El protocolo es un arte tan antiguo como las sociedades. La palabra procede del griego, de protos (primero) y kollao (adjuntar). Lo primero que se adjunta hace referencia a la primera hoja de papiro que iba al comienzo de las misivas oficiales, y a lo que alude es a la preparación del escenario donde se va a celebrar un encuentro. Como en toda obra, cada detalle cuenta porque comunica un significado.
En sus memorias, Capricia Penavic Marshall, jefa de protocolo de la Casa Blanca entre 2009 y 2013, al contar su experiencia dejó claro cómo se medía al milímetro cada objeto con capacidad de enviar un mensaje. Por ejemplo, cuando Vladímir Putin y Barak Obama se reunieron por primera vez en la cumbre económica del G20 de 2012, Marshall tuvo que reunirse con miembros del Departamento de Exteriores estadounidense para que le explicaran cuáles eran los objetivos de su país en esa cita. Tenía que saberlo antes de empezar a preparar los detalles de la habitación en la que se iba a discutir sobre la guerra de Siria, el control de las armas nucleares de Corea del Norte e Irán y la lucha contra el terrorismo internacional para ver de qué manera detalles como la colocación de un cojín podían inclinar el resultado a favor de Estados Unidos.
Primero fue la altura del techo. Como había que llegar a acuerdos, un techo bajo era más apropiado que uno alto, que sugiere que se barajan opciones hipotéticas e ideas más abstractas. Segundo, por los mismos motivos, el tamaño de la habitación. Había que ir a objetivos concretos, de modo que eligió una pequeña, solo cabía la mesa, las banderas de los países y unas cortinas en el lado opuesto para que entraran y salieran los mayordomos. Tercero, la mesa. Tenía que ser suficientemente grande para que cupieran doce delegados —seis rusos y seis estadounidenses—, pero pequeña para lograr ese efecto de cercanía. Cuarto, las ventanas. Como tenían los cristales tintados por razones de seguridad, se colocaron lámparas para que la oscuridad no transmitiera una sensación opresiva. Quinto, la decoración. En el centro de la mesa se colocaron unas flores sin perfume, por si alguien tenía alergia, recortadas para que no interrumpieran la línea de visión, pero que sirvieran como elemento suavizador del ambiente.
Hillary Clinton acababa de criticar recientemente la poca limpieza de las elecciones en Rusia y había acusado a Putin de incitar a la violencia contra la oposición en la votación. Putin no esperaba que ella estuviera presente, pero tenía que estarlo. Como encontrarse con ella iba a irritarle, Marshall decidió poner pastas para untar. Tener que compartir el piscolabis anularía la frialdad y tensión de estar juntos en la misma habitación. El día de la reunión, con todo por fin listo, la jefa de protocolo se dio cuenta de su primer error. Cuando el presidente ruso salió de la limusina, vio que estaba más o menos a su altura. En ese momento se acordó de que Putin, en el Kremlin, había solicitado a su protocolo que las mujeres que llegasen de visita lo hicieran sin tacones.
En una situación similar se las vio también Selwa Roosevelt, la jefa de protocolo de la Casa Blanca en la era Reagan, entre 1982 y 1989. En sus memorias, Keeper of the Gate, contó que sus primeros pasos en este arte los aprendió en España. Tuvo que arreglárselas en las fiestas de la embajada para situar en el mismo plano a los invitados provenientes del régimen franquista, ministros y cargos políticos, con los aristócratas que eran «grandes de España» por cuna. Cuando Gregorio Marañón veía cómo había planeado el protocolo, se desesperaba y, negando con la cabeza. le decía: «¡Es un desastre!». Un quebradero de cabeza que en ocasiones tuvo que resolver repartiendo las mesas de las cenas por sorteo.
En la década de 1980, ella se encargó también de los encuentros con Gorbachov que condujeron al supuesto final de la Guerra Fría. Cuenta que, cada vez que se ponía una prenda roja para recibir a un líder soviético, la Casa Blanca se llenaba de cartas de protesta por su colaboracionismo.
Curiosamente, una de las misiones más difíciles que tuvo que afrontar cuando Gorbachov y Raísa acudieron a Washington fue organizar los besamanos. Todo el mundo quería conocer a «Gorby». Roosevelt recordaba una escena en concreto que se le quedó grabada: los grandes magnates de Estados Unidos haciendo cola perfectamente en línea durante horas para poder darle la mano al secretario general del PCUS. Ahí estaban Malcolm Forbes, Ross Perot y un hombre que luego fue huésped del lugar: Donald Trump.
El 45.º presidente de Estados Unidos fue un fiera reventando protocolos. También fue acusado por la prensa de confraternizar con el enemigo cuando, en la cumbre de Singapur de 2008, le devolvió el saludo a un general de Corea del Norte. Un presidente no está obligado a saludar a los militares, y no procede que muestre sus respetos a un miembro de rango inferior de un país adversario. En realidad, era solo torpeza. En Washington, una y otra vez hizo que los visitantes se sentasen a su izquierda, porque le resultaba más cómodo, cuando la posición de honor que se cede es la de la derecha. Ese pequeño detalle puede ser interpretado como que se ha producido un cambio en las relaciones entre dos países.
Más grave eran los apretones de manos. Trump siempre daba un pequeño tirón para acercar a su homólogo. Una forma de mostrar que los «poseía». Muchos podrían pasar por el aro, pero eso en Francia se convirtió en un problema, porque Macron, tal vez advertido de esa costumbre del presidente estadounidense, tiró también para su lado, y lo que salió en las imágenes fue un forcejeo entre ambos. Parecía que estaban serrando un tronco.
Otro problema lo tuvo Trump con sus demostraciones de poder a los chinos. Cuando Obama se reunió con Wang Yang, viceprimer ministro, en el Despacho Oval, se sentaron en sillones de cuero al lado de la chimenea. La imagen era la de dos socios discutiendo algo en plano de igualdad. Cuando le llegó el turno a Trump, el viceprimer ministro era Liu He, pero la disposición fue completamente distinta. El presidente se sentó en su mesa y dispuso cinco asientos frente a sí, en semicírculo, para los cinco miembros de la delegación china. Su mensaje fue claro: aquí mando yo.
Esa mesa, por cierto, podría contar muchas anécdotas. Franklin D. Roosevelt hizo construir un panel con bisagras para que no se vieran los aparatos ortopédicos de sus piernas. Truman, que fue el encargado de ganar la Segunda Guerra Mundial y lanzar las bombas nucleares sobre Japón, hizo que le tallaran un águila. Reagan se conformó con que la adaptaran a su altura, porque medía 1,85 metros. Un cambio que no le vino mal a Clinton (1,89), ni a Trump (1,90).
Así fue, con toda esa envergadura que le había permitido no desentonar al lado de las estrellas del wrestling, como Trump cometió uno de los errores de su vida en un brindis con la reina de Inglaterra en algún momento de su visita en junio de 2019. Chocó la mano con el vaso. Eso no se puede hacer bajo ningún concepto. Solo podía acercarlo, sin tocar. Tampoco debió de sentar bien a su majestad que le estrecharan la mano, cuando solo se le debe hacer una reverencia. Él le chocó esos cinco a la reina de Inglaterra, Isabel II, una monarca que no conoce el descanso con los políticos. Recientemente, Biden no se quitó las gafas de sol cuando la conoció y Michelle Obama le dio palmaditas en la espalda. Aunque son minucias al lado de lo que hizo Carter: la besó en los labios.
El caso es que, con la visita de Trump, que también le cortó el paso en varias ocasiones, otra ruptura de protocolo, la reina, a su estilo, no paró de lanzar mensajes. El primer día de la visita llevaba un broche que le habían regalado los Obama. Luego, cuando recibió al presidente y a la primera dama, Melania Trump, en el castillo de Windsor, llevaba otro broche de una hoja de palma con diamantes que era el que había llevado su madre en el funeral de su marido, el rey Jorge, en 1952. Y el último día, un broche de zafiros con forma de copa de nieve, un regalo del Gobierno de Canadá por el Jubileo de Zafiro de la Reina, que pretendía enviar otro mensaje sobre las malas relaciones de Trump con Ottawa. Por si fuera poco, en la siguiente visita, siguió el bombardeo. Esta vez fue una tiara de noventa y seis rubíes birmanos cuyo significado simbólico es servir de protección contra la enfermedad y el mal.
No ha trascendido si Trump se dolió de esos golpes simbólicos, pero la que sí que lo pasó mal fue Meghan Markle, hija de una afroestadounidense. Cuando se introdujo en los ambientes palaciegos, le dieron la bienvenida con broches. El más duro fue uno de la princesa Michael de Kent, casada con uno de los primos de la reina. Era un blackamoor, un tipo de joya muy popular en la Europa del siglo XVIII, que aludía a la esclavitud de los negros. Entre detalles así transcurrió el primer almuerzo anual de Navidad de Meghan con la reina en Buckingham Palace. Le tuvieron que pedir disculpas. Luego ella, cuando abandonó la realeza junto a Harry, en una de sus primeras apariciones lo hizo con un colgante en forma de moneda de oro con un topacio azul relativo al mal de ojo. Un intento de apartar energía negativa, seguramente dirigido a la prensa sensacionalista y a los aristócratas que la habían masacrado durante su noviazgo y posterior deserción real.
Queda claro que los protocolos pueden parecer ridículos y escenificaciones rudimentarias marcadas por reglas tradicionales, pero a veces dicen más que el propio diálogo. Cuatro sillas, dos lámparas y un broche pueden ser como una película de suspense, cualquier error cuando empieza una reunión diplomática ya no tiene marcha atrás. Los jefes de protocolo, al final, son los directores de cine de la película de una presidencia o de un reinado.