Música

Pimpinela: cantar de a dos 

Pimpinela
Lucía Galán y Joaquín Galán, Pimpinela (1995). Fotografía: Gianni Ferrari / Getty.

Hay que imaginarse esa Buenos Aires de mediados de los ochenta, apenas recuperada la democracia, y en el umbral del acontecimiento que llegaría a ser un hito en la historia argentina: el juicio a las tres Juntas militares. Funcionaba ya, desde hacía algunos meses, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, cuya investigación resultó decisiva en aquel juicio (y sigue siéndolo aun hoy). Artistas e intelectuales que habían tenido que exiliarse antes y después del golpe de Estado regresaban a su país. Entre ellos, algunos profesores de la Universidad de Buenos Aires que volvían a sus cátedras, a sus bibliotecas, a sus grupos de lectura de textos griegos. Entre los adolescentes, en la escuela, habían empezado a circular hojas sueltas con alguna estrofa de la nueva trova cubana, que de inmediato se incorporaba al cancionero ritual de campamentos y celebraciones del Día del Estudiante. Recuerdo el impacto que causó la aparición de un disco de vinilo de Daniel Viglietti, grabado en vivo en el Luna Park, que tenía en la tapa una foto panorámica del público. En ella se distinguían de manera inequívoca a dos chicos de tercero novena y a otro más, de otra escuela, con quien coincidíamos en el taller literario. Habían ido con sus padres, habían estado ahí coreando «Canción de amor a Nicaragua», «A desalambrar», y habían quedado inmortalizados en una especie de cuadro de honor de la cultura progresista porteña. 

Fue en ese entonces, a propósito de otra serie de recitales en el estadio Obras (¿con Pablo Milanés o con Santiago Feliú?), cuando los periodistas le preguntaron a Silvio Rodríguez cuál era el artista argentino más popular en Cuba. «Pimpinela», respondió. Y el desconcierto fue mayúsculo. Sobre todo, en las filas de la crítica y de esa clase media ilustrada que coqueteaba con la izquierda latinoamericana, y que veía en ese dato estadístico alguna especie de intolerable claudicación emocional o estética. Se suponía que un dúo de hermanos que cantaban simulando ser una pareja siempre al borde de la ruptura o de la fogosa reconciliación no podía formar parte del canon musical admitido para las multitudes emancipadas. En su rústica sencillez, «Olvídame y pega la vuelta» se presentaba ahora como la sentencia indescifrable y esquiva lanzada por el oráculo de la revolución. 

—Ya es tarde.

—¿Por qué?

—Porque ahora soy yo la que quiere estar sin ti.

«Los periodistas no lo podían creer, y él lo dijo con total naturalidad». La propia Lucía Galán rememoraba el episodio, tiempo atrás, mientras hacía un balance de veinticinco o treinta años de cosechar éxitos junto a su hermano Joaquín Galán, que es además el autor de aquel hit colosal. Y contaba la anécdota como quien repite un mantra frente a la pregunta reiterada: ¿finalmente se dejará entrar al dúo romántico al Parnaso de la cooltura? Hace cuatro décadas que los hermanos Galán vienen respondiendo desde diferentes perspectivas a la misma cuestión. Se ha esgrimido el argumento de la primacía del arte popular: «Siempre quisimos actuar para treinta mil personas, y no en un pub para quinientas» (Lucía, 2009). El de la eficacia del producto: «Pimpinela es una marca. El que quiera intelectualizarlo, allá él» (Joaquín, 2017). También el de la actualización temática: «Traición», la balada que estrenaron en 2020, sobre un marido que sale del clóset y confiesa su amor por el varón de una pareja de amigos, tiene más de cuarenta millones de vistas en YouTube. Tampoco faltaron algunos gestos de cautelosa complicidad en el mundo de la canción: Charly García los invitó a grabar en su estudio en Madrid; Luis Alberto Spinetta declaró su admiración en privado, en un encuentro casual con el dúo, a la salida de Canal 13. Andrés Calamaro fue más explícito. Dijo: Pimpinela es «un misterio y un mito». Tenía razón. 

Porque la popularidad de esta singular forma de canto dialogado que enhebra situaciones domésticas, tan triviales y tan universales como los celos de los amantes, el engaño, el miedo a perder el cariño o el absurdo de reencontrarlo, hunde sus raíces en el terreno del mito. O en el de su reformulación dramática, como género trágico y espectáculo de masas, en la Atenas del siglo V a. C. Los tres grandes autores de tragedia (los tres cuya obra en mayor o menor medida se conservó hasta nuestros días) emplearon el recurso del diálogo lírico para dar cuenta en escena de momentos de particular tensión emotiva. Pero es en Eurípides donde esta herramienta gana en brillo y relevancia. Buena parte de los dúos de Eurípides se dan entre marido y mujer, o entre dos amantes, y su canto alude, precisamente, a la relación de pareja. El caso paradigmático es el de Alcestis, la más antigua de las obras euripídeas conservadas y la que —como veían ya sus editores en el siglo XIX— exhibe un mayor nivel de patetismo, al menos, ese patetismo que resulta más próximo, en perspectiva, a las minucias de la vida hogareña. 

La trama de Alcestis, inspirada en relatos folclóricos, es la siguiente: las divinidades han decretado que Admeto, rey de Feras, debe morir; pero Apolo consigue un aplazamiento a cambio de que alguien se ofrezca a morir por él. Como los padres de Admeto no se ofrecen, su esposa Alcestis, se sacrifica. La obra transcurre, en su mayor parte, en las últimas horas de vida de la joven, a quien el público ve despedirse entre lágrimas de sus hijos, de su casa, del mundo que la rodea. Los sirvientes del palacio advierten que está atravesando sus últimos minutos de vida, comentan todo el ornamento fúnebre que ya se ha dispuesto, y en ese contexto ocurre un primer diálogo lírico entre marido y mujer. 

Si bien Alcestis llega al escenario asistida por Admeto y sus hijos, una vez allí se ve que todavía tiene ánimo para imaginar a Caronte y a la Muerte que reclaman su presencia en el Hades, y para expresar toda su tristeza y su miedo a morir. Después de lo cual, recobra la fuerza y arremete con una lista detallada de últimos deseos, incluido el mandato para su marido: que nunca se vuelva a casar ni lleve a otra a su casa. «¡Adiós, y que ojalá seáis felices!». Recitando, primero en trímetros yámbicos, luego en anapestos, Admeto contesta que sí a todos los pedidos. Un escolio a estos versos observa: traer a la moribunda a cantar al centro de la escena no parece una idea muy sensata. No obstante, cien versos más adelante, los esposos vuelven a unirse en un nuevo diálogo de líneas entrecortadas: cada uno dice una parte del verso, contrarrestando, tapando o completando las palabras del otro, en un crescendo de tensión por la partida inminente que se sigue demorando de manera un poco insólita. El recurso al verso entrecortado (antilabé, en griego) ya era frecuente en Sófocles: aparece en Edipo Rey, Filoctetes y Electra. Pero Eurípides parece llevar estos dúos vertiginosos más allá: no solo sugieren un estado de agitación emocional, provocan también cierto efecto cómico. 

La presencia de elementos de comicidad —saltos que van de lo patético a lo ridículo—, en Alcestis y en otras piezas de Eurípides, ha sido motivo de incomodidad entre los críticos. En parte porque se supone que estos giros no corresponden al género: anulan el efecto purificador en el que debe culminar, según el juicio de Aristóteles en la Poética, toda buena tragedia. Y porque introducen un registro coloquial que muchos consideran una vulgarización y no una evolución del estilo. Aristóteles celebra sin embargo en la Retórica el buen empleo del verosímil, y reconoce la maestría de Eurípides: el primero en componer «eligiendo las palabras del habla cotidiana». Pero, a diferencia de Esquilo, experto en crear neologismos, y de Sófocles, baluarte de la metáfora sublime, el realismo doméstico de Eurípides generaba desconfianza. En la crítica; porque su popularidad nunca estuvo en duda. El editor del texto griego de Alcestis, L. P. E. Parker, le da otra vuelta de tuerca: según él, es justamente la presentación realista y hogareña de una trama saturada de antirrealismo —el pacto con la Muerte, el regreso de los muertos a la vida— la que logra suscitar conmoción.

En esta línea se podrían leer los dúos líricos de una obra mucho más tardía: Helena. En esta versión del ciclo troyano, la mujer de Menelao, la que según la leyenda se fue (raptada o no) con Paris, nunca estuvo en Troya: un dios la trasladó a Egipto y envió un fantasma a casa de Príamo. El marido, que arrastró a toda la Hélade en una guerra devastadora para recuperarla, detiene su nave de regreso cerca del Nilo, y allí se reencuentra con Helena, diez años después. 

—¡Oh, qué tarde has llegado a los brazos de tu esposa!

—¿De qué esposa? No toques mis trajes.

Es que junto con la emoción aparece la duda: si esta es Helena, ¿quién es la que traen desde Troya en el barco? «Mucho te pareces. Eso no lo puedo negar (…) Mi problema es que tengo otra esposa». El diálogo recitado avanza en un registro siempre al borde de la sátira, y se corona con música. Helena canta, Menelao contesta:

—Amigas, soy feliz, tengo ante mí a mi esposo y puedo rodearlo con amorosos brazos, después de tantos soles.

—Y yo a ti. ¡Tantas cosas quiero decirte, que no sé por dónde empezar!

Mutatis mutandis, vale aquí también la hipótesis de Parker: el diálogo realista, impregnado de la comicidad de lo cotidiano, articula un elemento de emoción en una trama que excede todo lo verosímil: la mujer fantasma, el reencuentro idílico y un largo etcétera. La evolución de los géneros puede disimular estos saltos de irrealidad integrando el drama en la estructura monumental de la música académica y con el envoltorio mucho más paquete del teatro de ópera, pero el núcleo está en ese duelo. «Soltanto parole tra noi», como musita Mina en el clásico «Parole parole», un éxito que ha resistido incluso los recitados de la contrafigura masculina en la voz de Javier «Pupi» Zanetti, legendaria estrella y actual vicepresidente del Inter de Milán.

—Tú eres mi ayer, mi hoy, mi siempre.

—Tú siempre igual, tú siempre igual, tú siempre igual.

—Tú eres como el viento, que lleva los violines y las rosas.

—No cambiarás, no cambiarás, no cambiarás.

—Tú eres mi sueño prohibido. Pero tengo esperanzas.

Parole, parole, parole.

—¡Qué mujer!

Como en el insólito diálogo entre dos griegos a orillas del Nilo, o entre una diva de la canción italiana y un futbolista nacido en Dock Sud, también encontramos un dúo cantado en el que se intuye algún elemento fuera de lugar en el origen del tango argentino. Los Gobbi, pioneros en la composición y la interpretación de ese primitivo tango cupletero, eran la pareja formada por el músico y artista de variedades uruguayo Alfredo Eusebio Gobbi y la cantante y bailarina chilena Flora Rodríguez. Se conocieron a comienzos del siglo XX en una Buenos Aires efervescente, que bullía de acentos diversos dispuestos a entablar alguna forma de diálogo lírico. Los Gobbi entendieron la riqueza de esa mezcla y explotaron esa vena: 

Este tipo extravagante 

que viene a largar el rollo 

echándosela de criollo 

y nos hace compadrear, 

es un gringo chacarero, 

de afuera recién llegado, 

un criollo falsificado 

que la viene aquí a contar.

Además de aquel dúo fabuloso, «El criollo falsificado», Los Gobbi llevaron sus interpretaciones a París. Apodados «los Reyes del Gramófono» por la prodigalidad de sus grabaciones, fueron parte del primer desembarco del tango —que todavía arrastraba rasgos de zarzuela y de payada— en la Europa anterior a la Gran Guerra. En el repertorio del dúo, de picardía más bien sencilla («Adiós, Prenda, ¡quién fuera jardinero para plantar en su maceta un árbol!»), y en las composiciones de Alfredo Eusebio, también conocido como «el gaucho Alegría», desfila un elenco de personajes reconocibles: los «viejos verdes», «los High Life», la chica perdida, «la novia unitaria» y «los scrushantes», en los que los eruditos advirtieron algún aire brechtiano. En todo caso, títulos como «Pasate el peine», «Aura que ronca la vieja» y «No me abandones» permiten adivinar el paso del humor socarrón al motivo melancólico, o incluso lúgubre. Lo mismo que causaba irritación en Eurípides. Algo que también se advierte en ese trío lleno de gracia y algo de viveza comercial que formaron Ornella Vanoni con Vinicius de Moraes y Toquinho en los años setenta. Del que nació una hermosa canción a dúo, de rara melancolía, sobre dos examantes que se cruzan un instante en un «Semaforo rosso» y siguen su camino:

—Io ti cerco se vuoi.

—Ti prometto ci penso.

—Per favore ci pensi!

—Addio.

—Addio.

Es una de las claves del género pop: saber conjugar drama y humor, dolor y parodia. Diálogo complejo y que, cuando está realmente logrado, no siempre se llega a apreciar. El que quiera intelectualizarlo, allá él.

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5 Comments

  1. EXCELENTE!!! La prevalencia (o postvalencia?) del arte popular es eterno. Excepto los _entendidos_ (en el tema) pocos saben que las óperas de Mozart eran populares entre la plebe iletrada. Y que Franz Liszt era todo un _rock star_ de su época. Y la mayoría de los de nuestra generación ha olvidado que en nuestra adolescencia Omara y Elena eran _cheas_. Creo que los únicos que han tenido el tema de lo popular han sido los brasileños. La MPB siempre ha sido inclusiva. Recuerdo a más de uno escandalizado porque Maria Betania cantaba una canción con Roberto Carlos (por cierto, una canción muy _Pimpinela_). Para mí Cabalgata sigue siendo una de las más hermosas canciones de amor.

  2. José Luis

    Durante mis fabulosos años 90 en Perú, la canción de «Por Ese Hombre», cantada por Pimpinela y Django, se convirtió en la canción top de nuestras absurdas vidas universitarias. ¿Por qué? Nunca lo supe bien pero la épica estrofa «Ese hombre no quiso hacerte daño, no le guardes rencor, compréndelo. No lo dudes, es tu amigo y te quiere. Porque ese hombre, ese hombre… soy yo» era repetida constantemente como un mantra, ya sea en clave cómica o con la seriedad teatral del caso. ¡Grande Pimpinela!

  3. Kirchhoff

    Las tragedias de Eurípides suelen mostrar todas las disfuncionalidades posibles de las relaciones de pareja de la época basada en la estructura agnaticia de la familia. Ese sistema produce hombres brutales, mujeres idiotas y hogares infelices. Eurípides es equidistante porque odia a los unos y las otras. Alcestis o Helena parecen mujeres de mérito, ¿no? Pues no. Son tan estúpidas como las demás: a pesar de su inteligencia, a la hora de la verdad se sacrifican por varones que no merecen la pena.
    Admeto consigue casarse con Alcestis, mujer de linaje superior, con la ayuda de Apolo, que fuerza a leones y jabalíes que tiren de su carro para impresionar al padre de Alcestis, Pelias. El problema es que a cambio del favorcillo, Apolo exige una vida humana. Cuando Admeto se da cuenta que de poco le vale haber conquistado a la bella si ha de perder la vida, hace lo imposible para cumplir con Apolo. Y es que el dios tiene muy mala leche y, aparte de matarlo, sabe que es capaz de hacerle un culo nuevo para que vaya más contento al matadero. Así que hace lo imposible para que otro pierda la vida en su lugar. Pide el sacrificio a sus padres que están hasta los mismísimos de las idioteces de su joven vástago y le dicen que nanai. Así que al final se lo pide a su esposa y la tonta va y acepta.
    Eurípides es un misántropo. Odia a ambos sexos por igual. No hay un sólo tío que no sea un granuja, ni una tía que no sea estúpida.
    No entro a valorar a Pimpinela, porque no sabía ni de su existencia, pero dejas el mito un tanto cojo. Si ignoras que Admeto debe morir porque es un granuja muy gilipollas, no sabes realmente qué escribió Eurípides.

  4. Alejandro Anibal

    Increíble nivel de profundidad en la nota, eso genera Pimpinela, eso genera el verdadero arte pop

  5. Pingback: ¿Cuál es la mejor canción de despecho de la historia de la música? - Cosa News

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