Rafael Sánchez Ferlosio nació en Roma el 4 de diciembre de 1927, de madre italiana y padre español. Perteneciente a una familia acomodada y culta, fue hijo de Rafael Sánchez Mazas, escritor, periodista, uno de los fundadores de Falange, y ministro de Franco durante un breve periodo poco después de concluida la guerra civil. La milagrosa supervivencia de su padre en los días finales de la contienda, cuando un anónimo miliciano no quiso acabar con su vida, fue recreada por Javier Cercas en su famosa novela Soldados de Salamina. Antes de la guerra, Sánchez Mazas había sido agregado cultural en la embajada española en Roma y corresponsal del diario ABC. Por esa razón, Ferlosio pasaría los años de la guerra civil en Italia, y entrando ya en la adolescencia vino a vivir definitivamente a España. En una ocasión declaró que odiaba España, pero que no hubiera sido capaz de vivir en otro país. También le gustaba recordar que su pereza para los estudios formales le impidió alcanzar ningún título académico superior al de Bachiller. Ferlosio fue, en efecto, un verdadero autodidacta, como contó en su excelente texto autobiográfico «La forja de un plumífero». Y si bien se distanció pronto de su padre en lo ideológico, sí compartió con su progenitor «el vicio común de manejar la pluma».
Ferlosio no fue el único excéntrico de su familia (porque su hermano menor no era otro que el histriónico cantautor de simpatías anarquistas Chicho Sánchez Ferlosio), pero el prurito de la originalidad y la distinción siempre fueron el signo de la literatura del autor. Fernando Savater supo definirlo con una certera humorada: «Mientras los demás nos empeñamos en ordeñar a las vacas, él prefiere comenzar ordeñando al toro». Quienes pudieron tratarlo en la intimidad cuentan de él que fue un hombre generoso y afectuoso, aunque su perfil de puertas para afuera reflejaba una postura de independencia insobornable y la imagen de un escritor huraño, de aspecto un tanto desastrado a medida que se hizo mayor, poco dado a las apariciones públicas y a frecuentar los círculos habituales de la vida literaria; alguien volcado por entero a su vocación de hombre de letras.
En su juventud emprendió el estudio de diversas carreras universitarias (Arquitectura, Filosofía y Letras, Dirección Cinematográfica) sin llegar a concluir ninguna de ellas. Pero esos tiempos estudiantiles resultaron determinantes para su evolución posterior. A principios de los años cincuenta, trabó amistad con un grupo de jóvenes que aspiraban todos al mundo de las letras: Alfonso Sastre, Ignacio y Josefina Aldecoa, Medardo Fraile, Jesús Fernández Santos, Luis Martín-Santos… Apadrinados por Antonio Rodríguez Moñino, erudito y filólogo represaliado por la dictadura, y futuro fundador de la editorial Castalia, coincidieron en la importante publicación Revista Española, de vida efímera pero de clara repercusión generacional en sus ansias de vehicular un espíritu renovador que fuera portador del neorrealismo de inspiración italiana, conjugando una visión social solidaria y crítica con la dictadura y adoptando también las técnicas objetivistas importadas del cine.
Gracias a aquellas reuniones y tertulias, trabó también amistad con otro futuro gigante de la literatura española, Juan Benet, y conoció a la que sería su esposa, Carmen Martín Gaite, a la sazón la que seguramente sea la más brillante e inteligente escritora de la segunda mitad del siglo XX en España. La ruptura con la autora salmantina se consumaría en 1970, debido con probabilidad al carácter a veces difícil, por lo retraído y solitario, de Ferlosio. Miguel Delibes, que tuvo amistad con los dos, dijo de aquel matrimonio una frase que se ha hecho famosa: «Carmen es como una viuda que tuviera el muerto en casa».
Sin embargo, su primera obra, la novela Industrias y andanzas de Alfanhuí, de 1951, se distancia del canon realista predominante en la literatura de posguerra, y sumerge de lleno al lector en el ámbito de la fantasía. El libro es un artefacto literario original, de estilo intensamente poético y magistralmente construido, que bebe de fuentes diversas: la novela de aprendizaje, los cuentos infantiles, la picaresca, los relatos folclóricos, el Pinocho de Carlo Collodi, e incluso la novela iniciática La nueva vida de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas. El propio Ferlosio describió su relato como una «historia castellana y llena de mentiras verdaderas». La novela cuenta el descubrimiento del mundo y la entrada a la experiencia de la vida por parte de un niño que adopta el onomatopéyico nombre de «Alfanhuí», por el sonido que producen los alcaravanes, aves comunes y bastante extendidas en España, pero que no resultan fáciles de observar debido a sus colores discretos y a sus hábitos esquivos y nocturnos. La historia mezcla con verosimilitud literaria multitud de hechos maravillosos sobre un soporte bastante realista, lo que ha provocado que algunos críticos adscriban esta obra dentro de la tradición del realismo mágico. Por ejemplo, el primer compañero y guía del niño será un gallo de veleta dotado de la facultad del habla. Pero Alfanhuí es sobre todo una narración pura que enlaza con el viejo arte de inventar historias y dejarse llevar por la fascinación que produce lo narrado. Sin ser una obra de denuncia, sí se percibe en la novela un fondo moral, en su tratamiento del sufrimiento y la pérdida como etapas de la maduración, en la preferencia por lo auténtico y puro frente a lo artificial y degradado, que se simboliza en el relato en la oposición rural-urbano, o en la simpatía hacia los marginados y los humildes. La novela concluye con el abandono del mundo mágico-fantástico de la infancia, y la entrada en la adolescencia, donde se avizora ya el umbral de la vida adulta.
El descubrimiento en los años cincuenta de la Teoría del lenguaje del psicólogo y lingüista Karl Bühler condujo a Ferlosio a tomar conciencia de la dependencia inextricable entre pensamiento y lenguaje. Esa lectura, y su fascinación por el habla popular darían como resultado El Jarama, que había comenzado casi como un trabajo de campo etnolingüístico. Aquella novela conoció un éxito inmediato, ganó el entonces muy prestigioso Premio Nadal en 1955, y Ferlosio se vio destacado como máximo representante de la literatura joven del medio siglo.
En El Jarama se desarrollan en paralelo dos líneas argumentales. En una de ellas se nos muestra a un grupo de jóvenes madrileños que se han desplazado al río cercano a la capital para bañarse y pasar en su orilla una jornada de asueto. El otro hilo de la trama presenta a los parroquianos de un merendero próximo, vecinos de los alrededores que son de mayor edad que los excursionistas. El conjunto produce una estampa de época que se lee como una recreación en miniatura de la vida española de la posguerra: la España rural y la urbana, y un retrato de dos generaciones de los años cincuenta, la de los jóvenes y la de los adultos. La acción es muy escasa y la materia narrativa se apoya en las conversaciones insustanciales que mantienen ambos grupos. Pero la trivialidad de la jornada estival se ve interrumpida por la tragedia: Lucita, una de las chicas integrantes de la joven pandilla muere ahogada en el río. El relato concluye con el levantamiento del cadáver por parte de las fuerzas de la autoridad y el triste regreso de los jóvenes a Madrid. Ese hecho luctuoso, que se narra con el tono mesurado de una anécdota, proporciona el eje de toda la novela. Porque la muerte desventurada de la muchacha adquiere un valor simbólico que marca el fin de la edad inconsciente para sus jóvenes compañeros y los pone en el súbito camino de la maduración.
La novela se construye sobre los diálogos entre los personajes, con una recreación muy realista del lenguaje coloquial hablado, un aspecto profusamente elogiado del relato, y que ha dado pie a que se hablase de «novela magnetofón» para describir El Jarama. Entre estos bloques dialogados se intercalan descripciones del río y su ribera, unos pasajes líricos, ricos en expresiones metafóricas y adjetivación poética, que contrastan con lo prosaico de los parlamentos de los personajes.
Con el paso del tiempo, El Jarama se ha convertido en una obra de referencia en la novela española de mediados del siglo XX, y ha sido considerada un ejemplo paradigmático de la escuela del llamado «realismo objetivista», y también un emblema de la novela social de los años cincuenta. El ejemplo de este libro es un evidente caso de que la lectura del mismo y las interpretaciones que se hicieron de él estuvieron condiciones por la situación de anormalidad política del país, debido a la dictadura franquista y la existencia de la censura. El propio Ferlosio declararía años más tarde que la novela fue escrita en un ambiente de «compromiso izquierdista», y que su lectura estuvo en la época muy condicionada por las claves interpretativas del relato que propuso José María Castellet en su influyente estudio La hora del lector. Hasta tal punto pesó el encomiástico análisis del crítico catalán que Ferlosio, años después, sostendría, contradiciendo otras afirmaciones suyas anteriores, que la lectura que se hizo de El Jarama había sido una pura invención de Castellet. Así, durante décadas, la interpretación de la novela ha oscilado entre lecturas que han enfatizado lo testimonial, lo simbólico, o bien la denuncia del franquismo. El Jarama ha sido leído como un retrato que documenta de manera poco halagüeña la juventud que no había conocido la guerra civil y creció ya bajo la dictadura (los jóvenes bañistas de la historia ignoran que el lugar fue un escenario importante del conflicto bélico y se muestran desconectados del pasado), como una estampa de una época de la vida española de la posguerra, y como tragedia existencial que eleva el relato del nivel de lo anecdótico al plano de lo simbólico.
La inanidad de la trama y la aparente banalidad de las conversaciones de los personajes representaban en su momento un modo hábil de burlar la censura. Una censura que puede verse como una censura doble: por una parte, estaba la censura objetiva de la dictadura que mediatizaba la labor de los creadores, pero del otro no hay que olvidar que el compromiso antifranquista que muchos escritores hicieron suyo en los cincuenta y sesenta, funcionaba también como una autocensura que se interiorizaba, como reconoció también el propio Ferlosio en una entrevista en TVE del año 1987. Por lo tanto, son estas dos censuras las que operan activamente para condicionar tanto la creación de la obra como su recepción. Estas circunstancias anómalas, de falta de libertad política, hacen que la literatura, como es frecuente en las dictaduras, se vea compelida a cumplir funciones informativas que, en rigor, en una sociedad libre y democrática, corresponden a la prensa. Por eso, para entender la recepción de El Jarama y las diversas lecturas a las que ha dado lugar hay que atender a las circunstancias muy específicas en las que se desarrolló la literatura española en la década de los cincuenta. Un momento crucial de la historia cultural de España, cuando la escritura literaria de ficción ofrecía la posibilidad de tratar cuestiones de las que hubiera sido muy difícil escribir (o directamente imposible) de manera abierta en la prensa. Y es que, en las primeras décadas del franquismo, la escritura literaria en nuestro país conllevó también una compleja maraña de implicaciones éticas y políticas.
La novela se había prestado así inicialmente a una lectura en clave de testimonio antifranquista: inscrita dentro de lo que fue la tendencia del realismo crítico en la literatura española del medio siglo, la intencionalidad de El Jarama se entendió como que era la de poner de relieve la mediocridad, la falta de horizontes y la ignorancia de la sociedad española del franquismo. Siguiendo esta línea de interpretación, Darío Villanueva, especialista en la obra de Ferlosio, ha definido El Jarama como una novela de «realismo intencional», esto es, una narración en la que mediante los procedimientos retóricos pretendidamente «neutros» u «objetivos», el autor induce al lector a fijar su mirada en aspectos negativos concretos de la realidad social que la novela transparenta.
No obstante, las claves de lectura que la propia novela proporciona permiten interpretarla en un plano simbólico: la muerte en el río de la joven representaría el fin de la edad de la inconsciencia inocente con el descubrimiento de la muerte y la entrada en la edad adulta y el comienzo de la maduración. Una lectura menos restrictiva que hace de El Jarama una novela metafórica sobre el transcurso de la vida. No olvidemos que desde la Antigüedad el río es la imagen por excelencia del transcurrir del tiempo. La novela es, pues, una obra compleja que no se limita a ninguna lectura reductora.
El Jarama es, en definitiva, un magnífico ejemplo de la ambivalencia interpretativa que define la mejor literatura, y cómo la riqueza de la novela propicia que esta contenga varios niveles de lectura. Además de sus innegables méritos literarios, es un libro que hace buena aquella frase famosa de Italo Calvino acerca de los clásicos: un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Y así, si durante el franquismo prevaleció la lectura de la novela en clave de denuncia de la dictadura, parece que en tiempos más recientes (por ejemplo, en estudios como Metáfora y novela del crítico Ricardo Senabre), está prevaleciendo esa otra lectura en clave simbólica sobre el transcurso del tiempo y el discurrir de la vida.
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Antonio Rodríguez Moñino fue represaliado por la dictadura, pero no tanto como para no ir y venir cuando le diera la gana. A mediados de los años 60 terminó en la poltrona X de la RAE. No estuvo precisamente entre los intelectuales de la lista negra que el régimen pretendía ejecutar.
A Ferlosio lo sufrimos en las escuelas e institutos de la época. «El Jarama» es lo que es por mucho que se le quiera blanquear: literatura de entretenimiento del nacional catolicismo. Cuando apelamos al plano simbólico es para convencernos de lo que nos da la gana. En el ombligo de tu primera novia puedes ver hasta mensajes revolucionarios o evidencias de la existencia del Yeti.
No sé qué se me atraviesa más, si ver a las sabandijas de vox tomando otra vez las calles o el blanqueamiento contemporáneo de las figuras archipromocionadas del nacional catolicismo.
Por curiosidad: ¿en qué ve que «El Jarama» sea una «novela de entretenimiento del nacionalcatolicismo»? Podría haber dicho que es un peñazo, pero eso…
Por lo demás, no sé a qué viene la mención a Vox…
En serio? Que alguien que escribio «odia a España y compadece a los españoles» pueda ser adscrito al nacional catolicismo me parece de traca… Lo que hace saltarse la medicacion!
J
¿Valiente ignorancia o solo ganas de provocar? Apuesto por lo segundo, aunque quién sabe.
No se leía mucho (más bien nada) de Antonio Machado o Miguel Hernández en las escuelas durante la dictadura. Ahora, las simplezas de Alfanhuí y las gilipolleces de Cela, el censor, sí. Álvaro de la Iglesia era otra de las medianías célebres. Se dedicaba al humor, siempre que entendamos por humor los chascarrillos del casino de oficiales. Algunos llamaban a Agustín de Foxá «poeta». En el ABC procuran realizar el blanqueamiento de los literatos célebres durante el régimen, especialmente durante sus últimos años. Los nostálgicos del régimen lamentan el olvido de sus «grandes» autores: desde Carmen Laforet hasta Ángel Palomino pasando por Díaz Plaja. La resaca del ABC llega hasta estas páginas. ¿Quién lo habría sospechado hace algunos años?
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