Política y Economía

Esos locos, locos políticos británicos

esos locos políticos británicos
Mayor of London and prospective Conservative candidate for Uxbridge and South Ruislip Boris Johnson (left) and prospective candidate for the Eccentric Party of Great Britain Lord Toby Jones during the General Election count at Brunel University, London.

Este artículo está disponible en papel en nuestra trimestral Jot Dow nº 12 especial Reino Unido

El ujier aprieta los muslos y endereza la solemnidad. Está a punto de dar comienzo el ritual británico más respetable de su política, que cada lustro sintetiza, sin quererlo, todo lo que los anglófilos de pro han tratado de condensar en la llamada britishness. El hecho se produce el mismo día en que el discurso de la reina inaugura el Parlamento, con toda la ceremonia, la pompa, el armiño y el sopor de epopeya monárquica, pero no es eso. Antes de que los fastos arranquen, ese ujier —Usher of the Black Rod, un relamido señor siempre cano y siempre de granítico rostro— golpea con un bastón negro tres veces la puerta de la Cámara de los Comunes, simbólicamente cerrada con un portazo ante sus narices. Cumple con la liturgia y entra a largos pasos en la sala, donde anuncia solemne: «Sr. presidente, la reina ordena a esta honorable Cámara a asistir a su majestad inmediatamente en la Cámara de los Lores». Los seiscientos cincuenta diputados estrujan las posaderas sobre el escay verde con risitas ratoniles, expectantes por lo que llega a continuación. La respuesta al suntuoso llamamiento de su majestad:

«Dígale que pague sus impuestos», retruena una voz en la Cámara. 

Quien habla responde al apodo de «la Bestia de Bolsover» pero su labor bien merecería un título oficial de «el Troll de la Reina». Se trata del diputado laborista Dennis Skinner, un octogenario que durante más de dos décadas tuvo por costumbre aprovechar esta ceremonia reverencial para mofarse de su excelentísima a voz en grito. Sus imprecaciones alcanzaron estatus de culto, y proliferan los recopilatorios de sus mejores rejonazos, que a lo largo de los años se han dirigido no solo a la Corona: «Doblan por ti, Maggie», exclamó en 1990, en referencia a una ausente Margaret Thatcher, a quien sus colegas le habían hecho la cama y mandado a casa echando espumarajos por la boca.

Skinner derrochaba desparpajo, ironía, insolencia y bemoles para romper tan férreo protocolo con el único objetivo de ultrajar a todo personaje relevante: «¿Ha traído a Camila con ella?», preguntó en pleno pasmo nacional por el asuntillo del tampón; «¿Tiene a Helen Mirren en standby?», apuntó, en referencia a la protagonista de la cinta triunfadora de aquel año y también a los escándalos financieros bajo las alfombras de Buckingham Palace. No hay testimonio en vídeo —hasta 1989 no se televisó la ceremonia— pero la leyenda asegura que en 1980 Skinner desbloqueó otro logro de gamberrismo y obstruyó la puerta al ujier para imposibilitarle la entrada a la sala y así boicotear toda la función. La lista de escarnios orales de Skinner es larga e hilarante, pero solo apreciarán su auténtico componente descacharrante en YouTube, donde se contempla el impacto entre la cursilería pegajosa del escenario y la irreverencia de los alaridos del laborista. 

La cuestión es que, durante dos décadas, ninguna autoridad ha llamado al orden a Dennis Skinner1, jamás se le ha tratado como un orate escapado del manicomio ni como el graciosete de la clase al que se le consiente el exabrupto porque el pobrecito no da para más. Muy al contrario, ese vómito de veneno se ha abrazado con regocijo nacional, hasta el punto de que la prensa tildó de «crisis institucional» el año en que Skinner faltó a su cita con la ocurrencia en protesta por su asignación de asiento en la Cámara. ¿Es sorprendente que esto ocurra en el país de la flema y el sangfroid, la ceja hierática, el temple glacial y el fervor God-Save-the-Queen? ¿Que ocurra, en definitiva, en un sistema político que se nos antoja tan protocolariamente dieciochesco y alérgico a los usos modernos como para no desprenderse de su pelucones blanquecinos de piel de castor y baberos de chorreras? No. De hecho, Skinner en sí mismo y su malignidad no vienen sino a encumbrar dos aspectos definitorios de la inglesidad, y por ende, de su política: la sátira y la extravagancia. 

Skinner es una paradoja, quintaesencia de todo el sistema. La inclinación británica por la politness solo es comparable a su incapacidad para lidiar con lo monumentalmente grave, solemne y timorato sin despeñarse por la burla letal, utilizando el humor como arma defensiva y también arrojadiza. Es esa condición de inglés lo que aporta una perspectiva irónica sobre la vida, un manejo de la autoflagelación, el descreimiento existencial patológico y la socarronería. Pocas naciones hay en el mundo capaces de sufrir constantes accesos de pompa y boato para, simultáneamente, ciscarse en sus ochocientos años de historia y reírse de sí mismos por formar parte de esa tragicomedia que es la tradición. Encorvarse ante la señora que llega en la carroza de pan de oro y mandarle a la vez a por una Tena Lady son actos nacidos de la más pura sinceridad. 

La historia política del Reino Unido está trufada de señores —sí, las damas se ausentan muy a su pesar— pulcros, comedidos, vagamente distantes y que se disculpan cuando les pisan; que a la vez son estandartes de ese fariseísmo y grosería que tanto desprecian desde su escaño o despacho. Por una cuestión temporal tenemos presente a Boris Johnson, británico con pinta de veranear en Magaluf, que se benefició de lo que aquí acuñamos como «efecto Aznar»: todos juraban detestarle y avergonzarse por sus actitudes hasta el punto de no votarle jamás; pero ahí estuvo escalando en su mandatos sin despeinarse. O sin peinarse, en su caso. 

Listar sus excentricidades, salidas de tono y mamarrachadas varias provoca la combustión de ambos hemisferios cerebrales, que se preguntan quién se ha dejado abierta la puerta del loquero. El que fue «alcalde bufón» usaba su afición desmedida por el frasco como carta de presentación, y como eslogan de campaña promesas tan inolvidables como «Si votas por un tory, tu coche irá más rápido y tu novia tendrá una talla más de sujetador». Verle colgado a veinte metros del suelo como un chorizo rosáceo con traje y corbata mientras agita dos banderitas británicas, presumiendo de sus infidelidades con jocosidad, o incluso reconociendo que le echaron del Times por inventarse citas son ejemplos que componen ya un legado desconcertante que se esfuerza denodadamente en engrosar. Si alguna vez durante uno de sus discursos la megafonía hubiera escupido la sintonía de El club de la comedia el auditorio ni pestañearía. Quienes lo conocen lo situaban como un híbrido peluchón entre el duque de Edimburgo (por indiscreto y rijoso) y Margaret Thatcher (por sibilino y carismático), pero lo que no consiguió sacudirse es la sospecha de chabacanería manufacturada. Los analistas siguen dejándose las meninges para dilucidar cuánto hubo de estrategia de marketing fríamente cocinada y cuánto de naturalidad y deslenguamiento natural. Cuestión que a este respecto nos trae sin cuidado. El caso es que un tipo machista, borracho y con una honradez relajada ha logrado erigirse en el político con más apoyo de la historia del Reino Unido —solo por detrás de la Dama de Hierro, cuyo nombre nos cuidamos de pronunciar por tercera vez— y acabó con las llaves de Downing Street en el bolsillo. Cuando Ortega decía que la característica del pueblo británico es ser completamente indescifrable, debía de estar refiriéndose a cosas como esta. 

El alcohol no tiene toda la culpa, pero su responsabilidad se mide por galones. Desde que Winston Churchill —otro ilustre con méritos para figurar en este bestiario, lo mismo como belicoso, que como premio Nobel, que como estadista de mil frases o primer generador de memes de la historia— reconociera que el alcohol había hecho más por él que cualquier otra cosa, continúa urgiendo un estudio pormenorizado que desentrañe las conexiones entre alcohol y política allá en las islas: una relación de noble arraigo. Si algo ha tenido potencial para hacer saltar por los aires a todo Westminster no es la dinamita de Guy Fawkes, sino la entrepierna procaz de sus señorías —hazañas impecablemente glosadas aquí— y el británico empinamiento de codo. 

En la línea del citado Johnson, el actual líder del partido Reform UK, Nigel Farage, ha entonado, literalmente, el «no sin mi pinta» en todas las ocasiones posibles, aunque es improbable que eso justifique siquiera un tercio de sus muchísimas boutades indisimuladamente racistas. A pesar de que se esconda tras la excentricidad y el populismo, la principal bandera de Farage no es otra que la más desnuda contradicción. Un eurófobo casado con una alemana (a la que emplea como su secretaria con el sueldo del Parlamento europeo) y francófilo impenitente, un defensor del libre mercado global que busca perpetuar los modos de vida de la Inglaterra provinciana, un conservador que detesta la prostitución y las drogas pero que aboga por su legalización, un opositor al matrimonio igualitario… con amigos homosexuales. Bueno, esto último no es tan extraño. Un hombre con un historial de anécdotas de borracho fumador y pendenciero (volcó un coche y una avioneta y salió ileso) que confiesa no tener ni idea del programa de Gobierno que su partido tiene en la web y le resbala que la prensa haya aireado sus noches locas en locales de striptease en Francia o sus viciosas madrugadas con jovencitas lituanas. Por tres céntimos de euro, respondan: ¿ganó las elecciones europeas a pesar de eso o gracias a todo ello? 

Menos jocosa fue la relación de Charles Kennedy con la botella, histórico líder de los Liberal Demócratas fallecidoen 2015 por una de esas cirrosis que no necesitan confirmación. Un breve paseo por los obituarios aún frescos siembra la sensación de que Kennedy se parece demasiado a ese ideal de político que la ciudadanía bosqueja cuando se le echa en cara el desapego con la clase dirigente. Un tipo cabal y raso, de oratoria brillante, que empapó de fracaso y alcohol cualquier atisbo de futuro. Y lo hizo a la vista de todos. Aun así, su mayor excentricidad fue haber sido el único diputado de todo el Reino Unido en oponerse a la guerra de Irak. No el primero: el único que votó en contra. 

George Galloway le habría acompañado en su oposición, pero el Partido Laborista le expulsó de sus filas a causa precisamente de su feroz crítica a la intervención. El político, escritor y periodista es uno de los rostros más controvertidos del panorama británico, quien ocupó un escaño del laborismo durante años y volvió después a Westminster a lomos de su propio partido, Respect, enmarcado en una izquierda mucho más radical. Galloway no es lo que se dice una figura fácil de categorizar, ni un personaje al que entregarle las simpatías o antipatías a fondo perdido. Porque aunque ha destacado en ciertas luchas sociales, como la pugna por los derechos LGTB o el reconocimiento de Palestina, los puntos oscuros de su biografía confieren al personaje un revés verdaderamente inquietante: reuniones privadas con Sadam Hussein, adjudicaciones de fondos bastante opacas y algo así como camuflados llamamientos al asesinato de Tony Blair. Todo ello, condimentado con su insistencia en su defensa de que en Irán no se mata a los homosexuales, entroncando con aquella tesis chanante de que no existen.

Sea como fuere, Galloway ha sudado la camiseta para acabar figurando en el ranking de honor de la extravagancia política británica, título que confirmó con su participación en la cuarta edición del Gran hermano VIP, donde la audiencia asistió a espectáculos circenses en los que Galloway se fingía gatito en prime time, arrastrándose a cuatro patas mientras ronroneaba, sediento de una leche imaginaria que lamía de las manos de una actriz de poca monta, compañera de reality.

Cuando sus vecinos de escaño pidieron las sales ante el bochorno —e incluso le demandaron ante la cámara— él se desquitó con una columna en The Independent aduciendo que su sórdido espectáculo le había dejado más que satisfecho, porque gracias a ello la cadena televisiva había conseguido «miles de libras» para pagar el sueldo de un asistente social en su circunscripción. 

Quizá esa no fue la vez que a los británicos más se les atragantó el roast beef frente al televisor. Hace unos años, Simon Parkes, concejal laborista del Ayuntamiento de la ciudad de Whitby, reveló al mundo el secreto que había estado guardando durante años: que es adoptado. Adoptado, eso sí, por una mujer alienígena de nueve metros y manos de ocho dedos, que lo recogió en su nave espacial en su infancia y le explicó las claves del contacto sobrenatural antes de devolverle a la costa de Yorkshire.

De ahí en adelante Parkes ha escrito libros, grabado documentales (Confesiones de un alien abducido), concedido entrevistas y visitado cada convención sobre ufología que ha tenido a mano, para glosar su historia, rica en detalles extraordinarios y pruebas tan irrefutables como dibujos hechos por él que retratan a los hombrecillos verdes. El laborista ha pormenorizado cómo es el sexo con un alien, ya que durante sus muchos viajes al espacio exterior se encamó con una mujer extraterrestre («The Cat Queen», no una cualquiera) con quien concibió una hija, de nombre Zarka. Sobre la custodia del retoño siempre se ha mostrado bastante flexible, dado que en nuestro planeta Parkes ya tiene un matrimonio con una mujer de altura común, que ha atravesado algunos baches debido a sus escarceos interplanetarios.

A pesar de todo, Parkes siempre ha defendido que nada de todo esto ha interferido jamás en su labor política profesional, más bien al contrario: «He obtenido más sentido común de los alienígenas que de los concejales. Los aliens son mucho más conscientes de las cosas, la gente en el Ayuntamiento no parecen ser conscientes de las necesidades de Whitby», asegura. 

Después de una intensa tourné por las televisiones británicas, donde aseguró que el anterior conflicto de Ucrania había sido causado por una raza alienígena llamada nordics que asesoró a Vladimir Putin para no se sabe muy bien qué, Parkes anunció en 2015 que no se presentaría a la reelección. Alegó que el trabajo municipal no le dejaba tiempo para sus «labores cívicas», sin dejar ninguna pista de a qué dimensión se refería. 

Por concluir de algún modo, y haciendo caso a Kurt Vonnegut en eso de que hay verdades tan horripilantes que solo pueden ser tratadas con humor, diremos que lo que más regomeyo causa de la excentricidad política británica es que siempre se reserva un giro magistral para el final. O recuerden el caso del parlamentario laborista John Stonehouse, que murió dos veces. La primera en Miami en 1974, donde supuestamente había huido para suicidarse acosado por las deudas de sus acreedores y las condenas por robo y estafa. En realidad solo fingió su muerte abandonando una pila de ropa en la playa, esperando que alguien se tragara que había sido devorado por un tiburón mientras él ya estaba camino de Australia para reunirse con su secretaria y amante. Coló, al menos durante un tiempo. La prensa zanjó el asunto con un par de obituarios para un parlamentario no demasiado brillante y con un afán por meter la mano en la caja ciertamente notorio. Scotland Yard acabó descubriendo el pastel y le deportó al Reino Unido para ser juzgado, proceso durante el cual el resurrecto Stonehouse se negó a renunciar a su acta de diputado, algo que le dio mucha risa a un laborismo en plena crisis. Cuando salió de la cárcel tras siete años de encierro, el parlamentario (con un coeficiente intelectual de ciento cuarenta) se reinventó como recaudador de fondos para caridad, celebridad televisiva, escritor y nuevo integrante del extinto Partido Socialdemócrata. La muerte le pilló, por segunda vez, en Southampton en 1988. ¿Creían que este era el giro final? Pues no: el secreto de Stonehouse fue que, además de todo eso, resultó también ser espía comunista en la década de los sesenta, pero Margaret Thatcher optó por encubrirlo dado que no había pruebas suficientes para juzgarlo. 

Aliens, comunistas, gatos, gritos, cirrosis y suicidios fingidos. Todo eso, dejando a la Corona al margen. Aunque quizás, como siempre argumenta un buen amigo y anglófilo de pro, la mayor excentricidad británica siempre será no haber tenido más revolución política que la de Cromwell. Que además, duró poco. 


Notas

(1) El único que se atrevió a ningunearle fue David Cameron, que durante un debate le llamó «dinosaurio jurásico». Tuvo que retractarse.

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4 Comments

  1. MacNaughton

    Si, pero Inglaterra es el primer país que tiene una revolución en la época moderna lo cual conduce a la Guerra de los Tres Reinos (1639-1653); el primer país que ejecuta a un rey (Carlos I en 1642) en consecuencia, el primer país de tener una Restauración (Carlos II en 1660) y el primer país en culminar una revolución burguesa en 1688 cuando el hermano de Carlos II, el católico Jaime II de Inglaterra y VII de Escocia, queda defenestrado por el parlamento para ofrecer el trono a su hija y yerno protestantes, Guillermo de Orange y Maria, en la así llamado «revolución gloriosa» y así confirmar el carácter protestante de la corona británica por acto de parlamento que sigue vigente hasta el día de hoy (un católico no puede ser rey por ley) y la supremacía del parlamento sobre la monarquía, o en términos marxistas, la burguesía sobre la ancien regime…

    En cuanto al republicano Cromwell, es el dictador que sale del caos revolucionario, análogo a Napoleon en la revolución francesa, solo en protestante ultra…con su «new model army» arrasa la irlanda católica a sangre y fuego y invade y ocupa Escocia….Con la restauración de 1660, se desenterra a su cadaver y se le ejecuta por traición aunque lleva muerto casi una decada…

    Los partidarios del defenestrado Jaime II de Inglaterra y VII de Escocia serán conocidos como Jacobitos y intentarán recuperara el trono con rebeliones desde Escocia, país historico de los Estuardos, en 1689, 1708, 1715 y mas celebramente, en 1745 cuando llegan a 100 millas de Londres, liderado por «Bonnie Prince Charlie» y los clanes de las Tierras Altas que habían «salido» a su petición para recuperar el trono para los Estuardos y acabar con la Union de 1707….

    La derrota final en Culloden Moor en 1746 de los clanes por las «chaquetas rojas» del «carnicero» Cumberland llevará a la represión brutal de la Escocia gaélico de las Tierras Altas durante las siguientes décadas….

    En 1825 Walter Scott publica de forma anonima «Waverley» en Edimburgo una de las primeras «novelas historicas» sobre la Rebelión de 1745 y se empieza la romanticazion de Escocia y las Tierras Altas sobre todo que siguen hasta el día de hoy («Outlander» por ejemplo)…

    Creo recordar que Escocia es el.único país que tiene una estacion de tren nombrado por una novela- Waverley Station en el centro de Edimburgo…

  2. E.Roberto

    También fue el primer pais que se aventuró en el Hemisferio Sur en busca de preda, ocupando por la fuerza las Islas Malvinas en 1833 y tratando de conquistar la Ciudad de Buenos Aires durante la crisis napoleónica, y rechazados para mayor vergüenza de Su Majestad con palos y aceite hirviendo por los que después serían los porteños, o sea uno de los tanto pueblos de la Argentina; luego bloqueando el rio Paraná juntos a otros europeos de lo cual también salieron mal parados; pero hay que reconocer que además de flemáticos e indecifrables son obstinados, ya que lograron convencer a la burguesía argentina de que el libre comercio es más beneficioso que la Santisima Trinidad. God Save the Queen mientras pueda. Lo único que me consuela es la Mano de Dios y la galopeada inmortal y épica de un morochito petiso como no lo son los anglosajones.

  3. Andres

    ¿Cómo es que nadie comenta sobre el caso Thorpe?
    – cartas a su «conejito»
    – acusaciones de intento de asesinato
    y un escándalo que terminó con la carrera del señor en cuestión

    Incluso hace unos años la BBC adaptó esa historia en una miniserie titulada «A very English scandal»

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