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El asesino de Adán y Eva (1)

El primer beso, también conocida como Adan y Eva, obra del pintor Salvador Viniegra.
El primer beso, también conocida como Adán y Eva, obra del pintor Salvador Viniegra.

El ser humano solo conoce aquello que puede nombrar. Y de la misma forma, solo puede nombrar aquello que conoce. No podemos referirnos a lo que desconocemos porque, sencillamente, no sabemos que existe. No hay palabras que designen aquello de cuya existencia no tenemos constancia. La utopía de conocer todas las palabras posibles —palabras que no existen y que probablemente no existirán jamás, de ser capaces de nombrarlo todo, implicaría haber descodificado la realidad hasta en el más remoto de sus enigmas. El ser humano siempre ha entendido su mundo tal y como lo veía, hasta que descubría que lo conocido tan solo era una parte más de ese mundo, o que este no era exactamente como lo veía. A lo largo de la historia, algunas personas nos han brindado más palabras. Han sido capaces de ver lo que nadie más veía y ofrecernos términos, fórmulas matemáticas, teorías físicas. Explicaciones, al fin y al cabo, que desenmarañaban la realidad y contestaban a algunas de las grandes cuestiones que siempre nos habíamos formulado o que, directamente, no nos habíamos formulado jamás. El De Revolutionibus Orbium Coelestium de Nicolás Copérnico, la teoría de la relatividad general y la de la relatividad especial de Albert Einstein o los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Isaac Newton constituyeron algunas de esas ventanas a una realidad más nítida y comprensible. Sus autores vieron el mundo con más claridad que nadie y contribuyeron a desenredar una pequeña porción más de un universo cada vez menos laberíntico. Debemos a sus obras el desciframiento del mundo que conocemos, y entre ellas ocupa un lugar de privilegio uno de los tratados más brillantes de la historia de la ciencia: El origen de las especies de Charles Darwin.

Darwin inició su viaje en el HMS Beagle el 27 de diciembre de 1831 y, como él mismo escribiría poco antes de morir, fue con mucho el acontecimiento más importante de su vida. Los cinco años que duró la travesía alrededor del mundo son un ejemplo perfecto de dos de las constantes que marcaron la vida del naturalista inglés. Las primeras ideas sobre la evolución de las especies comenzaron a forjarse en la mente del joven Charles durante esta expedición, pero el temor a la reacción del capitán FitzRoy, con quien tendría que compartir camarote hasta su regreso a Inglaterra y quien veía en el viaje una inmejorable oportunidad para encontrar pruebas a favor de la Biblia y evidencias del diluvio universal, hizo que en ningún momento tratase de imponer su criterio y aceptase sin más su cometido, como tantas otras veces hizo a lo largo de su vida. De igual forma, la oposición del capitán a cualquier idea contraria a los dogmas religiosos refleja con exactitud la gran batalla que Darwin habría de librar hasta el fin de sus días. Ese sometimiento e inseguridad en sus pasos, unidos a la certeza de que sus ideas, a pesar de arrojar luz sobre lo desconocido, quebraban algunos de los principios fundamentales sobre los que se apoyaba el conocimiento desde hacía siglos, constituyen la clave para entender la figura de uno de los grandes genios de la humanidad.

El mundo antes del Beagle

Tal vez, la primera ocasión en la que esa personalidad sumisa se manifiesta claramente fue en 1825, cuando a pesar de no tener ningún interés por la medicina, Charles se inscribe en la Universidad de Edimburgo dispuesto a satisfacer los deseos de su padre, el doctor Robert Darwin. Desde niño, su atención se había centrado únicamente en las plantas, los árboles y los animales que se encontraban en los alrededores de The Mount, la casa familiar en la que Darwin nació el 12 de febrero de 1809, en la localidad de Shrewsbury. Tanto le habían atraído siempre, que en su Autobiografía figura la notable frase «Nací naturalista». Durante los años en los que acudió a la escuela, de talante netamente religioso, su pasión por coleccionar insectos y flores derivó en unos resultados académicos tan pobres que en 1818 —un año después de fallecer su madre— su padre lo matriculó en el internado del doctor Samuel Butler advirtiéndole de que sería la vergüenza de la familia si no se centraba en sus estudios. Sin embargo, Charles solía pasar parte de sus vacaciones en Maer Hall, el hogar de su tío Josiah Wedgwood, quien no solo comprendía las aficiones de su sobrino sino que le aconsejaba y le animaba a seguir su vocación. Siete años después, el progreso estudiantil del joven Darwin había sido tan escaso como las esperanzas de su padre en que se convirtiese en un hombre de provecho, y tal vez por eso aceptó cursar estudios de Medicina en Edimburgo, como su hermano. No hay que olvidar, en cualquier caso, que la posibilidad de asistir a clases de Geología, Zoología y Botánica no dejaba de ser un aliciente para un adolescente aspirante a biólogo.

Como era de esperar, el intento de hacer de Charles un médico reputado como su padre fue un absoluto fracaso. No mostraba interés alguno por las asignaturas propias de su carrera, salvo en el caso de las clases de Química, se mareaba al ver sangre y era incapaz de aguantar las sesiones de disección —de lo que se arrepentiría más adelante—. Después de dos años estériles, el doctor Robert Darwin propuso a su hijo la carrera eclesiástica como único modo de enderezar su vida, y en un nuevo ejemplo de obediencia sin reservas, el joven ingresó en el Christ’s College de la Universidad de Cambridge en octubre de 1827. Tenía dieciocho años.

El programa de estudios de la nueva carrera de Darwin se basaba fundamentalmente en disciplinas teológicas y asignaturas básicas como Latín, Griego o Historia. De nuevo, su interés por las ciencias naturales se acercaba poco o nada a su aburrida formación como clérigo, sin embargo no sería ésta una etapa inútil desde el punto de vista intelectual. A pesar de que Charles había sido educado en la religión y jamás había puesto en duda los dogmas contenidos en la Biblia, el año previo al inicio de sus estudios en el Christ’s College, el doctor Robert Edmund Grant había despertado su interés por las ideas de Jean-Baptiste Lamarck, autor de una primera teoría de la evolución basada en el perfeccionamiento de órganos y especies —alejada, por tanto, de la precisión y veracidad de las ideas darwinianas—, y el propio Charles había comenzado a encontrar cierta fascinación en otras tesis evolutivas similares como las de los naturalistas del siglo XVIII Buffon y Erasmus Darwin, su abuelo. Fue por este motivo por el que, al llegar a Cambridge, Darwin se puso en contacto con quien terminaría siendo su gran amigo y confidente, el profesor de Botánica John Stevens Henslow, quien solía organizar en su casa reuniones sobre ciencias naturales a las que asistían alumnos y profesores, en las que Charles entabló amistad con el geólogo Adam Sedgwick, seguidor de la escuela catastrofista de Georges Cuvier —que proponía una serie de cataclismos y sucesivas creaciones como explicación hipotética de la Tierra—. Poco a poco, y gracias a la ayuda de científicos de la talla de Henslow y Sedgwick, la mentalidad científica de Darwin comenzaba a imponerse.

Una vez hubo aprobado los exámenes finales de su carrera en 1831, un ya adulto Darwin comenzó a dedicar tiempo a sus lecturas favoritas —entre las que se encontraban los relatos de los viajes de Alexander von Humboldt, que llamarían poderosamente su atención sobre los trópicos y serían determinantes en su decisión de enrolarse en el Beagle—. Además, invitó a pasar unos días en The Mount a Adam Sedgwick, con quien también estuvo algunas semanas en el país de Gales realizando mapas geológicos de la zona. A su regreso a casa, Charles se encontró con una carta de Henslow en la que se hallaba una segunda carta remitida por George Peacock, encargado de designar a los naturalistas que debían ocuparse de las labores de estudio y análisis a bordo de los diferentes barcos que la Corona inglesa enviaba alrededor del mundo. Peacock, por recomendación del propio Henslow, había propuesto a Charles Darwin como naturalista del HMS Beagle.

De nuevo, el carácter inseguro y manejable de Charles volvería a ser clave. A pesar de conocer los pasos correctos, prefería evitar el enfrentamiento y plegarse una vez más a la voluntad de la autoridad correspondiente. Su padre no estaba dispuesto a que la carrera eclesiástica, a la que su hijo había entregado cuatro años, se disipase ante la posibilidad de iniciar una aventura para la que, en su opinión, no estaba capacitado. Darwin se fue convenciendo de que no estaba lo suficientemente formado como naturalista y de que carecía de las más elementales nociones de navegación. Finalmente, escribió a Henslow rechazando la oferta y se marchó a descansar a Maer Hall. El viaje en el Beagle, la formación de su mente, toda la teoría de la evolución que el naturalista desarrollaría años después no habría sido nada si de la personalidad sumisa de Charles Darwin hubiese dependido. Por fortuna, su tío Jos decidió intervenir y terminó convenciendo al doctor Robert Darwin de la inigualable oportunidad que se le estaba brindando a su hijo. Rápidamente, Charles envió una carta a Henslow aceptando el puesto, pero se encontró con la desgraciada noticia de que otro candidato estaba siendo examinado y que la decisión final correría a cargo del capitán Robert FitzRoy, quien había manifestado que elegiría al que mejor le cayese de ambos —lo cual resulta francamente comprensible, teniendo en cuenta que el aspirante elegido tendría que compartir con él un pequeño camarote durante cinco largos años—. Tras una entrevista agradable y cordial, FitzRoy designó a Darwin como su acompañante a bordo del Beagle. Décadas más tarde, cuando la vida del científico tocaba a su fin, este escribió cómo el capitán le había confesado posteriormente que había estado a punto de descartarlo para la expedición  debido a la forma de su nariz. FitzRoy era un apasionado de Johann Caspar Lavater, autor de El arte de conocer a los hombres por la fisionomía, y consideraba que la nariz de Darwin revelaba su escasa energía y determinación. Afortunadamente para Charles, su nariz mentía.

El viaje en el Beagle

Con la misión de elaborar mapas de las costas meridionales de América del Sur y regresar a Inglaterra cruzando los océanos Pacífico e Índico, el Beagle zarpó del puerto de Plymouth el 27 de diciembre de 1831, tras dos intentos fallidos debido a los fuertes vientos contrarios. Desde el primer día y durante todo el viaje, Darwin sufrió molestos mareos que hacían muy incómoda la vida en el barco, a pesar de lo cual no tardó en adaptarse a ella. En una de las cartas que escribió a su padre, decía: «Pienso que si no fuera por los mareos, todo el mundo se haría marinero». La tripulación del bergantín, que no entendía las tareas de Charles consistentes en coleccionar y clasificar animales marinos e insectos, pero que sentía simpatía por el joven, le apodó «el cazamoscas». Este tomaba apuntes de todo cuanto sucedía a bordo y de los estudios que iba realizando, redactando así su diario personal del viaje, la primera de sus obras importantes. Asimismo, remitía cartas a Inglaterra desde los diferentes puertos a los que llegaba, enviando colecciones y conclusiones a Henslow, quien solía leerlas en la Philosophical Society de Cambridge ante la admiración de los presentes. Charles, que antes de embarcar había leído la Introducción a las ciencias naturales de John Herschel así como otras importantes obras científicas, y se había llevado consigo el primer volumen de los Principios de geología de Charles Lyell, recibió las dos últimas partes de esta obra en Montevideo y Valparaíso en sendos envíos de Henslow, constituyendo un material que él mismo consideraría fundamental para su trabajo. Realizó análisis geológicos, paleontológicos, zoológicos y botánicos allá en donde pisaba, y formó verdaderas colecciones completas de peces, aves, reptiles, rocas y plantas que llegaron a invadir el Beagle frasco a frasco. 

De 1832 a 1834, el barco estuvo recorriendo las costas del Atlántico sur, con las correspondientes excursiones tierra adentro. Por fin, en Bahía Blanca y en las zonas adyacentes a Montevideo, hizo el primero de los descubrimientos que en Galápagos desatarían el torrente de ideas sobre la evolución. El hallazgo de fósiles de grandes mamíferos cuya anatomía venía a coincidir con la de pequeños animales autóctonos comenzó a hacerle dudar de las tesis creacionistas y de la inmutabilidad de las especies. Lo que para FitzRoy eran evidencias plausibles de un diluvio que había sepultado bajo las aguas a animales ya extinguidos, para Darwin eran indicios de lo erróneo y disparatado de los dogmas bíblicos. 

A finales de 1834, en una de las excursiones por la cordillera de los Andes, descubrió conchas y fósiles marinos a una altitud de cuatro mil metros. El 18 de enero de 1835, mientras la expedición se encontraba en San Carlos de Chiloé, entraron en erupción los volcanes Osorno, Aconcagua y Coseguina. En febrero, estando en Valparaíso, se produjo un terrible terremoto que destruyó en segundos la ciudad de Concepción, afectó a cuatrocientas millas de costa y devolvió la actividad a varios volcanes. Estos tres fenómenos hicieron comprender a Darwin la formación de la cordillera andina a partir de bruscos levantamientos de terreno desde el nivel de la costa causados por la actividad sísmica. La mano de Dios, por desgracia para FitzRoy, poco tenía que ver.

El 7 de septiembre del mismo año, el Beagle puso rumbo a las ecuatorianas islas Galápagos, el archipiélago de Colón. Lo que en principio solo era un destino más en la ruta, se convirtió en el punto de partida de una de las teorías científicas más importantes jamás elaboradas. Darwin comenzó a percatarse de que había notables diferencias entre los animales y las plantas de las islas y los que se había encontrado en Sudamérica, pero también enormes similitudes. Igualmente, apreció variaciones entre individuos de la misma especie que habitaban en islas distintas del archipiélago. Concretamente, observó cómo el tamaño del pico de los pinzones variaba de un lugar a otro en función de las diferentes clases de alimento que el medio ofrecía. Poco a poco, comenzó a darle vueltas a la idea de que tanto los pájaros como los animales y las semillas, probablemente arrastrados por efecto de las aguas, habrían llegado a las Galápagos desde el continente. El aislamiento en un hábitat tan distinto —al fin y al cabo, se trata de islas volcánicas— provocó en la flora y la fauna la necesidad de adaptarse a las nuevas circunstancias para poder sobrevivir. Ante la insuficiencia de recursos, la competencia entre las especies derivó en la extinción de las menos aptas y la variación biológica de las supervivientes hasta lograr un equilibrio natural con el ecosistema. La evolución dependía de la presión ejercida por el medio, lo que derrumbaba las tesis religiosas e incluso los principios básicos del lamarckismo.

De nuevo, cualquier intento de exponer con convicción su idea a un FitzRoy que se volvía más rígido y fundamentalista a cada paso que daba Charles, no era más que una quimera. Como era previsible, el naturalista se dedicó sin más a su labor geológica, zoológica y botánica, desterrando de su pensamiento todo intento de hacer ver a su capitán el escaso fundamento de las tesis de creación única. Sin embargo, aprovechó el resto del viaje para anotar y poner en orden sus ideas, deseando llegar a casa para desarrollar libremente su teoría. Los siguientes puertos en la travesía, en Tahití, Nueva Zelanda y Australia, fueron destinos agradables que solo alteraron a Charles al revelar el horror de cómo era tratada la población indígena, condenada a la extinción. «Dondequiera que entran los europeos —anotó en su diario—, la muerte persigue a los aborígenes». El viaje continuó a través del océano Índico hasta Ciudad del Cabo y, tres meses después, el sábado 2 de octubre de 1836, el Beagle llegó al puerto de Falmouth trayendo consigo la revolucionaria idea que haría temblar los cimientos de la Iglesia.

(Continúa aquí)

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3 Comentarios

  1. Muy buena entrada.
    En el terremoto de Concepción, Darwin «observó que, debido al terremoto, la costa había aumentado en relación al mar. El punto donde rompían las olas contra las piedras de la isla de Santa María, por ejemplo, era tres metros más bajo que lo normal.» Ahí Darwin empezó a «ver».

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