Entrevistas Ciencias

Emiliano Bruner: «La investigación y la divulgación tienen que tener siempre un compromiso cultural y social»

Emiliano Bruner

Hay una famosa frase de Borges que empieza así: «Yo que tantos hombres he sido…». Emiliano Bruner (Roma, 1972), podría decir exactamente lo mismo. Biólogo especializado en insectos y reptiles que acaba ejerciendo de paleoneurobiólogo de homínidos, explorador de la tierra de nadie que se extiende entre la antropología y las neurociencias, músico polifacético capaz de defenderse por igual con el piano, la flauta y el ukelele, fotógrafo exquisito, defensor y practicante de la meditación. Quizás Emiliano ha sido capaz de ser tantos hombres porque nunca ha olvidado la máxima de Confucio, quien nos asegura que tenemos dos vidas, y la segunda comienza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una.

Quién es Emiliano Bruner y a qué se dedica.

Italiano, Roma 1972, afincado en Burgos desde 2007. Me licencié en Biología con un programa de estudio en zoología y ecología, me dedicaba sobre todo a insectos, arácnidos y reptiles, y trabajé en museos de antropología y zoología, en concreto con colecciones osteológicas de primates. Al final acabé la carrera con una tesis experimental en ecología humana, un análisis biocultural sobre el proceso de envejecimiento en el mundo rural.

Cuando era un chaval me fascinaron los libros de Konrad Lorenz y su etología animal, y luego descubrí que un estudiante suyo, Irenäus Eibl-Eibesfeldt, había aplicado los mismos criterios al estudio del comportamiento humano. Sus libros fueron reveladores, la píldora roja de Morfeo, así que durante la carrera intenté acercarme unas cuantas veces al cerebro y comportamiento. Pero una norma silenciosa (y un poco paleta) del mundo académico decretaba que los biólogos solo podían ocuparse de ratones y gatos, dejando los humanos para los médicos y los psicólogos. Yo siempre he sido bastante crítico con la experimentación animal, y además me interesaba el comportamiento humano, no el de las ratas, así que lo fui dejando para seguir trabajando con la ecología animal. Hasta que, dado que la puerta estaba cerrada, después de la tesis tuve la oportunidad de entrar por la ventana: un doctorado en paleoantropología para estudiar la evolución del cerebro en el género humano.

Las técnicas de análisis de imágenes biomédicas acababan entonces de alcanzar un nivel de resolución y de accesibilidad que estaba a punto de revolucionar todas las ciencias anatómicas, y lo mismo estaba pasando con la estadística y la morfometría, que, gracias a los ordenadores, empezaban a proporcionar técnicas de análisis geométricos muy potentes. Fue así como en 2003 publiqué el primer trabajo que mezclaba estos tres campos: la anatomía digital, la morfometría computarizada, y la paleoneurología, es decir, la disciplina que estudia la anatomía cerebral en las especies extintas.

En 2007 me mudé de Roma a Burgos, para coordinar el laboratorio de paleoneurobiología de homínidos del recién nacido Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana. En veintipico años me he ocupado sobre todo de la anatomía del cerebro, del cráneo y de sus vasos sanguíneos en humanos modernos, homínidos extintos y primates no humanos. Hace una decena de años también empecé a ocuparme de comportamiento, mezclando evolución y psicología en un nuevo campo que se etiquetó como arqueología cognitiva. Todo ello dividiendo esfuerzos y objetivos, diría a la par, entre investigación y divulgación científica. En este segundo aspecto, la idea es explorar las tierras de nadie entre antropología y neurociencias. Ahora bien, todo lo que te acabo de contar es en realidad una buena tapadera: en realidad me ocupo de música, de fotografía, de meditación, y de descubrir cómo se puede aprovechar nuestra breve estancia en este curioso y abarrotado planeta.

Antropología y neurociencia. Danos algún ejemplo de tus trabajos en esta tierra de nadie.

Todo o casi todo es antropología (en el sentido que todo lo que hacemos, siendo nosotros sujeto y objeto de estudio, tiene que ver al fin y al cabo con el ser humano), y todo o casi todo es neurociencia (en el sentido que nuestro cerebro y nuestra mente son la lupa con la que observamos, analizamos, y sacamos conclusiones sobre cualquier aspecto de la realidad). Así que cuando solapamos estos dos campos tan vastos como indefinidos, obtenemos un espacio inexplorado y multidimensional de posibilidades desatendidas. Hoy en día hay disciplinas como la neuroantropología, que pretende abarcar los aspectos biológicos y culturales de nuestra cognición. Un buen propósito, pero tal vez excesivamente impreciso, que al final lo incluye todo y no se centra en nada. Sin embargo, se están desarrollando campos más concretos a la hora de integrar neurociencia y prehistoria. La paleoneurología, como hemos dicho, estudia la anatomía cerebral en los fósiles, utilizando los recursos de la anatomía digital. La neuroarqueología investiga, con técnicas de imágenes biomédicas, las funciones cerebrales asociadas a los comportamientos que podemos inferir a partir del registro arqueológico (como por ejemplo la talla de industria lítica). Y la arqueología cognitiva intenta enmarcar aquellos mismos comportamientos en los modelos cognitivos de la psicología.

En este último caso, hasta ahora la disciplina se ha desarrollado más bien en una dirección teórica, pero ya se empieza a buscar una perspectiva experimental. Yo, por ejemplo, he utilizado el análisis electrodérmico (que detecta variaciones emocionales y atencionales a partir de fluctuaciones de la conductividad de la piel), el seguimiento ocular o la psicometría, para intentar cuantificar algunos aspectos del comportamiento asociados con la evolución del género humano. Todo esto es, en mi caso, parte de mis líneas de investigación. Luego viene la parte de divulgación, donde evidentemente uno puede explorar selvas todavía más ignotas y sorprendentes. Por ejemplo, me he interesado mucho en la relación entre neurociencia, antropología y música. En los últimos años me estoy dedicando particularmente a la consciencia corporal y a los sentidos, lo cual me ha llevado a la integración entre cerebro, cuerpo y ambiente, y a la relación entre cerebro, cognición y meditación. Otro tema que me apasiona mucho es la relación entre evolución cognitiva y evolución social.

Emiliano Bruner

Hay una conocida línea de T. S. Eliot que asegura que la especie humana no soporta demasiada realidad. ¿Estás de acuerdo?

Desde luego. Todos estos temas que hemos mencionado son aspectos increíblemente interesantes para un antropólogo evolutivo, pero además tienen repercusiones directas en nuestra vida, individual y colectiva. Conocer cómo funciona nuestra percepción y nuestro cuerpo, o saber lidiar con las limitaciones de nuestro sistema social y emocional, es fundamental para poder desarrollar una buena calidad de la vida, tanto a nivel personal como político. Creo que la investigación y la divulgación tienen que tener siempre un compromiso cultural y social, y explorar las fronteras borrosas entre antropología y neurociencia puede revelar nuevas formas de entender y desarrollar nuestra existencia. Ahora bien, claro está que indagar lo desconocido es arriesgado, y sabemos cuántos exploradores han muerto en el intento. Puedes acabar agotado, perdido, o linchado por una tribu de paso. Y, tanto en nuestra esfera personal como en la profesional, tribus encontramos muchas. Aquí entra en juego la tajante pero cierta afirmación de T. S. Eliot. Sabemos que el ser humano no puede tolerar niveles elevados de realidad o de coherencia, y si hurgas en la frontera entre evolución, cognición y sociedad puedes encontrar algo que los demás prefieren no saber. Así que no te queda otra que intentar balancearte entre tu responsabilidad como explorador del sistema humano (al fin y al cabo, para eso te pagan), y los riesgos de meterte en berenjenales en los que, chocando con nuestras más intrínsecas debilidades, hay que pisar con cuidado.

Cuando hablas de capacidades cognitivas, de relaciones sociales, de emociones, de impulsos o de nuestros comportamientos más íntimos, ya sean individuales o colectivos, te expones a tocar teclas delicadas, y la frontera entre lo que resulta útil y lo que molesta es inestable, subjetiva, y muy difícil de detectar. Así que lo más arduo es diseñar una divulgación que sirva a todos pero en una medida distinta para cada uno, donde cada lector u oyente pueda filtrar el mensaje y quedarse con lo que le aporta, dejando el resto, más complicado o incluso incómodo, para los que necesitan un grado más intenso de análisis e introspección. Todo ello en un mundo cada vez más empapado de apariencia y mercado, donde tu mensaje compite con una divulgación fast-food mucho más superficial y edulcorada, con vendedores de humo profesionales que sacan provecho proporcionando información de baja (y mala) calidad nutricional.

Muchas veces en el ambientillo se suele defender que al público hay que decirle lo que quiere oír, lo que encaja con sus expectativas y con sus sesgos, porque es mejor vivir tranquilo que tener razón. Yo al final intento propiciar cierta capacidad crítica pero sin forzar a nadie a seguir mis razonamientos o mis propuestas, aunque no me sale siempre bien, y a veces me meto donde no debería. Me salva un poco cierta idea que tengo yo de la divulgación como referencia para quien quiere conocer. Es decir, al contrario que el periodismo, que tiene el deber de llegar a todos y de ser comprensible para todos, la divulgación la veo como un recurso que sigue la dinámica opuesta: el divulgador está disponible para todos, pero es accesible solo para los que deciden acercarse. El periodista va a su público, mientras que el divulgador lo recibe. El problema es que a menudo, aunque te hayan preguntado adrede, luego a algunos no le gusta la respuesta, y tienes entonces siempre que cuidarte en salud manteniendo cierta distancia objetiva con tus mismas opiniones. Lo cual es, desde luego, siempre saludable, para evitar apegarte excesivamente a tu propio personaje.

Harari ha escrito libros de bastante éxito cuyo mensaje podría resumirse así: «Los humanos modernos son monos locos con capacidad de creerse sus propias mentiras y esa habilidad única les ha servido para manipular, controlar y a menudo destruir todo lo que tocan». Dinos lo que piensas al respecto.

Bueno, clasificar a los humanos como monos locos llama la atención, que es lo que busca un best seller en las librerías, pero no me parece una definición muy iluminadora. Macacos y chimpancés hacen cosas mucho más locas que los humanos, e internet está repleta de vídeos con gatitos y perritos que hacen cosas absurdas e ilógicas. Sin considerar otros matices sobre la locura, como su frontera cómplice y secreta con la genialidad, o el hecho de que, como en el famoso poema de Machado, el loco purga, con su terrible cordura, el pecado ajeno de una sociedad perturbada. Así que creo que términos como loco o locura son complicados de definir, sobre todo considerando que dependen totalmente de quien juzga, y de quien paga el juicio. Desde luego, los humanos tienen un poder destructivo impresionante, y por eso se han comparado con los parásitos más toscos que matan a sus propios huéspedes, a los cánceres que devastan su propio cuerpo, o a las enfermedades autoinmunes que atacan a sus propios tejidos. Pero sabemos también que los humanos, en su locura, son capaces de maravillas. Tal vez el problema principal es que los humanos hemos evolucionado superpoderes que, si uno no se ha leído el manual de instrucciones, pueden volvérsenos en contra, y generalmente lo hacen. Tenemos una increíble capacidad de razonamiento, tan poderosa que somos capaces de justificar y de creernos lo que queremos. Tenemos una asombrosa capacidad de imaginación, tan fuerte que acabamos sufriendo toda la vida detrás de cosas que no existen, como el recuerdo del pasado o los miedos del futuro, rumiaciones que nos proyectan en personajes ficticios que, ahogados entre remordimiento y ansiedad, olvidan vivir su vida. Tenemos algo tan único y potente como el lenguaje, que sirve para forjar nuestros pensamientos, sean cuales sean, los buenos y los malos, los que nos aportan y los que nos perjudican, una herramienta fundamental para contactar con los demás, para mentirles y, muchas veces, para mentirnos. Finalmente, tenemos el más complejo y sorprendente sistema social que nunca haya existido, una increíble mente colectiva que nos permite hacer proezas impensables, pero que al mismo tiempo nos vincula a sus peajes muy exigentes y a sus normas inflexibles, normas feudales y emocionales que nos llevan a aceptar lo inaceptable, para poder pertenecer a la tribu y no sentirnos solos.

Todos estos son superpoderes extraordinarios, pero muy difíciles de utilizar con la debida cautela, y demasiadas veces se nos escapan de las manos, no estamos a la altura de su alcance, y esto genera problemas, locales y globales, individuales y colectivos. Así que, considerando los riesgos de este abuso constante y descarado, y sus consecuencias sobre nuestra misma calidad de la vida, diría yo que los humanos más que monos locos son más bien monos peligrosos, fascinantes, y generalmente tristes.

¿Cómo compararía a esos monos prodigiosos y tristes con nuestros extintos parientes, los neandertales?

Bueno, antes de nada hay que matizar qué quiere decir «comparar». En general, este verbo suele destacar cierta competición o cierto juicio, donde alguien llega antes y otros después en una clasificación donde hay mejores y peores. Desde luego, en biología es un término que no denota juicio, sino solamente una medición llevada a cabo en un marco común. A nivel anatómico, neandertales y humanos modernos presentan rasgos bastante disímiles en todo el cuerpo, y generalmente los individuos se asignan a una especie u otra sin mucha dificultad. Esto nos dice que estos dos grupos, que además se han desarrollado en áreas geográficas diferentes a lo largo de cientos de miles de años, representan linajes evolutivos distintos, independientes. Con lo cual nos viene bien, convencionalmente, etiquetarlos como dos especies, en particular Homo sapiens y Homo neanderthalensis.

Hay mucho cotilleo sobre su posible hibridación, pero eso, es más prensa rosa que ciencia. Muchos primates del mismo género (en este caso, el género Homo) se suelen hibridar, incluso en condiciones naturales, y a veces incluso hay hibridación entre géneros diferentes. Es frecuente y bastante normal. Así que la hibridación es algo habitual en nuestro grupo zoológico, y hay que dar por hecho que humanos modernos y neandertales, con toda probabilidad, se podían hibridar en cierta medida, y que en cierta medida lo hayan hecho. Pero, por lo que vemos en su anatomía y en su ecología, esta hibridación parece que no ha tenido un impacto importante en su estructura o en su destino, con lo cual seguimos interpretando estos dos grupos como historias evolutivas paralelas, a pesar de sus posibles hazañas sexuales.

A nivel cognitivo y de comportamiento, los primeros humanos modernos tenían mucho en común con los neandertales, pero luego, en los últimos cincuenta o cien mil años, la cosa ha cambiado ostensiblemente. No solamente hay comportamientos distintos entre humanos modernos y neandertales, sino que en los primeros (nosotros) el nivel de complejidad aumenta exponencialmente, delatando un cambio bastante contundente en las capacidades cognitivas. Muchos defienden la hipótesis de una cierta complejidad también en los neandertales, y es cierto, son primates con un cerebro enorme y una capacidad cultural destacable. Pero claro, nada comparable con Homo sapiens. Puede quizás que hayan tenido algunos ornamentos, igual han dibujado un par de rayas en una pared, y a lo mejor enterraban cadáveres de vez en cuando, pero realmente poca cosa si lo comparamos con lo que hacemos nosotros, hoy en día o incluso miles de años antes de su desaparición. Puede que el registro arqueológico sea incompleto y que no hayamos hallado pruebas de su efectiva capacidad mental, pero es lo que hay: frente a la increíble complejidad social, tecnológica o conceptual de nuestra especie, lo que tenemos sobre los neandertales es circunstancial, infrecuente, aislado, y muy debatido. Insisto, no es cuestión de mejor o peor, pero la complejidad cultural o cognitiva de los neandertales, por lo que podemos ver, no es ni de lejos comparable con la nuestra, aunque fuese solo una cuestión de grado y no de sustancia.

Luego, finalmente, hay una medida que, sin embargo, lleva consigo cierto juicio de valor, y es la fitness evolutiva, es decir, el éxito filogenético de una especie. A largo plazo, se puede medir como número de individuos o como extensión de su territorio, pero no cabe duda de que un indicador muy importante es cuánto tiempo una especie se ha quedado pululando por el planeta. En este caso hay que decir que humanos modernos y neandertales son dos especies que más o menos tienen una duración parecida, cincuenta mil años para arriba o para abajo. Su historia ha durado unos trescientos mil años, o incluso más. Pero no podemos no considerar que una de las dos especies se ha extinguido, y la otra no. Y esto también es un hecho: hemos tenido una duración filogenética por el momento parecida, pero con éxito diferente. No sabemos si la extinción de los neandertales ha sido causada por una competición con nuestra especie, o si se han extinguido por su cuenta. Pero eso es, su historia ha tenido lugar sobre todo en un solo continente (Europa), y ya se ha acabado. Nosotros hemos poblado todo el planeta, y aquí seguimos.

Ahora bien, tampoco esto tiene necesariamente que ser razón de orgullo sapienscéntrico. Hay que recordar que una especie primitiva y sencillona como Homo erectus ha aguantado casi dos millones de años, en tres continentes. Sin contar que, si nos ponemos a medir a lo grande, por el momento los ganadores de esta carrera siguen siendo las medusas, las tortugas, los tiburones, y por supuesto ¡las cucarachas!

Emiliano Bruner

Qué me dices del lenguaje. ¿Hablaban los neandertales? Y si lo hacían, ¿se atreve a especular cómo sería su lenguaje?

No creo que podamos tener una respuesta. Y el hecho de que llevamos más de un siglo y medio dándole vueltas sin llegar a nada sugiere que no es una respuesta muy asequible. Las evidencias anatómicas (la forma del cerebro, la estructura de la garganta o del tórax) desde luego no son concluyentes, y solo pueden aportar informaciones muy superficiales. A lo mejor el único aspecto que puede tener cierta relevancia es la anatomía de los huesos del oído, que en los humanos modernos tienen una sensibilidad específica para nuestra voz. Parece que los neandertales, igual que otros homínidos más arcaicos como Homo heidelbergensis, tenían la misma anatomía, lo cual desde luego es sugerente. Personalmente no me fío mucho de la evidencia genética. Aparte de que se basa en métodos muy complicados y sensibles a muchos errores metodológicos, pero sobre todo es demasiado reduccionista. De vez en cuando salta a la prensa el descubrimiento de un gen que «lo cambia todo» sobre la evolución del cerebro o de algunas funciones cognitivas, pero la complejidad de un cerebro (o, incluso más, una mente) va mucho más allá de lo que puede depender de un solo gen. El mercado de la ciencia nos está vendiendo desde hace tiempo una «frenología molecular» que es muy sensacionalista pero, desde luego, excesivamente facilona.

Personalmente, sobre este tema me fío más de las evidencias sociales y tecnológicas. Nosotros no podemos alcanzar la complejidad cultural que tenemos sin un lenguaje, y entonces los rasgos que podemos inferir sobre estos aspectos pueden delatar, silenciosamente, la existencia de una forma de comunicación necesaria para su desarrollo. En este caso, los neandertales tenían un sistema tecnológico y social mucho más complejo que formas humanas más arcaicas, pero no comparable con el nivel de complejidad de nuestra especie. Hay quien piensa que, a la luz de su limitada complejidad cultural, es muy posible que tuvieran una memoria de trabajo mucho menos desarrollada que la nuestra. La memoria de trabajo es como una RAM que te permite manejar en un borrador momentáneo informaciones espaciales y lingüísticas, mientras tu atención se encarga de seleccionar y manejar la información relevante, y de tomar decisiones. Evidentemente es algo crucial en todos los aspectos cognitivos, y es verdad que los neandertales no presentan evidencias de habilidades tan sofisticadas, en este sentido. Así que si es que tenían algunas formas de lenguaje, cabe la posibilidad de que no fuese tan compleja como la nuestra. Pero la verdad es que, por lo menos si consideramos la evidencia científica, vamos todavía a ciegas, y mucho de lo que atañe a este tema solo puede ser fruto de especulación o de opiniones personales. Ni siquiera hemos zanjado la disputa sobre si el lenguaje puede haber evolucionado gradualmente o de forma más discreta y repentina. Si seguimos debatiendo sobre estos temas como un hámster corriendo en su rueda quiere decir que tal vez no hayamos formulado correctamente la pregunta, o quizá sencillamente que no estamos aceptando la respuesta.

Los que sí hablan, y mucho, son los autollamados Homo sapiens. ¿Cómo conecta lenguaje y pensamiento? ¿Es posible pensar sin lenguaje? ¿Cómo condiciona el lenguaje nuestra manera de pensar? ¿Son todos los lenguajes equivalentes (en el mismo sentido que lo serían dos lenguajes de programación avanzados, capaces de codificar con instrucciones distintas pero equivalentes un algoritmo) o bien diferentes lenguajes generan diferentes visiones del mundo? ¿Es posible que la gran ventaja de nuestra especie fuera precisamente el lenguaje?

Yo soy de los que creen que no es el pensamiento el que se expresa y revela a través del lenguaje, sino que es el lenguaje el que forja el pensamiento. En este sentido, el lenguaje proporciona una estructura, una herramienta mental que es necesaria para sustentar el pensamiento, a través de categorías y relaciones que, sin una sintaxis, un léxico y una gramática, no podrían construirse. El lenguaje es a la vez un andamio para la cognición, una libreta de apuntes, y un conjunto de reglas que establecen asociaciones y vínculos entre los elementos que maneja una mente. Si es así, está claro que no solo condiciona, sino que determina nuestra forma de pensar, y que lenguajes distintos generan, por ende, formas distintas de ver las cosas, de descodificarlas, y de procesarlas. Cuando hablamos de lenguajes distintos podemos referirnos a idiomas diferentes, pero también a otras formas de organización y transmisión de la información. Curioso, por ejemplo, el caso de los lenguajes de programación informática, que utilizan, necesitan y estimulan recursos cognitivos particulares. En este sentido, merece atención la evolución de la escritura, que por un lado ha proporcionado el primer gran almacén externo de información, ampliando casi al infinito las limitadas capacidades mnemónicas de nuestro cerebro, y al mismo tiempo ha generado una nueva forma de pensar y de organizar la estructura lingüística. Con todo el respeto hacia la evolución del lenguaje, creo que la importancia de la evolución de la escritura se ha infravalorado, interpretada solamente como un gran paso histórico, cuando sin embargo representa, en primer lugar, un asombroso cambio cognitivo.

Y sobre la importancia del lenguaje para nuestra evolución, desde luego ha sido un factor determinante, pero vete tú a saber si fue primero el huevo o la gallina. Es decir, la relación causal entre la evolución del lenguaje, de sus estructuras cerebrales, y de la complejidad cultural del género humano queda todavía por establecer, con lo cual no sabemos precisamente qué factor ha empezado esta trasformación. Muchos apuestan, por ejemplo, por que lenguaje y manualidad hayan compartido recursos evolutivos, aunque es imposible saber cuáles y en qué orden. Lo mismo pasa con la música, un tipo de comunicación muy especial, cuyo origen, desconocido, tiene que haber estado íntimamente entrelazado con la evolución del lenguaje y de las relaciones sociales. Es una red de causas y de consecuencias difícil de desentrañar, donde los componentes biológicos y culturales se mezclan y se influyen el uno con el otro. Elegir un único elemento como determinante es tentador y muy vendible, pero, probablemente, incorrecto.

Hablemos de otros lenguajes. La música es una de sus grandes pasiones. ¿Es la música un lenguaje? ¿Hace falta ser humano (moderno) para desarrollar la gran pasión que nuestra especie siente por esa forma tan peculiar de ruido?

Sí, efectivamente la música ha sido y sigue siendo un elemento central en mi vida. He tocado el bajo eléctrico a lo largo de mucho tiempo, como autodidacta y luego en una academia de jazz, luego una larga temporada con la música étnica, las percusiones y el didgeridoo, me acompaño decentemente con el piano, me encanta el ukelele, y he estudiado diez años las flautas de madera. Pero a lo largo de todo este tiempo mi instrumento personal, íntimo, siempre ha sido la guitarra, que toco y estudio desde hace unos treinta y cinco años. El folk, el jazz, el blues, el tango, como en la ciencia, soy bastante vagabundo y sintecho también en la música. Cuando acabé el doctorado tuve que decidir profesionalmente entre la música y la ciencia, y no fue fácil. Al final opté por el laboratorio y, entre las muchas razones detrás de esta decisión, estaba escondida una muy sutil: veía a mis profes de biología y de música, incluso personas que yo admiraba profundamente, cansados y quemados, cada uno en su campo, por las consecuencias de atar, a lo largo de tanto tiempo, tu pasión a una nómina. El entorno laboral muchas veces suele calcinar la motivación profesional, y no quería que esto pasara a mi música. Por esto elegí, en parte, seguir el camino de la investigación, para proteger mi pasión por la música. Me apasiona el aspecto instrumental con sus retos sensoriales y corporales, los aspectos emocionales y sociales, la cábala estadística que se esconde detrás de las reglas armónicas, rítmicas y melódicas, los detalles históricos y etnológicos, y por supuesto las implicaciones antropológicas, cerebrales y cognitivas.

La música es una de las actividades que más enciende el cerebro. Sobre todo cuando uno está tocando, la corteza se vuelve una gran orquesta donde cada elemento tiene un papel único y distinto, y es normal entonces que la neurociencia tire mucho de la música para sus experimentos. Seguramente es una forma de comunicación, aunque no sé si técnicamente se puede definir como «lenguaje». Desde luego tiene su léxico y su sintaxis, pero tiene un componente emocional e innato que trasciende los elementos simbólicos y convencionales de un idioma, y pesca en el profundo de raíces biológicas desconocidas. Sobre su origen tenemos muchas teorías y ninguna certeza, aunque está claro que va de la mano de todo un paquete cognitivo y cultural que incluye el lenguaje hablado, la estructura social, y la capacidad tecnológica. Todas cosas que parecen estrictamente asociadas solo a nuestra especie, y por el momento no hay nada en el registro arqueológico que nos haga pensar diferentemente. Los hallazgos más antiguos que no dejan duda sobre su uso como instrumentos musicales (son flautas de hueso) se han encontrado en Europa alrededor de hace unos treinta mil y pico años, y están asociados a Homo sapiens. Por el momento no hay huella de música en otras especies humanas. Ahora bien, si los Neandertales organizaban conciertos de percusión con piedras, o si tenían saxofones de madera que se han perdido en los rincones de las capas geológicas, no lo podemos saber. Sin contar con que los pájaros cantan muy bien y los gibones se explayan en duetos canoros muy divertidos. Pero por el momento, si nos ceñimos a lo que hemos encontrado a nivel arqueológico y a un concepto de comunicación que abarca aquellas facetas sociales, cognitivas y tecnológicas, la música como tal es totalmente cosa nuestra. Y a mucha honra.

Emiliano Bruner

Antropólogo, músico y rebelde. Me está pintando un personaje un poco inquietante. ¿No será también un chiflado de esos que opinan que a base de meditar es posible desarrollar fuerza sobrehumana y volar sobre las nubes?

Por supuesto. Bueno, de rebelde poco o nada, la verdad, y lo de inquietante no sé. Inquieto, desde luego, y crítico tal vez, a raíz de una profunda necesidad de lógica y coherencia, dos valores que en casi todas las sociedades se miran de reojo, por sus efectos punzantes e incisivos que delatan fragilidades y contradicciones de la naturaleza humana, colectiva e individual. De verdad no quiero convencer a nadie, ni tengo luchas abiertas o conflictos declarados, y prefiero vivir tranquilo que tener razón. Así que mi única «rebeldía» es intentar ser coherente y racional, pase lo que pase, en un contexto social donde defender estos dos principios puede costar muy caro. Y sí, dentro de este marco y con estas premisas, creo que la meditación puede ayudarte a desarrollar poderes sobrenaturales. Donde lo «natural» es nuestra forma más automática, pasiva y espontánea de vivir la vida. Pasamos una larga parte de nuestra existencia distraídos, sin saber controlar nuestra atención, sin aprovechar nuestros sentidos, sin saber escuchar a nuestro propio cuerpo, sin saber entender nuestras emociones, luchando entre apegos y aversiones, entre pasiones y temores, quejándonos por todo lo que nos ocurre, agobiados por una pasado que ya no existe y por un futuro que nunca ha existido, culpando a los demás por nuestras limitaciones, e identificándonos con personajes ficticios que nos enjaulan en sus comportamientos insensatos y contraproducentes. Todo ello lleva, inevitablemente, a un constante sufrimiento, y a desaprovechar nuestra única vida.

Para intentar ir más allá de esta condición humana se necesita un entrenamiento que permita desarrollar capacidades sobrehumanas: la capacidad de controlar un poco más nuestra atención, de utilizar mejor nuestros sentidos, de saber cómo habitar nuestro propio cuerpo, de saber vivir nuestras emociones (todas) de una forma sana y armoniosa, de no dejarnos zarandear por deseos y rechazos, de apreciar y disfrutar de lo que tenemos, de vivir el presente tal y como es, sin hundirse en imágenes o vagabundeos mentales incesantes, de aceptar la realidad (lo cual no quiere decir resignarse), de reconocer que muchas cosas no dependen de nosotros, pero que sí depende siempre de nosotros (y solo de nosotros) cómo reaccionamos a ellas, de hacer que nuestra estabilidad no dependa demasiado de factores ajenos a nosotros, y de saber forjar un personaje de nuestra historia que no nos dificulte demasiado la vida, y que posiblemente la haga interesante. Todo esto, por lo menos en parte, se puede entrenar, y este entrenamiento se llama meditación.

Pero no solamente la práctica meditativa, o sea el momento de gimnasio mental, sino también la perspectiva, los conceptos, y la forma de ver las cosas que vienen con ella. Un paquete teórico y operativo que es extremadamente racional y cuerdo, y que nos puede mejorar sensiblemente la existencia. No se trata necesariamente de volverse maestros de la cognición humana (¡que también es una opción!), y basta con desarrollar el músculo de la consciencia y de la atención lo suficiente como para no pasarse la vida entre remordimientos, ansiedad, rumiaciones, miedos, rabia y rencores. Parece muy sensato, pero al final son muy pocas las personas que deciden emprender un camino en esta dirección. El resultado lo vemos con nuestros ojos todos los días. Desde luego, entrenar la atención y la consciencia con la meditación es algo sencillo, pero no es nada sencillo querer hacerlo, y es muy triste ver cómo tantas personas prefieren malgastar su vida (y a menudo las vidas de los que tienen a su lado) por pereza, falta de motivación, o sencillamente falta de confianza.

Por esto las capacidades que se entrenan con la meditación son superpoderes: porque a pesar de estar al alcance de todos, al final acaban siendo habilidades de pocos. Hasta hace unas décadas, la palabra meditación estaba relacionada con un batiburrillo de prácticas y de ideologías, y estrictamente asociada a un camino espiritual, lo cual podía generar desconfianza o confusión. Pero esta situación ya ha cambiado, y algunas de sus escuelas y tradiciones (como la práctica de la atención plena, conocida con el término inglés de mindfulness) ya llevan un par de décadas integradas en nuestra cultura, desarrollándose en el marco analítico de la psicología formal y de la investigación científica. Hay todavía bastante barullo, como es de esperar, porque son campos sin fronteras y que abarcan todos los aspectos de la existencia, y desde luego hay que tener un poco de cuidado a la hora de entrar en el océano de recursos que hoy están disponibles en este campo. Pero a estas alturas ya no hay excusas: quien no emprende un camino personal para mejorar su vida, es porque no quiere.

Háblenos de la ciencia y sus demonios.

Supongo que son los mismos que los de cualquier otro entorno humano. Es curioso cómo alrededor de la ciencia, a nivel de opinión pública, hay un halo incondicional e injustificado de sabiduría y de objetividad, de dedicación y de entrega sincera. Quien piensa que la ciencia es ajena a los altibajos de cualquier gremio, no considera que la investigación la hacen los humanos, que siempre humanos son. Los «científicos» representan una muestra (casi) aleatoria de la población, con lo cual no hay por qué pensar que sus criterios, capacidades o valores son diferentes de los del resto. La ciencia se funda sobre los aspectos hermosos y fascinantes de la humanidad, así como sobre sus debilidades y sus miserias. En la ciencia hay gloria y corrupción, erudición y sandez, cultura y negocio.

A menudo se piensa que todos los que se meten en una carrera científica son lumbreras o misioneros del saber, y creo que es un error muy pero que muy ingenuo y superficial. Cualquiera, sobre todo hoy en día, puede sacarse un título o una plaza en una universidad, siempre que pague. Y, desde luego, los objetivos son de lo más personales. Cierto, están los que siguen una misión y una ilusión intelectual, pero luego hay muchos que sencillamente se dejan arrastrar profesionalmente sin más, según lo que caiga, aprovechando como pueden el tirón. Sin contar a los que directamente persiguen intereses económicos, o la fama, o que sencillamente aspiran a los increíbles privilegios de la casta académica. Yo suelo separar, provocativamente, ciencia e investigación: la primera se basa en teorías, métodos y técnicas, mientras que la segunda tira sobre todo de relaciones institucionales, apretones de manos, políticas financieras, publicidad y promoción, acuerdos corporativos, e intereses personales. Y esto se puede fácilmente ver en todos los campos, no solamente en las disciplinas que tienen evidentes aspectos económicos o lucrativos.

Así que, en este sentido, no es lo mismo ser un buen científico que un buen investigador. Que cada uno haga su propia estimación de cuántos hay de los unos y cuántos de los otros. Mi cálculo personal no es muy optimista, si es que apuestas más por la ciencia que por el marketing. Desde luego, para las dos facetas se necesitan habilidades muy distintas, así que mejor que uno se aclare sus capacidades y expectativas, antes de tirarse a la piscina.

Emiliano Bruner

Se ha acusado no pocas veces al científico de esconderse en su torre de marfil, pero algunos aseguran que no se esconde sino que se le encierra, con dos vueltas de llave. ¿Qué opina?

Que estoy de acuerdo. Hoy en día la ciencia se ha masificado, y esto ha generado un circuito económico enorme. Para vender mucho hay que abaratar, y bajar la calidad, ya lo sabemos cómo funciona el principio del mercado. Se ha generado una burbuja mercantil que se está expandiendo peligrosamente, a nivel profesional (los investigadores), de divulgación (el público), y de empresas que sacan provecho de todo ello (universidades, revistas, etc.). Está claro que, si no te unes a la banda, es muy difícil que te dejen seguir por el camino. Como mínimo no encuentras apoyo, y en general es fácil que incluso encuentres trabas, si no aportas al banquete. Lo de la torre es un clásico que se refiere a la relación con la sociedad, pero claro, en el momento que la divulgación se vuelve marketing, al público hay que venderle lo que el público quiere, lo cual determina una serie de criterios con que se hace la criba de las voces cantantes. Un caso patente es el periodismo, que en demasiadas ocasiones filtra fuentes y contenidos en función del producto que quiere envasar. Si desafinas con los principios del mercado (que incluye la venta de noticias, de periódicos o de libros, o sencillamente la apariencia que hay que dar de la investigación al cliente para mantener el filón), te echan del coro. O, si no pueden, te encierran en tu torre.

¿Publish or perish?

Hay muchas opciones intermedias, aunque probablemente requieren ciertas habilidades y son más difíciles de perseguir. Pero, desde luego, no apuntaría el dedo hacia la importancia de las publicaciones, sino más bien sobre el negocio que hay detrás, que merma profundamente la calidad de la literatura. Ya desde hace años la ciencia se ha hecho mercado, y la competición profesional (y laboral) desde luego no se basa principalmente en el mérito cultural, sino en el éxito mediático. Las universidades son empresas que viven de las matrículas, el estudiante es cliente, y el cliente siempre tiene razón. Lo mismo pasa en la investigación, donde para evaluar los currículos se da más peso a las capacidades emprendedoras y a la cantidad de dinero que uno ha manejado que a los logros científicos.

En mi experiencia, de hecho, no he visto una correlación clara entre los logros financieros (proyectos subvencionados), laborales (nóminas) y mediáticos (visibilidad) de los investigadores y la cantidad o la aportación de sus publicaciones, y creo que el mérito pasa desafortunadamente por criterios diferentes, que más bien valoran aspectos sociales e institucionales. Sin embargo, la publicación sigue siendo todavía el único producto tangible y efectivo de una investigación, la única medida de valoración y de eficiencia de un progreso científico. Si algo no se publica, es como si no se hubiera hecho, y se pierde el esfuerzo humano y económico. Nuestro conocimiento es acumulativo, y esta acumulación se llama literatura, tanto la científica cpmo la divulgativa.

El problema es que, en la burbuja económica que se ha montado alrededor de la ciencia, también las revistas quieren su parte del botín. Por un lado tenemos un asombroso y exponencial florecimiento de revistas improvisadas, fantasmas, o mercantiles, que con la excusa del open-access transforman también al investigador en cliente: si quieres publicar tienes que pagar miles de euros por cada artículo, y, si pagas, como cualquier cliente que se respete, siempre tienes razón. Si la «empresa» te rechaza un artículo, pierde miles de euros, así que la criba puede que no sea precisamente rigurosa. Al mismo tiempo tenemos las grandes revistas, que ya desde hace tiempo no se ocupan de ciencia sino cada vez más de ocio, y publican (o no publican) un estudio en función del impacto social más que del peso científico, con formatos y políticas que favorecen un intercambio directo con el mundo del periodismo y de las redes sociales. Una meta que en muchos aspectos es noble, pero que pierde la nobleza en el momento en que se entrega al negocio más que a la comunicación de la ciencia.

Hablamos de ciencia cuando nos referimos a la antropología, la biología molecular, la química orgánica, la síntesis de vacunas y la física de partículas. Pero las metodologías, limitaciones y características de esas disciplinas son muy diferentes, pero no hablar de economía o ciencias sociales. ¿La ciencia admite una definición unificadora o es un cajón de sastre donde echamos cosas que en el fondo no se parecen mucho?

Las dos cosas. En teoría, es fácil de definir, porque ciencia es cualquier aproximación al conocimiento que se funda en el método científico. Lo cual quiere decir razonar una teoría o unas hipótesis, y acto seguido diseñar experimentos para testar si estas hipótesis coinciden con las observaciones. O, por lo menos, en qué medida coincide. La necesidad de valorar cierta probabilidad nos lleva a la necesidad de cuantificar, trasformando las observaciones en números que pueden ser utilizados en modelos. Soy totalmente popperiano al reconocer que, según este principio, podemos saber si una hipótesis o una teoría es falsa, pero no saber si es cierta, así que no queda otra que seguir cribando, acercándonos cada vez más a interpretaciones que, aunque puede que no sean totalmente verdaderas, resulten por lo menos útiles. Si un cierto aspecto cultural se puede tratar dentro de este marco, es ciencia. Si no, es otra cosa. Lo cual no quiere decir que sea mejor o peor, solo que es otra cosa.

Ahora bien, si al contrario queremos usar la palabra ciencia para todo lo que sea indagación o conocimiento, lo podemos hacer, pero creo que así se pierde la utilidad del lenguaje. A raíz de aquel halo de ingenio y de objetividad con que se embellece la ciencia, muchos campos anhelan incluirse en las disciplinas que pueden etiquetarse como científicas, pensando que esto les otorgue cierta dignidad o poder. Y, considerando el respeto que la sociedad le tiene a la ciencia, probablemente tienen razón. Pero así el término se vuelve cajón de sastre, y al final se crea una homogenización que confunde métodos y principios, y que, a largo plazo, probablemente no conviene a nadie.

Háblenos del reciente Premio Nobel de Medicina.

Poco que decir, son premios sociales, que se conceden por instituciones que se han autocedido la legitimidad de otorgarlos, con lo cual son dinámicas interesantes para observar la sociedad humana, más que sus logros verdaderos o sus conocimientos reales. La biología molecular sigue teniendo una fascinación incondicional, a pesar de que pocos conocen sus mecanismos y sus recovecos tecnológicos y metodológicos. Se aceptan sus resultados sin más, aunque a estas alturas en muchos estudios no hay nadie (ni siquiera entre los autores) que pueda ser garante de todo el proceso, siendo tan largo y complicado, y dependiente de una larguísima cadena metodológica de máquinas, reacciones, algoritmos, principios y suposiciones que deberían de sugerir probablemente más cautelas a la hora de aceptar de forma tan literal sus interpretaciones.

Yo, que trabajo con técnicas mucho más sencillas en anatomía y ciencias cognitivas, y en aspectos que son muchos más observables, tengo que detallar en mis artículos cada pasaje y cada razonamiento de mis métodos. Si se pidiera lo mismo a la biología molecular, cada artículo tendría que ser de miles de páginas, así que no queda otra que confiar y cruzar los dedos. Desde luego, los logros de este sector son redondos e indiscutibles, pero yo pondría más prudencia a la hora de defender una interpretación clara y tajante de sus resultados. Sin considerar que la biología molecular, por su naturaleza, a menudo sufre un exceso de reduccionismo bastante evidente, que choca con la importancia que al mismo tiempo se da a la complejidad de los sistemas biológicos.

Creo que el Premio Nobel de Medicina se ha entregado a la genética de los homínidos extintos porque cumple con los requisitos de mercado que hemos mencionado: por un lado la fascinación por los Neandertales, que siempre vende bien en una historia, y al mismo tiempo la magia de las moléculas. Para un libro o una novela suena perfecto, pero no estoy seguro de que sea lo suyo aclamar y endiosar tanto este campo cuando en medicina hay quien trabaja en problemas mucho más serios y contundentes para la salud o la biología humana. Evidentemente soy el primero en dar importancia a la evolución y a la paleoantropología, faltaría más, y creo que los resultados de la paleogenética son asombrosos, pero al mismo tiempo creo que no es una prioridad, si comparamos estos estudios con asuntos que son más determinantes y urgentes. Pero lo dicho, es mercado, y hablamos de la misma institución que ha entregado el Premio Nobel de la Paz a un vicepresidente de Estados Unidos, y otro de Medicina a la invención de la lobotomía. Mercado. Desde luego, aunque fuese solo por una consideración estadística, también es curioso que un mismo Premio Nobel haya caído dos veces en la misma familia. Hace reflexionar, sea cual sea la interpretación y las causas de esta casualidad.

Emiliano Bruner

Suponga que fuera posible clonar mamuts. ¿Lo haría?

No veo por qué no, se hizo con las ovejas y después de tanto bombo ya el tema se alejó de los titulares. Sería probablemente un reto más bien tecnológico, aunque para quien estudia los elefantes sería la leche. Quiero decir que el desafío es clonar (y resucitar) una especie extinta, una cualquiera. El mamut por sí mismo solo es un icono. En nuestra escala emocional, con la que valoramos la diversidad zoológica, las dos características fundamentales son que tenga pelo (es decir, que sea un mamífero, o sea un peluche) y que sea grande. Pandas y mamuts son iconos que sirven a elaborar el producto. Clonar una musaraña fósil o una lagartija extinta sería igual de increíble, pero no tendría el mismo enganche en la prensa y en el público. Y probablemente tampoco estimularía al mismo nivel cierto debate ético.

¿Y si en lugar de mamuts pudiera clonar neandertales?

No sé si yo clonaría un neandertal, pero desde luego te puedo decir que ¡no me metería nunca en el berenjenal político, social y económico que se necesita para llegar a plantearse siquiera la pregunta! Insuflar vida en el Frankenstein neandertal no conlleva solo los riesgos de los imprevistos biológicos y de las consecuencias éticas, sino sobre todo los peligros del circo financiero y mediático. Si un laboratorio o un investigador pueden clonar un homínido extinto es porque tiene recursos suficientes y apropiados para llevar a cabo la empresa. Y si tienen estos recursos es porque alguien los ha proporcionado, con lo cual la decisión ya no es del individuo, sino de una empresa, de un colectivo, o de una sociedad. Si es que hubiera esta posibilidad, la decisión se tomaría por sí sola. Y aquí habría que entrar en un tema espinoso: muchas veces con la palabra ciencia nos referimos solo a la «que se ve», porque pasa por universidades o centros de investigación, y se publica en revistas especializadas y en los periódicos, sin considerar que la mayoría de los descubrimientos científicos se llevan a cabo en contextos más bien silenciosos, que incluyen las empresas privadas o las instituciones militares.

La ciencia, hoy en día más que nunca, es un proceso comunitario, donde las decisiones se toman mucho antes de que los laboratorios puedan plantear ciertos resultados, en base a criterios que trascienden la inquietud individual. Lo cual es, al mismo tiempo, un riesgo y una garantía. Otra cosa es que luego, al resultado, hay que ponerle una cara, para transformar todo ello en una historia, con sus héroes y sus hazañas. La ciencia, a pesar de cierto romanticismo, ya no está hecha por individuos aislados, si es que esto ocurrió alguna vez. Esto no quita valor a quien trabaja en ello, y a los increíbles esfuerzos asociados a los descubrimientos del saber, pero nos recuerda que, luego, a la hora de hacer la cuenta, somos parte de un producto que va mucho más allá de nuestras ilusiones, de nuestras motivaciones, y de nuestras expectativas personales. Quizás se podría hacer una analogía con la psicología individual: el investigador, con su labor, canaliza la personalidad de la ciencia, que, de todas formas, tiene un temperamento, en su propia constitución y estructura, que determinará potencialidades y limitaciones de su carácter y de sus comportamientos. Como científicos, tenemos el deber de cuidar y de salvaguardar la personalidad de nuestras investigaciones, pero reconociendo que sus raíces se nutren de factores ajenos a nosotros, a nuestras decisiones, y a nuestras perspectivas.

Tal y como lo presenta, el panorama no parece alentador. Pero entonces, ¿qué podemos decir a quien está a punto de emprender una carrera científica, existiendo tantas dificultades a la hora de meterse a navegar en el océano de la investigación?

No hay una fórmula única, cada uno tiene que adaptar su receta a sus propios gustos y objetivos, y, por supuesto, a los ingredientes que tiene a mano. Pero desde luego apostaría por dos componentes básicos, que desafortunadamente suelen faltar. El primero es una buena dosis de información. Nos metemos en una carrera científica a menudo solo con la información que nos han pasado las películas, los periódicos, o las mismas universidades que nos quieren vender la matrícula. Evidentemente, puede que no vaya a funcionar muy bien, porque luego la vida es otra cosa. Pero todas las limitaciones y las dificultades que hemos mencionado no son necesariamente un problema, si es que me los veía venir, si es que me los conocía de sobra. Se vuelven un problema cuando no sé cómo están las cosas, y lo descubro solo cuando es un poco tarde, he invertido años en un currículo académico, y quizás ya tengo una serie de condiciones (una cierta edad, una hipoteca, hijos…) que no me permiten recular con facilidad. En segundo lugar, creo que es seriamente saludable separar nuestra actitud profesional de la laboral, aunque sea difícil porque suelen depender la una de la otra. La primera es algo más individual, y está hecha de capacidad, conocimiento, retos e ilusiones. Atañe a lo que somos, y a lo que podemos aportar a esta nave espacial loca que llamamos Tierra. La segunda tiene que ver con el ambiente económico y social que sustenta nuestro empleo y nuestro reconocimiento colectivo, y se apoya en una larga lista de factores tanto internos a nosotros (todos los vicios del ego y de las expectativas futuras) como externos (las dinámicas humanas, a pequeña, mediana, y gran escala). Los aspectos profesionales suelen ser motivadores, mientras que los laborales suelen generar tensiones, decepciones, y una larga serie de problemas de todas formas y colores.

Así que si los dos aspectos están demasiado vinculados e interdependientes, si se hunde o se corrompe uno (generalmente, el camino laboral) se lleva al fondo también el otro (generalmente, el profesional). Cuanto más generamos un personaje que se funda y desarrolla en el escenario de su contexto laboral, más estaremos a riesgo de ser zarandeados por los conflictos y las tensiones de un ambiente poco íntegro, inseguro y, a menudo (las cosas como son), retorcido. Si, en cambio, apostamos más por nuestro rol profesional, podemos sufrir de todas formas los vaivenes y las dificultades del sector, pero anclados a nuestros propios valores, que es la verdadera gasolina de la motivación. Si tu estabilidad depende de algo ajeno a ti, lo vas a tener complicado, seas investigador o no. Al final es el contraste de siempre entre mantener viva la ilusión (algo que es solo tuyo, que depende solo de ti, y que se refiere al presente) o dejarse hechizar por las esperanzas (que son constructos sociales, que dependen de los demás, y que se refieren al futuro). Cada uno debe reflexionar y elegir sus prioridades, recordando, como decía Confucio, que tenemos dos vidas, y la segunda comienza cuando nos damos cuenta ¡de que solo tenemos una!

Emiliano Bruner

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12 Comentarios

  1. Me ha parecido una entrevista magnífica, tanto por las preguntas como por las respuestas. Pero me quedo con las respuestas. Coincido en que hay que poner a la ciencia y a la investigación en el lugar que les corresponde y Emiliano lo hace, bien entendido que solo tenemos un método, el científico, para indagar en la realidad y comprenderla. Audacia en el hipotetizar pero riguroso sometimiento de verificación de los datos extraídos. Por otra parte, la entrevista muestra a un hombre polifacético, serio y crítico investigador, más que diletante en algunas artes, que, además quiere compartir conocimiento tanto en su labor científica como divulgativa. Cualquiera que se asome a sus investigaciones, sus conferencias o sus artículos de divulgación me dará la razón. Desde el rincón que yo escribo, creo que esta manera de aunar espacios diversos del conocimiento se muestra muy enriquecedor. Me ha encantado conocer más al hombre que hay detrás del científico.

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  3. Instalando

    El método científico para indagar en la realidad y comprenderla no se pude explicar merjor.
    Gracias!

  4. Pingback: Vida adentro | Quenántropo

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