Un día me di cuenta de que para ser feliz en la vida colectiva se requiere, en primer lugar, la capacidad de poder ver. Antes de comprender es preciso ver. Ver a los invisibles, las huellas ocultas, las miradas tímidas. Ver los secretos que nos rodean, que nos forjan. Estos secretos nos construyen, ya que, invisibles, forman parte de la realidad, de nuestra realidad. Secretos arrojados a los agujeros más negros.
Me percaté de mis problemas de visión bastante tarde. Sin embargo, desde mi infancia, soy curiosa, curiosísima. Mi cabeza está siempre llena de preguntas. De hecho, hay más preguntas que respuestas. Y estas preguntas me intrigan. Leo, escucho, observo. Por ejemplo, en Estambul, desde que era niña, «observé» con atención a los armenios, pero durante mucho tiempo no los vi. Miraba a los vecinos, a los compañeros de clase armenios, pero nunca conseguía verlos de verdad. Además, no era consciente de lo que no veía. Tan solo percibía su timidez, su permeabilidad que incentivaba mi orgullo. Me sentía muy valiente al «mirarlos».
El genocidio armenio es un agujero negro en la historia turca. Sus supervivientes en Turquía forman una comunidad marginal retratada en los libros de la educación nacional turca como «infiel»; una comunidad invisible y sin voz, víctima de continuos actos hostiles que evidencian que el pasado está enraizado en el presente. Tras la construcción de la República de Turquía (1913) a partir de un territorio en ruinas, se puso en marcha una gigantesca operación de homogeneización mediante desplazamientos forzosos, aranceles, la prohibición de cualquier idioma al margen del turco o modificando apellidos. La fábrica de la historia elaboró un relato nacionalista y victorioso. Surgida de una «guerra de independencia», esta república es la paradójica vencedora de una guerra que puso fin a un imperio. En este contexto, el negacionismo que forma parte de la construcción del relato imaginario nacionalista, reforzado por un siglo de adoctrinamiento, sirve en la actualidad a la difusión permanente del miedo en la conciencia colectiva. Se fragua mediante el secreto colectivo: nuestra existencia implica la ausencia de otra entidad. Hemos sido forjados con el temor a la justicia, formidable herramienta de domesticación social que mantiene el país en un sistema de confinamiento.
Hoy sé que para ver no basta con mirar. Tampoco con ser curiosa. No vi la realidad de los armenios que moldeaba mi realidad, puesto que mi mirada estaba ya creada. La mirada construida no se delimita a los ojos. No la puedes arrancar, expulsar o cambiar como si fuese un par de gafas. Tu mirada eres tú: tus sentimientos, tus fuentes de influencia, tus reflejos, tus ídolos, tus gustos, todo construido socialmente. Para corregir los problemas de visión es necesario deconstruir la mirada y, para ello, es preciso deconstruirse por completo. Con cuidado para no destruirse, pero con firmeza.
Para mí no fue sencillo darme cuenta de mis problemas de visión. ¡Todo lo contrario! Teniendo en cuenta que crecí en un medio intelectual y contestatario que defendía múltiples causas en pro de la libertad, yo pensaba que mi mirada disponía de una lente bastante firme. Creía incluso que mis ojos eran microscopios. Me consideraba afortunada al no creer en las mentiras del Estado represor. Sí, en casa hablábamos del genocidio armenio, de las masacres de los kurdos, los griegos y de toda la violencia asesina del Estado turco. Pero no relacionaba este relato con el proceso de institucionalización del negacionismo; no veía el agujero negro, enfermedad cancerígena. Tres generaciones se formatearon de este modo. En un contexto en el que el negacionismo formaba parte de la cultura popular, me acostumbré a él. Integré el rechazo, interioricé la imagen de los armenios y su resignación. Crecí en escuelas en las que nos inculcaban el orgullo del modelo republicano y antiimperialista. Recuerdo decenas de películas turcas que nos hacían llorar al relatar que los turcos jamás aceptaron el colonialismo. Pese a que me sentía orgullosa de estar exenta del mal nacionalista, mi construcción social estaba modelada a través de mi pertenencia a esta nación. Por tanto, fui cómplice, ya que no me percaté del pasado que está siempre presente, no reparé en el miedo a la justicia en la conciencia colectiva turca, formidable herramienta de domesticación social.
Tampoco reflexioné acerca de mi construcción social en calidad de turca, es decir, de dominante, de mi construcción social y reflexiva bastante abstracta, mis prejuicios, mis prioridades, mis preferencias y mi posicionamiento en las luchas sociales. No los ponía en tela de juicio. En absoluto. Como muchas personas de mi entorno, me creía valiente, inteligente, sensible, generosa: demasiado sobrada para ser arrogante. Hoy, cuando miro atrás, advierto la arrogancia que obstruía la inteligencia, la sensibilidad y todas esas cosas. No puedo decir que las haya adquirido todas, pero ya no soy la misma persona. Porque, tal y como he citado antes, para conseguir ver, he tenido que deconstruir toda mi vida sentimental fruto de una serie de interacciones sociales, literarias, musicales, militantes. Recuerdo que la ausencia de toda huella del genocidio en la literatura turca supuso mi primera gran decepción. Hasta los poetas se habían tragado las palabras. ¿Y los músicos populares? Nada. ¿Los movimientos políticos progresistas? Tampoco. Examiné cada una de mis fuentes de influencia. Fue doloroso. Además, el proceso no fue rápido: la experiencia de deconstrucción duró muchos años, por medio de encuentros, intercambios, confidencias.
Tuve suerte, mis años de estudiante transcurrieron en un periodo de intercambio de hallazgos, de encuentros colectivos: el espacio de las luchas sociales en Turquía veía emerger diversos movimientos feministas, kurdos, ecologistas, libertarios, antimilitaristas, LGBT, etc., que defendían causas dispares y contribuían a la deconstrucción de un monopolio ideológico, a la redefinición de formas de dominación y participaban por consiguiente en un proceso de liberación cognitiva. En un primer lugar descubrí a los kurdos. Imposible no descubrirlos: a partir de la década de 1990, su historia invisibilizada impulsó una movilización masiva. Al querer profundizar en el tema, entre 1997 y 1998 llevé a cabo una serie de entrevistas en Kurdistán, en el marco de una investigación sociológica. Comprendí la importancia de estos secretos colectivos: la policía me detuvo en julio de 1998 y exigieron que les entregase los nombres de mis interlocutores. Como resultado de mi resistencia sufrí torturas, me acusaron de terrorismo y pasé dos años y medio en la cárcel.
Segundo aprendizaje: crear milagros
Gracias a esta experiencia comprendí pronto otra cosa: no bastaba con ver y comprender después. Lo que importaba era la correlación de fuerzas. Nos encontrábamos en un contexto en el que reinaba el negacionismo, y este constituía el hilo conductor que regía todas las políticas dominantes. ¿Qué se podía hacer?
Al salir de la cárcel, esta interrogación me estimuló. Participé en otras luchas, con las feministas, los libertarios, los kurdos, las personas LGBTIQ, los gitanos… ¿Y los armenios? Teniendo en cuenta que en aquella época los de Turquía no se movilizaban, la cuestión del negacionismo del genocidio no fue mi prioridad. Es cierto, no es fácil liberarse de una identidad arrogante. No fue sencillo quitarse de encima la imagen denigrante del armenio grabada en mi mente de manera insidiosa desde el instituto. «Pero ¿dónde estaban los armenios?» Teniendo en cuenta que había comprendido que ser armenio significaba esconderse para poder existir, respondí al dilema y comencé a alzar la voz, a escribir acerca del negacionismo, a establecer vínculos… ¡Y boom! ¡Él escuchó mi voz!
En 2002, cuando habían transcurrido unos meses desde mi puesta en libertad, vino a buscarme: «Soy Hrant Dink, deseaba conocerte. Las personas como tú y como yo han de tenderse la mano».
Corpulento, de grandes manos, la mirada empañada incluso cuando sonreía. Era la primera vez que veía un armenio tan seguro de sí mismo. Un hombre que rechazaba esconderse, impetuoso, optimista. Conocía el nombre del fundador de Agos («El Surco», en armenio), primer periódico bilingüe, en turco y armenio que, desde 1996, había sentado las bases de la impugnación jurídica de la causa armenia en Turquía. Solía leer los titulares, sin más. Si Agos se convirtió para mí en imprescindible fue gracias a que su mano se aferró a la mía. Pasaba con frecuencia por su sede y charlábamos, creábamos lazos… Aquella puerta me abrió nuevas perspectivas. Él criticaba al unísono al Estado y a los movimientos contestatarios, todo ello mientras participaba en las luchas. Suscitó una especie de despertar en el ámbito de las causas sociales de Turquía. Karin Karakaslí, escritora y periodista armenia, la segunda gran figura del periódico, que ocupó de inmediato un lugar importante en mi vida, me contó lo siguiente: «En el país lo teníamos todo en contra. Nos obligaban o a estar callados o a sublevarnos de modo reaccionario. En medio de tanta hostilidad, hablar, convivir, era como un sueño».
Seguí adelante con mi experiencia de deconstrucción y todo lo que descubrí en aquel pequeño local me atormentó. Al generar debates, él puso en marcha la deconstrucción de la identidad nacional dominante y propuso otra visión de la historia, lo que perturbó la narración oficial. Por mi parte, me hacía cada vez más y más preguntas.
Hablé con Hrant a propósito de la falsa idea que había elaborado durante mis años de instituto y le pregunté qué podía hacer para despojarme definitivamente de mi identidad arrogante. Como de costumbre se echó a reír: «¡Niñata insolente, anda ya!».
Y surgió entre nosotros una broma extraña. Cuando me reprochaba que actuaba demasiado deprisa sin protegerme, lo que sucedía a menudo, remataba siempre con un: «¡Insolente niñata turca!». Y reíamos cuando yo replicaba: «¡Venga ya, armenio cobardica!».
Pero mi amigo «cobardica» era víctima de ataques y amenazas constantes, ya que seguía adelante con su estrategia con firmeza y determinación. Por ejemplo, Agos hizo público el siguiente interrogante: «¿Dónde estamos?». Se dirigía a los armenios camuflados bajo una identidad musulmana desde el genocidio de 1915. Aunque la pregunta ponía entre paréntesis el término genocidio, estas publicaciones posibilitaron que muchos turcos tomasen conciencia de la existencia de la comunidad armenia cuyos miembros llevaban recluidos entre ellos desde el desastre. Innovador, el movimiento social emergente en torno a Agos estaba desencadenando un proceso que nunca antes se había intentado o formulado en Turquía.
Sobre todo, cuando el 4 de abril de 2006 escribió en su columna de Agos un artículo titulado: «El secreto de la señora Sabiha», es decir, que una de las hijas adoptivas de Atatürk podría venir de un orfelinato armenio. El secretario general del Ejército puso el grito en el cielo: «Lanzar el debate en torno a semejante símbolo es un crimen contra la integridad nacional y la paz social». Pero Hrant no se detuvo. En su última crónica describió su situación haciendo referencia al genocidio: «Algunas personas decidieron que el citado Hrant comenzaba a estar de más y que convenía fijarle los límites […] como hicieron nuestros antepasados en 1915». El artículo finalizaba con su rechazo a ponerse en camino tal y como sucedió en la época del genocidio. «Por tanto nos quedaremos y lucharemos» (Dink, 2007).
A comienzos de enero de 2007 me llamó: «Esto huele mal. No te comportes estos días como una jovencita turca insolente». Y yo, tontamente, reanudé nuestra broma: «Quieren que nos echemos atrás. ¡No es el momento de actuar como un armenio cobardica, Hrant!».
El 19 de enero de 2007, Hrant Dink cayó desplomado tras tres balas en la cabeza, justo al salir de la sede de Agos. Se fue de repente, tal cual. Con tres balazos. No hablaré de nosotros, de sus amigas y amigos, de nuestro infierno, de nuestro terrible sufrimiento. Solo quiero decir que los asesinos quisieron instaurar el miedo, pero no lo consiguieron. Durante su entierro, más de trescientos mil manifestantes corearon: «¡Todos somos armenios, todos somos Hrant Dink!». Era la primera vez en la historia turca que la gente se congregaba por un armenio. Aquello supuso un cambio a gran escala en la historia de las luchas sociales de Turquía.
Los asesinos querían instaurar el miedo, pero no lo consiguieron. En torno a Agos presencié la rápida cristalización de un nuevo movimiento social. Surgieron nuevos grupos que crearon puentes y convergencias con diferentes movimientos sociales, lo que generó la emergencia de un ámbito social multipolar, que se extendió en numerosos territorios, atravesados por la red militante.
Los asesinos querían instaurar el miedo, pero no lo consiguieron. Todo lo contrario: a partir de 2010, términos como genocidio, justicia y reparación se convirtieron en objeto de reivindicación, surgieron muchas iniciativas, relacionadas con la diáspora y con Armenia, exigiendo justicia.
Cuando él desapareció, enterré mi arrogancia. Soy consciente de que la valentía debe alimentarse de conciencia histórica y estratégica. Fue él quien me lo enseñó.
Mi aprendizaje continuó con otras profesoras y otros profesores. Sobre todo, cuando, dos años después de su asesinato, tuve que abandonar el país. Al llegar a Francia mis nuevas amistades armenias me desvelaron un relato diferente, en esta ocasión desde la diáspora. No la conocía muy bien. Pensaba que los armenios de la diáspora vivían en el confort político y social. En absoluto. Descubrí al investigar que la destrucción física, el desarraigo de la población y el cambio de postura de los aliados con respecto a Turquía confluyeron con el objetivo de obstaculizar la situación de las exiliadas y los exiliados en numerosos países, para también para favorecer su agrupamiento. Comprendí que la comunidad de la diáspora, estructurada por medio de la construcción política de la memoria, se caracteriza por su anhelo de justicia y dignidad colectiva. Comprendí que estos «apátridas» dedicaron su periodo de supervivencia a la reconstrucción social y a la organización. Y después, gracias a una labor de hormigas realizada desde abajo, la diáspora consiguió colocar la demanda de justicia de la comunidad armenia en el primer plano de la agenda política internacional.
Este aprendizaje es tan valioso como el de mi propia deconstrucción. Mi humilde testimonio me ha enseñado varias cosas a la vez. En cualquier circunstancia, incluso en las más difíciles, podemos crear la capacidad de comenzar. Tal y como dijo Hannah Arendt, la política se define mediante la libertad como capacidad de comenzar, ya que, según ella, el pensamiento político se basa fundamentalmente en la facultad de juzgar y el milagro de la libertad consiste en esta capacidad de comenzar.
En esta época tan difícil, esta lección me llena de alegría, y la alegría es resistencia colectiva.
El único propósito de este comentario es hacer constar mi respeto por esas personas capaces de cambiar de punto de vista e, incluso, de adoptar la mirada de otro. Me declaro incapaz de hacer algo siquiera remotamente similar. Yo me limitaría a odiar el mito nacionalista religioso con una determinación enfermiza. Estoy convencido de que eso no me haría más digno, o más consecuente, pero tal vez me ayudaría a sobrevivir (en todos los sentidos) más tiempo.