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El silencio sin tiempo

Fotografía de Lupe de la Vallina. el silencio
Fotografía de Lupe de la Vallina.

Sospecho que el silencio pudo haber existido algún día. Nada tan fácil ahora mismo como evitarlo, y nada tan obligado. La ausencia de ruido es algo improbable que requiere kilómetros de alejamiento hacia la nada y un poco de suerte. En la nada, como se sabe, también hay carreteras, y motores, sean de tractores o de coches o incluso de tarados ubicuos pensando en alto o hablando por teléfono a gritos. El desarrollo no solo ha traído contaminación ambiental. 

Pero el silencio es, hoy en día, una posibilidad remota, y cualquier acercamiento a él casi un síntoma depresivo. 

Escribo sobre el silencio en el día perfecto, domingo. Pulso la tecla de pausa y dejo de oír música (incluso algo que tan bien se lleva con el silencio como A Silver Mt. Zion no deja de ser música), la televisión duerme con su ojo rojo encendido, chirría un tendedero en alguna parte, quizá arriba, y al rato deja de chirriar. Llega un rumor lejano de coches. Apenas. Me esfuerzo por oír algo. Quizá no sea más que esto el silencio, un esforzarse por oír algo; el ruido sería lo contrario precisamente, el no poder huir del sonido. 

No hay nadie en casa. Solo el ordenador está vivo, con su respiración fría, suena fría, aunque sea caliente al tacto. La respiración de una nevera pensante. En el peor de los casos, en medio del más apabullante silencio, casi siempre el ordenador con su impaciente zumbido permanece. Se preguntaba Kafka: «¿Bajar una escalera en esta vida corta, acelerada, acompañada de un impaciente zumbido? Eso es imposible». Imposible o no ya nos hemos acostumbrado al impaciente zumbido, parece. Para Miles Davis «el silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos los ruidos». Se refiere el trompetista al poder que tiene el silencio para turbarnos. Eso parece claro; el ruido es la paz y el silencio la angustia, incluso la hostilidad. Lo normal es el estruendo. Lo feliz es el estruendo, el grito eufórico. Solo los amantes se miran en silencio, sonríen en silencio, como si en el fundirse en los ojos del otro estuviese la eternidad y no quisiesen romper el encanto con una palabra.

En la muerte, el silencio. Incluso ese minuto de silencio es el homenaje que le debemos al que se ha callado para siempre. El silencio ha sido desterrado, como lo ha sido la muerte. Pero eso no nos hace más fuertes; al contrario, el temor asoma en cada silencio. Mucho decir; quizá el silencio sea imposible. 

Debería haberme ido a un bar o cafetería a escribir sobre el silencio. Tendría menos dudas. Supongo que es algo que desconozco, o al menos de lo que huyo, como todo el mundo. Salgo a la calle con banda sonora en los oídos. He vivido rodeado de ruido toda mi vida, o al menos ajeno al silencio; cuando no era música era la televisión, casi siempre de fondo, espantando el fantasma de la soledad. Se preguntaba uno de los personajes de DeLillo en Ruido de fondo: «¿Y si la muerte no fuera otra cosa que ruido?». Pero un ruido «uniforme, de fondo». Así el silencio lo ha ido uno dejando siempre para mañana. Detesto en todo caso el ruido impuesto, la música y las voces que estamos obligados a escuchar en casi todas partes. De ahí quizá ese aislamiento con el iPod. 

Imaginaba hoy que me sentaba en una cafetería, a la que suelo ir, y que describía el pavor que me causaba el alboroto del local. El ruido sería seguramente ensordecedor en ese bar. Los coches tan cerca, la calle es el tráfico, y a un paso de la barra. La televisión, con su ruido de motores de F1, o con las voces ahogadas del estadio, la tensión en el narrador siempre de lo inminente, se eleva por encima de todos como un trueno furioso. Pero así como el trueno de la tormenta cesa ese ruido permanece, se entromete, nos separa de todo lo demás. Incluso de nosotros mismos. Nos obliga a hablar a gritos, pero un grito sostenido, no un grito aislado. Los paisanos en todo caso hablan poco, mastican la tapa de tortilla o de callos y pasan las páginas del periódico; de vez en cuando nos cae una gota gorda de agua en el papel, oscureciendo como una pupila un grupo de palabras, quizá de sílabas. Esa gota, como el ruido, oscurece todo lo que toca. Se ha venido, digamos, no a leer los periódicos, ni siquiera a refocilarse en las fotos siempre dramáticas del Marca. No, lo que uno busca es arrodillarse ante el estruendo, alabarlo por su alegría, por su derroche de existencia, si acaso moverse como un torero en medio de los gritos reales de los paisanos y los gritos en estéreo del televisor. Nada nos afecta, a no ser el silencio. Sí, se apela un rato a la irritación pero allá donde vayamos hay ruido, y allá donde vayamos hay vida, la atronadora vida.

Así que me quedo en casa. No hay nadie. Todo está apagado, menos el ordenador, y puede que sea el silencio de los domingos, la sordera de los domingos, lo que nos hace insoportables los domingos. Es un silencio de muerte, o lo que es lo mismo, de cementerio. El silencio y la muerte se me han ido pegando en este texto, un poco en abstracto, como cosas de filósofos. El silencio como ese ruido de fondo, o el impaciente zumbido de Kafka.

Ni los pájaros se atreven a profanarlo, este silencio dominguero. Se diría entonces que el silencio es el territorio de todos los que han muerto, de todos los que ya no van a decir nada. 

Pienso en los cartujos. Cómo no. Uno se pregunta qué clase de ser humano puede ser un cartujo. Un hombre para el silencio, un hombre que se oye pensar, que se oye incluso digerir la comida. Sí, somos un poco cartujos pero no lo suficiente. Puede uno no ser de su tiempo, pero no del todo. O precisamente, cuanto más ajeno a su tiempo, o lo suficientemente ajeno, más certero, mejor se ve el bosque. Entre el yoga y la discoteca ha elegido uno la discoteca. Podría decirse incluso que el éxito al buscar pareja esté en el hacerse oír por encima o por debajo del aguacero sonoro. Hacerse oír a la vista. El ruido ha desterrado la palabra; no hay más que escuchar, y uno ha de hacerse oír sin molestar al ruido, sin interferir en el ruido de nadie.

Extraño, el silencio. Sigo sin saber qué es. Me acuerdo de Claudio Rodríguez, el poeta del silencio: «Es la iluminación de la alegría/ con el silencio que no tiene tiempo».

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2 Comentarios

  1. Ignacio Javier Romero

    Marcos; ¡Muy buen artículo! Lo he disfrutado mucho.

    Va un poema de un tal. . . Jorge Luis Borges sobre este tema. . .

    El silencio
    No digas nada, no preguntes nada.
    Cuando quieras hablar quédate mudo
    Que un silencio sin fin sea tu escudo
    Y al miso tiempo tu perfecta espada.

    No llames si la puerta esta cerrada
    No llores si el dolor es más agudo
    No cantes si el camino es menos rudo
    No interrogues sino con la mirada.

    Y en la calma profunda y transparente
    Que poco a poco y silenciosamente
    Inundarás tu pecho transparente.

    Sentirás el latido enamorado
    Con que tu corazón recuperado
    Te irá diciendo todo, todo, todo.

    Saludos desde el sur del mundo. (Argentina).
    Ignacio Javier.

  2. Pingback: El silencio sin tiempo – Colectivo Perrotrespatas

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