Seguro que usted, más de una vez, se ha preguntado qué pasa después de que en una película se vea el cartel de «Just Married» pegado a la parte trasera de un coche que se va perdiendo por un camino frondoso antes de pasar a un fundido a negro; o después del típico final que, explícita o implícitamente, anuncia que ese amor que parecía imposible ya ha superado todas las pruebas que el destino tenía en la recámara y solo les queda engordar a base de perdices y ser felices para siempre. Seguro que Hagai Levi también se lo ha preguntado y, cincuenta años antes que él, Ingmar Bergman, y por eso nos han obsequiado con dos series llamadas Secretos de un matrimonio (Scenes from a Marriage), que empiezan donde los otros lo dejaron: en el momento exacto en el que la novedad ya ha pasado y la monotonía se ha instalado en el cuartito donde se hospedaba la pasión.
Antes de meternos en harina tenemos que pararnos un segundo a hablar del título, porque, a ver, a veces las licencias de traducción son necesarias para crear contextos adecuados a la lengua a la que se traduce, pero es que, en este caso, además, se hubo de hacer una adaptación por exceso de contexto, concretamente por evitar confundirla con esas otras escenas tragicómicas de Pepa y Avelino. A pesar de la traición al título original que ejecutan los traductores —ya se sabe lo que dice la tradición italiana, «traduttore, traditore»—, en la presente ocasión tenemos que proclamar una victoria de nuestro idioma: el nuevo título no solo no desmerece al tema central de la serie, sino que nos da la posibilidad de ahondar más en la trama. Porque no son únicamente escenas al estilo de actos teatrales, que también, sino un constante juego de ocultamientos, al ambiente externo y a lo más íntimo de cada uno; de lo que se esconde bajo la apariencia de total equilibrio y cordialidad frente a amigos y familiares, y de lo que no se atreven a decir en voz alta, ni siquiera ante sí mismos. Lo único que parece manifiesto en la serie es que las conversaciones desde ese espacio doméstico, que ya no se parece al hogar que una vez fue, son un arma arrojadiza para evitar hablar y enfrentarse a lo realmente importante: entender al otro, aunque no nos guste lo que tiene que decir.
Secretos de un matrimonio es algo así como un cuaderno de bitácora de la fragilidad de los vínculos, de las falsas creencias de que la ausencia de discusiones es sinónimo de éxito entendido como sistema acumulativo de años de convivencia —independientemente de que una de las partes integrantes de la pareja, si no las dos, se sienta invisible a nivel personal— y de que el amor todo lo puede y todo lo soporta, sin límites, como decía Perales; que tampoco se regocija con la verdad, como Pablo de Tarso escribió en la Primera epístola a los Corintios.
Es una memoria de todas las cosas que se dicen cuando la relación muta a negociación, y deja de ser un oasis para convertirse en un campo de batalla en el que hablar no sirve para comunicarse ni para buscar un acercamiento, sino para incrementar el daño. Todavía más: es la evidencia de cómo funciona nuestra memoria, que tiende a dejar grabadas a fuego en nuestro recuerdo todas esas conversaciones punzantes, causantes de remordimientos y culpas y resentimiento y desilusión y rabia, aunque lo que ahí sea dicho no llegue jamás a materializarse en actos, porque, a fin de cuentas, lo que se quiere recordar toma más peso que la verdad, porque siempre habrá uno al que la verdad del otro le resulte insoportable.
La versión de 2021 dirigida por Hagai Levi es, en sí misma, un recordatorio de la vigencia de la que aún goza la problemática presentada en la obra de Ingmar Bergman, lanzada en 1973 en formato miniserie en la televisión sueca y que, al parecer, fue la responsable de un incremento notable en la tasa de divorcios en Suiza. El debate que se ha creado en torno a si se trata o no de una adaptación prescindible nos interesa bastante poco porque, incluso si fuera un calco de la anterior, habría merecido la pena por las colosales interpretaciones de Oscar Isaac y Jessica Chastain (a los que, por cierto, tenemos que agradecerles haber inaugurado la categoría sensual de beso sobaquero). Pero es que no es un calco. Empezando por lo más obvio, por la imagen espejada de los personajes al intercambiar los roles de género, lo cual nos permite presenciar en qué hemos ido evolucionando hacia la igualdad y en qué seguimos siendo unos rancios aunque nos creamos muy modernos; siguiendo por una actualización de los intereses y las dinámicas generacionales, donde ya no se habla de pretenciosidad sino de narcisismo, donde el «evangelio de la soledad» se ha radicalizado en la forma de un individualismo globalizado como si fuera la meca del bienestar, donde no se habla abiertamente de amor si no va precedido de un poli-, y hasta las acusaciones que se lanzan entre ellos han variado acorde al signo de los tiempos.
Pero, sobre todo, la revisión de Hagai Levi nos afecta a nosotros, los espectadores, y con ello está cambiando absolutamente todo lo que contiene la serie. Las escenas que persiguen a Mira (Chastain) y a Jonathan (Isaac) fuera de la ficción, con las que se abren los cuatro primeros capítulos y se cierran el quinto y último, apuntan a una obviedad y a un nuevo secreto. La obviedad —por la que algún que otro crítico se ha sentido ofendido al considerarla zafia y síntoma de poca confianza en el espectador— es que estamos frente a una historia que no afecta exclusivamente a los protagonistas, sino que pretende ser reflejo y motivo de reflexión para todo aquel que se posicione frente a la pantalla. El secreto es que, al romper de manera tan evidente esta cuarta pared, nos está interpelando de la misma manera que lo hizo Cervantes al principio de su Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha cuando se dirigía al «desocupado lector», convirtiendo el recurso cinematográfico en recurso literario de metaficción, y a nosotros, desocupados espectadores, en parte activa de la acción que es toda ella conversación. ¿Que qué quiere decir esto y que por qué cambia todo? No se impaciente, que por algo es un secreto.
Resulta que, en 1973, al principio de cada capítulo, el mismísimo Ingmar Bergman se encargaba de recordar lo que había pasado previamente, incluyendo en varias ocasiones interpretaciones subjetivas de los acontecimientos a las que el espectador podía haber llegado por su cuenta, o quizá no. Si se daba el segundo supuesto, prevalecería de todos modos lo que el maestro estaba haciendo evidente, que para eso era el creador y, para colmo, la obra contiene una gran carga autobiográfica, así que mejor que él no va a saber nadie qué quería representar.
Sin embargo, en el nuevo inicio de 2021, Levi, que parece estar empapado de la teoría de Roland Barthes, esa que promulga la muerte del autor, prefiere mantenerse al margen —aun con toda la carga autobiográfica que lleva Jonathan— para no obstaculizar la interpretación del espectador, permitiéndonos libertad interpretativa. Pero, cuidado, porque es una trampa y esta libertad no está exenta de responsabilidad.
El hecho de verlos preparándose a la par que nos preparamos nosotros para entrar en el capítulo, junto con todo aquello que pueda removernos y recordarnos a nuestra propia experiencia, nos lleva a tomar responsabilidad con los juicios que vayamos extrayendo, y ya no estaremos más desocupados, sino que toda nuestra atención —el bien más preciado de la contemporaneidad— estará enfocado en intentar entender a las dos partes. Y así, poco a poco, terminamos adquiriendo la constancia de que Jonathan y Mira son dos personas que parecen no hablar el mismo idioma, que no saben comunicarse y que necesitan de un tercero que les traduzca. Por supuesto, ese tercero somos nosotros. Eso explica también por qué la cámara, que sigue a los personajes de cerca, se queda rondando por los alrededores cuando todo ha acabado, por qué necesitamos de los silencios del final para organizar todo lo dicho, las escenas eludidas para corroborar aquello de que «del dicho al hecho hay un trecho», y por qué según la reseña o crítica que lea le dirá que el tema central es uno u otro.
En esta —ya se habrá dado cuenta— no vamos a decirle si usted estaba en lo cierto cuando dio por sentado que la trama principal trataba sobre la infidelidad, y que por tanto su cuñado estaba equivocado, porque dijo que en realidad era un análisis antropológico con tintes psicoanalíticos lacanianos de la oscura condición humana. Ambos y ninguno tienen razón.
Aquí lo que nos interesa es llamar la atención sobre cómo terminamos perdiéndonos en lo mismo que es la perdición de la pareja, en el analfabetismo emocional que hace extremadamente difícil seguir las reglas básicas del diálogo, entre las cuales se cuentan la predisposición a escuchar al otro sin querer imponerle nuestras convicciones, y el generoso ejercicio de estar abiertos a cambiar de parecer. No se trata, pues, de recoger todos los argumentos para comprobar cuál pesa más en una balanza con el fin de dilucidar quién es el bueno y quién el malo, quién merece más el sufrimiento que padece, si el que deja o el dejado, quién habla con más verdad. De antemano, ninguno sabe hablar de manera totalmente sincera y, aunque hay verdad en algunas, o muchas de las cosas que son dichas, se pierde en cómo son recibidas, en la deriva que toma la conversación.
A pesar de que Secretos de un matrimonio sea generalmente definida como una serie dialogada para advertir al fiel consumidor de series de acción que ese no es su sitio, los diálogos brillan por su ausencia. En todo caso, lo que encontramos son dos soliloquios que se superponen constantemente y que terminan pareciéndose mucho al silencio y a la soledad más descarnada.
Desde el primer episodio nos encontramos a un Jonathan y a una Mira que están enredados en un baile de máscaras donde lo que dice el uno no es realmente escuchado, y lo que el otro quiere entender responde a su idea preconfigurada de la realidad. Una experiencia muy similar a la de intentar que un chatbot te devuelva los siete euros extra que te han cobrado en la factura del teléfono por un servicio que no has contratado, con la pequeñísima diferencia de que esa persona que tienen delante parecía ser la persona: la última y definitiva, la adecuada, la respuesta a los traumas que cada uno traía en la mochila antes de decidir juntarse. El único lenguaje que les queda en común es el de la pasión —cuando la tienen, que suele coincidir con los momentos en que no se tienen asegurados el uno al otro— y el del dolor —esto sí es una constante, aunque cada uno lo gestione como buenamente puede—, que tratan de apaciguar mediante el efecto sedante del alcohol y los abrazos.
Y, aun con todo, es probable que después de la ruptura estén experimentando una forma de amor que Jonathan, como profesor de filosofía que es, conocería de los libros pero que es incapaz de dar por válida en la práctica, y que Mira, sin más argumentos que los del sentimiento, asume y abraza, incluso a riesgo de parecer una tóxica según los estándares actuales: la noción del amor promulgada por Epicuro y Lucrecio, que es causa tanto de la pasión como del dolor. Hay que recalcar que la de Jonathan tampoco es que sea aclamada en nuestro paradigma presente, porque tiene mucho, aunque no reconocido, de esa ilusión enunciada por Aristófanes en El banquete de Platón, de un amor hecho a medida y la media naranja y la cinta aislante que solo pega bien la primera vez y blablablá, si bien se había presentado a nosotros en la primera escena de la serie —cuando todavía no conocía todas las aristas de su matrimonio— como portavoz de la socióloga de orientación marxista Eva Illouz. (Para quien no entienda el alcance de la contradicción: es lo mismo que si por la mañana llevase una camiseta de la protectora de animales de Dani Rovira y Clara Lago y por la noche lo viésemos ataviado con un par de mocasines saltarines con la piel de dos mastines, como al señor Burns de Los Simpsons.)
En esta ocasión, igual que en la de definir el tema central por excelencia, es justo que recordemos que ambos y ninguno tienen razón, porque para dársela a alguno habría que asumir que existe una definición unívoca y universal del amor, y no, eso sí que no. ¿Que habría sido interesante que Jonathan y Mira fueran conscientes de que estaban hablando de cosas distintas? Sí, pero para eso habría que pararse constantemente a definir los conceptos abstractos que maneja cada uno, lo cual es cansado de cojones, imposibilitaría la conversación fluida y, claro, en una serie no habría Dios que lo aguantase, porque tampoco cumpliría el requisito de verosimilitud que le pedimos. Además, hemos acordado que para eso estamos los no-tan-desocupados espectadores, ¿no?
Solo al llegar a la escena culminante el deseo y el dolor se equilibran, dando paso a lo que parece tanto un nuevo inicio como un final ya conocido. Y descubrimos, junto con los amantes divorciados, que todo lo que se han dicho en las cinco horas de visionado no hacía más que obstaculizar su entendimiento a base de distracción, pero que, al mismo tiempo, ha sido necesario que se escuchen en voz alta para acercarse al fondo personal que había sido desviado en un matrimonio donde los dos existían esperando que fuera el contrario quien le diera existencia al reconocerlo, y lo liberase, de sí, del otro, de la falta de oxígeno a fuerza de enclaustramiento.
«En plena noche, en una casa oscura, en algún lugar del mundo» todo se vuelve sencillo, cuando entienden que la razón no es buena traductora ni de la pasión ni de la nostalgia, y que, como dijo Johan en la última de las escenas de 1973, hay ciertas cosas de las que no se puede hablar sin que se desvanezcan. Cuando se caen las máscaras, y ya no hay teorías ni egos que poner por encima, emergen las verdades que habían sido dichas con palabras falsas, y se descubre que tenían más en común de lo que creían porque comparten los mismos temores en secreto, la misma pregunta irresoluble acerca del amor.
O, al menos, eso es lo que hemos entendido nosotros, lo cual no significa que sea la verdad. De todos modos, ¿a quién le interesa la verdad?
Con respecto al primer párrafo de tu excelente artículo, el propio Bergman nos dice algo tan lúcido como perturbador en «Sonrisas de una noche de verano», por boca de un orondo Falstaff rural. Con respecto al último párrafo, y aunque suene telenovelero, al verdadero amor (que tiene muy poco que ver con el matrimonio) no solo le interesa la verdad: se alimenta de ella.
No puedo estar más de acuerdo contigo, Carlo. Con lo segundo, porque para lo primero tendré antes que revisionar «Sonrisas de una noche de verano». Gracias a tu comentario ya tengo película para estas navidades.