En 1954, el considerado «padre de la bomba atómica», J. Robert Oppenheimer, dio un discurso en la Universidad de Columbia sobre el lugar que ocupaban las ciencias y las artes en el mundo cambiante de los años cincuenta. Al año siguiente, William Gaddis le enviaba a su casa el equivalente literario de una bomba de fragmentación de un par de kilos: un ejemplar de su primera novela, Los reconocimientos, acompañado de una carta de presentación en la que elogiaba dicho discurso. La novela, un artefacto de más de mil trescientas páginas construido de forma fragmentaria a base de diálogos y ráfagas de ideas, representaba bien la lucha de un hombre en ese mundo dibujado por Oppenheimer, un mundo «disuelto en una confusión universal» donde la autoridad, la tradición y las creencias habían perdido su lugar central. Ese hombre, Wyatt Gwyon, trataba de preservar el «verdadero arte» y el espíritu de un mundo ya pretérito, y lo hacía creando cuadros a la antigua usanza, con colores que parecían sacados de otra época y la meticulosidad de los pintores flamencos. Wyatt hará un pacto fáustico con un desalmado llamado Recktall Brown —sí, Recktall Brown—, quien no dudará en aprovecharse de su talento para hacer pasar sus obras por originales de pintores como Hans Memling o Hugo van der Goes.
No sabemos si Oppenheimer llegó a leer Los reconocimientos —Gaddis nunca obtuvo respuesta—, y es una pena. En la novela, la ciencia trata de ocupar el lugar que antes ocupaba la religión, aunque sigue sin ofrecer respuestas para lo importante. La ciencia asegura estar cada vez más cerca de explicar el «gran misterio» de la vida, escribe Gaddis, pero no está ni siquiera cerca de explicar «qué pasó en Langhorne, Pensilvania, hace aproximadamente veinticinco años, cuando al coche de Jimmy Concannon se le salió una rueda y de las once mil personas presentes fue a matar precisamente a su madre». Habría estado bien saber qué opinaba Oppenheimer de esta «inquebrantable puntualidad del azar» (esta expresión, extraída de El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe, aparece en todas las novelas de Gaddis). También si se dio por aludido al leer sobre ese personaje al que no le cabían más cicatrices en la muñeca porque había estado en un avión que tiró una bomba atómica y tenía «fuertes sentimientos de culpa».
La respuesta de los críticos y de los lectores tampoco fue la que esperaba. Las ventas del libro se limitaron a unos pocos centenares y la gran mayoría de las reseñas que aparecieron no eran dignas de tal nombre. Era como si la novela, que trata de la falsificación en todos los ámbitos —artístico, científico, religioso—, hubiera anticipado su propia recepción: muchos reseñistas se limitaron a copiar frases de la contraportada o a plagiar fragmentos de reseñas escritas por otros. Unos años después, un crítico literario que utilizaba el seudónimo de «Jack Green» sacó los colores a todos estos incompetentes: no solo no habían hecho justicia a la novela de Gaddis, sino que en muchos casos ni siquiera la habían leído. Eran tantas las muestras de desvergüenza que dio para un libro: ¡Despidan a esos desgraciados! (Alpha Decay, 2012).
Hubo, no obstante, algún lector entusiasta. Uno de los más destacados fue Jonathan Franzen, que equiparaba la culminación de la lectura de Los reconocimientos con la hazaña de coronar una montaña. Por desgracia, el entusiasmo le duró poco. Cuando se dispuso a «conquistar» el siguiente ochomil de Gaddis (Jota Erre, 1975), se quedó a medio camino. Un día, tras retomar la lectura después de hacer un pequeño parón, se dio cuenta de que había perdido el hilo por completo. Hizo un segundo intento, pero no le fue mucho mejor. ¿Qué le había pasado a Gaddis en esos veinte años que habían transcurrido entre las dos novelas? ¿Por qué era incapaz de ponerse a escribir sin despotricar? Y, sobre todo, ¿por qué tenía que ser tan difícil? ¡Dios!, ¡hasta su supervisor en IBM (donde estuvo una época trabajando) se quejaba de que sus textos eran «una masa impenetrable»!
Lo contó en un conocido artículo publicado en The New Yorker1. En él planteaba la teoría de que algo se había torcido en Gaddis —ahora «Mr. Difficult»— tras el fiasco de Los reconocimientos. Claro, que también cabía la posibilidad de que fuese él el que había cambiado. En el artículo Franzen reconocía que su vida era más ajetreada y ruidosa, y ya no podía permitirse «el lujo, o la carga, de pasarse días enteros leyendo». Es llamativo que un escritor se refiera a la lectura como una carga (ya antes había dicho que se impuso la lectura de Los reconocimientos como «penitencia»). También lo es que hable así del que una vez fue su héroe literario: «En cuanto a los dos libros póstumos de Gaddis, me siento igual que cuando mi padre estaba en una residencia [tenía alzhéimer]. A menos que seas un buen amigo, es mejor no verlo sufrir así». Si él, supuesto lector ideal de Gaddis, no había disfrutado de sus libros, nadie más podría hacerlo. Es más, «sospechaba» que, si el autor de las novelas hubiera sido otro, ni siquiera el propio Gaddis las habría leído: seguramente incluso él «habría preferido ver un episodio de Los Simpson», aseguró.
Al margen de esta manía que tiene Franzen de hablar, y pensar, por todos, sorprende su teoría del último Gaddis: según él, la dificultad literaria de libros como La carrera por el segundo lugar sería una simple «cortina de humo» para ocultar que no tenía «nada interesante, inteligente o divertido que decir». He leído muchas críticas sobre Gaddis, pero pocas me parecen más equivocadas. No solo porque sus libros estén llenos de ideas interesantes (además de viajar mucho, por su experiencia laboral —trabajó durante años para Pfizer, Kodak, escribiendo discursos para ejecutivos de IBM o haciendo documentales para el Ejército de Estados Unidos—, sabía muy bien de lo que hablaba en sus libros), sino porque, además, es uno de los escritores más divertidos. ¿Quién, aparte de Pynchon, pone a sus personajes nombres como Agnes Deigh —sospechosamente parecido a Agnus Dei— o el citado Recktall Brown? En Los reconocimientos se habla de una monja que tras varios años de psicoanálisis acaba convirtiéndose en domadora de osos; el protagonista de Jota Erre es un niño de once años que, tras una excursión escolar a Wall Street, consigue levantar un imperio económico llamando por teléfono desde la cabina del colegio; en Su pasatiempo favorito, Gaddis se inventa una serie de pleitos a cuál más disparatado, como el de la Iglesia episcopal de los Estados Unidos contra PepsiCo, que alegaba que «al idear el nombre de Pepsi-Cola los demandados crearon deliberadamente un anagrama de Episcopal con la esperanza de beneficiarse de una confusión subliminal en la mente de los consumidores, (…) difamando la venerable imagen de la Iglesia al atribuirle motivaciones mercenarias indistinguibles de las campañas de promoción de un refresco…». Las muestras de humor son innumerables. De hecho, en el obituario que le dedicó The New York Times se destacó precisamente su humor satírico.
Con todo, es posible que este lado más cómico haya quedado eclipsado por el fuerte elemento crítico de sus novelas. Al igual que Thomas Bernhard, Gaddis es un escritor indignado. Parafraseando a uno de sus personajes, el escritor no vino al mundo para traer la paz, sino una espada, y la suya no deja títere con cabeza. Tiene para la Iglesia de Inglaterra: «Simplemente un marco para la comedia de costumbres que mantiene unida a la clase dominante con un sistema social de castas» (Su pasatiempo favorito); para el Primer Mundo: «El principal problema que tenemos ahora es que, a la velocidad a la que va África, pronto lo único que va a quedar es un montón de negritos conduciendo sus coches con corbata y sombrero, no quedará ningún sitio para cazar (Jota Erre)»; y, por encima de todo, para los Estados Unidos, «cuna de la hipocresía»: «Cómo puede llegar a adulto un negro y seguir medianamente cuerdo en los Estados Unidos es algo que no puedo comprender» (Su pasatiempo favorito).
Respecto a la dificultad de sus novelas, merece la pena que nos detengamos un momento a examinarla para ver de qué está hecha; ya les adelanto que la cortina no es de humo, como afirmaba Franzen, sino que tiene mucha tela que cortar. Decía la gran Elizabeth Hardwick que para apreciar la riqueza de novelas como Jota Erre el oído del lector tenía que rendirse a la musicalidad del flujo del diálogo, un diálogo vívido, realista, y sí, muchas veces imposible, como ocurre en la vida. El principal mérito de las novelas de Gaddis, especialmente en el caso de Jota Erre, es la concordancia que existe entre el fondo y la forma. Jota Erre es, entre otras cosas, una novela sobre la incomunicación, el ruido que nos rodea, el bombardeo de mensajes publicitarios al que estamos sometidos. Eso se materializa en una sucesión de conversaciones, muchas veces telefónicas, constantemente interrumpidas. Y, de fondo, una televisión a la que prestamos atención de forma intermitente. El teléfono era esencial para el correcto funcionamiento del engranaje capitalista en aquella época —siempre que pensamos en los lobos de Wall Street los imaginamos teléfono en mano—, así que no es casual que desempeñe un papel tan importante en esta sátira. El otro elemento esencial es la televisión (en el colegio al que asiste el protagonista están llevando a cabo un programa educativo pionero a través de un circuito cerrado de televisión). Las elipsis, las conversaciones oídas a medias, sin ningún contexto, atraviesan la novela hasta el punto de que muchas veces no se sabe quién habla con quién ni exactamente de qué. Para dotar de sentido a lo que lee, el lector debe sumergirse de lleno en el lenguaje, separar el mensaje del ruido, es decir, tratar de «imponer cierto orden sobre una realidad básicamente caótica», como se dice en un momento de la novela.
Esto, más que a un capricho del autor que tiene ganas de complicarnos la vida, responde a una idea que subyace a todos sus libros: todo se reduce a palabras. La ley es lenguaje, todo es lenguaje, dice en Su pasatiempo favorito, para a continuación apuntar una teoría interesante: «Todas las profesiones son una conspiración contra la gente, todas las profesiones se protegen a sí mismas con un lenguaje propio, si no fíjate en el psiquiatra al que me mandan. ¿Has intentado leer alguna vez una hoja de balance? (…) Todo se diluye en una lengua que se enfrenta con el lenguaje y lo convierte en teoría hasta que no trata de lo que trata, sino que trata solo sobre sí mismo». Gaddis está hablando aquí del lenguaje jurídico o el de la psiquiatría, pero la reflexión es también aplicable al mundo del arte (Los reconocimientos), al lenguaje de las grandes corporaciones y los políticos (Jota Erre), el de los asesores, las relaciones públicas o el periodismo sensacionalista (Gótico carpintero). Todas estas jergas acaban configurando realidades paralelas, a veces muy alejadas del mundo en que vivimos, y dominan nuestra vida. Y todas ellas terminan plegándose a un idioma que sobresale por encima del resto, un idioma que todos hablamos como si se tratase de nuestra lengua materna: el dinero, verdadero protagonista de todas las novelas del americano.
En una charla sobre Los reconocimientos con otros escritores como Joshua Cohen o Lydia Millet, Tom McCarthy, uno de los escritores más brillantes de nuestro tiempo, apuntaba que la novela trata del reconocimiento de patrones y que anticipaba aspectos de nuestro presente como el reconocimiento facial o los códigos QR (la novela se publicó en 1955). Creo que aquí McCarthy está hablando más de su propia obra que otra cosa2, pero sí coincido con él en que Gaddis fue un adelantado a su tiempo. Anticipó los derroteros que iba a tomar la literatura norteamericana de finales del siglo XX (algunas características de la obra de DeLillo, David Foster Wallace o Evan Dara estaban ya presentes en sus novelas) y también la forma en que sería leído en un futuro. Al final de Los reconocimientos una iglesia se derrumba mientras un hombre toca al piano su gran obra. Esa obra le sobrevive y «todavía se habla de ella, cuando se menciona, con alta estima, aunque casi nunca se interpreta». Es imposible leer estas líneas sin pensar en el destino literario del propio escritor.
Notas
(1) Franzen, J., «Mr. Difficult: William Gaddis and the Problem of Hard-to-Read Books», The New Yorker, 30 de septiembre de 2002.
(2) Hernández, S. D., «Antropología en presente. Tom McCarthy y el reconocimiento de patrones», Revista de Filosofía, n.º 98, pp. 186-199.
Me embarco, no solo por cómo lo describe el artículo, mil veces antes en la difícil lectura de William Gaddis, que en cualquiera de los insoportables episodios de Los Simpson. Cuestión de gustos, desde luego.
Me encanta el artículo.