Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».
Un hombre
Nicolau Rubió, de nombre completo Nicolau Maria Rubió i Tudurí nació en Maó, Menorca, y cuando contaba con tan solo seis años se trasladó con sus padres a Barcelona. Allí, el chico creció rodeado por una familia que parecía portar en los genes la capacidad innata de modelar el entorno que habitamos: su padre, Mariano Rubió Bellver, fue el ingeniero militar que proyectó la urbanización del Tibidabo y la reforma de la fortaleza de Isabel II. Su tío, Juan Rubió, fue un arquitecto discípulo de Gaudí que levantó creaciones como la casa Golferichs o el puente flamígero de la calle del Bisbe en Barcelona. E incluso su hermano, Santiago Rubió i Tudurí, llegaría a abrirse hueco en la historia urbanística con la potencia de una tuneladora al idear la primera línea de metro de la ciudad condal y crear el túnel de Balmes para el paso de los ferrocarriles. Nicolau estudió en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, donde fue aprendiz del pintor Francesc d’Assís Galí y del arquitecto paisajista Jean-Claude Nicolas Forestier. Con el título en la mano, el hombre comenzó a ejercer de profesor universitario enseñando aquello en lo que era más ducho: el diseño de entornos naturales. Y demostró tanta destreza en ello como para hacerse poco después, en 1917, con el puesto de director de Parques y Jardines de Barcelona. La ciudad que lo había adoptado se convertía así en el terreno sobre el que Nicolau comenzaría a plantar su obra, ajardinando emplazamientos como Montjuïc, la plaza Francesc Macià, el parque de la Font del Racó, el palacio real de Pedralbes o Turó Park. Pero su obra no se limitó a cultivar los territorios botánicos, porque el arquitecto también fue el principal responsable de erigir sobre el pavimento de Barcelona los hoteles de Plaça d’Espanya o el edificio de la Metro Goldwyn Mayer.
La carrera de Nicolau como encargado de perfilar la metrópolis catalana se vería truncada con el advenimiento de la guerra civil, una contienda cuyo estallido lo llevó a exiliarse y refugiarse de la onda expansiva en París. El ilustre paisajista no regresaría a España hasta 1946 y tras dicho retorno centraría su trabajo en los ámbitos privados a lo largo de diferentes ubicaciones del país. En cierto momento, aquel periplo lo llevaría a aterrizar en una isla lejana que lo maravillaría, el lugar donde el hombre encontraría un hotel centenario y decidiría arroparlo con un manto verde, en un parque bautizado en honor a un guerrero legendario.
Un hotel
A finales de los años veinte, una inglesa nacida Agatha Mary Clarissa Miller se presentó, acompañada de su hija, Rosalind, y de su secretaria, Carlotta, en la ciudad de Las Palmas en busca de sosiego lejos de las tierras británicas. Y, en cuestión de semanas, se enamoró de las playas del lugar, de las tablas de surf y del encanto de la isla. Pero aquella escapada no formaba parte de un retiro vacacional normal, sino de un proceso de recuperación tras un suceso dramático. Porque, meses antes, la infidelidad del marido de aquella mujer había arrastrado al matrimonio hacia el divorcio. Y a ella misma a sufrir un ataque de nervios, esfumarse durante días, y reaparecer a trescientos kilómetros de su hogar, adoleciendo una amnesia que le impedía recordar cómo había llegado hasta allí.
Dicho episodio ocupó numerosas portadas y atenciones de la prensa inglesa, noticias donde la mujer figuraba con el nombre con el que firmaba sus exitosas novelas: Agatha Christie. Durante los años venideros, la famosa escritora convertiría Las Palmas en uno de sus retiros favoritos, un lugar donde hacer surf, pasear despreocupada y relajarse. En alguna de aquellas escapadas posteriores, la mujer se alojó en el Santa Catalina, un hotel emblemático con el que tenía en común las raíces inglesas. Y un lugar donde el nombre de Christie compartiría rúbrica en el libro de visitas junto con el de muchas otras personalidades, celebridades que también se hospedaron en el edificio durante sus más de cien años de historia: gente como Winston Churchill, Ava Gardner, Maria Callas, el príncipe Carlos de Inglaterra, Lola Flores o un Gregory Peck que se acomodó en el Santa Catalina mientras filmaba Moby Dick, a las órdenes de John Huston, en la playa de Las Canteras.
Inaugurado en 1889, el Hotel Santa Catalina se erigió como refugio de los tripulantes de barcos ingleses que, mientras se dirigían a África en busca de fortunas, atracaban en el puerto de Las Palmas para tomarse un respiro antes de asaltar el continente vecino. Por eso mismo, el inmueble primigenio del hotel de lujo llegó financiado por las libras esterlinas y demostrando dejes británicos: se trataba de una iniciativa de la empresa londinense The Canary Islands Company y su construcción fue dirigida por Norman Wright, un inglés afincado en la isla, a partir de los diseños del arquitecto escocés James M. MacLaren. Moldeado al gusto de la refinada sociedad británica, con una estructura elaborada en su mayor parte con madera, el Santa Catalina se edificó en tiempo récord y se rodeó de un gran jardín privado al estilo inglés. La residencia gozaría de éxito hasta que, en 1914, la crisis provocada por la Primera Guerra Mundial arrastraría al hotel al cierre. Desde entonces, el lugar ha recibido numerosas reformas, de entre las cuales destaca la última, a cargo del grupo Barceló. Tras ella, el complejo reabrió sus puertas en 2019. Pero, durante todos esos años, el inmueble no fue el único elemento que fue alterado para mejor. Porque, a mediados del siglo XX, otra reforma había transformado sus jardines en arte.
El arte del meterse en jardines
En épocas medievales, los jardines comenzaron a colarse en las ciudades por motivos más prácticos que estéticos, sirviendo como fuente de sustento y de plantas medicinales que a menudo se encontraban en lejanos monasterios. El Renacimiento convertiría aquellos parques en un asunto privado de cuna elevada, una parcela que demostraba opulencia y solo podían permitirse los nobles con ganas de deleitarse paseando por su propio pedazo de naturaleza. Dos siglos más tarde, André le Nôtre diseñó un fastuoso estilo de jardín para el rey Luis XIV que llevaría a la práctica en palacios como el de Versalles, el de Vaux-le-Vicomte o el de Chantilly. Eran jardines domados, donde la vegetación estaba cuidadosamente podada a alturas que dieran a entender que ni siquiera la naturaleza estaba por encima del rey. Territorios geométricos, plagados de fuentes, parterres, esculturas y vegetación sometida, juguetes de la nobleza. Dicho estilo pronto adquirió renombre y se convirtió en moda en una Europa que lo imitó de manera obsesiva, lo que provocó la aparición en varios países de innumerables jardines cuadriculados, plagados de aristas artificiales y sin mucha alma. Hasta que los ingleses decidieron rebelarse ante la omnipresencia del encorsetamiento francés y contraatacaron con algo distinto, un nuevo concepto de jardín: entornos más salvajes, planificados de manera premeditada pero conservando el carácter orgánico y silvestre de las especies. Un ideal de oasis verde configurado no solo por maestros jardineros, sino también por poetas, artistas y otros virtuosos de la ilustración que crearían así el concepto de paisajismo, el movimiento panteísta que buscaba evocar el Paraíso bíblico, un vergel bajo el cual tuvieran cobijo todas las artes. El jardín que inicialmente rodeaba el Santa Catalina era un descendiente lejano de aquellos.
Durante los años cincuenta, se decidió transformar la floresta británica de los alrededores del hotel en un espacio verde de uso público, el nuevo parque Doramas. Un lugar que había sido bautizado en honor al valor de un guerrero: Doramas fue un plebeyo aborigen del siglo XV que combatió contra la conquista de las islas Canarias emprendida por los Reyes Católicos. Un hombre cuya valentía en el campo de batalla le promocionó a capitán, líder, noble y leyenda. Fallecido durante la contienda, Doramas acabaría siendo etiquetado por los historiadores como «el último de los canarios».
Parte de la reforma del parque fue llevada a cabo por el arquitecto Miguel Martín Fernández de la Torre, quien se inspiró en los cuadros de su hermano, el pintor Néstor Martínez Fernández, pinturas que imaginaban una versión quimérica de Las Palmas. Otra parte del proyecto, la ampliación y reforma de los terrenos de la parte trasera del Hotel Santa Catalina, recayó en manos de un creador que consideraba los jardines como una disciplina artística, un hombre llamado Nicolau Rubió i Tudurí.
El jardín que englobaba las artes
Rubió visitó Gran Canaria para llevar a cabo el encargo y, al recorrer las carreteras de la isla, se quedó maravillado con una tierra que definiría como: «Un paisaje grandioso, en el cual se juntan estupendamente las presencias del desierto, del mar y de las altas montañas que cierran el horizonte por el norte». Elementos que al menorquín, una persona viajada que había atravesado el desierto saharaui en numerosas ocasiones, le evocaban sentimientos aventureros pretéritos: «Se reproduce aquí algo de lo que existe en la vertiente sahariana del Atlas, con sus dunas, sus oasis, su vasto silencio, cierto misterio en el aire, la expectación de lo incógnito y de la aventura». Rubió, quien aseguró que aquel periodo fue uno de los más felices de su vida, decidió enfocar sus proyectos en la isla visualizando una «Las Palmas futura», y trabajó en el parque Doramas entre los años 1952 y 1962.
El hombre construyó un zoológico en el lugar, un pequeño enclave exótico que sería muy popular durante los años setenta, donde habitaron osos polares, avestruces, serpientes, monos, gacelas, camellos, diversas especies de pájaros e incluso un caballo arabesco. Dicho zoo desaparecería tras una reforma realizada a comienzos de este siglo, aunque la marca del arquitecto se puede contemplar en dos grutas, de metal y hormigón, que aún se conservan. Rubió también ideó el eje central del parque instalando un manantial radial, que estaba directamente emparentado con su propio trabajo en Montjuïc, y diseñó las rampas del paseo de Chil o los viveros del entorno de la piscina Julio Navarro. Al otro lado del parque ubicaría los jardines Rubió, una alfombra de césped que se alza en pendiente casi hasta lo alto del mirador de Altavista. En la cumbre de dicha colina, ajeno a la obra del menorquín, puede contemplarse un edificio insólito que conecta y al mismo tiempo contrasta con los jardines: la Full Gospel Las Palmas Church, la primera iglesia presbiteriana coreana de Gran Canaria, establecida en lo que otrora fuese una discoteca. Un templo cristiano para aquellos miembros de una comunidad coreana que, al igual que los ingleses en otra época, desembarcaron en la isla y terminaron asentándose en ella. En los últimos años, los jardines Rubió han sido decorados con la inclusión de una cascada escalonada, y con la instalación de la efigie de una jirafa junto a una niña, ambas talladas en aluminio, una escultura bautizada Planeta Ella.
El trabajo de Rubió conforma un ejercicio de estilo ecléctico que camina entre lo clásico y la vanguardia, absorbiendo e incorporando todo tipo de influencias de las culturas mediterráneas, que el artista adoraba, y renunciando a los artificios y las decoraciones vacías. El jardín se convertía en un paraíso anhelado, despojado de las connotaciones religiosas de los paisajistas ingleses, y en una obra de arte cuya esperanza era subordinar a otras artes: «Tan arraigada está la emoción del jardín-paraíso en la vida del hombre —escribió el artista en su libro El jardí, obra d’art— que gana en hondura de arraigo a la propia arquitectura, un fenómeno completamente poscreacional, y todavía más a la escultura y la pintura, artes de representación propios de épocas evolucionadas. Solo la poesía instintiva y la música prerracional pueden competir con la antigüedad y profundidad de enraizamiento del jardín, tanto en el espíritu como en la existencia del hombre». De este modo, Rubió explicaba que solo podía entender la creación del jardín como una tarea poética. Una labor artística donde el responsable siempre debería tener en cuenta que los versos con los que trabajaba estaban vivos. «Muy diferente de las obras de arte que forman la materia inerte, el jardín está hecho con seres vivos, las plantas. El artista jardinero ha de “vivir” su obra, en comunión con las exigencias de la vida vegetal. Ha de colaborar con ella, sin someterla a inspiraciones artísticas preconcebidas. Si intenta eso, las plantas crecerán con dificultad, adoptando actitudes de “protesta”, y la obra de arte se frustraría. La actividad del hombre jardinero ha de generar un enlace entre las dos existencias, la vegetal y la humana. El jardín es vegetal y humano al mismo tiempo», afirmó aquel humano que, entre guerreros aborígenes, vientos del Sahara y animales exóticos, convirtió el jardín en poesía. «Solamente plantando realmente jardines es como se llega a aprender a hacerlos».
Buenas, la playa-set de rodaje no fue las Canteras, sino las Alcaravaneras.
Lo del surf supongo que es una licencia artística.
Un saludo cordial