Aunque en sus primeras películas, encorsetadas por obligación en el realismo soviético, ya se notaban sus inquietudes en sus largas tomas o en el gusto por los planos cenitales, Sergei Parajanov no inició su particular revolución en la mente hasta Tini zabutykh predkiv (Los corceles de fuego o Sombras de antepasados olvidados), una película rodada en 1964, un año especial para el planeta. En enero se había lanzado en Estados Unidos Meet the Beatles!, nuevos aires, que en la URSS se reflejaron especialmente en la obra de este cineasta.
El deshielo de los años de Jrushchov fue tímido y breve, pero significativo. Se empezó a apreciar el arte de pintores como Henri Matisse, se volvió a imprimir la obra de Dostoievski y Solzhenitsyn pudo publicar Un día en la vida de Iván Denísovich, sobre las espantosas experiencias que había vivido su generación en el gulag. Hubo apertura, y por esa pequeña grieta se coló Parajanov.
Era difícil concebir una película más contraria a los valores morales soviéticos. Trataba de un pueblo de los Cárpatos, los hutsules, de la Bucovina rumana que se anexionó la URSS tras la Segunda Guerra Mundial. Allí sucedía una historia tipo Romeo y Julieta, con dos familias enfrentadas y dos jóvenes enamorados, pero la chica muere tratando de rescatar a un cordero que se está ahogando en el río y su novio tendrá que casarse con otra mujer. Lejos de rehacer su vida, está completamente deprimido y ausente. Su esposa entonces buscará la felicidad con otros y él en el único lugar donde puede encontrarla: en la muerte. Fallece y, al expirar, puede tocar la mano de su antigua amada por un instante.
Si obviamos un argumento tan supersticioso, cenizo y fatalista, completamente contrario a la filosofía comunista, la película destacaba también por una realización explosiva. El dinamismo de los planos y un color electrizante rompían la pauta del realismo socialista. La anterior cinta de Parajanov, Tsvetok na kamne (Flor en la piedra), de 1962, que tuvo que rodarla después de que la actriz Inna Burduchenko muriera durante un incendio en el rodaje estando embarazada y al director, Anatoly Slesarenko, lo metieran en la cárcel, era homologable a cualquier filme estadounidense de los años del Código Hays, solo que al revés. Iba de unos militantes de las Juventudes Comunistas que están trabajando tan rica y colectivamente cuando una secta cristiana que operaba en la clandestinidad se intenta infiltrar en ellos y destruir a la comunidad. Un negativo de Hollywood.
En Los corceles de fuego no había lógica ni miedos, sino una revolución expresiva y sentimental. Nada del cacareado nuevo hombre del socialismo: aquí estaba el viejo, el ancestral, con toda su negrura y una forma narrativa que desafiaba todas las construcciones racionales y conmutativas imperantes en las formas de cine al servicio del poder, ya sea moral o político o ambos a la vez. Para Robert Efird, profesor de cultura rusa de la Universidad de Seattle, esta película «sigue siendo una de las anomalías cinematográficas más desconcertantes jamás alcanzadas en las pantallas soviéticas. No es simplemente una adaptación libre de Mijaíl Kotsiubinskii y su novela de 1911, sino que ignora todos los modos convencionales de narración, percepción y subjetividad cinematográfica, […] destruye toda noción de un mundo estable y, dentro del ámbito de la ficción, un mundo presentado con veracidad».
La película fue un éxito internacional, y compararon a Parajanov con Eisenstein. Sin duda, los dos eran dos personajes igualmente excesivos y geniales, aunque, como veremos después, ambos lidiaron de forma diferente con la autoridad. No obstante, Los corceles de fuego ni siquiera fue mal vista, en un principio, por el Gobierno soviético. Se consideraba un hito por su «estilo innovador» y su tratamiento del «género etnográfico». El problema fue que esas benévolas estructuras de poder se tambalearon justo con su estreno. Ese año cayó Jrushchov, sustituido en un golpe incruento por Brézhnev, momento en el que Nikita, tal y como han reflejado varios historiadores, exclamó: «¡La mierda flota!». Consigo, el premier arrastró al líder del Partido Comunista de Ucrania, Petro Shelest, un comunista recordado porque, durante su mandato, se había iniciado una recuperación de la cultura nacional ucraniana y que, tras las jugarretas de Brézhnev, acabó como gerente de una oficina de diseño de aviones en Moscú. Tuvo suerte: el destino de Parajanov en esta tormenta fue el gulag.
Es preciso mencionar que Parajanov era un armenio nacido en Georgia que vivía en Ucrania. Para más complejidad, su primera película, con la que se graduó en la escuela de cine, era un cuento moldavo. Era una leyenda que no se diferenciaba en nada del cine de superhéroes estadounidense o de las genialidades en las que empezaba a trabajar Ray Harryhausen en Los Ángeles. El malo, un hechicero, tiraba rayos y se iba volando por ahí, y el pastor que se enfrenta a él supera toda suerte de adversidades ayudado de un arma mágica, una flauta.
De la calidad de su debut da prueba que, tras ser proyectada en el examen de fin de estudios, Dovzhenko, el reputado director de cine soviético que dirigía la academia, pidió que la pusieran otra vez. Nunca había sucedido tal cosa, pero, políticamente, lo relevante años después fue que ese armenio, nacido en Georgia y que se interesaba por las leyendas de los Cárpatos, llevaba a su hijo a la escuela ucraniana. Nadie habrá más armenio que Parajanov, pero nunca cayó en el chovinismo, siempre afirmó su identidad asimilando todas las culturas que pudo y con las que entró en contacto. Pudo costarle la vida.
Con determinación, pero inútilmente, protestó contra la persecución de intelectuales ucranianos y se negó a testificar contra Wałentyn Moroz, académico encarcelado por agitación antisoviética y por publicar un ensayo sobre la esclavitud en los regímenes comunistas. En los diarios de propio profesor, Dovzhenko, trascendió años después su pensamiento de que el Estado soviético había destruido la memoria histórica, la cultura y la lengua ucranianas y que su nación había sido atrapada entre dos totalitarismos.
En esta purga contra los líderes ucranianos del partido, Parajanov estuvo a punto de ser empapelado, pero hubiese sido difícil presentar ante la sociedad una condena por nacionalismo ucraniano a un armenio. Las contradicciones del sistema eran hilarantes, pero no estúpidas. No obstante, hubo consecuencias en el acto. Su proyecto Frescos de Kiev, con todo listo para empezar a rodarla, fue cancelado. Le echaron en cara sus toques fellinianos, con ensoñaciones y diálogos interiores, y sus metáforas «caprichosas, a menudo difíciles de captar». Con las puertas cerradas en esta nueva Ucrania rusificada, Parajanov decidió mudarse a Ereván, donde se puso a trabajar en su gran obra inmortal, Sayat-Nova, sobre el gran poeta y músico nacional armenio del siglo XVIII, ejecutado por el sah de Irán por negarse a denunciar el cristianismo y convertirse al islam.
En su biografía, Parajanov no quería mostrar su vida día a día, año a año, sino los elementos que conformaron sus versos y sus canciones. Es decir, lo que más odia un espectador convencional, una sucesión de metáforas visuales. James Steffen, biógrafo del cineasta, cree que, en este aspecto, se puede elogiar a la URSS. La película tuvo importantes recursos del Estado para rodarse, mientras que en Hollywood no hubiera llegado muy lejos con ese guion, y en Europa habría necesitado un mecenas. El rodaje no estuvo exento de múltiples problemas con las autoridades, pero también se debieron a la personalidad excéntrica de Parajanov. Al final, la Unión Soviética fue el lugar donde vio la luz una obra de tan extraordinaria belleza y absoluta singularidad. En ningún otro lugar le hubiesen permitido, por ejemplo, tomar prestados objetos sagrados de las iglesias y llevárselos a los platós que levantaron en alta montaña.
Sin embargo, una vez montado el filme, nadie entendía nada. Ningún soviético, excepto los armenios, familiarizados con la obra del poeta, captaban el significado de las imágenes. Las autoridades le cambiaron el título a El color de la granada, introdujeron más frases en ruso y trataron de meterle la tijera a ver si se podía hacer más comprensible. Además, no les hizo ninguna gracia la aparición de tanta imagen religiosa y, paradójicamente, de desnudos.
Alekséi Románov, jefe del Comité Estatal de Cinematografía de la URSS (Goskino), se quejó de que la cinta no contaba la vida del gran poeta, ni su lugar en el desarrollo de la cultura armenia y que, en «un esfuerzo por lograr efectos decorativos puramente formales», el resultado era «incoherente». El Goskino se negó a permitir la distribución de la película fuera de Armenia, aunque Sayat-Nova no fue oficialmente prohibida, como le pasó a Andréi Rubliov de Tarkovski. De modo que, tras un montaje nuevo de Serguéi Yutkévich, hubo distribución limitada. Eso no la salvó de las malas críticas de los plumillas soviéticos. Se la tachó de «arcaísta», y se dijo que negaba «la experiencia acumulada por el cine y lo devolvía a una condición ilustrativa». Dadas las circunstancias, se prohibió que la cinta saliera de la URSS, aunque una copia pirata logró llegar a Occidente a mediados de la década de 1970, cuando Parajanov ya estaba preso. En 1982, cuando por fin pudo ser estrenada en Londres, en The Times se opinó: «Es tan esotérica como un verso de Edith Sitwell traducido al esperanto para ser pintado por Dalí y ser filmado en Super-8 por Godard».
En su tierra no hubo tal fascinación. Desde hacía un tiempo, todos sus proyectos eran rechazados. Entre ellos, La confesión, sobre el retorno de un hombre mayor al viejo barrio de Tiflis en el que nació, Intermezzo, un clásico ucraniano; y tres adaptaciones de la literatura rusa (El demonio, de Lermontov; La fuente de Bajchisarái, de Pushkin; y el Cantar de las huestes de Ígor, una obra medieval rusa). En total, doce proyectos a la basura.
Harto, en 1971, durante una proyección de Sayat-Nova en Minsk ante los intelectuales del lugar, dio un pequeño discurso y se atrevió a denunciar la pérdida de la creatividad del cine en la época de Brézhnev. Lo hizo empleando el término exacto zastoi, (estancamiento). También puso a parir las obras sobre el jubileo de Lenin, dijo que las habían hecho los cineastas con menos talento. Las adaptaciones de la literatura clásica le parecían demasiado literales. Tuvo críticas hasta para la famosa Guerra y paz de Bondarchuk, aclamada por contar con cientos de miles de extras. También confesó que un miembro del Comité Central le había amenazado con no volver a rodar en su vida y tuvo comentarios despectivos para el citado Románov. Para concluir, no paró de bromear y hacer chistes sobre la incultura de los políticos que dirigían la obra de los artistas, algo muy habitual en todos los países comunistas, pero nunca en público. El discurso fue grabado por el KGB, y Yuri Andrópov, entonces jefe de la inteligencia soviética, le envió una transcripción al Comité Central de Moscú. En el encabezado del documento, escribió: «El discurso de Parajanov, que tenía un carácter evidentemente demagógico, provocó la indignación de la mayoría de los presentes». El texto traía los comentarios que le hicieron al director al terminar. Parece que alguien le dijo: «Si te sientes así, ¿por qué no te vas al extranjero?», a lo que Parajanov contestó: «Yo quiero quedarme en mi país».
Durante dos años, las autoridades se resistieron a arrestarlo, ya que podía tener efectos indeseados en la opinión pública extranjera, pero lo que pasaba, en realidad, es que era un protegido de Shelest, al que habían purgado enviándolo a Moscú. Cuando este cayó en desgracia definitivamente, en 1973, se detuvo al artista y se presentaron cargos contra él. El nuevo líder en Ucrania, Volodimir Shcherbitski, que no desalojó el poder en Kiev hasta 1989 y fue el ejecutor de las campañas de rusificación, parece que le tenía especial inquina a Parajanov, según testimonió el entorno del cineasta. El armenio sabía que estaba en peligro en Kiev, pero se quedó en la ciudad porque su hijo estaba enfermo de tifus. No lo abandonó hasta que no le obligaron.
El proceso a Parajanov era fácil. Desde 1962, le tenían sometido a estrecha vigilancia por su correspondencia con extranjeros de países capitalistas. En un informe de Vitali Nikitchenko, jefe del KGB en Ucrania, se denunciaba su influencia negativa en la educación de los jóvenes, que había tenido opiniones «ideológicamente dañinas» en conversaciones y que había confesado planes de no regresar a casa la siguiente vez que saliese del país. Lo más grave era que, cuando la Gran Enciclopedia Soviética le escribió pidiéndole información sobre su trabajo, les contestó: «Informe a sus lectores de que morí en 1968 debido a las políticas genocidas del régimen soviético».
Las vigilancias de su apartamento en Kiev también eran un problema. Se informó de que era «un lugar de reunión para todo tipo de personas de dudosa reputación que se entregaban a la borrachera, la depravación, la especulación y conversaciones políticamente dañinas, incluso antisoviéticas». El dosier concluía con verdadera animadversión personal. Según el agente del KGB Leonid Chernenko, era un caso de «analfabetismo político, desorden, desconsideración, lucha por lograr popularidad por cualquier medio y llamar la atención sobre sí mismo».
Como detalle nada sutil, también aportaron la documentación que mostraba que había pasado por el hospital en 1964 porque tenía sífilis. El KGB interrogó a todos sus amigos con preguntas sobre su estado mental. Para su biógrafo estadounidense, eso indica que en un principio debieron de pensar en ingresarlo en un psiquiátrico, como a tantos disidentes, para sacarlo de la circulación, pero la aparición de una carta cambió la dirección que llevaba el proceso. Un tal Semyon Petrovich acusaba a Parajanov de «libertinaje con menores, jóvenes y adultos» e insistía en que había convertido su casa en «una guarida del libertinaje».
Es posible que la carta la hubiera redactado el propio KGB, pero la fiscalía rápidamente encontró más pruebas. Un amigo del joven arquitecto Mijaíl «Misha» Senin, el hijo de Iván Senin, destacado miembro del partido ucraniano y exmiembro del Politburó, declaró que Parajanov y él habían tenido una relación sentimental. En el posterior interrogatorio al que se sometió a Senin, este confesó que Parajanov había practicado la sodomía con al menos tres personas: Vladímir Kondratiev, un realizador de documentales; Iván Peskovoi, un miembro del partido, y Valentín Parashchuk, un estudiante. Además, un ingeniero mecánico, Aleksandr Vorobiev, testificó que a él Parajanov le había violado aprovechándose de que yacía inconsciente y borracho en su apartamento. El 16 de diciembre, Misha se suicidó. El contenido de la nota que dejó en el cuarto de baño de su casa se desconoce, pero es evidente que no pudo soportar su delación, fuera o no forzada por la policía.
A estos delitos se añadió el tráfico de divisas y obras de arte y la difusión de pornografía. Y ser cierto, lo era. Parajanov se refería a la sodomía como «mi vicio» en las cartas que escribió a su familia desde el presidio. El tráfico de divisas lo hacía en la URSS todo el que las tenía. En cuanto a la venta de objetos de valor con fines lucrativos, es decir, su colección de arte, Parajanov se vio obligado a venderla porque no tenía trabajo desde que le rechazaron todos los guiones. Tampoco era falso que en su poder había fotografías de desnudos, una baraja de cartas erótica, una revista y un bolígrafo con cuyo capuchón se formaba una imagen pornográfica. Eran suvenires chorras que se había traído del extranjero.
Para el KGB, eran mejores las acusaciones de sodomía y tenencia de pornografía que haberlo metido en un psiquiátrico, porque así se daba la imagen ante la opinión pública internacional de que se trataba de un delito ordinario (el artículo 122 del Código Penal de la RSS de Ucrania) y no un proceso político. Además, con la homosexualidad se podía dañar su reputación ante la sociedad soviética, donde entonces era un gran tabú. Lo sigue siendo ahora, de hecho. Y lo mejor: gra- cias a que en el juicio se iba a hablar de esos temas, se podía celebrar a puerta cerrada con la excusa de no herir sensibilidades. Todo les salió perfecto. Taras Sheiko, el abogado que le adjudicaron, no pudo hacer gran cosa, el veredicto ya estaba decidido. Le cayeron seis años en campos de trabajo. Pasó por tres, dos en Vinnitsa, al sur de Ucrania, y uno en Voroshilovgrad, actual Lugansk.
Cuando la noticia de su condena llegó al exterior, un nutrido grupo de cineastas firmó una petición para su liberación. Entre otros, estaban: Pier Paolo Pasolini, Luis Buñuel, Federico Fellini, Bernardo Bertolucci, Luchino Visconti, Roberto Rossellini, Michelangelo Antonioni, Agnès Varda, François Truffaut, Jean-Luc Godard… No tuvieron éxito. Estuvo preso entre diciembre de 1973 y el mismo mes de 1977.
Lo sorprendente es que una experiencia que tendría que haber sido traumática y haberle destruido como ser humano le hizo más fuerte. No solo como persona, sino como creador. En la prisión fue aceptado por la comunidad criminal como su artista. Posiblemente la sección más espectacular del Museo de Parajanov en Ereván sea la dedicada a su obra presidiaria sobre la vida en el Gulag y el folclore carcelario. Durante su condena, creó una cantidad impresionante de dibujos, hasta ochocientos, y también collages y muñecas que pudo hacer con los materiales que encontraba en la cárcel.
Los académicos que han analizado esta parte de su obra se sorprenden de la forma en la que Parajanov, entre rejas, supo seguir con su faceta artística y encontrar un público entre los internos. Dinamitó las barreras entre la alta y baja cultura; él, que había sido acusado de formalista y su cine sentenciado por las autoridades por ser «poético». Por otro lado, aunque fue acusado de sodomía, no perdió el contacto con su exmujer, Svetlana, y su hijo, Suren. Ambos, que han muerto en 2020 y 2021, le apoyaron durante todo su cautiverio. Es más, gracias a su correspondencia familiar se puede ver cómo vivía. Al principio, se sentía intimidado por el ambiente. Se encontraba, decía, «entre ladrones, homosexuales activos, carteristas, hooligans, padres fugitivos, asesinos, bandidos, adictos a la morfina, lujuriosos, violadores, pirómanos, drogadictos, todos… Es una gran película y un gran escenario, pero necesita un Dostoievski, mi talento no es tan grande».
En las siguientes cartas, la jerga carcelaria cada vez fue más abundante. Empezaron a aparecer anécdotas e historias de otros presos, como las de uno que tenía un tatuaje de la Mona Lisa en la espalda y, según m vía los brazos, esta sonreía o guiñaba un ojo. Una de sus series de collages de esa etapa versaba sobre este tatuaje. Por desgracia, estando preso, le sorprendieron las muertes de su madre y la de su adorado Pasolini, al que también dedicó otra serie de dibujos. Creía que habían compartido un destino similar.
Las autoridades lo enviaron a campos de trabajo en los que pensaban que estaría en las peores condiciones posibles; querían que no sobreviviera, pero no solo lo hizo, sino que siempre logró ser popular. Por eso estuvo interno en tres centros, porque cada vez que se convertía en el rey de la fiesta, lo trasladaban. Según Joshua First: «En sus compañeros de celda, paradójicamente, Parajanov encontró en cierto sentido a unos jueces ideales para su arte, a pesar de la profunda brecha intelectual entre él y sus espectadores y el drama de toda la situación, su arte le dio la posibilidad de convertirse no solo en testigo, sino en portador de la cultura criminal, con sus collages y dibujos, como Vysotski en sus baladas carcelarias, contribuyó a su esencia y formó su imagen estética». La subcultura del gulag en la URSS era ampliamente conocida. La mitad del país tuvo a familiares presos, y la otra mitad a familiares en los cuerpos represivos. Los padres de Parajanov, artistas, ya le habían cantado canciones talegueras y presentado este mundo marginal como algo que no era degradante, sino accidental en ese Estado.
Al final, fue liberado un año antes de cumplir su condena. Sucedió tras la mediación del poeta francés comunista Louis Aragon, que se lo pidió a Brézhnev cuando le entregó la Orden de la Amistad de los Pueblos. La liberación, sin embargo, le hundió verdaderamente. No le permitían hacer películas y no tenía cómo sobrevivir, y volvió arruinado a Tiflis. En una entrevista en Le Monde confesó que la vida que llevaba era «peor que la muerte» y que se consideraba, de hecho, «un hombre muerto». Tuvo que vender todo lo que le quedaba en casa y llegó a recurrir a la mendicidad.
Incluso así, anulado, chocó con las autoridades una vez más. Por estas fechas, sus palabras se habían dislocado de la realidad. En una ocasión, en un teatro, reveló que su santidad el papa le hacía regalos. La transcripción del KGB decía: «¡Que te apaguen! ¡Que te atormenten! No te imaginas lo bueno que es para mí no hacer nada. He recibido la inmortalidad, el papa me apoya. Me envía diamantes y joyas. Incluso puedo comer caviar todos los días». Tuvo que ir a comisaría a dar explicaciones, él luego dijo que acudió a reafirmarse en sus palabras, pero de nuevo le habían fabricado otro caso. Ahora, por haber sobornado a un profesor de la Academia de Interpretación para que admitiera a un alumno armenio y por intentar comprar al policía que lo descubrió.
Este último juicio tuvo lugar en 1982, pero se salvó por los pelos. Parece que Eduard Shevardnadze, primer secretario del Partido Comunista de Georgia, recibió una petición del poeta italiano Tonino Guerra, el guionista de Antonioni, para que no lo volviera a encarcelar. También, puede que pesara que otra campaña de protestas en Occidente hubiera hecho más daño a la URSS que el que pudiera causarle un casi indigente Parajanov. De hecho, en 1984, antes de la Perestroika, le dejaron que volviese a rodar.
Su última película fue Ashik-Kerib, en armenio. En su famosa entrevista con Ron Holloway en 1988, cuando la presentaba en Alemania, la explicó así: «Cuando tenía siete años, estuve enfermo con anginas y mi madre me leía “Ashik-Kerib”, un cuento de hadas de Mijáil Lermontov. No es muy conocido, no se estudia en la escuela. Lermontov me conmovió profundamente de niño. Recuerdo que lloré. Lloré porque Magul Migeri estaba esperando a su amada, tenía que casarse con otro hombre y quería suicidarse». Volvía al origen. A Los corceles.
Para el papel protagonista, eligió a un joven kurdo cristiano procedente del lumpen local. Tenía un historial de enfrentamientos violentos con la policía y robo de coches. Le pidió que hiciera el favor de dejar de delinquir unas semanas, durante el rodaje. El chaval le contestó que, depende de lo que le ofreciera, podría hacerlo para siempre. El resultado fue esta película. La última, algo que el autor ya se olía, pues le reveló al periodista en Alemania: «Cada artista debe saber cuándo va a morir. Me gustaría morir después de esta película porque estoy muy orgulloso de ella».
Falleció en 1990, dos años después, pero había seguido rodando y dejó material inconcluso. No obstante, lo que a ciencia cierta sí que supo Parajanov durante su vida era a lo que se exponía por llevar a cabo su cine poético. En Occidente, un artista tan celoso de su obra y comprometido con sus ideas se arriesgaba a perder dinero o presencia en los medios. A este armenio, su integridad artística le hizo acabar en un campo de concentración. Y allí dio con sus huesos, pero para volar todavía más alto.
Gracias por este artículo. He visto Sayat-Nova y es verdaderamente preciosa, pero no conocía nada de la vida de Parajanov.
Decidle al becario armenio que tenéis que pare ya de inundar la revista de artículos con armenios y apellidos acabados en «an». Que ya es muy cansino. Gracias, atentamente: un sufrido lector.