Ciencias

El pueblo que miraba a las estrellas

El pueblo que miraba a las estrellas
Algunos de los característicos menhires agujereados del crómlech de Karahunge. Algunos investigadores proponen que estos agujeros podrían haber servido para efectuar observaciones astronómicas. Fotografía: John Elk / Getty.

Seis mil años atrás, en la superficie que habría de ocupar la futura ciudad de Sisia, el grupo familiar de hombres y mujeres que componían la tribu esperan a que el sol se oculte, y se tienden en el suelo. No para dormir, sino para escuchar qué son cada una de esas luces brillantes del cielo, los destellos que lo cruzan encendiéndose y apagándose, y esa franja blanquecina tan semejante a la leche que dan sus ovejas. Quieren escuchar, y recordar, no solo para entender, sino para integrarse en la cultura que va a darles su identidad y su lugar en el mundo. Una cultura que expresa en signos geométricos, formas y dibujos, en todos y cada uno de sus objetos cotidianos, las luces celestes, las constelaciones y estrellas fugaces. Manifestaciones que los arqueoastrónomos, milenios más tarde, solo podrán aventurar qué significan. Esta noche los primeros armenios permanecen tendidos en el crómlech de Carahunge, uno de los primeros observatorios erigidos por el ser humano, ignorando que su identidad, la del pueblo que mira a las estrellas, va a permanecer viva en todos sus descendientes, milenio tras milenio, hasta el día de hoy. 

El interés de los armenios por la astronomía se ha mantenido siempre vivo, y eso les hace singulares respecto al resto de descendientes de las primeras civilizaciones mesopotámicas, unidas a la tierra por la agricultura y conectadas con el cielo a través de las cosechas. A diferencia de los demás, los armenios no tuvieron que erigir zigurats ni pirámides para crear observatorios, les bastaron sus montañas naturales. En la pieza literaria más antigua de la humanidad, Gilgamesh toma como referencia el Ararat para orientarse en su camino hacia el mar. El diluvio universal bíblico, que se cree inspirado en esa epopeya, señala también el monte como lugar donde encalló la barca de Noé.

Hoy el Ararat pertenece a Turquía debido a un acuerdo entre ese país y la Unión Soviética, pero los armenios continúan considerándola su montaña sagrada, y de hecho formó parte de su territorio histórico. Cuando se formó la República Socialista Armenia, decidió incluir el monte en su escudo, provocando el enfado de los turcos, que elevaron una queja a Moscú. Desde el Kremlin les respondieron si acaso la luna y estrellas de la bandera turca eran parte de su territorio. Este episodio ayuda a entender por qué el Ararat sigue presente como símbolo en la mayoría de los hogares armenios, donde nunca falta una foto o reproducción de él en sus paredes. Y por qué su territorio, plagado de volcanes apagados, hoy montañas majestuosas, constituye uno de los puntos privilegiados de la Tierra para la observación astronómica. 

Uno de sus filósofos, Ananías de Shirak, afirmaba en el siglo VII con naturalidad y demostraba con cálculos que la Tierra es esférica. Planteaba además una visión del universo que superaba los límites de Aristóteles e integraba las matemáticas en el estudio astronómico, creando lo que podemos considerar una protoastrofísica. Limitado por la Edad Media —época oscura, no por la falta de producción de conocimiento relevante, sino por las dificultades en compartirlo y crear escuela—, los conocimientos de Ananías no alcanzaron gran repercusión. Aunque fieles a la idiosincrasia astronómica nacional, se continuaron, y aún se impartían en las escuelas armenias como materia obligatoria a principios del siglo XX

Sin embargo, la verdadera reconexión de Armenia con su ciencia favorita solo se produjo cuando este interés se orientó a un esfuerzo colectivo, común y accesible a todos los ciudadanos. Como los ancianos de Carahunge que enseñaban a la tribu, el sistema comunista de la Unión Soviética hizo llegar el conocimiento científico a todo el mundo y facilitó la formación de nuevos científicos en Armenia. Fue la época más brillante, abanderada por Víktor Ambartsumián, fundador de la escuela soviética de astrofísica teórica, pionero de la investigación astronómica de las naves espaciales soviéticas, uno de los principales astrofísicos y astrónomos del siglo XX y figura fundamental para el desarrollo de esta ciencia en todo el mundo. En Ereván, capital de Armenia, fundó el observatorio de Biurakán, que continúa hoy utilizándose en su ubicación original, la ladera del monte Aragats. Ambartsumián obtuvo, a través de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, un telescopio Carl Zeiss AG de origen nazi, botín de guerra del ejército soviético. Esta incorporación permitió avances tan relevantes como el descubrimiento de un conjunto de las galaxias Markarián, nombradas así en honor de Benik Markarián, primero en identificarlas y estudiarlas desde Biurakán. 

El programa universitario soviético aportaba, además, una ventaja respecto al sistema de méritos y concursos propio de los países occidentales, ahora en vigor. Con independencia de las notas obtenidas, todos los que habían estudiado en la universidad de Ereván podrían quedarse en el observatorio si lo deseaban —incluso si no se doctoraban— con un salario muy bajo y haciendo trabajos menores, como ayudar en los cálculos a otros investigadores. Pero si alguien de ese grupo, en algún momento, deseaba trabajar de veras en la ciencia, tenía la puerta abierta. Y solía ocurrir que malos estudiantes avanzaban a los cinco, siete o diez años de estar en el observatorio para incorporarse al primer equipo, el de Ambartsumián. El sistema de no restar oportunidades a cualquiera que hubiera estudiado se consideraba muy positivo porque acababa dando sus frutos. 

Así es como en 1996 el observatorio era reconocido como uno de los principales centros de investigación astronómica del mundo. No solo había aportado avances fundamentales a su campo, además había compartido proyectos y participado en otros internacionales, manteniéndose en contacto con científicos de más de cincuenta países. 

Aunque todavía hoy hay astrónomos y astrofísicos trabajando en Armenia, están muy lejos de alcanzar las estrellas. A partir de 1991, con la caída de la Unión Soviética, perdieron el apoyo científico que los sostenía, y, peor aún, enfrentaron una grave crisis originada en el destructivo terremoto de Spitak, producido apenas tres años antes. Todo estaba destruido, la central nuclear parada, apenas había electricidad y la universidad no podía pagar el sueldo a sus trabajadores. En aquel momento, muchos astrofísicos emigraron a otros países, creando así un vacío que no ha podido llenarse, debido a la ausencia de toda una generación, que despojó de profesores a su universidad, y a la falta de inversión en ciencia desde entonces.

Los estudiantes armenios viven una contradicción, porque crecen conforme a la tradición propia, la de pueblo de las estrellas, y tienen en la educación secundaria la astronomía como asignatura obligatoria, a la altura de la importancia de la química o la física en su programa educativo. Son frecuentes las visitas a los observatorios astronómicos y la colaboración entre profesores de instituto y astrofísicos. En 2020, el año de la pandemia, y con todo en contra, dos de estos docentes, junto a su grupo de estudiantes, ganaron las Olimpiadas Internacionales de Astronomía, competición que forma parte, desde 2007, de las olimpiadas de ciencias dirigidas a alumnos de instituto. De hecho, en la competición por equipos los estudiantes armenios han sido, hasta la fecha, los más galardonados.

Pero estamos muy lejos de los tiempos de Ananías, y el esfuerzo, la voluntad o las ganas no pueden suplir por sí solos la que es hoy la principal necesidad para avanzar en astronomía, una tecnología avanzada. Uno de los principales problemas del observatorio de Biurakán son los obsoletos instrumentos que acompañan sus telescopios y la millonaria inversión que haría falta para renovarlos. El país tampoco cuenta con la infraestructura tecnológica y empresarial para generarlos, así que la única opción es comprarlos en el extranjero. Es decir, no hay opción. Si algo lo evidencia es el radiotelescopio de Orgov, también en la ladera del Aragats, también de origen soviético e inutilizado desde 1990. Una de las condiciones para volver a operarlo es actualizar sus sensores, renovar los sistemas de control, digitalizarlo y reparar los sistemas que los mueven, en total varias decenas de millones de euros. No los hay. Su actual destino, convertido en monumento nacional para seguir alentando el interés de los armenios por la astronomía, es tan significativo como el esfuerzo de los astrónomos en activo del país. Por un salario de unos veinte dólares mensuales, se mantienen en contacto con colegas de toda Europa, Estados Unidos, México, Japón, China y la India, hacen las contribuciones que pueden dar sus instrumentos y participan en muchas investigaciones en marcha. Muchos de ellos, junto a otros apasionados por el estudio del cielo, se han organizado en la ArAs (Sociedad Astronómica de Armenia), una ONG destinada exclusivamente a formar lazos con la comunidad astrofísica internacional y promover el interés de sus jóvenes por esta ciencia. Las limitaciones del presente no les impiden imaginar que tarde o temprano se abrirá sobre ellos un futuro brillante. Y quién puede contradecirles, cuando llevan seis mil años.

De noche, cuando miramos al firmamento, hay estrellas que vemos arracimadas, y otras tan dispersas que casi cuesta distinguirlas como parte de una constelación. Algo de su falta de homogeneidad se ha contagiado a este pueblo, quizá de tanto observarlo. Los armenios llevan más de cien años sin habitar un único lugar. En el territorio nacional armenio apenas residen tres millones de armenios. El resto, once millones, se han distribuido por el planeta. Son la diáspora, que tuvo su origen en el genocidio armenio y que hoy forman una constelación de diez millones de personas que siguen sintiendo como parte de su identidad la tierra que mira las estrellas, aunque residan en el otro punto del planeta. Sin importar el lugar donde se encuentren, un hombre, una mujer, un niño armenio, pueden alzar los ojos cuando el sol se marcha, y saber que esas luces del firmamento les ponen en contacto con sus hermanos y hermanas dispersos por otros países y otras tierras. Y que todo lo que su corazón plante ahí, en su identidad, florecerá de manera singular en forma de ciencia astrofísica. Son el pueblo humano que plantó la semilla de las mayores preguntas: si venimos de allí arriba, si hay otros como nosotros en el firmamento. La respuesta está contenida en el mismo polvo de estrellas que nos forma. Y ese polvo siempre brilla de una manera singular en los ojos armenios. 

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3 Comments

  1. Precioso e interesante artículo.
    Mi enhorabuena

  2. Muy hermoso y evocador, de principio a fin. Desconocía esa pasión de los armenios por la astronomía.

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