Traducción de Juanma García-Ruiz
Este breve texto pretende ser un comentario sobre las imágenes que muestran, con justificado orgullo, las filas de ordenadores de IBM (o de otra organización, por supuesto) alineados y conectados en línea para realizar nuevas funciones. El objetivo de esos supercomputadores suele ser el de llevar al límite las capacidades de la inteligencia artificial para producir, por ejemplo, un texto cómico que haga reír o un texto poético que lo sea. Aunque hacer reír o crear emociones se consideraba muy difícil para una máquina, es algo que ya se ha conseguido. Lo cual, de forma especular, plantea la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto las mentes humanas están conectadas entre sí, como los ordenadores de IBM?
El lugar donde se encuentra el cerebro para procesar sus pensamientos es importante. No el locus cerebralis, sino el lugar físico, el exterior, el banco en el que está sentado el cuerpo que lo contiene, el escritorio, la barra de la cervecería, o el jardín. O la habitación en la que Xavier de Maistre del Viaje alrededor de mi habitación caminaba en círculos.
Si es cierto que el Homo sapiens sapiens es un organismo social, lo que piensa cuando está solo es diferente de lo que piensa cuando está acompañado. Parece un razonamiento obvio, pero podemos examinar algunos ejemplos para profundizar en la idea.
El punto de partida obligado del razonamiento son los «memes». El meme, del griego μίμημα (imitación), es la unidad cultural mínima capaz de reproducirse en el cerebro humano. Al menos según la propuesta de Richard Dawkins en El gen egoísta en 1976. Inspirada en el concepto de gen, la idea de meme indica una unidad cultural definida, como, por ejemplo: el concepto de Dios, un estribillo musical, el estilo Bauhaus, la forma de cocinar los espaguetis, un idioma o un aforismo. La principal característica es su transmisibilidad como unidad, a través de la copia, la imitación y el intercambio.
La idea está claramente tomada de la genética molecular, donde un gen es la unidad básica, definida, unitaria y transmisible. Así también es el meme. Y, del mismo modo, ambos están sujetos a la selección según las ventajas evolutivas que confieren al organismo que los alberga y los compone. La diferencia es que los genes determinan el genotipo y el fenotipo, mientras que los memes definen el comportamiento y, en conjunto, una cultura.
Richard Dawkins describe el meme como una unidad de información que reside en el cerebro, pero no desarrolla hipótesis estructurales. En la versión original se limita a proponer que es un patrón que puede influir en su entorno y propagarse. La propuesta de la estructura de un meme se debe a los biólogos Charles J. Lumsden y E. O. Wilson que en 1981 publicaron el libro Genes, Mind, and Culture: The Coevolutionary Process, en el que presentaron la teoría de una coevolución de los genes y la cultura. Según su propuesta, las unidades fundamentales de la herencia cultural deben corresponder a redes de neuronas dedicadas a procesos de almacenamiento de memoria. La imposibilidad de verificar experimentalmente esta hipótesis ha hecho que pierda fuerza con el tiempo. Tampoco ayudó a reavivar su interés el libro de Susan Blackmore de 1999 La máquina de los memes, que introdujo el concepto de meme de reproducción autónoma y liberó la hipotética estructura cerebral de las limitaciones de reproducción biológica.
La idea básica de Dawkins es que las culturas pueden evolucionar de forma similar a como lo hacen las poblaciones y los organismos vivos mediante la acumulación de «unidades de información». El valor evolutivo de estas unidades meméticas viene dado por su valor intrínseco (la idea de una herramienta bien diseñada, por ejemplo; o la idea de un Dios creador) y la posibilidad de ser imitadas, lo que básicamente significa la posibilidad de ser importadas como información del entorno al cerebro a través de los órganos de los sentidos. En consecuencia, tanto los genes como los memes pueden sobrevivir al organismo individual que los porta y, al igual que los genes, también sufren mutaciones y evolución. Según este enfoque, un yo no es más que el conjunto de memes de su cerebro.
El interés de este punto de vista radica en considerar las ideas/conceptos como unidades evolutivas, mientras que su limitación es la introducción de un solapamiento innecesario con los procesos normales de aprendizaje, por un lado, y con los de transmisión de instintos innatos, por otro. Sin embargo, hay otro nivel de interés: las ideas se expresan, y generalmente se expresan en compañía, se transmiten a otros. Esto nos devuelve al principio («¿hasta qué punto los cerebros humanos están en línea unos con otros?»), pero ahora sabemos de qué estamos hablando: cuando elaboro un pensamiento, elaboro algo transmisible. Transmitirlo o no es lo que hace la diferencia.
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Otro punto de partida obligatorio para el razonamiento es utilizar el enfoque que normalmente se llama reductio ad absurdum para considerar el caso extremo opuesto: los pensadores solitarios. La historia de la literatura está llena de pensadores solitarios.
Entre los primeros que me vienen a la mente, está Jean-Jacques Rousseau y sus Ensoñaciones del paseante solitario. Un título que se comenta a sí mismo, que utiliza la primera persona del singular y pretende producir empatía con el yo narrador. Otro es Immanuel Kant, que caminaba en las noches de invierno por Kӧnigsberg mirando al cielo prusiano, haciendo reflexiones tan frías como ese cielo. De su manido y celebrado aforismo «El cielo estrellado sobre mí, y la ley moral dentro de mí», que escribió en la conclusión de la Crítica de la razón práctica y sobre el que construye todo el gran castillo de la lógica concatenada que lo precede, la palabra que destaca es mí. Tanto es así que caminaba solo.
También tenemos a Giacomo Leopardi. Su «El infinito» comienza con: «Tanto caro MI fu quest’ermo colle» (tan querida ME fue esta colina solitaria). Giacomo, como su padre, escribía mucho, pero Giacomo se escribía a sí mismo sobre sí mismo. Sus cartas fueron numerosas, a muy diversas personas y buscaban conseguir relaciones académico-literarias. Pero más allá del interés temático de las cartas individuales, la sensación que dejan es que Giacomo, más que a todas las personas que escribía, se escribía a sí mismo. Uno de sus problemas de celos literarios era su padre Monaldo, ya que Monaldo escribía y publicaba mucho y bien. Su Dialoghetti sulle materie correnti de 1831 tuvo un éxito inmediato, con seis ediciones en cinco meses, se tradujo a varios idiomas y se hizo famoso en las cortes europeas.
Luego tenemos los pensadores en parejas literarias: Dante, por ejemplo. Dante hace aparecer a Virgilio desde el principio, guiándolo durante un largo camino. El motivo por el que Dante eligió a Virgilio es comprensible: Virgilio, que escribió para Augusto, ensalzaba la esperanza y la premonición como parte integrante de la Edad de Oro de la literatura latina. En los años de la afirmación y estabilización del régimen de Augusto, el Imperio vivía una época de anuncios y signos por doquier, el cometa, los Reyes Magos, el Puer Salvifico esperado en Oriente en diversas formas, además del que tomaría Cristo. Virgilio canta a Augusto, y los cristianos hacen suya la expectativa de salvación sustituyendo a Augusto por Cristo. Dante no podría haber elegido a nadie más políticamente correcto que Virgilio. Pero ¿por qué Dante introduce un acompañante desde el principio? ¿Realmente necesitaba un alter ego? ¿Un espejo de su propia conciencia? Por lo visto sí. Lo mismo podría decirse para la pareja formada por Apolonio de Tiana y su fiel discípulo Damis del libro de Filóstrato y, por qué no, para Sancho Panza y don Quijote, y muchos otros. Hablar con uno mismo y al mismo tiempo contrastar el pensamiento es mejor cuando hay un conversador, el razonamiento es más rápido y ágil.
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Pero es de Aulo Gelio de quien realmente me gustaría hablar, porque sus Noches áticas ofrecen el ejemplo más evocador, admirable y fascinante de lo hermoso que es razonar en compañía. Y gracias a esta forma dialéctica y amistosa nacen las páginas que perduran, páginas que no tratan necesariamente de grandes problemas filosóficos, pero que por eso mismo siguen ahí manteniendo nuestra mente ocupada. Es casi como una canción mezclada con una contracanción, como hablar solo mientras te diriges a una pequeña audiencia de amigos.
Desde luego no es el único libro de este tipo: además de los Diálogos platónicos, obra que formaliza clásicamente la investigación coral y todas sus implicaciones, nos viene a la mente, por ejemplo, Plutarco, que en Los oráculos de la Pitia se pasea por Delfos con un grupo de amigos (Basilocles, Filino, Diógenes, Teón) y, entre broma y broma, se explaya sobre la existencia de los dioses y su capacidad para enviarnos mensajes en forma de oráculo.
Se sabe muy poco de Aulo Gelio, y lo que sabemos proviene casi exclusivamente de lo que él mismo dice en su libro. En primer lugar, hay que dejar claro que Aulo Gelio no era un gran escritor; no era Homero, Horacio o Apuleyo, pero era un extraordinario y erudito compilador. Se interesaba por todo tipo de cosas, tanto las más sesudas como las más nimias. Y lo contaba muchas veces como una charla con amigos.
Las Noches áticas es la única obra suya que se conserva sustancialmente intacta, salvo algunas lagunas. Son veinte libros compuestos por breves capítulos de una a dos páginas, a veces más cortos, que tratan los temas más diversos. Son estudios en profundidad de crítica literaria, de análisis gramatical, de orígenes etimológicos, de la evolución de una ley concreta, de fenómenos naturales, de cuestiones religiosas, de problemas éticos. Un poco de todo sin un orden aparente.
El libro está escrito para él mismo. Un poco por vanidad, ya que Aulo se tomaba a sí mismo en serio, y porque creía en el valor absoluto de la cultura. Pero también para entender mejor, y a la vez para transmitir su sabiduría.
El título hace referencia a las largas y solitarias noches en las que Aulo elaboraba sus notas, noches que en el Ática debían de ser frías durante muchos meses. De hecho, una de los temas que se plantea es cómo se calentaban los antiguos griegos.
Es extraño que este libro se haya conservado cuando tantísimos otros, de la misma o mejor calidad, se han perdido. Los libros eran objetos caros y el resultado de elecciones intencionadas. Un siglo y medio antes, Mecenas se había convertido, por ejemplo, en el organizador del consenso cultural en torno a Augusto, simplemente financiando la copia y distribución de autores cuidadosamente seleccionados. Los que todavía estudiamos hoy son los que eligió Mecenas y de los que difundió copias en las escuelas de retórica y filosofía. El gusto de Mecenas era muy refinado, como aún podemos apreciar al leer a Virgilio, Ovidio, Horacio o Propercio, por citar algunos. Pero es evidente que de los intelectuales que no se adhirieron a la ideología cultural dominante no ha quedado ningún rastro.
Las Noches áticas fueron escritas en Atenas y elaboradas en Roma entre el 150 y el 165 e. c. La fecha no se conoce con precisión, pero ese rango es suficiente para permitirnos imaginar el clima cultural de la época. Aulo vivía en una ciudad rica y vibrante, y formaba parte de la clase dirigente y culta. El emperador era Antonino Pío, quien valoraba la estabilidad más que las conquistas, con lo que Roma vivía en esa época sus mejores años. Como tantos otros romanos de buena familia, Aulo había pasado un par de años en Atenas al finalizar sus estudios. Durante estos años había tomado notas, y las Noches áticas son el resultado de la elaboración y redacción formal de estas notas. Esta reelaboración ha durado, según se desprende de su lectura, toda una vida, y durante ella se añadieron consideraciones sobre hechos del ambiente romano. Aulo se dedicaba a la actividad judicial y su familia, de antiguas e indiscutibles raíces, la gens Gellia, tenía propiedades en Cesarea, capital de Numidia y Mauritania, la actual Cherchel en Argelia, y quizá en otros lugares.
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Sobre el título de este artículo, me gustaría transcribir las palabras iniciales de algunos capítulos de su obra.
Del Libro I, II, [1-3]:
[1] Herodes Ático, persona distinguida tanto por su elocuencia griega como por su dignidad consular, invitaba frecuentemente a sus villas fuera de la ciudad —en la época de nuestros estudios en Atenas— a mí y al dignatario Serviliano y a otros numerosos compatriotas nuestros que habían venido de Roma a Grecia para cultivar sus mentes. [2] Así que una vez que estuvimos con él en la villa llamada Cephisia, en medio del gran resplandor de la estación cálida y de la constelación del otoño, evitamos la incomodidad del calor a la sombra de los grandes bosques, en las largas y suaves avenidas, en las habitaciones situadas en la terraza, en las piscinas claras, llenas y brillantes, en definitiva, en el encanto de toda la villa, en la que resuenan por doquier las aguas y los pájaros armoniosos. [3] «Había un joven allí con nosotros, un hombre filosófico…».
Herodes Ático era un hombre muy poderoso, muy rico, un intelectual de renombre. Y es evidente que Aulo Gelio era un buen conocido, si fue invitado a pasar los momentos más calurosos del verano griego junto a la piscina. El calor del verano (el otoño comenzaba para los romanos antes de los idus de agosto, el 12 de agosto según Columela). En este episodio, el protagonista es Herodes Ático, que prepara con mucha elegancia a un joven autodenominado filósofo, utilizando argumentos de Epicteto y elaborando ingeniosamente lo que es la verdadera filosofía estoica. Para mí, el encanto es el escenario, la compañía y el conocimiento por parte de Aulo Gelio de que él y otros han vivido algo digno de ser contado.
Del Libro II, XXI, [1-3]:
[1] Éramos varios, griegos y romanos, estudiosos de las mismas disciplinas, y en el mismo barco hicimos la travesía de Egina al Pireo. [2] Era de noche, el mar estaba en calma, la estación era el verano y el cielo estaba claro y tranquilo. Así que nos sentamos todos juntos en la popa, contemplando las brillantes estrellas. [3] Fue la ocasión para que los que conocíamos la ciencia griega nos enzarzáramos en doctas y profundas disputas sobre una serie de problemas: sobre qué es el «Carro» y su «Bovaro», cuál es el mayor y cuál el menor, por qué se llama así, en qué dirección se mueve al avanzar la noche, por qué Homero dice que solo el Carro no se pone nunca, etc.
A continuación, se habla de la constelación que los griegos llamaban Carro y los romanos Settentrione, sobre la razón y el origen de los dos nombres. Evidentemente es interesante, al igual que es agradable leer que Homero en la Odisea (5, 273 ss.) enseña que «Osa, a la que también llaman con el nombre de Carro, gira sobre el mismo punto y vigila a Orión, ella sola exenta del baño de Océano». Pero es aún más bonito imaginar a ese grupo de intelectuales intercambiando opiniones sobre el significado de la palabra triones (parte de septentrión), sobre la elegancia de dibujar triángulos en el cielo considerando las estrellas de tres en tres, sobre lo que Varro habría dicho al respecto. Tal vez un navegante solitario habría pensado lo mismo, pero se lo guardó para él.
Del Libro III, I, [1, 2]:
[1] Hacia el final del invierno paseábamos por la plaza cercana a las termas de Ticio disfrutando del calor del sol, en compañía del filósofo Favorino; y mientras caminábamos leíamos la Catilina de Salustio, por iniciativa de Favorino que lo había visto en la mano de un amigo. [2] De este libro llegaron a leer este pasaje: la avaricia…
A continuación, se investiga y se discute sobre las razones de la afirmación de Salustio de que la avaricia ablanda no solo el alma del hombre, sino incluso su cuerpo. Ahora bien, esto puede interesarnos o no, pero lo cierto es que aprovechar el calor del sol leyendo lo que pensaba un escritor de un pasado lejano sobre un tema, digamos, abstracto, tiene su encanto. Aulo Gelio habla a menudo de Favorino (en treinta y cuatro ocasiones) en términos que sugieren una relación de discípulo-maestro deferente, y también está claro que debían de ser amigos íntimos. Favorino de Arlés (80-150/160 d. C.), filósofo y orador, alumno de Dion Crisóstomo, fue un famoso amigo de Plutarco y de Herodes Ático, y fue heredero de Adriano, con quien había compartido el proyecto del renacimiento de Atenas, y socio de Frontón, el retórico nombrado maestro de los futuros emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero. En definitiva, Favorino era un intelectual orgánico de la casa imperial. Solo se conservan algunos fragmentos de sus obras escépticas, que suelen ser muy polémicas. Las Termas de Ticio son probablemente las Termas de Tito, las llamadas termas «imperiales» que reutilizaban para uso público las grandiosas termas privadas de la Domus Aurea que los brillantes arquitectos de Nerón habían hecho construir en la ladera del Esquilino. Frente a la entrada principal, en el lado norte, había, en la época de Antonino Pío, en los años en que Aulo escribía, una gran plaza, y es en ella donde nuestros filósofos solían tomar el sol en invierno e intercambiar memes.
A lo largo de las Noches áticas nos encontramos con otros comienzos en los que se insinúa el entorno coloquial y social de lo que se va a contar. Hay uno en el que se describe a la gente en la plaza que esperaba para rendir homenaje al emperador (IV, I, 1):
En el vestíbulo del palacio del Palatino se había reunido una multitud de personas de todas las clases sociales, que esperaban para saludar al emperador; y allí, en un grupo de eruditos, en presencia del filósofo Favorino, un hombre muy entendido en gramática.
Otro íncipit (III, XIX,1) introduce la escena del almuerzo en casa de Favorino durante el cual un esclavo alfabetizado leía en voz alta un texto filológico:
En los almuerzos del filósofo Favorino, una vez que este tomaba asiento y se empezaba a servir la comida, un sirviente, de pie junto a su mesa, comenzaba a leer pasajes de la literatura griega o local. Un día, por ejemplo, cuando yo estaba allí, leyó el libro del erudito Gabio Basso Sobre el origen de los verbos y los sustantivos.
Leyendo estas cartas áticas uno se queda con la viva imagen de un mundo en el que la cultura era un valor social compartido, en el que las ideas pasaban de una mente a otra, y era un placer conservarlas en la memoria.
He aquí, pues, volviendo a la pregunta inicial, que ya tenemos identificada la diferencia entre un sistema informático en línea y un conjunto de cerebros humanos en compañía: el puro placer de estar juntos, de elaborar ideas juntos, de sentir juntos, como un fin en sí mismo.
El tema tratado en esta entrada resulta fascinante, pero, a riesgo de ser excesivamente crítico, me veo en la obligación de decir que este tipo de textos deben pecar más por exceso que por defecto; el autor no puede abordar tantas piruetas históricas y dedicar tan pocas líneas al meollo del asunto: los ordenadores en línea; debe desarrollar ese aspecto con mucho más detalle, en detrimento de los detalles históricos. El peso de la idea principal en un escrito es innegociable.
Coincido con el comentario anterior, hay muchos detalles que se pueden cuestionar en todos los sentidos pero en otros la verdad que ha dado en el clavo.