Detroit, febrero de 1962
Tres chavales blancos fuman bajo un toldo, ajenos a las gotas de lluvia que golpean la acera y abren diminutos cráteres de polvo. Cuando se aburren, que es casi siempre, aplastan las narices contra el escaparate de una tienda de electrodomésticos de la calle Owen, junto a la avenida Woodware.
Pasan los minutos, el cristal se cubre de sudor y aliento, la luz del mediodía desdibuja los contornos y hace brillar los cromados de las lavadoras. No pasa nada… hasta que pasa. Un Buick LeSabre rojo cereza, con la capota negra y cuatro faros pequeños como ojos de libélula, rompe el algodonoso silencio y se detiene junto a la acera. Baja una mujer blanca, que se alisa la falda, enciende un cigarrillo sin filtro y camina hacia la tienda. Tiene cara de necesitar un frigorífico nuevo. Agarra el picaporte, tira, abre la puerta y deja que la bestia escape: los primeros acordes de «Please Mr Postman», de las Marvelettes, salen huyendo en estampida. Inunda la calle una dulce epopeya soul, voces negras y coros celestiales, ritmos capaces de dinamitar la rutina, una melodía para la liberación. El aire se refresca hasta límites insoportables. Los chavales sienten el hechizo, sonríen, se miran incrédulos, sienten como les tiemblan las tripas y mueven de forma inconsciente los pies. ¿O son las tripas las que se mueven y lo que tiemblan los pies? La puerta se cierra de golpe, la basura se acumula formando remolinos junto a la acera, acaba la música, termina la magia. El silencio es una condena. ¿Cuándo saldrá esa señora? ¿Cuánto tardaran en volvernos a inyectar sangre hirviendo? Los esqueletos de insectos resecos se acumulan en las juntas del escaparate.
En los años 60 los discos y los tocadiscos se vendían en las tiendas de electrodomésticos. Un single, dos canciones, seis minutos de vida. ¿La felicidad? En la antigua Grecia confiaban en la razón, en superar las pasiones y trabajar el autodominio, en definitiva, en apostar por la virtud como camino a la euforia perfecta, a la felicidad perpetua. Berry Gordy, un boxeador fracasado que escribía canciones, creó una compañía discográfica con la intención de materializar ese estado de ánimo. Consiguió registrarlo en una cinta e imprimirlo en un vinilo de dieciocho centímetros. «Please Mr. Postman», canción grabada en los estudios Hitsville USA de Detroit, fue el primer número uno de la cadena de montaje sonoro más sublime de todos los tiempos: Motown Records. El sonido de la joven Norteamérica.
Quedaban más de cuarenta años para que el MP3 y su música al por mayor, comprimida, acumulada y ninguneada, terminase el trabajo que inició Roger Peterson, el inexperto piloto que estrelló la avioneta en la que viajaban Buddy Holly, Ritchie Valens y Big Bopper. La música murió el día en que pudimos guardarnos en el bolsillo miles de canciones que jamás escucharíamos.
Conversación póstuma con Gladys Horton, líder de las Marvelettes y una de las estrellas del sello Motown:
GH: Charlie, ¿esa batería no tendría que estar más baja? Hace que las voces se pierdan. Por cierto ¿quién es usted, blanquito?
JP de A: Perdone, siento haber interrumpido la grabación…
GH: No te preocupes, son detalles de la mezcla. Lo importante, la estructura melódica y mi voz, están perfectas. Como de costumbre…
JP de A: Señora Horton, se rumorea que su discográfica tiene previsto cerrar su sede, en el 2684 de West Grand Boulvard, para instalarse en California. ¿Escapan de sus raíces en Motor Town (la ciudad del motor)?
GH: Motown es una compañía de discos independiente y negra, y estoy tan orgullosa de ello como de ser amiga de Berry Gordy, su fundador. Aquí reunió los ochocientos dólares que necesitaba para crear Motown, y aquí grabamos su primer número uno, «Please Mr. Postman». Detroit, Los Ángeles, Nueva York… ¿Qué más da? Esta es la nueva América.
JPdeA: Detroit se ha convertido en la tierra prometida del capitalismo, el corazón de la Norteamérica industrializada, con sus fábricas de General Motors y la Ford. Aquí se generan los mayores ingresos por familia del país. Pero se intuyen tensiones sindicales y conflictos raciales. Un compañero de la revista Life dice que la ciudad es pura dinamita: «si el motor se gripa, los negros pedirán cuentas a los blancos».
GH: No hagas caso, esta ciudad tiene futuro. ¿Y sabes por qué? Porque hay trabajo para todos. Dicen que los sueldos son bajos, y que algunas jornadas tienen dieciocho horas, pero no creo lo que dicen por ahí de la Motown y la opresión…
JPdeA: ¿Qué dicen por ahí de la Motown y la opresión?
GH: Pues que nuestra música es una forma de lucha, que pretendemos levantar a los nuestros con las canciones para que luchen por sus derechos, para disfrutar de unas condiciones laborales y sociales como los blancos. Algunos quieren ver en la Motown la música de la revolución negra.
JPdeA: Pensaba que pretendían llegar mucho más lejos, a un público universal.
GH: Mi amiga Martha, la de las Vandellas, ya lo dijo en «Dancing in the Streets»: «Un aviso alrededor del mundo: ¿estáis listos para un nuevo ritmo?». Eso es la Motown: música popular, estribillos sencillos, ritmo y blues para todos los públicos, ganas de vivir, de bailar, de tener esperanza. No como esos aburridos cantautores hippies…
El paraíso está donde suena una canción de la Motown. En los años 60 ese lugar era Detroit, la ciudad del motor, y la gasolina eran las canciones. Un regalo de Dios a la humanidad para que superase prejuicios, segregaciones, humillaciones y conflictos raciales. Negros y blancos bailando en el mismo antro, sudando juntos, bebiendo en los mismos vasos y meando en los mismos tigres, sin guetos, dejándose arrastrar por el lenguaje universal de las canciones de una discográfica que conseguiría más de cien números uno. Una fábrica de éxitos, cuando los éxitos no se compraban con dinero.
Los números uno se registraban en dos ingeniosos grabadores de ocho pistas y fabricación casera que permitía, al contrario que a otras compañías que utilizaban solo dos o cuatro pistas, acumular el sonido en capas. Una lasaña con los graves y los agudos perfectamente diferenciados, que permitía realizar más tarde unas mezclas potentes, brillantes, irresistibles. Los pequeños altavoces de los tocadiscos portátiles y las radios caseras agradecían la deferencia, y en lugar de escupir las canciones las lanzaban al aire como si fueran besos. Cada canción era una gran fiesta, y Estados Unidos quería fiesta: en 1966 la tercera parte de los singles que se lanzaron en Estados Unidos llevaban el sello Motown.
Pennsylvania, marzo de 1962
Wilt Chamberlain, un pívot negro de porte erguido y orgulloso, acaba de anotar cien puntos frente a los Knicks de Nueva York. Con veinticinco años, 2.16 metros de altura y 117 kilos de peso, el jugador de los Philadephia Warriors luce una sonrisa discreta que permanece casi oculta tras el bigote, una sombra tan sutil que parece dibujada a carbonilla. Es 2 de marzo. Hubiese sido necesario un escenario como el recién inaugurado Falcom Stadium de Colorado Spring, con 46 692 asientos, para acoger a todos aquellos espectadores que han asegurado, años después, haber visto en directo este partido histórico. El nacimiento de un mito del baloncesto. Pero la realidad es que solo 4124 elegidos, que han dejado en taquilla 2.50 dólares por entrada, han asistido al milagro que ha tenido lugar en el Hersheypark Arena de Hershey, Pennsylvania.
Los tres chicos de la tienda de electrodomésticos gastaron todo su dinero en gasolina. Han llegado una hora antes del comienzo del partido, tras recorrer los ochocientos kilómetros que separan Detroit de Hershey, subidos en dos Harley Davidson XL Sportsters y una custom plateada con un enorme motor cabeza de olla (Panhead). La noche de los cien puntos no ha sido retransmitida por televisión, y solo una radio ha narrado el partido. En el descanso, mientras la gente habla maravillas del pívot de Filadelfia, suena «The One Who Really Loves You» de Mary Wells, el último éxito de Motown. Tras la última canasta, conseguida a tablero tras fallar cuatro tiros desesperados lanzados en cuarenta y cuatro segundos, Chamberlain levanta los brazos. El público invade la cancha. «Fue un anuncio hiperbólico del ascenso del atleta negro en el basket», escribiría Gary Pomerantz en su libro WILT, 1962: La noche de los 100 puntos y el amanecer de una nueva era. Los chicos de las Harleys aplauden, con las manos manchadas de grasa, la completa e indómita humanidad de Goliath.
Conversación póstuma con Wilt Chamberlain, el jugador de baloncesto más grande de todos los tiempos, con un total de setenta y dos récords individuales de la NBA, 63 de los cuales ostenta en solitario:
JPdeA: Señor Chamberlain, perdone si le digo que la noche que consiguió cien puntos no fue como para estar muy orgulloso de su porcentaje de tiro. Lanzó hasta las zapatillas, pero solo metió treinta y seis de los sesenta y tres tiros que intentó. Ningún jugador tirará jamás tantos tiros en un partido…
W.C: ¿Qué periódico te paga, chaval? Solo te voy a decir una cosa: si no hubiese salido la noche anterior, y hubiese dormido un poco más, podría haber llegado a los ciento cuarenta puntos. Estaba tan en racha que nada más ducharme debí comprar lotería y jugar una partida de póker. A los periodistas que no habéis tocado nunca un balón no deberían dejaros escribir una palabra de basket…
JPdeA: Yo he jugado en infantiles de Estudiantes…
W.C: No conozco esa universidad. Cuando metí la última canasta mi colega Alvin «Al» Attles, el base del equipo esa noche, se me acercó y me dijo: «nunca nadie volverá a meter cien puntos». La verdad es que no le creí. Desde el descanso la gente gritaba «¡Queremos cien!» y «¡Dádsela a Wilt, dádsela a Wilt!». Tenía la sensación de poder haber metido cien más…
JPdeA: No quiero amargarle la fiesta, pero van a cambiar las reglas para que ustedes los pivots tengan menos protagonismo. Dentro de seis años la NBA introducirá la canasta triple. Los tiros desde más allá de una línea situada aproximadamente a siete metros de la canasta valdrán tres puntos…
W.C: ¡Maldita sea! Habrá menos juego interior, y muchos rebotes saldrán largos. Hasta los enanos como usted podrán hacerse con los balones escupidos…
JPdeA: Hace solo unos días, el 17 de febrero, nació en Nueva York un niño llamado Michael Jordan. No le pierda de vista… Y un tal Kobe Bryant, escolta de Los Angeles Lakers, meterá ochenta y un puntos en un partido con unos porcentajes asombrosos: veintiuno de treinta y tres en tiros de dos, siete de trece en triples y diecioho de veinte en tiros libres.
W.C: ¿Cómo sabes eso? ¿Estás bien de la cabeza? Si no te importa, me está esperando una señorita para irnos a bailar…
JPdeA: ¿Soul de la Motown?
W.C: ¿Cómo?
JPdeA: Nada. Dicen que de la misma forma que otros coleccionan sellos, usted colecciona mujeres. Su amigo Rod Roddewing hizo un cálculo, cuando compartían ático en Honolulu, para saber cuántas chicas habían pasado por su cama. Le salían 2.3 «contactos» diferentes al día, cifra que dividió por la mitad, para ser prudente, y multiplicó por sus años de vida… digamos que activa. La cifra era extraordinaria: más de veinte mil…
W.C: No quiero presumir, pero tampoco voy a negar lo evidente. Mi vida es una sucesión de récords, amigo.
JPdeA: No lo sabe usted bien…
Los motoristas salen del Hersheypark Arena. Enfilan la Sandbeach Road, abren gas en Cocoa, y se toman unas cervezas en el Bad Fama, un bar de blancos del downtown. Las bolas de billar estallan en sus oídos. Un jukebox Wurlitzer 2610 vomita el country trotón de alguien que no es Johnny Cash, pero lo parece. ¿Porter Wagoner? Los chicos de la tienda de electrodomésticos y del récord de Chamberlain hablan de conducir hasta Nueva York, hacer cola en el teatro Apollo y conseguir entradas para ver en directo un concierto de la Motortown Revue. Casi pueden ver cómo, en la marquesina del Apollo, las letras negras resaltan sobre fondo blanco: Miracles, Marvelettes, Martha y las Vandellas, Marvin Gaye y «Little» Stevie Wonder. Los artistas de Motown se presentan como un movimiento conjunto, una gran familia que viaja en bloque predicando ritmo, blues y soul. Pero Nueva York está demasiado lejos, sobre todo cuando montas Harleys que tiemblan como viejas y a las que tienes que apretarles los tornillos cada media hora. Llueve, buen tiempo para cazar patos. En la calle, los coches despiden remolinos de agua y dejan aceite en los charcos. La carretera es un océano, con la grasa brillando a lo lejos como la espuma sobre las olas. Dicen que los de Detroit no saben conducir con lluvia.
Detroit, abril de 1962
Aún no han cosido el cráneo alado con casco de motorista en las espaldas de sus chalecos. Todavía no sienten la inevitable atracción por los últimos héroes norteamericanos: los Ángeles del Infierno, esa raza de semidioses ignorantes y románticos que vive al margen de la ley y tiene acceso directo al placer. Priva, drogas, mujeres y sensaciones fuertes. Solo se trata de tres chicos de la calle, de esos que montan temperamentales Harleys, escuchan rhythm & blues, juegan al baloncesto en los callejones, mascan chicle Wrigley y prefieren follar a que les follen. Buena gente.
Los destartalados y sucios forajidos se refugian en las películas. John Ford acaba de estrenar El hombre que mató a Liberty Balance, la última con la que ganaría dinero. Nuestros tíos duros entran en una sala oscura que huele a rosas de nailon, a desinfectante de burdel. Aúllan los culos: las butacas del cine están aún más duras que el sillín de las Harley. Por la pantalla desfilan hermosos perdedores: James Stewart es un abogado idealista y torpe, John Wayne el pistolero más rápido del lugar y Vera Miles una hermosa mesonera. Ninguno de ellos espera ganar nada, pese a que a ninguno le queda nada que perder. Beben, aman, odian, disparan y mueren dejando como herencia los valores más primitivos y sublimes del hombre. Seducidos por los vínculos más elevados, aquellos de amistad y lealtad inquebrantable, los chicos sueñan con permanecer siempre jóvenes y en movimiento.
Conversación póstuma con Marion Robert Morrison, actor conocido como John Wayne. Tiene lugar en su rancho del valle de San Fernando, California, un caserón con fotografías dedicadas de Eisenhower y Nixon («el más sincero agradecimiento por su entusiasta apoyo») en las paredes y vitrinas con una espléndida colección de armas. «Precisamente este es el Colt 1862 Navy con el que enseñé a disparar a James Stewart en El hombre que mató a Liberty Balance, dice, haciendo girar alrededor del dedo índice un revolver un tanto oxidado con cachas de madera.
JPdeA: Feo, fuerte y formal. ¿Es cierto que pidió que este fuera su epitafio?
JW: Tanto como que usted parece cumplir solo la primera de las tres cualidades. Veo que la entrevista puede ser larga y reseca. ¿Le apetece un tequila con hielo? Tardo un minuto…
Wayne se pone de pie y se hace de noche: es mucho más grande de lo que cuentan. Un metro y noventa y cinco centímetros de nativo de Iowa, un viejo armario de roble algo deslucido por el uso pero todavía con un gran encanto. Se aleja por el pasillo en busca de abrevadero. No respetaron su voluntad, y en su tumba escribieron un largo y poético texto sobre la llegada del mañana y las enseñanzas del ayer.
JPdeA: Gracias, señor Wayne. ¿O prefiere que utilice el título nobiliario?
JW: ¿Cómo?
JPdeA: Duque.
JW: Déjese de memeces y dispare. ¿Qué quiere saber? No será usted de esos bastardos que dicen que tenía que rodar antes del mediodía para no estar totalmente borracho.
JPdeA: No, ni mucho menos. Quería hablar de su relación con John Ford, una amistad que duró medio siglo, que tuvo sus altibajos y cambió la historia del cine y, posiblemente, de Estados Unidos.
JW: John era un tipo especial, con un sentido primitivo, poético y en ocasiones heroico de la amistad. Hemos pescado y bebido mucho juntos. Yo no quise ser un símbolo de los Estados Unidos, pero John necesitaba personajes épicos que defendiesen los valores con que pretendía iluminar las sombras de nuestro país. Me convertí en una estrella, y él se volvió huraño e introvertido. Hubo momentos en que me hizo la vida imposible, y nuestra relación cambió. Estuvimos años sin hablarnos.
JPdeA: Cuando acabó la segunda guerra mundial Ford, o Pappy como usted le llamaba, tenía cincuenta y un años y una pierna rota, estaba medio ciego y le faltaban diez dientes. Le echaba a usted en cara que no se hubiese alistado para la guerra. Se sintió traicionado, o al menos desilusionado.
JW: Quizá le decepcioné. Pero jamás engañé al público, nunca interpreté el papel de un hombre sin honor.
JPdeA: ¿Qué recuerda del rodaje de El hombre que mató a Liberty Valance?
JW: Ford compró el cuento de Dorothy Johnson en 1961 por 7500 dólares, y me pagó 750 000 como anticipo del 7.5 % de la recaudación. Me parece que Ford se quedó solo con 150 000 dólares y el 25 % de la taquilla. Imagínese cómo me necesitaba: yo era el gran cowboy, el norteamericano que todos querían ser, el centro de la película, el…
JPdeA: Usted representaba a la sociedad conservadora, mientras que a Ford le investigaban asociaciones ultraderechistas. Cuentan que un director de cine ruso llamado Sergei Gerasimov le habló a Stalin de un vaquero fanfarrón que enarbolaba en Hollywood la bandera del anticomunismo norteamericano. Y que Stalin ordenó que le mataran…
JW: ¿Matarme a mí? ¿A John Wayne? Tan cierto como que la tierra da vueltas que no ha nacido el soviet capaz de hacerme un rasguño. Malditos bastardos piojosos, miserables hijos de perra sarnosa, voy a cogerles y les voy a…
JPdeA: Tranquilícese. El escritor británico Rudyard Kipling se despidió del periodista del Sunday Herald que le entrevistó allá por 1892 diciendo: «Sí, soy un patán grosero, y a mucha hora. No me importa, Quiero que la gente lo sepa».
JW: Una de las cosas que aprendemos en Liberty Valance es que la auténtica historia nunca se imprime. El redactor del periódico dice la frase definitiva: «Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprima la leyenda». En esta vida, es un proceso complicado este de las verdades y las mentiras. ¿No le parece? ¿Nos tomamos otro tequila y le enseño el Winchester 1982 que llevaba en La diligencia?
Tres días de basket, soul y wéstern. Febrero, marzo y abril de 1962. Son los viejos y buenos tiempos. Solo unas horas después nacieron los Rolling Stones y los Animals, y semanas más tarde Ringo Starr se uniría a los Beatles. El 22 de noviembre del 63 Lee Harvey Oswald dispara a John F. Kennedy en Dallas, Texas. Y en 1969 los MC5 de Wayne Kramer y Fred «Sonic» Smith, el orgullo de Detroit con permiso de la Motown, dinamitan Estados Unidos con «Kick Out The Jams», un primer disco grabado en directo que comienza con el cantante gritando «And right now it’s time to… KICK OUT THE JAMS, MOTHERFUCKERS!».
Pero esa es otra historia que, como dijo Kipling, debe ser contada en otra ocasión.
Genial.