Cine y TV

Amores cinéfagos: Anjelica Huston y Jack Nicholson, el final de la fiesta 

Anjelica Huston y Jack Nicholson. Foto Cordon Press.
Anjelica Huston y Jack Nicholson. Foto: Cordon Press.

Fiesta podría ser su segundo nombre, pero tiene tantos…

(Jack Nicholson)

Cada vez que ella hablaba de matrimonio, él se echaba a reír. Ella empezaba a llorar y salía corriendo de la habitación, mientras oía, cada vez más lejanas, las carcajadas estentóreas de él. Así fue durante años. Demasiados, piensa ella ahora. Tampoco es que se arrepienta de lo vivido ni mucho menos mire de reojo el pasado con el resentimiento de quien cree que la vida pudo haberle repartido mejores naipes. Simplemente era joven y se enamoró. Se enamoró de un hombre que por aquel entonces aprendía a surfear la cresta de la ola. En los setenta, hablar de Jack Nicholson era referirse a uno de los actores icónicos del Hollywood tomado por los jóvenes bárbaros. Con la rupturista Easy Rider (1969) consiguió convertirse en la encarnación de un tipo de hombre que no encajaba en el star system clásico pero que representaba a la perfección una nueva estética que pretendía un acercamiento a realidades inexploradas y conflictivas. Y ahí la sonrisa ambigua y turbadora de Nicholson triunfó. Conquistó admiraciones y corazones. El de Anjelica Huston sin ir más lejos. «Creo que fue viendo esa película (Easy Rider) cuando, como les ocurrió a muchas otras personas, me enamoré por primera de vez de Jack», escribe la actriz en sus memorias Mírame bien

Se conocieron en 1973. Anjelica lo recuerda porque fue la fiesta de cumpleaños de Jack. El actor cumplía treinta y seis años y había organizado una fiesta en su casa, situada en el mítico Mulholland Drive, una cadena montañosa que separa Beverly Hills del valle de San Fernando. Ella tenía veintiún años y acababa de separarse del fotógrafo Bob Richardson. La vida entonces era una fresca noche de fiesta en Mullholand Drive. Aunque pasó una infancia alejada del mundanal ruido de la industria del cine, gracias al apellido paterno, Anjelica pertenecía a la llamada aristocracia de Hollywood. En su caso, el título nobiliario de sangre privilegiada le venía tanto por su padre, el indómito John Huston, como por el abuelo Walter, uno de los grandes actores de la época en que el cine aprendió a hablar. 

En cambio Jack vivía su sueño de Jay Gatsby en las colinas de Los Ángeles. Su biografía era cuando menos pintoresca. Había sido criado por una madre que resultó ser la abuela, mientras que la hermana mayor de su infancia y adolescencia se reveló como la madre biológica cuando Jack fue mayor de edad. El engaño que sufrió durante años por parte de dos mujeres podría explicar su obstinada e irrefrenable infidelidad con su parejas. Pero mejor dejemos el asunto en manos de expertos psicoanalistas. 

Ahora Jack paladeaba las embriagadoras bocanadas de aire puro desde la cumbre. Aquel chaval que respondía cartas de espectadores en la compañía Disney y que pasó años de chico para todo en la factoría de Roger Corman, se había convertido en el anfitrión sonriente de una fiesta de cumpleaños a la que toda la gente guapa de Hollywood quería asistir. 

Anjelica pudo comprobar en propias carnes por qué Diana Vreeland había bautizado a Jack como «la sonrisa matadora». Cuando se acercó para presentarse, ella sintió que morir de amor no estaba tan mal. Por lo menos aquella noche. 

Anuló la primera cita sin poner mucho empeño en la verosimilitud del imprevisto. Ella aprovechó que ya estaba arreglada para quedar con unos amigos en el Old World Café. Mientras cenaban, apareció Jack del brazo de Michelle Phillips, del grupo The Mamas and The Papas. Anjelica pudo sentir como aquella sonrisa afilada se clavaba en su corazón como las frenéticas cuchilladas de la escena de la ducha de Psicosis. Fue la primera vez que intuyó que la fidelidad no era precisamente uno de las virtudes de Jack. Sí, podía ser el amigo más leal, pero en las relaciones de pareja cierto machismo atávico le empujaba a pedir aquello que él nunca era capaz de ofrecer: sinceridad y ecuanimidad en los términos del acuerdo. 

Pero ahora Anjelica pensaba que tal vez Jack tenía razón. Era hábil convenciendo de que todo era fruto de la fantástica juventud de ella. A pesar de esos momentos en que los celos provocaban escenas intempestivas, la relación se afianza y deciden vivir juntos. Anjelica se muda a la casa de Jack. Él empieza a trabajar con Roman Polanski en Chinatown. Al elenco se añade el padre de Anjelica. La película será un éxito que encumbrará todavía más a Jack. Además, Jack y John Huston se llevan bien. Ella está contenta. Todo parece ir bien. Escribe: «Jack y Roman ya eran amigos, y papá y Jack se entendieron muy bien y compartieron conversaciones filosóficas y risas en general». 

Anjelica y Jack se convierten en una pareja de moda. Son una de las imágenes icónicas del nuevo Hollywood de los jóvenes greñudos. Son cool. Fiestas con champán y bandejas de plata con las rayas de coca bien alineadas. Tiros entre risas. Los sentidos se abren a la oscura noche, que siempre les acompaña, cómplice y callada.  

Será en la casa de Jack donde Roman Polanski abusó de una menor. Anjelica estaba en la casa aquel día y oyó unos ruidos que provenían de la planta baja. En aquel momento no le dio más importancia. Era costumbre que los amigos de Jack se pasasen por su casa cuando él no estaba. Polanski llevó a Samantha Geimer, de trece años, para una sesión fotográfica. Tomaron drogas. Tuvieron sexo. Ella lo denunció. Antes de que se celebrase el juicio Polanski huyó del país. Siempre ha sostenido que las relaciones fueron consentidas. 

Todo aquello formaba parte del hedonismo de Hollywood. O al menos así lo creían ellos por entonces. Sin embargo, Anjelica empezó a hartarse de las constantes infidelidades de Jack. «Cuando albergaba sospechas y empezaba a buscar indicios —en su billetera, en su escritorio, en el cajón de su mesilla de noche—, no había una vez que no hallara algo revelador, una confirmación incendiaria, de modo que en cierto momento dejé de husmear, pero también de confiar en él», reconoce Anjelica. Y remata: «Seguía enamorada de Jack, pero lo nuestro era una copia de la relación de mis padres, durante la cual ambos tuvieron aventuras: el síndrome de «si es lo que quieres hacer, yo también puedo hacerlo». No estaba dispuesta a quedarme con los brazos cruzados mientras Jack se portaba mal conmigo». 

Mientras Jack rivalizaba con su amigo Warren Beatty en ver quién de los dos seducía a más mujeres, Anjelica inició una relación sentimental con el actor Ryan O’Neal. Debajo de esa belleza blanca y bondadosa, O’Neal escondía un tormento endemoniado y el alma carcomida de un maltratador. Fue una época desfasada de alcohol y drogas. Hubo algún episodio de maltrato. Aquel paréntesis de toxicidades le hizo comprender que, pese al cúmulo de infidelidades y aunque no vivieran juntos ni nunca llegaran a tener hijos, le valía la pena seguir al lado de Jack. 

Entendía muy bien al hombre. De hecho, cuanto más lo conocía más le recordaba a su padre. Ambos eran mujeriegos empedernidos, curiosos en muchas direcciones, grandes conversadores, alegres y cascarrabias y, qué duda cabe, unos ególatras redomados. Y además se llevaban muy bien. Así que fue fácil embarcarlos en la producción de El honor de los Prizzi (1985). El productor John Foreman le había enviado a Anjelica el libro de Richard Condon con el fin de que convenciera a Jack y a su padre para que hicieran la película. El actor se encargó de viajar a puerto Vallarta y persuadir al director. Con aquella película se cerró un particular triángulo afectivo. 

Unos años más tarde, mientras Anjelica ensayaba Los timadores, Jack la llamó para invitarla a cenar. Ella recuerda una cena deliciosa y agradable en la que, por primera vez en mucho tiempo, se rieron juntos. Pero en esas llegaron los postres, siempre tan traicioneros. Así rememora la escena la actriz:

«Tengo algo que decirte —anunció cuando tomábamos los postres. Las palabras salieron pausadas, fluidas—. Alguien va a tener un bebé».

«¿Rebecca Broussard?», pregunté. Jack se sorprendió cuando pronuncié el nombre. Era una rubia sexy de labios carnosos y ojos soñolientos a quien había visto trabajar en el club nocturno que Helen había abierto en Silver Lake. Jack frecuentaba el local tras los partidos de baloncesto y el invierno anterior Rebecca había viajado a Aspen en calidad de amiga de su hija Jennifer. Yo había asistido a una proyección del montaje provisional de Los dos Jakes en la Paramount unos días antes y la había visto en una escena como secretaria de Jack, con una rosa entre los dientes. Él no me había dicho que trabajaba en la película y me había invadido una leve oleada de temor: la premonición que dice «algo no va bien». 

Para ella no fue bien. Jack decidió afrontar la paternidad de un bebé fruto de un lío de rodaje. Al mismo tiempo quería salvar su relación con Anjelica; una relación que, con sus altibajos, se había prolongado a lo largo de dos décadas. Cuando vio que eso era imposible, decidió poner tierra de por medio y alejarse de ella. Para Anjelica la ruptura fue dolorosa. Muchos fueron los amigos interesados que le dieron la espalda por considerarla el eslabón débil de la relación. Ese tiempo de luto también le sirvió para reflexionar sobre la vida en común con Jack. En verdad, no había sido una vida en común, sino que durante un tiempo ella había formado parte de la vida de él. Sentía que en ningún momento había sido una relación de igual a igual. Tal vez fuera demasiado inocente cuando se conocieron. Tal vez la fama creciente de él la asfixiaba. En cualquier caso y por mucho que ocupara un lugar privilegiado al lado del anfitrión, ella tenía la sensación de ser la eterna invitada a la fiesta de Jack, la sonrisa matadora. Todos querían estar en la fiesta de Jack. Todos buscaban su momento de confidencias con Jack. Así lo pensaba ella, ahora que la fiesta había terminado. Pero a decir verdad no se arrepentía de nada. Todavía era joven y sabía bien que cuando las heridas cicatrizasen quedaría un grato recuerdo de aquellas noches de fiesta. Noches alegres y confusas, cada vez más lejanas y viejas, pero también más apreciadas. En cuanto a ellos dos, con el paso del tiempo se impondría una amistad hecha de pequeñas complicidades, y la confortable certeza de tener a alguien al otro lado de la línea telefónica dispuesto a hacerte cualquier favor en cualquier momento, aunque nunca se lo pidieses. Jack —sonríe ella al recordarlo—: la pareja más infiel, el más leal de los amigos.  

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