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El Patrimonio Real y el Patrimonio Nacional, historia de un «malentendido» español

patrimonio real
Don Juan de Borbón con su hijo, Juan Carlos I. Foto: Cordon.

Cuando comentábamos las andanzas del Empecinado y el Cura Merino decíamos que España, desde fuera, debía parecer una suerte de Oriente Medio actual a los países más desarrollados de aquel entonces. Un lugar exótico, donde se recuerdan imperios pasados, se vive la religión de forma integrista y se sufre una guerra eterna. Seguramente fuese así, pero al igual que en el ejemplo citado, también entonces se podrían analizar el origen de los conflictos con un detector de precisión: la pista del dinero. 

En España es bien sencillo seguir su rastro. Durante la invasión napoleónica, en el Decreto I del 24 de septiembre de 1810, se instituyó un nuevo sujeto soberano: la Nación. Esta medida se vio luego plasmada en la Constitución. Se proclamó, en resumidas cuentas, que el país no podía ser patrimonio de una persona o una familia. Es decir, todo lo que se conocía como Patrimonio Real pasaba a ser Patrimonio Nacional. El diputado asturiano Agustín Argüelles, que luchó también por la abolición de la esclavitud y el fin del tormento como prueba judicial —la confesión obtenida bajo tortura— manifestó: «Aquí se ha sentado una proposición que debe ser extensiva a todos los bienes de la Corona, o por mejor decir, de la Nación». 

En noviembre, el Consejo de la Regencia de Cádiz procedió a nacionalizar los bienes de la Corona. Una necesidad acuciante era la guerra, pero también había un propósito más racional: «Desgravar al erario de los gastos que ocasionaba el mantenimiento y administración de las fincas de la Corona que, además, no se recompensan con sus productos».  

Al rey y su familia se le facilitarían inmuebles para su disfrute, pero no para su propiedad. El 11 de octubre de 1813, el Patrimonio Real quedaba así configurado de manera que desparecía el patrimonio privado del monarca y las Cortes deberían señalar al rey su dotación y los palacios que podría utilizar para su recreo. Un discurso preliminar a la Constitución de Agustín Argüelles era muy claro: 

La falta de conveniente separación entre los fondos que la Nación destinaba para la decorosa manutención del rey, su familia y casa, los que señalaba para el servicio público cada año, o para los gastos extraordinarios que ocurrían imprevistamente, ha sido una de las principales causas de la espantosa confusión que ha habido siempre en la inversión de los caudales públicos. De aquí también la funesta opinión de haberse creído por no pocos, y aún intentando sostener como axioma, que las rentas del Estado eran una propiedad del monarca y su familia. Para prevenir en lo sucesivo tamaños males a la Nación, al principio de cada reinado fijará la dotación que estime conveniente asignar al rey para mantener la grandeza y esplendor del trono, e igualmente lo que crea correspondiente a la decorosa sustentación de su familia.

Las profesoras Encarna y Carmen García Monerris han estudiado esta cuestión que marcó las disputas políticas posteriores en diferentes trabajos académicos entre los que destaca el libro Las cosas del rey, historia política de una desavenencia (1808-1874) Un análisis de cómo el siglo XIX fue una lucha incesante por fijar los límites de las propiedades de la Corona, que no lo puso fácil en ningún momento. Desde 1814, cuando el rey derogó esta Constitución, esencialmente, trató de neutralizar estas medidas. 

A partir de ahí, un decreto del 22 de mayo de 1814 separaba «enteramente el gobierno e interés de mi Real Casa de los demás del Estado», pero atribuyéndose «todo lo relativo a bosques, jardines reales, Patrimonio Real y alcázares, nombramiento de empleados en esas dependencias, caballerizas y capilla real». Es decir, seguía por los mismos cauces constitucionales, pero con la intención de anular el objetivo de esas leyes. Con este pretexto se inició un verdadero expolio, a juicio de estas historiadoras, de bienes y rentas que ya no eran nacionales, sino privados. Un fenómeno muy actual: fue una privatización, aunque se llamó «cesión». 

Otra vertiente del problema era el nombramiento de los funcionarios que administraban el Patrimonio Real. Muchos de los donativos que había recibido el rey durante la guerra eran a cambio de pensiones o empleos. Según el historiador Menéndez Pidal, en este periodo apareció el fenómeno de la «servidumbre», en el que los políticos obtenían el favor del rey inyectando liquidez en sus cuentas personales, muchas veces con fondos procedentes de las arcas públicas. Así se produjo el ascenso del famoso duque Francisco Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia. Según las revelaciones históricas del conde de Fabraquer

El rey Fernando VII era muy gastador, y frecuentemente se encontraba en apuros de dinero; cuando lo sabía Calomarde y el rey se lo confiaba, satisfacía sus necesidades y sus numerosos caprichos, unas veces de los fondos de Cámara, otras de los Pósitos y otras de los fondos de Policía, cuyos tres importantísimos ramos corrían á su cargo. Ni este medio ingenioso, ni los fondos de Cámara, Policía y Pósitos eran suficientes algunas veces á sufragar los gastos y caprichos del rey, por lo que en varias ocasiones se encontraba el tesoro de palacio completamente exhausto; empero Calomarde siempre encontraba medios de sacar al rey de apuros. 

Por ejemplo, según el historiador Josep Fontana, a la hora de comprar voluntades políticas, las Juntas de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava recibieron el consejo de Calomarde de hacer un donativo al rey de varios millones de reales para que se retiraran aranceles al comercio con el resto de España y se enviaran menos reclutas vascos al servicio militar. En palabras del embajador francés en España, Clément Édouard de Moustier:

La preocupación principal de este príncipe es el agotamiento de sus recursos personales; pero el señor Calomarde, el director de la Policía y otros confidentes secretos de sus placeres tratan de devolverle el buen humor suministrándole pequeñas cantidades que extraen de las cajas de sus respectivas administraciones, lo cual les da poderosos medios de influencia que hacen al rey inclinarse, ya de un lado, ya de otro.

Por este mecanismo, acabaron apareciendo unas cuentas del rey en un banco de Londres, o al menos así lo aseguró el exministro liberal y periodista del diario El Pueblo, Eugenio García Ruiz

Introduciendo grandes economías en su palacio, no obraba a impulsos del deseo de aliviar la suerte del pueblo, sino para depositar sendos tesoros en el Banco de Londres, a cuyo efecto hizo que se dotase su casa con ciento veinte millones de reales al año, sin perjuicio de las gratificaciones que, bajo el nombre de regalos, se hacía entregar en los días de gala por altos funcionarios, quienes recibían así carta blanca para saquear el país. 

La actuación más destacada de Calomarde en este campo hubiera hecho las delicias de políticos del actual periodo democrático. Según denunció otro periodista liberal, Ángel Fernández de los Ríos, Calomarde puso en marcha un sistema para hacer que al rey le tocase el premio gordo de la lotería. Si caía en un billete devuelto por las administraciones o, simplemente, haciendo que se conociera antes del sorteo qué números iban a salir y, así, Carlomarde le regalaba esos boletos al monarca. En una obra de Estanislao de Cosca Vayo, Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España, que inspiró los Episodios nacionales de Galdós, se comentaba el caso, aunque que no está exento de fervor propagandístico.

Bajo el pretexto de ahorros los directores de loterías y otros  empleados de Hacienda regalaban a su majestad sumas mensuales de las que ningún  conocimiento tenía la administración del ramo, y que manifiestan el embrollo y la dilapidación que reinaba. Así es que mientras las clases todas que gozaban de sueldos del erario perecían por falta de pagas, el rey y su familia nadaban en la opulencia, y aún ahorraba Fernando algunos millones anuales que depositaba en el Banco de Londres para que le sirviesen de puerto si sobrevenía un naufragio. Y no era la economía la que daba pie a tales envíos, puesto que el monarca gastaba al año la inmensa suma de veinte millones.

Tras el golpe de Riego que buscaba reinstaurar la Constitución del 12, en 1820, en el Trienio Liberal, el rey manifestó su deseo de aclarar la cuestión, pero separando su patrimonio privado. Otro diputado asturiano, Francisco Martínez Marina, proclamó: «La cesión es anticonstitucional (…) es claro que a las Cortes pertenece el señalar al rey las posesiones que debe conservar, y no puede entender por cesión la separación de las que deban quedar en la masa de los bienes nacionales».

El proceso que se inició tenía como fin adjudicar al rey, como se ha explicado, unos emolumentos «para su mantenimiento y decoro» y, todo lo sobrante, devolvérselo al Estado. El que fuera alcalde de Cádiz, José Manuel de Vadillo, dio una explicación incisiva sobre la titularidad de estas propiedades: 

Los señoríos han sido obra de la barbarie de los siglos medios, en que los guerreros se hacían dueños de las propiedades de los pueblos pacíficos que ocupaban, y cuyas tierras se repartían como botín; que los reyes usaron de este mismo bárbaro derecho, enajenando y disponiendo de los hombres y de sus propiedades como si fueran esclavos.

Sin embargo, la experiencia del Trienio fue breve y no dio tiempo a actuar sobre el Real Patrimonio. Lo que no quita para que durante esos años se recibieran denuncias de particulares contra la impunidad con la que actuaban administradores reales que exigían el pago de contribuciones por la explotación de tierras que la Casa Real entendía que le pertenecían. Estos incidentes se producían por toda la geografía nacional, lo que ponía de manifiesto la magnitud del problema del patrimonio real. 

En 1833, cuando muere Fernando VII, el problema volvió a plantearse. Había quedado anulado y paralizado durante el Sexenio Absolutista, impuesto por la intervención extranjera de los Cien Mil Hijos de San Luis para volver a echar abajo la democracia y la Constitución del 12. Entonces, la viuda del rey, María Cristina, heredó el problema en forma de conflictos con particulares, comerciantes y corporaciones municipales y provinciales, pero el objetivo de la regente era, en teoría, legarle a su hija, Isabel II, todo este patrimonio intacto. 

La correlación de fuerzas, no obstante, había cambiado. Ahora los liberales se habían convertido en el sustento de la monarquía ante la insurrección carlista, de marcado corte antiliberal y partidaria de tesis directamente absolutistas e integristas católicas. 

Los problemas de la herencia fueron diversos. Los liberales tenían ese patrimonio en la mira y los carlistas rechazaban la línea sucesoria, esto es, el destino de la herencia del patrimonio real. La interinidad de la Corona en España, tanto por la amenaza liberal como por la antiliberal o carlista, puede que fuera la causa del expolio y los elevados niveles de corrupción que llevó a cabo la regente. Según la profesora Barbara Obtulowicz, la nueva pareja de María Cristina, Agustín Fernando Muñoz, guardia de Corps y posteriormente duque de Riánsares, sacaban de los palacios reales todo el patrimonio que pudiera venderse, de joyas a pinturas, antigüedades y toda clase de obras de arte. 

El dinero se ingresaba en París, junto a otras comisiones por concesiones de obras, como la construcción del ferrocarril y la explotación de minas, y otro apartado mucho más grave, la venta de esclavos en las Antillas. Según ha estudiado José Antonio Piqueras en La esclavitud en las Españas. Un lazo trasatlántico el comercio de africanos estaba prohibido por los tratados internacionales suscritos por España desde 1820, pero se ignoraron y la regenta ingresaba una comisión por cada esclavo que se introducía en las colonias. 

La regente fue expulsada del país en la revolución de 1840 y se instaló en el palacio de Braganza en París que se había comprado. Poco después, en 1842, lo hizo en de Rueil Malmaison, donde había residido la emperatriz Josefina. A juicio del historiador Carlos Marichal Salinas, «salió de España en 1840 como la mujer más rica de Europa». 

La reina Isabel II, con estos antecedentes tras de sí y una incipiente crisis económica, se vio obligada a resolver la cuestión patrimonial para reconciliarse con sectores liberales y ampliar sus bases de apoyo. Sin embargo, en la nueva constitución, la nación no recuperaría lo que era suyo, sino que la Casa Real volvía a emplear el concepto de «cesión», sobre todo en un momento en el que a la reina la gestión de tantas tierras y propiedades le salía a pérdidas. No obstante, de esa «magnánima cesión», la reina se reservó un veinticinco por ciento. Fue un fracaso de los liberales moderados. Tal vez por eso, en 1868, la reina tenía que salir de España expulsada después de una nueva revolución. 

Con el nuevo rey, Amadeo de Saboya, el debate sobre el patrimonio real y el nacional siguió adelante. Ahora, con la intención firme de dividir esas propiedades entre las que eran del Estado, las que se designaban para disfrute del rey y, una tercera opción, su patrimonio privado. En las Cortes se dijo: 

… ya no necesitamos reyes que pasen la primavera en Aranjuez, el verano en San Ildefonso, el otoño en San Lorenzo y el invierno en el Pardo. El rey que debe venir para aplicar la Constitución de 1869 debe ser un rey ilustrado, y que ocupe el tiempo, no cazando jabalíes, ni buscando bellotas para cebar cerdos y después matarlos en Aranjuez, sino que ha de ser un rey ilustrado, que se dedique a los libros y que examine y conozca el estado de la nación, y que solo necesite una casa decentemente puesta con un jardín para recreo y esparcimiento.

Los diputados, como explicaron las profesoras García Monerris en Monarquía y patrimonio en tiempos de revolución en España, discutieron sobre la titularidad del Alcázar de Sevilla o sobre si la Alhambra de Granada podía considerarse residencia real, al igual que la Aljafería de Zaragoza. Finalmente, se desamortizaron propiedades y se estableció una dotación o sueldo para el rey, el príncipe heredero y una partida para la conservación de los edificios que se habían confiado a la Corona. 

Como es de sobra conocido, esta nueva etapa también fue breve. Amadeo de Saboya renunció a esa corona el 10 de febrero de 1873. Como consecuencia, la Primera República creó una comisión para incautarse de todos los bienes del Patrimonio Real, pero esta… también fue breve. En enero de 1874, se producía el golpe de Estado del general Pavía que acababa con la república y, en diciembre, el de Martínez Campos que restauró a los Borbones en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II. La Constitución de 1876 le devolvió a la Casa Real las propiedades de las que iba a disfrutar el rey. A los lugares, sitios y palacios tradicionales de la monarquía, hubo que añadir instituciones de patronatos e iglesias. 

Como en un bucle, la misma historia volvió a repetirse con la II República. Los coletazos de este problema han llegado casi hasta nuestros días. El caso más paradigmático, el palacio de Miramar en San Sebastián. La reina María Cristina de Austria adquirió la finca, el Ayuntamiento de San Sebastián le regaló las que estaban alrededor y construyó el palacio. En 1928, el ayuntamiento se lo reclamó a Alfonso XIII, que se negó a entregárselo. En 1932, la República, que se incautó de los bienes de la Casa Real, se lo dio a la ciudad. Cuando Franco derogó todas las leyes aprobadas durante el periodo republicano, el palacio volvió a ser propiedad de Alfonso XIII. Al final, la propiedad llegó hasta don Juan, padre de Juan Carlos I, que dividió el terreno en tres parcelas que le vendió a sus hermanos para la construcción de viviendas y el palacio se lo vendió a la ciudad en 1972. 

Ocurrió lo mismo con el palacio de La Magdalena, frente a la Isla de Mouro, en Santander. La República lo había convertido en una universidad, pero volvió a la Casa Real tras el golpe de Estado de 1936 y, en 1977, don Juan, que lo heredó, se lo vendió al Ayuntamiento por ciento cincuenta millones de pesetas. Les vendió lo que ya había sido del municipio y le fue arrebatado por las armas. A la isla de Cortegada, en Pontevedra, en 1931 la república la declaró patrimonio nacional, pero en manos de nuevo de la Casa Real llegó hasta don Juan, que intentó vendérsela en 1978 a una inmobiliaria para que la urbanizara, instalara casinos y le construyeran una residencia a él. Planes que no pudieron llevarse a cabo por las protestas, al final se convirtió en un parque natural protegido. Don Juan le dijo en una ocasión al periodista Víctor Salmador: «Siempre he sido como un judío errante. Nunca tuve casa propia». Aquí, como mínimo, hemos dado cuenta de que vendió tres. Y no modestas.  

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7 Comments

  1. kilgore

    Napoleón le hubiera hecho un gran favor a este país si hubiera probado la guillotina con el pescuezo de Fernando VII. Uno de los gordos…

  2. «España, desde fuera, debía parecer una suerte de Oriente Medio actual a los países más desarrollados de aquel entonces. Un lugar exótico, donde se recuerdan imperios pasados, se vive la religión de forma integrista y se sufre una guerra eterna».
    ¿En serio?, ¿en la Europa de inicios del siglo XIX?, ¿una Europa de reyes absolutos y sultanes?, ¿de un fanatismo religioso impregnando desde la ortodoxia de los Zares, el islamismo de los Otomanos, el catolicismo pontificio o los señores de la guerra luteranos prusianos?. Me parece que alguno necesita lecciones urgentes de Historia de Europa.

    • Pues a esa altura estábamos para Europa, a la del Imperio de los zares y a la del sultán otomano. Exotismo a lo Irving, Byron, Mérimée o Dumas. Y es que Francia tuvo su Revolución que puso patas arriba el viejo orden feudal de toda Europa modernizándola, Inglaterra, su liberalismo y una revolución industrial que había iniciado el siglo anterior y Alemania brillando con su poderosa filosofía que serviría de armazón al pensamiento occidental desde sus universidades Kant, Hegel, Schopenhauer….Pesos pesados del pensamiento ¿Qué había en España de esperanzador que no fuera pisoteado por las fuerzas reaccionarias?

  3. Juan Carlos

    Por eso ha sido siempre entre otras cosas el recuperar la República. No sólo por un tema de.libertad, sino por el patrimonio que han sacado los Borbones de este país y la única forma de recuperarlo hubiera sido el retorno de la República ..pero Franco seguía entre nosotros y seguirá por los siglos de los siglos

  4. Carlos

    Si dices de España que recuerda los imperios pasados, ya me dirás lo de la «Gran Bretaña «, que aún están viviendo de su imperio

  5. Juan José Fernández

    Que el «caso más paradigmático» sea el de Mª Cristina y su palacio de Miramar, afirmando que salvo un terreno que ella adquiere, el resto de los terrenos y la construcción de dicho palacio (Real Casa de Campo propiamente dicho), fue regalo de la ciudad, deja en muy mal lugar al que haya escrito el artículo y en parte a la revista que lo ampara.
    En San Sebastián es bien sabido que si bien el ayuntamiento le ofreció prebendas parecidas, por las ventajas que suponía para la ciudad su residencia veraniega, sin embargo fueron rechazadas por Mª Cristina, para que no supusiera un sacrificio económico para sus vecinos. Ella costeó la compra de todos los terrenos privados, y también de los públicos a un justiprecio, y construyó de su propio pecunio (no de la Corona) su Real Casa de Campo. Aunque este bulo también corrió por la ciudad durante mucho tiempo, cualquier estudioso o mínimamente preocupado por la historia de Donostia, conoce perfectamente este hecho y cualquiera que escriba sobre ello debería asegurarse antes de repetir falsedades sin base alguna. Si el autor tiene alguna prueba fehaciente de lo que afirma, me gustaría conocerlo.
    (Me parece interesante que, entre otros, consulten el estudio de Sagués. M: ”Historia del Palacio de Miramar”, Boletín de Estudios históricos sobre San Sebastián, 1994)
    Juan José Fernández.

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