Cine y TV

Andy Serkis y el factor Gollum

Andy Serkis. Foto: Disney.
Andy Serkis. Foto: Disney.

A finales de la década de 1960, cuatro chavales de Liverpool poseedores de pelambreras disolutas y canciones pegadizas agarraron sus mochilas y se plantaron Rishikesh, en el norte de la India, para asistir a un curso avanzado de meditación transcendental. Aquel fue un retiro ampliamente documentado, porque no todos los días George Harrison, John Lennon, Paul McCartney y Ringo Starr se van a hacer el indio a las faldas del Himalaya. Y también porque estuvo relleno de drama: los Beatles se pasaron el curso masticando LSD, y Lennon huyó del lugar junto a Harrison, alegando que los seguidores del gurú Maharishi Mahesh Yogi eran muy poco espirituales, y convencido de que les habían echado sobre el lomo una maldición.

Lo que habitualmente se ignora en la información sobre aquella escapada mística de la banda es que también estuvo a punto de suponer una tragedia para los fans de J. R. R. Tolkien. Porque durante dichas jornadas de recogimiento, el productor de la banda, Denis O’Dell, remitió a los muchachos unos ejemplares de El señor de los anillos. Y les propuso llevar la novela al cine con un reparto demencial: David Lean o Stanley Kubrick se situarían tras la cámara y, ante ella, Harrison interpretaría Gandalf, McCartney a Frodo y Starr a Sam mientras Lennon sería bendecido con el papel más importante, el de Gollum.

La empresa no llegó lejos, porque a Tolkien no le apetecía que un grupete de estrellas del pop le tocase la guitarra a su Tierra Media, y O’Dell se quedó con las ganas. Cincuenta años más tarde, un director neozelandés llamado Peter Jackson se dedicó a investigar sobre el asunto interrogando a los Beatles que aún respiraban. McCartney aseguró no recordar gran cosa sobre el tema, pero le confesó algo a Jackson: «Bueno, me alegro de que no la hiciésemos, porque así tú has podido hacerla, y me gustó tu película». Y el cineasta replicó con un: «Bueno, es una pena que no la hicieseis, porque hubiese sido un musical». Hoy, Jackson es mundialmente conocido por dos cosas: dirigir una fabulosa comedia familiar llamada Braindead: tu madre se ha comido a mi perro y adaptar al cine con éxito la trilogía de El señor de los anillos teniendo muy en cuenta el factor Gollum.

Jackson no había leído ni una línea de la obra de Tolkien cuando se adentró en el cine con diecisiete añitos, en 1978, para sentarse ante la versión animada del libro dirigida por Ralph Bakshi. Desconocía la obra, pero había oído alguna campana anunciando que aquello tenía tintes épicos. Salió de la sala maravillado, pero confuso. El filme de Bakshi le había resultado fascinante hasta que, a la mitad de metraje, la historia se embrolló tanto como para que su cerebro no distinguiese por dónde soplaban los vientos en la Tierra Media. Para rematar, la cinta era un coitus interruptus al idearse como primera parte de una bilogía cuyo segundo capítulo nunca llegó a rodarse.

Todo ello despertó el gusanillo en el joven neozelandés que, interesado por saber más sobre la vida y milagros de la comunidad hobbit, se abalanzó sobre las novelas de El señor de los anillos. Tras devorarlas se adentró en las páginas de El hobbit, mucho más light, y en las de El Silmarillion, mucho más hardcore. Fantaseando con contemplar las tropelías de los hobbits en torno al anillo en la gran pantalla, comenzó a rebuscar información sobre posibles adaptaciones cinematográficas y acabó con la oreja pegada a la radio cuando la BBC emitió a principios de los años ochenta su propia versión radiofónica del libro.

Décadas más tarde, Jackson se estableció como director de cine gracias a una producción traviesa: filmó dos graciosas carnicerías gore (Mal gusto y Braindead); un desmadre con marionetas que actuaban como la versión misantrópica, pornográfica, yonkarra, violenta y perversa de los Muppets (El delirante mundo de los Feebles); una versión libre y fantasiosa de un crimen real de los años cincuenta cometido por Pauline Parker y la futura escritora Anne Perry (Criaturas celestiales); un falso documental con el que se la coló a los telespectadores (La verdadera historia del cine); y una comedia donde Michael J. Fox andaba de colegueo con ectoplasmas (Agárrame esos fantasmas). En el momento de afrontar su sexta película, Jackson y la guionista Fran Walsh, esposa y colaboradora habitual del hombre, decidieron alumbrar su propio cuento de fantasía. Como no tardaron en descubrir que todo el material nuevo que escribían parecía una fan-fiction de la obra de Tolkien, optaron por acudir a la raíz y se lanzaron a pescar los derechos de la obra del literato británico.

La idea inicial era ensamblar una trilogía donde la primera película adaptaría El hobbit mientras las otras dos compactarían toda la trama de El señor de los anillos, ahí a lo loco. Pero los derechos de autor de la caminata de Bilbo Bolsón eran un sindiós y no se hallaban a mano, por lo que se optó por centrar todos los esfuerzos en planchar sobre la pantalla los tres libros más populares y rodar más adelante El hobbit a modo de precuela. Se trataba de una gesta disparatada, la de trasladar al celuloide una historia que muchos otros antes habían considerado inadaptable. Una transición que, además, suponía superar un escollo difícil: el factor Gollum.

El libro irrealizable

Por mucho que le chirríe a la opinión popular, El señor de los anillos es un relato sobre una persona: Gollum. Es cierto que por la narración también se pasean hobbits de pie gordo, elfos de oreja fina, troles encabronados, enanos, magos aficionados a fumar hierbas exóticas, orcos furiosos, arañas gigantescas, árboles capaces de trasplantarse solos e incluso espectros chirriantes. Pero todos son elementos secundarios para lo que realmente narra El señor de los anillos, es decir, la historia de Gollum. El coleccionista con la lista de deseos más corta de la historia y la obsesión más grande por completarla. Un ser consumido por la necesidad de poseer el Anillo Único, una urraca de fantasía, un yonqui del brilli-brilli que tiene la bisutería mágica. Tolkien lo describió en El hobbit como una pequeña criatura de piel negra y viscosa, con solo seis dientes en su sitio, pies palmeados y un par de ojos que en la oscuridad actuaban como los faros de un coche. Un personaje cuyo deleznable pasado tenía unos ecos bíblicos que lo emparentaban con el relato de Caín y Abel: antes de ser un espanto, Gollum fue un hobbit llamado Sméagol que, embelesado por el poder del Anillo Único, asesinó a su propio primo para robarle la joyita. Trasladar el espíritu y el físico de aquel bichejo de ciénaga hasta los pantanosos terrenos del séptimo suponía un hermoso dilema.

Tal y como Jackson descubrió durante su adolescencia, a lo largo de la historia no han faltado intenciones de plasmar la saga de los anillos en el cine. Productores como Walt Disney, William L. Snyder y Al Brodax; escritores como Peter Shaffer y Forrest J. Ackerman; y directores como John Boorman y George Lucas trastearon en algún momento con la idea sin llegar a besar puerto. Fueron iniciativas que no tardaron en demostrarse infructuosas, porque la encarnación cinematográfica de El señor de los anillos se antojaba una tarea titánica: suponía reestructurar los diferentes arcos narrativos trazados por Tolkien de modo que al público no le estallase la cabeza, lidiar con un reparto principal similar en número a la población no youtuber de Andorra, coordinar espectaculares batallas donde ejércitos gigantescos de varias razas fantásticas se reconfiguraban la cara entre sí a hostias y, sobre todo, no cagarla a la hora de moldear a Gollum.

Esto último era un elemento importantísimo, porque nadie puede tomarse en serio el mundo de Tolkien sin un Sméagol corrompido a la altura. Y por eso mismo resulta un alivio descubrir que los anteriores intentos fracasaron, porque John Lennon no hubiese dado el tipo como Gollum ni después de pasar un mes encerrado en casa con Yoko Ono. Y porque, si Disney hubiese llegado a financiar aquella ocurrencia, nos habríamos tenido que comer números musicales con la criatura canturreando sobre las hermosas bondades de vivir entre la mierda de una cueva.

Las adaptaciones animadas que sí llegaron a producirse tampoco fueron muy afortunadas al perfilar el diseño del personaje. El Gollum del filme de Bakshi era tan tosco y pétreo que parecía sacado de la serie Gargoyles. Y las dos películas de dibujos animados, que adaptaban El hobbit y El retorno del rey, producidas para televisión por la compañía Rankin & Bass, atajaron el asunto presentando a una alimaña verdosa que parecía el resultado de una noche en la que un sapo y un humano orejudo hubiesen intimado demasiado. 

El guion de Jackson y Walsh también pudo haber terminado en catástrofe, porque algunos de sus primeros borradores contenían ideas tan cuestionables como un Gimli deslenguado que parecía sacado de una cinta de Tarantino, o una escena donde Aragorn y Arwen retozaban en pelotas chapoteando en una charca del abismo de Helm. Podadas las tonterías, Tom Bombadil incluido, Peter Jackson se centró en perfeccionar su versión de Gollum. En el aspecto psicológico, el cineasta optó por respetar la idiosincrasia de la criatura, pero, al mismo tiempo, acentuar mucho su doble personalidad, un rasgo que no aparecía en El hobbit, aunque se insinuaba en la trilogía posterior. El aspecto físico era un tema aparte que supuso cierto tuneo inicial: a Gollum se le extirparon los luceros de los ojos, para que dejase de ser una linterna con patas, y se optó por desteñir su piel desde el negro hacía los tonos grisáceos. Sin embargo, llevar el concepto a la pantalla implicó nuevos quebraderos de cabeza, porque maquillar físicamente a un actor no permitía alcanzar el nivel de malsana decrepitud que exigía el papel. Jackson, un fanático de los efectos especiales desde que descubrió la obra de Ray Harryhausen cuando era niño, tanteó las posibilidades y acabó renunciando a los efectos prácticos para apostar por un Gollum de carne y hueso exclusivamente digitales. Y entonces Andy Serkis se cruzó en su camino.

El factor Gollum

Nacido en Inglaterra, pero con un árbol genealógico enraizado en genes armenios, iraquíes e ingleses, Andy Serkis sintió desde joven la llamada del mundo del espectáculo. Enrolado como técnico y director artístico en las funciones celebradas en el teatro The Dukes de Lancaster, aquel muchacho no tardó en imaginar un futuro trabajando entre bambalinas. Hasta que, de rebote, le ofrecieron la oportunidad de interpretar un papel en una pequeña obra universitaria. Disfrutó tanto con la experiencia como para reubicarse bajo los focos y lejos del backstage, reconduciendo su carrera hacia la actuación y logrando encadenar papeles en representaciones de las obras de Bertolt Brecht o William Shakespeare. En los años noventa, militó en producciones con renombre, como Bouncers, de John Godber; Cuento de invierno y El rey Lear, de Shakespeare; Mojo, de Jez Butterworth; o Hurlyburly, de David Rabe. También asomó la cabecita por la televisión y participó en un par de películas rancias filmadas con un presupuesto equivalente a la vuelta del pan, Loop y The Jolly Boys’ Last Stand, cintas que es mejor mantener enterradas. A principios de la década de 2000, en el buzón del actor aterrizó la posibilidad de dotar de voz a una criatura fantástica fabricada con CGI (imágenes generadas por ordenador). Era una propuesta que suponía un trabajo de tres semanas de doblaje, y que acabó convirtiéndose en cuatro años de arrastrarse por los suelos enfundando en monos de licra muy ceñidos y con la cara salpicada con pegatinas de lunares blancos.

Inicialmente, Serkis no tenía ni idea de qué coño era eso de interpretar a un personaje digital, pero cuando leyó el guion de la película decidió que aquello parecía lo suficientemente interesante como para tirarse veinte días delante de un micrófono y visitando Nueva Zelanda. Cuando le pidió consejo a otro actor amigo suyo, la respuesta fue poco optimista. Su colega le aconsejó rechazar el papel, alegando que, si su cara no iba a aparecer en el filme, aquello resultaba degradante y un sinsentido.

Afortunadamente, Serkis obvió el consejo. Weta Digital, la compañía de efectos especiales fundada por Jackson, se encargaría de modelar y animar desde cero a Gollum, pero durante el rodaje de la trilogía ocurrió algo que modificaría el rumbo del proyecto. En la primera entrega de la saga, La comunidad del anillo, Gollum se presentó de manera muy fugaz, camuflado entre sombras y luciendo un aspecto ligeramente distinto al definitivo. En las secuelas, Las dos torres y El retorno del rey, su papel adquiriría mucho más protagonismo y, por tanto, más tiempo en pantalla. Pero a la hora de rodar sus escenas junto a Elijah Wood (Frodo) y Sean Astin (Sam), el equipo descubrió un problema: a los actores les resultaba difícil interactuar con el espacio vacío donde los de Weta iban a insertar a Gollum. Hasta que, de rebote como todo lo importante que sucede en la vida de un actor, surgió la idea de colocar a Serkis en la escena como apaño para que los hobbits tuvieran alguien a quien mirar. Tras contemplar la energética actuación del suplente, los chicos de Weta alteraron sus planes. En lugar de dar vida al pequeño monstruo CGI de manera totalmente artesanal, se utilizarían técnicas avanzadas de captura de movimientos para emular los meneos y la colección de muecas y expresiones faciales que el actor ejecutaría en el set de rodaje.

La jugada salió redonda, y en la sala de cine Gollum se convirtió en un actor más de la historia, uno que parecía real, pese a tener la apariencia de una cucaracha humana, y no un Jar Jar Binks de la vida. El trabajo coordinado entre el intérprete y los escultores digitales resultó impecable y detallado, algo necesario para un rostro que debía aguantar primeros planos en pantalla grande, hasta el punto de que se dejó de hablar de CGI al uso y comenzó a hacerse popular el término «maquillaje digital». Y Serkis logró algo inverosímil: convertirse en el artista de motion capture más famoso del planeta. Un título que afianzó interpretando otros papeles forrados de pieles virtuales: Kong en la versión de King Kong facturada en 2005 por Peter Jackson; el chimpancé César en la trilogía, más reciente, de El planeta de los simios; el capitán Haddock en el Tintín de Steven Spielberg; el líder supremo Snoke en Star Wars: el despertar de la fuerza; o Baloo en una Mowgli: la leyenda de la selva que él mismo se encargó de dirigir.

Su éxito lo llevó a fundar su propia empresa de FX, especializada en la captura de movimientos, y a convertirse en uno de los actores mejor pagados de toda la industria de Hollywood. Entre las butacas, el público denunciaba la injusticia de que el actor no recibiese nominaciones a los Óscar por culpa de interpretar a un personaje digital. En internet, el canal satírico Honest Trailers exponía lo meritorio de su oficio al reseñar un avance de El amanecer del planeta de los simios: «¡Vea a Andy Serkis ofrecer una actuación digna del Óscar al capturar las emociones y los elegantes movimientos de César, haciendo la mejor imitación posible del Batman de Christian Bale, mientras el resto del reparto y el equipo de rodaje ofrecen una actuación aún más digna de un Óscar, al evitar que se les escape la risa al contemplar a un pequeño británico [de ascendencia armenia] enfundado en leotardos y fingiendo ser un mono!». Y todo por culpa del factor Gollum.

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3 Comentarios

  1. «una escena donde Aragorn y Arwen retozaban en pelotas chapoteando en una charca del abismo de Helm»

    Tonteria?!

  2. Creo que es una injusticia que el artículo no mencione que gracias a toda esta historia pudimos ver y escuchar a Andy Serkis leer algunos twits de Donald Trump con la voz de Gollum.

  3. Pablo Calzado López

    Este hombre es un actorazo como la copa de un pino, y lo demuestra cada vez que sale en pantalla, con o sin maquillaje digital. En «Andor» le bastaron tres capítulos para comerse él solito la serie. Y a esa serie no le faltan buenas actuaciones. Pero lo suyo es otro nivel.

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