Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».
Si tienen tanta suerte como tuve yo, de despertar una mañana cualquiera en una enorme cama con muchas almohadas esponjosas, sábanas suaves de lino blancas y una luz velada que moderan las persianas con lamas de maderas tropicales de uno de los minaretes de este hotel, y si, además, han llegado a él de noche, pensarán que se encuentran viendo el amanecer desde un palacio de Jaipur o en un recóndito lugar de la India inglesa, pero, nada más lejos, pues no estamos precisamente mirando al Fuerte Rojo, sino al Puerto de la Luz, en la isla española de Gran Canaria.
Tan solo una coincidencia explica esta confusión: el Santa Catalina Royal Hideaway Hotel no solo es uno de los hoteles más antiguos de Las Palmas, sino de todas las Canarias, y el primero construido por ingleses y para los numerosos viajeros ingleses que llegaban del Reino Unido a finales del siglo XIX y de ahí su ligera similitud con ciertos edificios coloniales.
Su nombre proviene de la pequeña ermita que se encontraba a las espaldas del hotel dedicada a santa Catalina, cuya imagen era reverenciada en toda la isla. Fue construido en 1889, como les contaremos a continuación, a instancias de las compañías comerciales inglesas que operaban en las islas, aunque en los años cincuenta del siglo pasado, tras sufrir un largo periodo de abandono, fue adquirido por el Ayuntamiento y sometido a una remodelación total, de la que salió con ese perfil racionalista, firma del arquitecto canario Miguel Martín Fernández de la Torre. Todo ello para que, poco más de medio siglo más tarde, cuando un concurso municipal concedió la gestión del hotel al Barceló Hotel Group y tras invertir dieciocho meses y cuarenta y un millones de euros en su nueva reforma, el Santa Catalina haya vuelto a saltar a la palestra, situándose en ese selecto grupo de los top hotels más importantes del mundo.
Su historia, que formará parte de un capítulo del libro que próximamente verá la luz, que tratará sobre una selección de treinta hoteles históricos de España y se publicará con Ediciones El Viso, la adelantamos en síntesis a continuación.
Desde el siglo XVI, las islas Canarias han recibido una constante presencia inglesa, pues numerosos grupos de comerciantes británicos se aposentaron allí e iniciaron un intenso tráfico mercantil. Primero, con la malvasía y la caña de azúcar, hasta el punto de que incluso había un muelle en Londres que se refería a los canarios; más tarde, atraídos por ese pequeño insecto que es la cochinilla de las islas, originario de México pero establecido en Canarias, por el que los ingleses se volvieron locos, pues se trata de uno de los tintes más preciados para los textiles británicos, utilizado, por ejemplo, para dar el rojo a las guerreras militares (aunque esa es otra historia), y, por último, cuando pensaron que para optimizar sus fletes podrían iniciar la exportación de plátanos, papas y tomates a Inglaterra y así aprovechar el regreso de los mismos barcos que traían el carbón necesario para abastecer el tráfico marítimo que hacía escala en las islas.
Estamos en 1883 y la isla necesita un puerto en condiciones, así que de su construcción, sin escatimar esfuerzos ni medios técnicos, se hicieron cargo ingenieros ingleses y con ellos numerosas compañías británicas se establecieron en Las Palmas y con ellas trajeron a sus familias. El capital inglés monopolizó las actividades portuarias y pronto esas mismas compañías pasarían a controlar otros sectores económicos, como bancos, seguros, turismo y exportación de productos agrícolas, un periodo tan inglés que en el mundo se consideraba a Canarias casi como una «colonia británica aunque sin bandera».
Pero, también en lo cultural, en lo deportivo y en lo social, la británica fue una influencia importante en las islas. Ya se había constituido el British Club Las Palmas, fundado por escoceses en un antiguo hotel de Ciudad Jardín, y en el que se reunía la colonia británica para tomar copas o jugar al billar. También contaban con la iglesia anglicana más antigua de España y con un cementerio propio, y, en cuanto a deportes, construyeron en el Lomo del Polvo el primer campo de golf de España (origen del Real Club de Golf de Las Palmas), en el que los ingleses practicaban su swing, y un club de tenis (Las Palmas Lawn Tennis Club), que se encontraba frente al Hotel Metropole, con sus canchas de cemento, y donde jugaron desde Agatha Christie hasta la inevitable Ava Gardner junto con Gregory Peck (una visión como para quitar el sentido). Y, de pronto, se les ocurrió que, para albergar a todo ese nutrido y alborotado grupo de viajeros, comerciantes y empresarios que desembarcaba sin parar en las islas, se requería un hotel en condiciones, que cumpliera con los más sofisticados cánones de confort y de salud británicos.
Así que, en octubre de 1888, los periódicos canarios anunciaron a bombo y platillo el inicio de las obras para la cimentación del nuevo Hotel Sanatorium Santa Catalina, describiendo su ubicación como uno de los lugares más pintorescos y saludables de la Vega de Triana: «Rodeado por un extenso parque desde el que se domina de frente el concurrido Puerto de la Luz y la extensa bahía, al sur, los preciosos jardines particulares, y a lo lejos, las suntuosas torres de nuestro templo Catedral, el gran teatro y la parte alta de la población. Al fondo, se divisa una montaña arbolada con una carretera en zigzag que termina en una extensa meseta donde se levantará un elegante y cómodo kiosco para los huéspedes».
Unos meses más tarde y ya inaugurado el Grand Hotel, que además era balneario, el diario El Liberal no se corta en definirlo como «el edificio que ha venido a llenar el vacío que sentían los turistas adinerados cuando llegaban a esta población y que la ha puesto en condiciones de ser visitada por todos esos señores que en las estaciones sanitarias de Europa dejan el dinero a manos llenas».
Sanitarias, esa era la clave, por lo que, por su parte, la publicidad de la época lo anuncia como:
Establecimiento de primer orden, rodeado de extensos jardines, teléfono, servicio de correos y estación del tranvía a vapor, que disfruta de las mejores condiciones de salubridad recomendadas por los médicos, con mesas de billar y pistas de tenis y de cróquet. Salones de visita y comedores generales y particulares, espaciosas y cómodas habitaciones, cuartos de baño, médicos y enfermeras ingleses e inmediato a la iglesia anglicana.
El Grand Hotel Santa Catalina, considerado desde su nacimiento como un edificio singular, sufrió, como hemos visto, varias reformas a lo largo de sus más de cien años de existencia.
El proyecto se hizo por encargo de The Canary Islands Company, Ltd., una sociedad formada por tres de las más acaudaladas familias británicas residentes en Gran Canaria, los Miller, los Jones (dueños de la consignataria Elder & Co.) y los Blandy, que se lo encomendaron al arquitecto escocés James Marjoribanks MacLaren, un discípulo del gran Mackintosh y fiel seguidor del movimiento Arts & Crafts, pero que, desgraciadamente, no pudo ver terminada su obra, de la que se hizo cargo y finalizó su colega inglés Norman Wright en 1889.
Desde que abrió sus puertas ese año, el Grand Hotel Santa Catalina se convirtió en refugio de viajeros y visitantes que, cuando aún no existía el canal de Suez, inaugurado en 1869, habían pasado por Canarias en ruta a lejanos y exóticos parajes y que, ahora, con la existencia de ese hotel de lujo, convertían a la isla en su destino. Aquí, tranquilizados por la presencia de una numerosa colonia británica que contaba con todo tipo de servicios, incluido el sanitario, pasaron temporadas vacacionales, mientras que algunas familias se animaron a construir sus casas.
Todo iba más que bien hasta que la Gran Guerra europea sorprendió a todos los países, implicados y neutrales, y arruinó económicamente a muchos de los viajeros que recalaban en el hotel cada año, por lo que el establecimiento tuvo que cerrar sus puertas y, tras una larga temporada de abandono, la propiedad fue adquirida por el Ayuntamiento de Las Palmas gracias a la iniciativa de su alcalde, que fue también el precursor de la transformación y el desarrollo de la ciudad.
Las cosas se complicaron y no parecía que se fueran a poner fáciles, ya que a continuación estalló en España la guerra civil y, tras ella, la situación se agravó internacionalmente con el siguiente conflicto europeo, por lo que las obras para la reapertura del hotel no pudieron empezar hasta finales de los años cuarenta y, finalmente, abriría de nuevo sus puertas en 1952. El encargado de su rehabilitación fue el arquitecto racionalista canario Miguel Martín Fernández de la Torre, quien, junto con su hermano Néstor, que se ocupó de la decoración, acometió las obras que convirtieron al viejo hotel en el más lujoso y moderno que había fuera de América, no solo por su distribución en cincuenta y seis habitaciones de extralujo, casi todas con baño privado y terraza, sino también por la riqueza decorativa de los materiales empleados: maderas, mármoles y bronces, y, además, por la intervención de grandes artistas y profesionales insulares, como Arencibia en las pinturas murales o las esculturas de Plácido Fleitas y Gregorio López.
Pero desgraciadamente habían sido muchos los años de decadencia entre sus paredes, y, ya en nuestro siglo, concretamente en 2019, bajo la dirección del grupo mallorquín Barceló Hotel Group al que el Ayuntamiento encomendó la gestión de la propiedad, se acometió una segunda gran reforma que ascendió a cuarenta y un millones de euros y que dejó cerrado el hotel dieciocho meses, casi coincidentes por cierto con los nefastos de la pandemia, al inaugurarse oficialmente solo mes y medio antes del gran confinamiento mundial. El edificio se transformó por completo y esta vez la restauración y modernización fue integral, desde infraestructuras, climatización, decoración, nuevos baños y salones, piscinas, gimnasios y salas de wellness hasta la restauración de la obra artística de salones y murales, como la Procesión de ciegos en torno a Santa Lucía, que parece que trata un tema religioso y lo que aborda es una protesta solapada contra la realidad política de los años cincuenta, o las obras restauradas en la rotonda del salón Arencibia, el mural Amanecer de las brujas, una leyenda popular canaria, y los lienzos de Santiago Santana ubicados en el restaurante Poemas.
Este restaurante Poemas, de los hermanos Padrón, es, por su parte, el estandarte de la nueva propuesta gastronómica del hotel y, aparte de su carta canaria con una estrella Michelin, su oferta gastronómica se basa y está inspirada en la colección de ocho cuadros, obra de Néstor Martín-Fernández de la Torre, dedicados al aire, a la tierra, al fuego y al mar, que se encuentran actualmente en el Museo Canario.
Por su parte, el hotel conservó el bar Carabela y abrió dos nuevos salones que recibieron el nombre castellanizado de Doramas, en honor a un guerrero y noble grancanario que vivió a mediados del siglo XV y que se constituyó como líder de la resistencia indígena de la isla frente a la llamada conquista de los Reyes Católicos para la Corona de Castilla. Era de origen plebeyo, pero escaló socialmente por sus logros guerreros hasta convertirse en un capitán miembro de la nobleza isleña que falleció en batalla contra las fuerzas castellanas.
El hotel, declarado monumento histórico y artístico de las islas, sigue siendo uno de los centros de la vida social y cultural.
Personalidades de todos los ámbitos visitaron durante años este hotel, desde familias reales hasta miembros de la aristocracia europea, políticos de la talla de Winston Churchill, o el padre de la actual reina, cuando era el duque de Gloucester, pero también innumerables escritores, como la conocida Agatha Christie, que vino a recuperarse de su divorcio y a redondear su novela El tren azul, actores, como Gregory Peck, durante el rodaje de Moby Dick, Ava Gardner, Sofía Loren y Omar Sharif, diseñadores, como Yves Saint Laurent, o cantantes, como Frank Sinatra.
Pero, desde que se encuentra en manos del grupo Barceló, el hotel ha tomado el relevo en dos importantes acontecimientos del mundo del arte, tanto musical como literario, provenientes del anterior Hotel Formentor (del mismo grupo), que durante muchos años fue el buque insignia de iniciativas artísticas. Así, se han comenzado a celebrar en él los inolvidables festivales de música clásica veraniegos, con un programa de importantes e ilusionantes conciertos y festivales musicales que suponen un auténtico regalo sobre todo para la melómana sociedad canaria, que ha visto con normalidad durante muchos años desfilar por esta ciudad a grandes divas del bel canto, como Maria Callas, Joan Sutherland, Renata Scotto o Montserrat Caballé, a tenores, como Pavarotti, Plácido Domingo y Carreras, y a directores, como Von Karajan, Zubin Mehta o Claudio Abbado, entre muchísimos otros que consideraron a esta isla uno de sus destinos preferidos del mundo.
Y a esto se añade la prolongación de la oferta literaria, que se ha concretado en las famosas tertulias y conversaciones literarias que dieron un nombre significativo a las del Hotel Formentor, rematadas por el importante Prix Formentor, dotado de cincuenta mil euros, que se otorga en reconocimiento a la calidad e integridad de los autores y como prestigio de la gran literatura. En esta nueva etapa del galardón, tanto las reuniones del jurado como la ceremonia de entrega del premio serán itinerantes, manteniendo el espíritu del legendario premio que allá por los años sesenta se puso en marcha a instancias de varios editores europeos y que se reanudó en 2011 ya bajo el mecenazgo de las familias mallorquinas Barceló y Buadas, y que, a lo largo de su historia, ha sido concedido a escritores de la talla de Borges, Samuel Beckett, Saul Bellow, Jorge Semprún, Carlos Fuentes o Juan Goytisolo.
Y, por todo esto, aprovechamos para parafrasear a los dos arquitectos británicos que, cuando comenzaron las obras del Santa Catalina, dejaron constancia de su entusiasmo, afirmando públicamente y muy seguros que «no solo estaban construyendo un hotel único, sino que lo que estaban haciendo ellos era pura historia».
Y parece que algo de razón tuvieron.