondeábamos habitualmente la sección de videojuegos para PC de los centros comerciales, sopesando las voluminosas y llamativas cajas en las que se empaquetaban los disquetes de 3 y ½. Entre tanto cofre acartonado, el embalaje de The Secret of Monkey Island nos llamó la atención con una portadaza dibujada por Steve Purcell y un reverso que prometía aventuras piratescas y villanos fantasmales flotando a varios centímetros sobre el suelo. La contraportada también mostraba a unos cuantos monos vestidos de piratas, portando cuchillos y pistoletes, y aquello solo podía ser un buen augurio porque existe una ley universal donde se sentencia que todo mejora con simios disfrazados, especialmente si van armados.
De algún modo incierto, convencimos a nuestros progenitores para que nos comprasen el juego y lo instalamos en un vetusto ordenador 286 de aquellos que leían los disquetes entre orquestas de sonidos chirriantes. Bastaron unos minutos paseando por la producción de Lucasfilm para tener claro que el juego nos flipaba. Estábamos acostumbrados a lidiar con todo tipo de entretenimientos digitales, aventuras de puntero y verbos incluidas, pero aquella historia que se desplegaba en el monitor de culo gordo del dos-ocho-seis, tenía algo especial, tenía mucho encanto. Sergio y yo rellenamos unas cuantas tardes ociosas superando, a cuatro manos y dos sesos, aquella gesta fascinante.
En el colegio me llevaba bien con Paco porque, entre otras cosas, compartíamos afición por la tecnología y los cacharros, especialmente por esos cacharros en los que se podía jugar a algo, a lo que fuese. Paco se presentaba en el clase con calculadoras de Texas Instruments que tenían un gritón de botones y eran capaces de dibujar gráficas en su prehistórica pantalla LCD. Pero además el tío les metía programas o divertimentos homebrew y, aunque ya existía la Game Boy, ver a un Mario Hacendado botando por la pantalla de la calculadora parecía magia arcana. Como ninguno de los dos era amigo de chutar balones, durante los recreos nos entreteníamos haciendo el ganso o hablando de videojuegos. Le deje prestado mi The Secret of Monkey Island para que hiciese una copia y eso me puso un poco nervioso, no por lo ilegal del asunto, sino porque desmontó la rueda de claves antipiratería para fotocopiarla y la volvió a ensamblar de nuevo, y a mi TOC de infante le preocupaba que se fuese a romper, porque molaba un huevo. Nos aficionamos a las aventuras gráficas, las jugábamos en paralelo y cuando alguno los dos se atascaba con algún puzle, telefoneaba al otro en busca de ayuda. Los móviles eran ciencia ficción, internet fantasía y el teléfono fijo un auténtico coñazo cuando estaba emplazado lejos del ordenador.
Las generaciones más jóvenes encontrarán esto difícil de creer, pero en los ochenta y noventa los videojuegos estaban muy lejos de ser el fenómeno de masas que son actualmente. Lo cierto es que la impresión generalizada era la opuesta, la de productos menores que agilipollaban a los niños. Revistas especializadas como Microhobby, Micromanía, Super Juegos o Hobby Consolas vendían miles de ejemplares mensuales, pero en sociedad lo de los jueguitos no estaba muy bien visto. Los adultos, gente que se embobaba ante el fútbol o se pegaba al televisión con frecuencia religiosa para devorar culebrones como Cristal o Abigail, interpretaban los videojuegos como un comecocos para infantes con pocas neuronas (una percepción que a lo mejor no ha cambiado tanto, ojo aquí al ejemplo en la segunda definición de «comecocos»). Y en los colegios, los chavales aficionados a las consolas y los ordenadores definitivamente eran menos guays, porque aquel hobby era cosa de «viciados».
Sergio, Paco y yo no interpretábamos los videojuegos como un modo de dejar la mente en blanco o de idiotizarse, sino todo lo contrario. Descubrimos que las pantallas funcionaban como ventanas hacia otros mundos, algo que se antojaba absurdamente ingenioso e imaginativo. En los videojuegos era posible convertirse en protagonista de cualquier universo de ficción y aquello resultaba alucinante. Interpretar a amazonas que brincaban por reinos quiméricos, a niños juguetones que salvaban la galaxia o a inocentes aprendices de piratas. Terrenos virtuales de aventuras escondidos tras títulos como Jill of the Jungle, Commander Keen o The Secret of Monkey Island.
La oferta era variada: los arcades inmediatos planteaban retos de habilidad mientras géneros como la aventura gráfica elaboraban tramas complejas al tener un alma mucho más literaria y cinematográfica. Para sentirnos Arnold Schwarzenegger enchufábamos el Super Probotector, para vivir una versión de La isla del tesoro con toques de comedia sobrenatural nos adentrábamos en Monkey Island y para creernos Indiana Jones le dábamos a La última cruzada de Lucasfilm. Lo que demandábamos eran ficciones estimulantes. Y a nuestro modo de ver no existía demasiada diferencia entre sentarse ante videojuegos y leer un libro, ver una película o disfrutar de una serie. Entre el ocio digital o el devorar La historia interminable, ir al cine a ver algún blockbuster explosivo de los noventa o salir al parque a jugar a He-Man. Porque tampoco nos pasábamos todo el día frente a las pantallas, lo de ser un otaku hikikomori sí que es una moda actual.
Deep in the Caribbean
The Secret of Monkey Island es la odisea para convertirse en pirata que vive un jovenzuelo llamado Guybrush Threepwood, una comedia sobrenatural de aventuras a través del Caribe con mapas del tesoro, caníbales vegetarianos y tripulaciones fantasmales. Diseñado por una tropa encabezada por Ron Gilbert, Dave Grossman y Tim Schafer, y publicado en 1990.
Curiosamente, a pesar del gran impacto que supuso posteriormente en el género y en el público, aquel juego en su momento no fue un bombazo comercial. Gilbert aclararía que la aventura funcionó bien sin ser un gran éxito y según Grossman las cifras de juegos vendidos se situarían «más al norte de las cien mil copias, y mucho más al sur y bastante alejado del millón de unidades». Era un marcador modesto frente a las imponentes ventas de su principal competencia, la empresa Sierra On-Line, que básicamente había inventado el género. Por poner un ejemplo, el King’s Quest VI de Sierra despachó en 1992 cuatrocientas mil copias solo en su primera semana. Pero incluso sin acumular ventas demenciales, aquel Monkey Island original se convirtió en un clásico tan rotundo como para que incluso hoy las aventuras gráficas contemporáneas lo utilicen como principal ejemplo a imitar.
La ventaja de Lucasfilm frente a Sierra era que sus juegos, aparte de bien majos, eran mucho más justos, más amables y a la larga calaban mejor entre el público. The Secret of Monkey Island es la mejor muestra de ello, y si la memoria popular lo achucha con cariño es porque en él convergieron con éxito diversos elementos: los personajes irradiaban carisma; los diálogos y el guion eran muy divertidos; los gráficos firmados por Purcell, Mark Ferrari y Mike Ebert, se antojaban asombrosos en aquella escasa resolución de 320 x 200 pixeles y dieciséis colores1 y la banda sonora de Michael Land era la hostia. También ayudó que la gesta de Guybrush Threepwood aterrizase en las tiendas cuando las aventuras gráficas comenzaban a vivir su época dorada. Al juego le siguió Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge, una secuela diseñada por Gilbert, con Schafer y Grossman también a bordo, que mantenía el nivel. Fue muy aplaudida, aunque su desenlace y su secuencia final encabronaron a gran parte del público durante décadas, algo así como lo que ocurrió con Perdidos pero sin que todo lo anterior fuese una conga de cliffhangers estúpidos. Gilbert abandonó LucasArts poco después, y la franquicia continuó bajo otras batutas.
La maldición de Monkey Island cambió radicalmente la dirección artística, abandonando el píxel para aferrarse al dibujo animado, un golpe de timón visual muy bestia que a la larga no resultó trágico porque en aquella época los agonías no tenían Twitter para quejarse. Dicha tercera parte también lucía un carácter y humor particulares, distinto al de las anteriores entregas, pero que funcionaba a su propio estilo. La fuga de Monkey Island fue diferente, la crítica lo aceptó con buenos ojos, pero los fans de la saga lo odian y lapidan constantemente. Se presentó con un control infernal (sin ratón para adaptarse a su publicación en PlayStation 2), con un puñado de puzles muy absurdos, y con unos gráficos, en aquellas prehistóricas tres dimensiones iniciales de los videojuegos, que hoy en día proporcionan puñaladas a la retina. Su verdadero problema fue ser una aventura decente pero un mal Monkey Island, no estaba a la altura de los anteriores y por el camino se cargaba la mitología de la saga.
Tales of Monkey Island, la quinta entrega, se hizo de rogar. Telltale Games se encargó de su desarrollo, estrenándola por episodios, como era habitual en sus producciones, y convocando a algunos de los artífices legendarios de las anteriores entregas. Entre ellos, estaba un Ron Gilbert que ejerció como consultor, participó en las brainstormings durante la gestación, metió mano al arco argumental y figuró en los créditos finales como «profesor de monología de visita». A la larga, y a pesar de las limitaciones del formato en capítulos, Tales of Monkey Island salió bastante redondo. Por otro lado, las dos primeras entregas de la serie recibieron un cambio de chapa y pintura reestrenándose en 2009 y 2010 con sendas Special Edition, actualizaciones que con sus nuevos gráficos eran mucho más feas y sosas que las pixeladas versiones originales, que también venían incluidas en el relanzamiento. Durante los años posteriores, el destino de la franquicia fue incierto porque George Lucas vendió su emporio a Disney y los derechos sobre las aventuras point & click de Lucasfilm/LucasArts pasaron a alojarse en el fondo de la caja fuerte de Mickey Mouse.
Entretanto, los amigos de lo aventurero analizaban con atención cualquier declaración del creador original de Monkey Island. Porque ocurre que Ron Gilbert es una de las cuatro personas en todo el mundo que hoy en día aún publica sus divagaciones en un blog, en lugar de acompañarlas con bailecitos graciosos en ese artefacto demoníaco que se oculta bajo el sello TikTok. Desde su web, y durante años, Gilbert se ha dedicado a arrojar datos curiosos sobre su relación con las tropelías de Guybrush: reconoció que no recordaba con certeza los puzles que formaban parte de la versión final de The Secret of Monkey Island porque no solía revisitar el juego, bromeó con lo extraño que le resultaba que los creadores de las películas Piratas del Caribe no le enviasen cheques de royalties por la inspiración evidente, comentó que en su momento tenía una idea bastante clara para un Monkey 3, e insinuó que sería bonito que Disney le vendiera los derechos para seguir jugando en la isla de los monos. Pero en Disney parecían estar muy ocupados ordeñando Star Wars y comprando la infancia de medio planeta.
En 2017, tras un Kickstarter exitoso, Gilbert volvió al mundo de las aventuras gráficas con Thimbleweed Park, un sucesor espiritual de las aventuras clásicas que hasta recuperaba el estilo del vetusto motor SCUMM de verbos y objetos. El resultado fue un juego notable, que como Monkey Island 2 también incluyó un final polémico que provocó cabreos colosales. Porque el desenlace de Thimbleweed Park no solo dejaba muchas cosas en el aire, sino que además era exageradamente meta, hasta el punto de que la solución a uno de sus puzles se encontraba en el vídeo de presentación del juego en la página del Kickstarter. Durante la pandemia del covid, el equipo del juego presentó un pequeño spin-off gratuito, Delores: a Thimbleweed Park Mini-Adventure. Una aventurilla sencilla —se puede completar en dos horas y fue confeccionada reutilizando gráficos de Thimbleweed Park— que Gilbert ensambló para probar un nuevo motor que había diseñado.
El 1 de abril de 2022, durante el April’s Fool Day (lo que viene a ser el Día de los Inocentes de los norteamericanos), Gilbert anunció en su blog que estaba desarrollando un nuevo Monkey Island, y aquello confundió bastante a todo el mundo. Tres días después, la distribuidora Devolver Digital anunció oficialmente un sexto Monkey con un teaser que proclamaba la llegada del juego a consolas y ordenadores en cuestión de meses. Ocurría que Return to Monkey Island había sido desarrollado en el más absoluto secreto durante dos años por el estudio de Gilbert (Terrible Toybox), una compañía indie que albergaba a leyendas como Dave Grossman o David Fox, y bajo el beneplácito de Lucasfilm y la distribución de Devolver Digital. Semanas más tarde se mostró al público el tráiler oficial.
Y entonces afloró otro drama.
Estos no son piratas que estabas buscando
El problema con los avances de Return to Monkey Island fue que la nueva dirección artística del juego no le hacía demasiado tilín a los fanáticos de la saga. Después de años esperando a que el creador original del juego volviese a comandar una nueva entrega, muchos se sentían traicionados porque aquella no tenía un aspecto continuista con los originales noventeros. A la hora de vestir la nueva aventura, Gilbert había acudido a un dibujante que años atrás ideó una versión propia de Guybrush Threepwood, un boceto que Ron definió como «la más molona y mejor» encarnación del personaje. Dicho artista era Rex Crowle, un tío con bastante talento que había sido director creativo del extraordinario Tearaway, director artístico del muy llamativo Knights and Bikes, y participado como diseñador y artista en las primeras entregas de LittleBigPlanet. Para Return to Monkey Island, Gilbert y Crowle acordaron darle al juego la apariencia de un libro pop up, esas complejas ingenierías arquitectónicas de papel y tinta, porque creían que era el aspecto que mejor casaba con la historia.
Pero ese estilo artístico despertó varias tormentas de odios entre fans que lo acusaban de espantoso y a la vez se sentían traicionados porque Gilbert no había recuperado al Guybrush pixelado de antaño. Era un público que no creía que aquello fuese el modo correcto de volver a Monkey Island. Ante los numerosos usuarios que lamentaban que la nueva entrega no viniese barnizada en pixel art, el diseñador aclaró en su blog que la peña no se estaba enterando de nada: «Solo he hecho un juego de pixel art en toda mi carrera y ese fue Thimbleweed Park. Monkey Island 1 y 2 no eran juegos de pixel art. Eran juegos que utilizaban tecnología y arte de última generación en su momento. En Monkey Island 1 la tecnología era la EGA de dieciséis colores, que después actualizamos a doscientos cincuenta y seis colores. Monkey Island 2 presentó algo que parecía brujería, los dibujos escaneados de Peter Chan y Steve Purcell. […] Si me hubiese quedado para hacer Monkey Island 3, aquel no se hubiera parecido a Monkey Island 2, porque habríamos seguido avanzando». «Quería que el arte en Return to Monkey Island fuera provocativo», continuaba Gilbert, «impactante y no lo que todos esperaban. […] Es irónico que las personas que no quieren que haga el juego que yo quiero hacer sean algunos de los fanáticos más incondicionales de Monkey Island». Finalmente, hastiado por el acoso y las quejas en redes sociales ante el aspecto de un juego que ni siquiera había salido, Gilbert se tomó un descanso y abandonó durante un tiempo los mundos virtuales.
El nuevo aspecto de Guybrush y compañía en realidad es bastante consecuente con su época. Arrimarse al estilo visual indie que caracteriza a las producciones de compañías contemporáneas como Double Fine era el paso más sincero y lógico para una franquicia que otrora fue superproducción y ahora se presenta con un juego más pequeñito (en cuanto a medios disponibles) y de autor. La audiencia más rabiosa de la saga se había enfadado porque querían volver a la Isla de los Monos que habían visitado en los noventa, en esa época en la que jugaban a medias con sus hermanos delante de un 286 y telefoneaban a sus colegas de clase cuando se quedaban atascados. No acababan de entender que aquello era imposible. Y Return to Monkey Island es consciente de que aquello era imposible.
Return to Monkey Island
El nuevo Monkey se estrenó en septiembre de 2022, entre loas de la prensa especializada y las celebraciones de los jugadores. La historia que presenta no es la que Gilbert había abocetado en su cabeza años atrás para una tercera parte, porque con el paso del tiempo aquello ya no tenía sentido, sino una nueva más coherente con su naturaleza de entrada tardía y regreso de una vieja gloria. Una trama que promete revelar por fin el running gag que ha sido hasta hoy el secreto anunciado en el título de la propia aventura. Return to Monkey Island también es consciente de su legado, y el propio menú incluye un álbum de recuerdos que repasa brevemente las anteriores aventuras del protagonista, convirtiendo en canon oficial todos los juegos previos, incluso aquellos en los que no habían participado sus ideólogos originales. Y eliminando de golpe las elucubraciones sobre si la nueva aventura sería un reset que reescribiría la historia a partir de la segunda entrega.
En realidad, ahí mismo empieza lo interesante. Porque Return to Monkey Island se atreve a arrancar exactamente donde lo había dejado Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge, en aquel final desconcertante que había encabronado a tantos en 1991, un bonito marrón que parecía difícil de enmendar con éxito. Pero Gilbert resuelve el asunto estupendamente de manera traviesa, utilizando una treta ingeniosa, una jugarreta descacharrante que conecta ese pasado con este futuro y a la vez da paso al tutorial encubierto de la propia aventura. A partir de ahí, la narración juguetea con el espíritu de cuento, de fábula piratesca, y sin entrar en spoilers, lo hace de manera encantadora. El guion revisita inicialmente la icónica Mêlée en la que arrancó el primer juego para navegar, en los capítulos más avanzados, a través de una nueva colección de islas. Mapas del tesoro, más tripulaciones fantasma y un reparto de gente conocida: Elaine Marley, LeChuck, Bob, los piratas de aspecto importante, Stan, la calavera Murray, Otis o Wally junto a otros recién llegados bastante majos. Puzles ingeniosos, dos niveles de dificultad (uno casual y otro para los jugadores habituales del género) al estilo del Monkey 2, y la sensación de que Gilbert, Fox y Grossman le han puesto mimo a todo.
Return to Monkey Island como juego es bastante divertido, como aventura gráfica es una buena entrada, como miembro de su franquicia es mucho más que digno y como artefacto nostálgico es inteligente: en lugar de rebozarse gratuitamente en el homenaje, juega con las expectativas que tenemos del mismo y se las salta con gracia. En un momento dado, un secundario despacha el misterio, acarreado desde hace treinta años, en torno a su verdadero nombre. Y lo hace con ligereza e indiferencia, sin darle mayor importancia, y solo porque así se construye un pequeño gag simpático. En otra secuencia, los líderes piratas cuestionan la condición oficial de corsario de la que alardea Guybrush. Y lo hacen recordándole al personaje, y por extensión al jugador, que en realidad no puede presentarse como pirata porque ha pasado por alto una tarea que lleva pendiente desde aquel The Secret of Monkey Island de 1990. Y nosotros nos sorprendemos al descubrir que, coño, tienen toda la razón y nunca nos habíamos parado a pensar en ello. En el Scumm Bar también nos encontramos con Cobb, el hombre con la chapita de «Ask me about Loom», y para su pesar podemos presionarle hasta que nos escupa por enésima vez la cháchara publicitaria sobre Loom.
El juego de Terrible Toybox también incorpora un sistema de pistas bastante majo por si nos quedamos atascados. Algo que parece casi obligatorio en una época en la que, en caso de desesperación, tenemos internet y la solución de cualquier aventura a un clic de Google. Eso sí, los más veteranos probablemente ni siquiera tengan que hacer uso de dichas pistas. Porque en la dificultad general es donde esos aventureros más versados pueden encontrarle pegas al juego: el retorno de Guybrush no es especialmente enrevesado y los enigmas más complejos solo suponen algunos minutos más rascándose la cabeza antes de dar con la solución correcta.
A modo de bonus paralelo, Return to Monkey Island incluye una colección de tarjetas de trivial, con preguntas rebuscadas para poner a prueba al jugador, escondidas por los escenarios. Pero su presencia es simplemente anecdótica, aunque en una de ellas se esconde la clave para descubrir un curioso huevo de pascua en forma de isla secreta.
En lo tecnológico, este Monkey utiliza una versión pulida del motor que ya se había tanteado en Delores: a Thimbleweed Park Mini-Adventure, y se agradece su devoción por simplificar la interacción al máximo. Eliminada la lista de verbos e iconos, controlarlo todo con tan solo dos botones del ratón (o del pad) no solo es cómodo sino mucho más directo a la hora de lidiar con acertijos. El SCUMM fue bonito en su momento, pero lo cierto es que en la práctica era un coñazo construir sentencias con él, y hubiese sido muy mala idea traerlo de vuelta. Por otra parte, la criticadísima nueva fachada gráfica no ha resultado ser un problema tan apocalíptico. Realmente le pega a un juego de 2022, y es interesante revisitar los escenarios conocidos descubriendo cómo los reimagina el pincel de Crowle. Si acaso, la única queja posible sería apuntar que la dirección artística del dibujante en Knights and Bikes resultaba en general más espectacular que su trabajo en este juego. En lo sonoro regresa Michael Land con unas partituras que siguen siendo la hostia, y el reparto de voces (en inglés porque ya no estamos en la época de hermosos doblajes aventureros al castellano) es estupendo, destacando en especial el papel de Threepwood interpretado por Dominic Armato. Un caballero que ha doblado al héroe en todos los juegos anteriores, y un tío que además es bien simpático en las redes sociales, aunque a veces haya que explicarle que los heavies de Gran Vía no son nostálgicos confederados.
Eso sí, Ron Gilbert también nos la ha colado con el acto final de su nueva criatura. Porque, al igual que sucedía en Monkey Island 2 y Thimbleweed Park, el desenlace aquí tiene algo de coitus interruptus. De fechoría premeditada que desemboca en un lugar inesperado. Pero a estas alturas ya no debería sorprendernos, y bien es cierto es que esos últimos minutos del juego también contienen una escena maravillosa, apoyada en algo tan simple como apagar unos interruptores de la luz. Para sorpresa de pocos, el inesperado final de esta aventura se ha convertido también en una nueva polémica: los foros de Steam están repletos de personas cagándose en los creadores de la aventura, aludiendo que tras disfrutar a topísimo de diez horas muy divertidas de juego, aquellos instantes finales les habían jodido la experiencia de manera irremediable. En fin.
Detrás de sus puzles y sus coñas, Return to Monkey Island teje con cuidado, y algo de discreción, una idea melancólica alrededor de lo que significa hacerse mayor y decidir volver a esas islas. De la tienda de barcos de segunda mano de Stan tan solo quedan escombros y una nave semihundida reconocible, convirtiendo el lugar en poco más que un recuerdo que el protagonista contempla nostálgico. La ciudad de Mêlée se ha vuelto ahora un lugar decadente, pintarrajeado por las nuevas tendencias del mundo moderno, con negocios en quiebra y unos líderes piratas que la arrastran hacia la desgracia. En la legendaria Monkey Island, Guybrush se topa con los restos del barco que hundió por accidente en los noventa, y tras reconstruirlo asegura con orgullo que «A la gente le encantan las secuelas».
El detalle más significativo ocurre al terminar el juego2, porque entonces el álbum de recuerdos del menú inicial se actualizará con nuevas entradas. Páginas que recapitulan las desventuras de Threepwood en la presente sexta entrega, y entre las cuales se presenta un sobre lacrado que contiene una pequeña carta personal de los desarrolladores. Se trata apenas de unos pocos párrafos, pero en ellos los creadores de la aventura explican su relación con los capítulos de Monkey Island en los que han participado. Y revelan que la historia detrás de cada uno de aquellos juegos siempre fue el reflejo de quiénes fueron ellos en aquellas diferentes etapas de su vida. En la misiva también aclaran lo que ha significado para ellos, siendo ahora más viejos y con más aventuras a las espaldas, volver a surcar estos mares de nuevo.
Volver a Monkey Island
Todos nos hemos hecho mayores desde 1990. Desde entonces hemos creado familias, hundido barcos por accidente y descubierto nuevos mapas del tesoro. Pero todavía recordamos con cariño a los monos de tres cabezas y los pollos de goma con una polea en medio. Tengo en una estantería de casa la caja original de The Secret of Monkey Island, con su rueda antipiratería intacta, porque me recuerda a las tardes que pasaba jugando con mi hermano. Y él me ha comentado que se ha hecho con otra copia por motivos similares. Al poco de salir la sexta entrega, Sergio me envió un pantallazo del juego tras finiquitarlo, asegurando en el mensaje adjunto que se le había saltado alguna lagrimilla al hacerlo. Entretanto, en una red social repleta de postureos, Paco enlazó mi nombre junto a otra imagen del nuevo Monkey añadiendo que si nos atascábamos con algún puzle sería conveniente pegarnos un telefonazo para compartir soluciones. Y he recordado las tardes jugando a ser piratas frente a un ruidoso 286 y las mañanas en la hora del recreo. Y he descubierto que volver a Monkey Island era eso.
Notas
(1) Poco después de publicarse la versión original de The Secret of Monkey Island que hacía uso de los dieciséis colores de la paleta EGA, se lanzó una nueva versión del juego en VGA con doscientos cincuenta y seis colores y todos sus gráficos redibujados o retocados. Los más puristas opinan que a pesar de llevar más tonos encima esa revisión posterior es artísticamente inferior a la original. Porque en la EGA los artistas hicieron malabares maravillosos, desde falsos difuminados hasta exprimir la ausencia del colores, para sacarle partido a la raquítica paleta. Pero bueno, que cada saque sus propias conclusiones: versión EGA vs versión VGA.
(2) Un detalle que algunos han pasado por alto: existen varias secuencias finales diferentes. Son variaciones fugaces y dependen de ciertos actos previos que haya realizado el jugador, pero también son el tipo de cosas curiosas que obsesionan a los fans más entusiastas.
Poco que añadir, magnifico articulo. A mi el final me encanto, sobretodo cuando se apagan las luces y entiendes lo que significa hacerse mayor. Ver más alla de la magia y lo que la infancia significa.
Magnífica lección, como adultos no podemos olvidar los sueños y recuerdos que vivimos como niños.
Maravilloso. Sencillamente genial. Lo he leído con emoción, sintiéndome identificado y asaltado en cada párrafo por los recuerdos; de nuestro viejo 286 ejecutando el primer Monkey Island, de las horas que pasamos mi hermano y yo jugándolo, la maravillosa banda sonora que aún me gusta poner de vez en cuando sólo para recordar las aventuras en lo más profundo del Caribe.
He disfrutado Return to Monkey Island como si tuviera otra vez 10 años. He paladeado cada minuto y cada puzzle. A pesar de las críticas absurdas, me encantó el aspecto gráfico desde el principio. Y aunque el final te deja con la cara partida, creo que es un final propio del estilo de Gilberr. Ah, y sí, también se me saltaron las lágrimas en la carta al final.
Voy a ser un poco la nota discordante, pero yo he visto una aventura gráfica muy mediocre para los estándares actuales. Lo de la etiqueta indie como excusa para un apartado artístico sin gracia con un toque barroco por culpa de ser incapaz de apuntar la vista hacia ningún lugar no ayuda, hay juegos indie con miles de estilos artísticos fantásticos que hacen destacar sus animaciones. Es que hasta en el plano de la animación tradicional tenemos de hace poco el sencillo, pero maravilloso Lost in Play, que destaca muchísimo.
En este juego además se ha abusado del running gag, con más planos detalle «asquerosos» que una temporada de Bob Esponja, haciendo que vaya perdiendo el efecto a conseguir porque desde el minuto uno ya ha gastado el chiste y lo repiten a cada capítulo. Y así con todo. Creo que la nostalgia os está haciendo valorar la obra por su homenaje continuo, en lo que hacer chistes con indiferencia también es parte de ese homenaje continuo, de un aparato que vive de todo lo construido sin apenas aportar nada. De hecho, lo que aporta nuevo es lo que menos destaca de toda la narrativa.
A mí me ha decepcionado más que el segundo acto de Broken Age y ya es decir.
Lo siento pero no estoy de acuerdo, y también jugué con el disquete y tengo el mismo factor nostálgico.
El menor de sus problemas es el apartado gráfico (que tanto bombo se le dio), pero hay artes literalmente sin terminar (mirad el caldero de los tres piratas en el otro barco, por ejemplo)
Elaine se convierte en un personaje soso, plano y sin carisma, pierde todo su valor.
Volver a Melee mola, pero tener que ir doscientas veces en el tercer acto ya cansa, un poco de variedad.
La interfaz y los puzzles son más simples que el mecanismo de un botijo, un poco más y es un walking simulator.
La manera de conectar el final del 2 con este no tiene ni pies ni cabeza, solo hay que ver el final del 2 de nuevo para darse cuenta del cambio de actitud mágico que se sacan de la manga porque no sabe ni cómo salir del asunto.
Achaco todos estos fallos a una falta de presupuesto y al paso de los años, pero no soy nada condescendiente por ello.
A mi me ha parecido una birria de juego. El grafismo ya ni lo comento. Mal escrito, perezoso, redundante… Sobre todo innecesario. No aporta nada a los dos títulos originales.
Ron Gilbert tiene 30 años más y se nota. No es un juego fresco, ni original, ni subversivo, ni arriesgado… Es un producto más de la era de los remakes. Solo eso.
Terminado hoy mismo: al final, lo menos malo ha sido el temido apartado artístico. Pintaba fatal en las capturas, pero en movimiento queda bastante bien, y si querían que se viera así, pues palante. El final también es correcto. O el mensaje que da, al menos. Todo lo demás… Flojito, incluida su limitada interfaz. No me he divertido prácticamente nada, cosa que no sucedió en los dos primeros. A penas hay chispa en los diálogos, los puzles son poco típicos para la saga (lo de reutilizar objetos varias veces queda muy raro, y tener que repetir algunos queda muy de vagos), y los personajes rescatados de entregas anteriores parecen que tienen muy poca vida, y nada nuevo que contar. Como juego, despotriqué mucho de la tercera entrega, porque no era más que un Greatest Hits de los dos primeros, mucho más bonito, eso sí. Aquí han intentado ser parecidos, diferentes y todo a la vez, y no me ha gustado el resultado. Aún así, gracias a Ron Gilbert por haber traído de vuelta sus personajes. Eso sí, no hace falta que saque la continuación que se insinúa en el final. Que saque algo nuevo, rollo Thimbleweed Park, y que deje descansar a los muertos en paz.
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