El árbitro.
Figura necesaria. Natural. Es… inevitable, como Thanos con el guantelete de Cadena 100. Profesión jodida, no vayan a pensar. La de árbitro, digo; Thanos tampoco sé muy bien a qué se dedica de lunes a viernes. Igual trincó buena herencia, porque todas esas naves cuestan una pasta. Bueno, a lo que íbamos: los árbitros. Seres vestidos con tonos sobrios y dedicados a impartir justicia dentro del espectro lúdico. O, dicho de otra forma, blanco perfecto para frustraciones, ataques de ira e injusticias varias. Piel dura, primer requisito. Resiliencia, segundo. También capacidad para abstraerse. Y buenas piernas con las que salir rápido del campo, Tercera División, Grupo Cántabro, peligro cierto.
Acompáñenos por este pequeño recorrido sobre la muy sufrida labor arbitral. Y no se asuste si escucha juramentos.
Respeto ante todo
¿Buscan ustedes diálogo y contención? Pues, entonces, rugby. Salvo que miren en las novelas de Umberto Eco, porque allí también. Pero, para el deporte, rugby.
El rugby es esa cosa llena de tipas y tipos mazados, con algún diente menos y hostias por todas partes. Deporte de brutos practicado por nobles, decían, solo que a saber qué entendía esta gente por brutos, también les digo, que tú puedes ir muy ciclao, pero si entras a la guapa del pueblo durante la verbena, acabas en el pilón. En fin. Adolescencias de estío al margen, lo cierto es que la relación entre árbitro y jugadores en el mundo del rugby sorprende. Sorprende, también es verdad, porque llegas contaminado de otros deportes (tos, tos, fútbol, tos, tos).
Porque respeto ante todo. Echar una charla, consultar decisiones, acatar bajando la cabeza, entrar después más fuerte. Ese rollo. No hace mucho incluso un árbitro salió a decir que los propios jugadores le advirtieron sobre una decisión inadecuada… que les favorecía. Y, ojo, eran niños, que los niños para esto son fieras sin escrúpulos, bichejos de la peor calaña. Pues mira, aquí no. Tradición y valores que se mantienen a rajatabla, seguramente. Y tiene mérito, no vayan a pensar, porque hablamos de un juego con reglas a ratos endemoniadas y donde el contacto físico es… cómo podríamos decirlo… pródigo. Y severo. Contundencia. Vamos, que hay hostias como panes, ¿eh?, que le cae a cualquiera de ustedes una de esas piñas y se queda en casa asustado durante bastantes meses. Debe de ser complicado no meterte con el del silbato cuando llevas todo el cuerpo hecho trizas.
¿Ejemplo gordo? Final de la Copa del Mundo, 2015. Australia contra Nueva Zelanda. Derbi por todo lo alto. Ganan los all blacks, porque la mayoría de las veces ganan los all blacks (que originalmente no eran all blacks, sino all backs, pero esa es otra historia). David Pocock, ualabí él, se acerca a Nigel Owens, que va de negro —es un purparlé—, acaba de dar los tres pitidos y observa, con cierto acojono, aquella mole de músculos. Muchas gracias por arbitrar este gran partido, dice. Joder, eso es clase. Luego Jerome Kaino, neozelandés, fue donde Owens, le dijo que era una inspiración no solo dentro del campo, sino también fuera (Nigel había hecho pública su homosexualidad años antes). Kaino sacó unos segundos para charlar con aquel tipo bajito y paliducho en instantes que debían de ser los más felices de toda su carrera deportiva.
Otro mundo.
(A veces no funciona el asunto, ¿eh? Cuando la selección española se vio perjudicada por Vlad Calin Iordachescu en su partido ante Bélgica, decisivo para entrar en el Mundial, algunos jugadores descargaron su rabia con lágrimas y puñetazos al césped, sí, pero otros persiguieron a nuestro simpático rumano exigiendo explicaciones. Debió de pasar bastante miedo, el tipo).
Para ser árbitro necesitas buena figura
Algo huele a podrido en Dinamarca, amigos. Sobre todo, cuando hay combate de boxeo, vaya, porque menuda familla arrastra el noble arte (el noble arte de pegar hostias a otro ser humano, aclaramos). Que si tongos, que si amaños, que si una mafia por aquí, que si Ivan Drago y el doping… en fin, todo eso. Y en medio, claro, árbitros.
Juez de ring es profesión complicada. En lo físico, en lo ético y en lo estético. Sobre la integridad de tus propias carnes, poco que comentar. Vamos, que a veces reciben una hostia perdida. Y una hostia perdida de los maromos con guantes es cosa seria. Muy seria. Demasiado seria. A Howard Foster, por ejemplo, casi lo deja pajarito Anthony Joshua, que suena a gag de Los Morancos, pero exhibe bastante mala baba en las fotos que usé para documentarme. Meterte a separar dos bestias en plena descarga de testosterona y puños siempre entraña riesgos, como sabe cualquiera que haya paseado por la zona de vinos un sábado noche.
El tema ético pues también les queda cojo, porque hay billetucos verdes volando por aquí, uy, mira, qué torpeza, han caído dentro de tu bolsillo, nada, déjalos ahí, total… pero que gane mi muchacho, ¿vale? Seguramente no sea tanto como nos dice el tópico (su labor es tan subjetiva que aciertan casi de cualquier forma), pero lo divertido que es criticar sin argumentos no nos lo quita nadie.
Con todo, lo peor es el elemento estético. Porque, a ver: ¿ustedes han visto las pintas de un árbitro de boxeo? Camisa, pantalones de pinzas, cinturón. Que eso no es ni deporte ni nada, que no resulta respetable algo que se puede hacer con tales vitolas (buen ejemplo es el golf, donde señores canallitas con sobrepeso avanzan a duras penas paseando por césped raso, raso, no vaya a ser que se nos pinchen con una barda). Y falta lo más grave. Pajarita. Los árbitros de boxeo llevan pajarita. Pa-ja-ri-ta. Pero no una pajarita de cachondeo como la de su amigo en bodas y eventos, esa que tiene dibujos de aguacates o teclas de piano o pequeños órganos sexuales en estado de semierección. No, qué va: una pajarita de las buenas. O, dicho de otra forma, los árbitros de boxeo parecen tu tío Gumersindo en Nochevieja, con sus chorretones de sudor bajo las axilas y gotitas de gin-tonic cayendo pechera abajo. Poco respeto imponen, poco respeto.
Queda, encima, la sensación de trabajo a medio hacer. Porque si quieres mamarrachear —y cuando llevas pajarita demuestras querer mamarrachear— lánzate con todo, corderillo, no te cortes. Sé, en otras palabras, árbitro de wrestling (pressing catch, si ustedes saben quién es Ramos Marcos). Allí el sentido del ridículo es algo olvidado desde tiempos pretéritos —joder, si hasta hacían peleas con serpientes y con loros y con Paul Bearer—, y la falta de pudor resulta tan refrescante como bochornosa. Así, las camisas —que parecen de presidiario, eso no lo dijimos— son muy, muy ajustadas, porque la gracia está en marcar músculos si tienes músculos y exhibir lorzas si posees cuerpo no normativo. A veces hasta intervienen en la acción, normalmente recibiendo galletas, porque nunca hay demasiada vergüenza ajena en este mundo.
No se lo pierdan, en directo es un descojono.
Antes todo esto era campo
Y luego está el fútbol. Ay, el fútbol. Lo que nos gusta, el fútbol. Qué de polémicas, en el fútbol. Mira cómo insultan al árbitro, los aficionados del fútbol (y los jugadores, y el entrenador, y hasta los jueces de línea, porque seguir a la masa mola). Hoy tú de negro, mañana, etcétera. Solo que no siempre fue así. Qué va. Cuándo nace esta figura controvertida, cuándo alguien tiene la brillante idea de, por qué no, mandar a un pobre desgraciado al mismísimo bosque de Aokigahara. Pues hace tiempo.
Porque al principio era un sindiós. Un poco como los partidillos que echaba usted de chaval, allí en el descampao de los yonquis y las chutas, que ibas regateando contrarios, jeringuillas y preservativos con mala pinta. Pues igual, pero hace siglo y medio. Juego de caballeros por las islas…, gentlemen en calzones. Antes de empezar pactaban todo: que si dónde están las porterías, que si cuántos jugadores en cada equipo, que si William, coño, creo que tu criado está tosiendo sangre, igual deberíamos llevarlo al médico. Aproximadamente, a veces se hacían otras cosas. Como las reglas aún no eran fijas, pues todo quedaba al arbitrio de los contendientes, que usaban su muy flemático árbol genealógico para arreglar componendas en base al iusnaturalismo. Vamos, que no, porque lo del iusnaturalismo ya saben cómo acaba. Así que, en contra de nuestro ideal romántico, debemos escoger figura con auctoritas. Que sí, muy apasionado el don Juan, pero bien lord que era Byron, también les digo.
Y eso, capitanes. Capitanes distintos a los de ahora, cuyo máximo cometido es besarse el brazalete; decir ante la prensa cosas como «partido difícil», «rival incómodo» y «tenemos que estar todos juntos»; o protestar al árbitro de forma airada. Nah, antes, cuando todo esto era prao, resultaban polifacéticos. El capitán…, tío, normalmente gordo y calvo (a ver, así lo imagino, espero que nadie se levante a darme un bofetón), con funciones de presidente, utillero, delegado de campo, entrenador, masajista (los colleges eran muy así, lean a Wilde) y extremo derecha, que es donde menos molestan los torpes. Vamos, un chico-para-todo. Pero en eso de decidir si tal cosa era falta y tal otra carga legal, respuesta insatisfactoria, claro, así que risas. Llegan los umpires, tipos designados por cada conjunto que se colocan detrás de la portería y dictan justicia. Si ha entrado o no el baloncito. Nada fácil, porque aquel era un fútbol…, cómo explicarlo…, bastante brutote. Vamos, que a veces no resulta sencillo saber si el cuero traspasa la línea entre tantas cabezas, puntapiés y huesos descoyuntados. La imparcialidad del umpire resultaba porosa, porque, por mucho que subamos el meñique para tomar té, los humanos somos seres miserables, y es cojonudo reconocerlo. Así que ahora las hostias no solo eran entre footballers, sino también entre umpires, con el consiguiente doble espectáculo, risas y vítores. Tan bonito todo que, oye, ¿por qué no los llevamos al centro de la cancha? Así podrán decidir sobre más asuntos. Y pegarse bien fuerte. Jajá, qué cachondo, cómo se nota que tu padre es sir.
De ahí a la unificación, pasuco corto. El primer referee de la historia aparece en Cheltenham, año 1867, solo que ese no nos vale, porque aquel college seguía las normas de rugby. Será en 1871 cuando surja definitivamente esa figura, dentro de las reglas originales. Digamos que era juez subsidiario. En caso de disyuntiva, primero se buscaba acuerdo entre jugadores, luego acuerdo entre capitanes, luego acuerdo entre umpires y, solo en última instancia, recurrían al referee. Este sistema de recursos tan «planta judicial del Ancien Régime» duró bien poco, porque resulta casi imposible consensuar a dos personas sobre si este diente que me falta es por codazo deliberado o fortuito. Dos décadas más tarde y el árbitro ya está como elemento más del partido. Y todos tan contentos.
O no.
El oficio de los apellidos dobles
Dicen que si todo fue por uno de negro que se llamaba Ángel. Ángel Franco Martínez, por más señas, nacido en Murcia. Primera División española, casi veinte años. Desde 1969 hasta 1986. Lean la primera fecha. Y ahora el apellido del interfecto. «Franco es muy malo», decía la prensa. «Injusto Franco en Barcelona», apuntaba el de más allá. «Todos descontentos con Franco», «Franco se carga otro partido», «Polémica decisión de Franco». Chanzas, risas y zascandileo. Digamos que el tipo jamás dirigió una final de Copa hasta la muerte de Franco (del otro, el pequeñajo cabrón), porque a ese encuentro siempre acudía Paquito, y, claro, escuchar desde comodísima poltrona expresiones tan del fútbol como «qué hijoputa, Franco», «Franco, muérete» o «Franco, cornudo» podía provocar ciertos equívocos en alguien poco dado al sentido del chiste. Así que, bien, tiremos por la calle central (de extremo centro, claro). Que nombren a los referís con dos apellidos, y ya la habitual economía castellana para el lenguaje hará lo suyo (seguro que conocen a Reverte). Así que, zas, el de trencillas pasa a ser único gremio designado por cognoms paterno y materno.
A partir de ahí, lo que ustedes quieran. En insultos, polémicas, pinganillos, ahora con lo del VAR. Hasta monstruos mediáticos hubo y hay, como aquel Rafa Guerrero del «Rafa, no me jodas, mecagonmimadre» que nunca nadie dijo, pero quedó fijado para siempre en la memoria de una época, porque la verdad no es sino construcción comunitaria, y los recuerdos tienen más de nostalgia que de certidumbres.
Estaban aquellos árbitros de los ochenta y los noventa, con sus pintas de burócratas apparátchik, con sus barriguitas cerveceras, sus bigotes, sus calvas inacabables que refulgían los domingos por la noche entre el barro de Atocha (los chavales que ven fútbol hoy no saben lo que son las calvas, ni el barro, ni Atocha). Eran tipos recios, que respondían malhostiaos a protestas y luego hacían declaraciones subiditas ante los micros recomendando silencios y tácticas a tipos sin currículum como, no sé, Johan Cruyff (Manuel Díaz Vega, te llevas el juego del programa y este fuerte aplauso). Todo era mucho más divertido, sí, porque las repeticiones eran arcaicas, ibas moviendo el asunto frame a frame, y aquello resultaba imposible, y lo mismo podía ser penalti que falta del delantero o Sabrina en Nochevieja, y entonces te emocionabas, porque siempre tenías razón, y los lunes cogías el periódico en el bar, te llegaba tan resobado que hasta transparentaba el papel (dedos gordos llenos de mantequilla), y a lo mejor sube la Gimnástica este año, ay, que sube la Gimnástica este año, mira, gol, entró la pelota, fue gol, puto árbitro de los cojones.
El mundo era más bonito cuando «los de negro» vestían solo de negro, amigos. El mundo era más bonito, y nosotros más jóvenes.
Árbitro, la hora, hostias.
¿Como que en lo del Rafa no dijo lo que dijo? Lo recuerdo como si hubiera sido esta mañana, y yo ese partido lo vi. Que alguien lo confirmen. Amos no me jodas, mecagoenimadre.
Vaya, joder Rafa, me cago en mi madre.
https://youtu.be/G9OcBOUo9Gs
Durísimo.