Aunque nos parezca mentira, Alfred Hitchcock fue considerado durante mucho tiempo como un habilidoso entertainer capaz de facturar productos hollywoodenses de primera calidad sin mayor intención ni mérito artístico. El responsable de 39 escalones o Rebeca era una pieza más del engranaje industrial del cine de masas: un sistema sin conciencia social que retrasaba la emancipación del sujeto alienado en el capitalismo occidental. O, incluso, una figura prometedora que sucumbe a la tentación californiana: el cineasta inglés Lindsay Anderson escribió en 1949, cuando ejercía de crítico, que la promesa representada por las películas británicas de Hitchcock había sido defraudada tras su llegada a Hollywood. Nótese que Notorious se había estrenado en 1946: ojalá todas las decepciones alcanzasen semejante altura.
Como es sabido, la suerte crítica de Hitchcock empieza a cambiar gracias al puñado de escritores franceses que enarbola la célebre política de los autores desde las páginas de la revista Cahiers du Cinéma: estos jóvenes turcos sostenían que el responsable de la puesta en escena —el director— había de ser considerado genuino «autor» de una película. Incluso en el marco del sistema de estudios, con su férrea división del trabajo y esa permanente supervisión del productor que tanto importunase a emigrados como Fritz Lang o Douglas Sirk, el realizador podía dejar su sello personal en un filme. De repente, era legítimo apreciar las decisiones estéticas o temáticas de Hawks, Ford, Fuller, Öphuls y, desde luego, el propio Hitchcock. De hecho, Claude Chabrol y Éric Rohmer fueron más lejos cuando publicaron en 1957 la primera monografía dedicada al orondo londinense, justamente considerado en ella como «uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine». Por las mismas fechas, V. F. Perkins y el resto de los críticos de la revista británica Movie llamaron asimismo la atención sobre el cine de Hitchcock, enfatizando la riqueza de sus soluciones narrativas. El terreno estaba preparado para la aparición en 1965 de Hitchcock’s Films, el libro de Robin Wood que empieza por formular una pregunta que ya lo dice todo: «¿Por qué habríamos de tomarnos a Hitchcock en serio?».
En realidad, Hitchcock même habría podido responder a esa pregunta si el resultado de su largo diálogo con François Truffaut no hubiera tardado tanto en llegar hasta los lectores. Hablamos, claro, de uno de los más conocidos libros que ha dado el cine o que se han dedicado al cine: Le Cinéma selon Hitchcock, que aparece en francés en 1966 y en inglés —con el más expeditivo título de Hitchcock— un año más tarde. Los españoles, como suele pasar, hubimos de esperar un poco: hasta 1974 no aparece una primera traducción en Alianza Editorial. Pero tampoco está mal; otros nunca han llegado. ¿Y por qué tantos retrasos? Si bien los encuentros entre ambos se celebraron en agosto de 1962, la edición del material resultante presentó tantas complicaciones que los dos realizadores hubieron de verse otra vez antes de la publicación con objeto de discutir Marnie, la ladrona y Cortina rasgada, concluidas entretanto —la segunda aún sin estrenar— por el prolífico Hitchcock. Y no cabe duda de que la espera mereció la pena: el libro no ha dejado de reeditarse —hay una edición inglesa revisada de 2017— ni de leerse, habiendo contribuido como pocos a la debida consideración del cine como una forma artística que plantea sus propios dilemas expresivos y merece la mayor atención intelectual.
El origen del diálogo está en la devoción militante con que los críticos de Cahiers defendían el valor de la obra del director londinense. Ya en 1957, Truffaut había publicado una elogiosa reseña del monográfico de Rohmer y Chabrol, señalando que lo distintivo en el cine hithcockiano es que la forma no embellece el contenido, sino que lo crea mientras se despliega. ¡Así es! Cinco años después y convertido él mismo en realizador, Truffaut escribe a Hitchcock —tenía sesenta y tres años entonces— en los términos más elogiosos, proponiendo una semana de conversaciones —serían cuatro— en compañía de la traductora Helen Scott. Se trata de un detalle importante: esta conversación capital contó con la mediación de una tercera persona, debido al hecho escandaloso de que Truffaut no dominaba el inglés. Pero Scott no era una simple traductora profesional: neoyorquina judía criada en París, cuyo padre ejercía de periodista para Associated Press, se vio obligada a dejar la capital francesa en 1943 a fin de salvar la vida, recalando en el Congo —donde retransmite para la emisora Francia Libre— antes de asistir al juez Robert Jackson en los juicios de Núremberg, trabajar como editora en Naciones Unidas y dirigir las relaciones públicas de la Oficina de Cine Francés en Estados Unidos. Scott ejerce de impecable traductora simultánea durante la charla y ayudará a Truffaut con el largo proceso de transcripción de las cintas de cara a la publicación de las ediciones francesa e inglesa del libro. El tercer hombre era, esta vez, una mujer.
Su tarea no fue sencilla. Pese a que las sucesivas conversaciones entre los dos directores no presentaron especial dificultad para la intérprete, cómoda en su papel de puente entre el cinéfilo aplicado y el director consagrado, la transcripción de las cintas resultó ardua y condujo a un manuscrito inicial de ochocientas páginas que ningún editor se habría atrevido a publicar. Truffaut se esforzó por reducir la extensión del texto y hasta el verano de 1963 no tuvo lista la edición francesa, que aún demoraría su aparición; fue entonces cuando pasó el testigo a Scott, encargada de trabajar en la versión inglesa. Sin embargo, esta última no conocía el cine de Hitchcock con el mismo grado de detalle que Truffaut, lo que ralentizó el proceso; para colmo, Hitchcock expresó reservas sobre una traducción que juzgaba poco coloquial. Por su parte, a los editores les preocupaba que el lector medio encontrase el libro demasiado técnico; y Truffaut, con buen criterio, quería hacer sitio para incluir una abundante selección de fotografías. Hecha la segunda entrevista, aún hubo que esperar seis meses a que el francés —distraído por sus propios proyectos— escribiese la introducción. Pero hay final feliz: ambas ediciones ven la luz entre 1966 y 1967, obteniendo un éxito inmediato y un duradero prestigio crítico.
Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. O mejor dicho: no todo lo que hablaron Hitchcock y Truffaut está en el libro, ni lo que está en el libro es siempre una trasposición fiel o precisa de lo que se dijeron. Lo sabemos gracias a la publicación parcial de los audios por parte de la emisora francesa «France Culture», doce horas de conversación que pueden escucharse online con el libro delante, así como por la indagación realizada personalmente por la académica Janet Bergstrom —publicada en forma de capítulo en el Companion to Alfred Hitchcock editado en 2011 por Thomas Leitch y Leland A. Poague— en la Margaret Herrick Library en Beverly Hills. Recomiendo vivamente al aficionado angloparlante que pulse el play y se solace con las inolvidables tonalidades de la voz de Hitchcock, ocasionalmente enfático y siempre inteligente a la hora de comentar su obra ante un colega que apenas tenía treinta años y en quien puede apreciarse una mezcla de entusiasmo romántico e ingenuidad juvenil. Pero acaso estas sean las cualidades indispensables para plantarse con una grabadora delante de un gigante del cine, que había agradecido con lágrimas en los ojos la propuesta del prometedor realizador de Los 400 golpes y —todo hay que decirlo— la lamentable Disparen sobre el pianista.
Cuando descendemos al detalle, nos encontramos con omisiones y divergencias de distinto tipo. Mientras que Hitchcock discutió con fruición la fase de preproducción de Los pájaros, en la que estaba inmerso cuando empezaron las conversaciones, el libro las resitúa cronológicamente y las reduce en exceso por el camino; la revolucionaria decisión de reemplazar la música por sonidos electrónicos, en particular, pasa tristemente a un segundo plano. Del mismo modo, Hitchcock pone mucho énfasis en el aspecto semidocumental de Falso culpable —basada en un caso real y rodada con el propósito de reproducir los escenarios de la pesadilla que sufre el músico de jazz Manny Balestrero— y el libro apenas destaca que el filme tiene su origen en una historia auténtica. Es divertido escuchar el silencio de Hitchcock cuando Truffaut explica por qué no le gusta esta película, a pesar de que disfruta con las escenas aisladamente consideradas: el material no era adecuado para usted, alega, a lo que Hitchcock responde sencillamente que no hizo la película para darse satisfacción a sí mismo, sino que la hizo gratis para Warner Brothers por razones contractuales. Truffaut se equivocaba: la película es excelente, y si fracasó en taquilla fue porque no era lo que el público esperaba de su realizador; poner el suspense al servicio del más oscuro pesimismo atrajo a pocos norteamericanos a las salas.
En otras ocasiones, el fraseo se pervierte de tal manera que el lector acaba viéndose perjudicado. Al comentar el intento de asesinato del personaje interpretado por Ingrid Bergman en Notorious (Encadenados), Hitchcock dice: «Es como matar a alguien con arsénico; se trata del método convencional del marido para acabar con la esposa». Y en la edición inglesa, de largo la más influyente, leemos: «Claude Rains y su madre tratan de matar a Ingrid Bergman con arsénico muy lentamente. ¿Acaso no es el método convencional de hacer desaparecer a alguien sin ser atrapado?». En cambio, la española es más fiel y expansiva: «El personaje de Claude Rains y su madre van a asesinar a Ingrid Bergman envenenándola lentamente con arsénico, de la misma manera que un hombre hace para matar a su esposa, de una manera que me atrevería a calificar de auténtica, como cuando se quiere disponer de la vida de alguien sin dejar huellas y sin que nadie se dé cuenta».
Resulta asimismo decepcionante cuánto se ha cortado en el libro el debate sobre el significado simbólico y psicológico de las esposas policiales que encadenan a los protagonistas en 39 escalones; del mismo modo, apenas se mencionan en el libro los dos cortometrajes propagandísticos realizados por Hitchcock durante la guerra, pese a que él mismo los discute con detalle. También hay distorsiones innecesarias: Hitchcock habla de «nasty Nazi» en relación con Náufragos, pero Scott traduce «bad German»; de nuevo en Notorious, el primero se refiere a los «villanos» y nosotros leemos «espías». Más traicioneramente, el director dice que en The Lodger (El enemigo de las rubias) trata de poner en práctica por vez primera algún estilo visual, y en el libro leemos que es allí donde empieza a llevar a la práctica su estilo. ¡No es lo mismo!
En el intercambio sobre Vértigo, el fervor del discípulo topa con el cinismo del veterano: Truffaut empieza por elogiar la cualidad poética del filme, pero Hitchcock replica que la actriz era terrible. Es injusto con Novak, dicho sea de paso; el juicio se matiza un poco más tarde. Truffaut pone mucho empeño en que Hitchcock discuta la cualidad onírica de la película e incluso sus propios sueños, pero este no tiene demasiado interés en el asunto; a cambio, le regala un titular que sirve para resumir toda su obra: «I am never satisfied with the ordinary». Hay pasajes intraducibles: cuando Hitchcock habla del miedo de Judy a ser convertida en Madeleine por Scottie una vez que ambos se han encontrado por la calle, Hitchcock subraya la diferencia entre being changed over (transformar a una desconocida en Madeleine) y being changed back (transformar en Madeleine a quien ya era Madeleine), ya que en este último caso surge la posibilidad del desenmascaramiento. Y hay pudor: Hitchcock habla de la «erección» de Scottie, que no aparece en el libro. Pero cuando señala que este último quiere «acostarse con una muerta», subraya el adverbio metafóricamente, y ni la edición inglesa ni la española introducen este importante matiz; importante, sobre todo, ahora que hemos entrado en una época marcada por la interpretación literal de las palabras.
No debería extraerse la conclusión equivocada: el libro funciona. Y por eso ha desempeñado un papel tan importante a la hora de mostrar al público que detrás de una obra cinematográfica hay un artista: alguien que reflexiona sobre el medio de expresión que tiene en sus manos y toma las decisiones necesarias para crear formas capaces de transmitir significados mientras producen emociones. Truffaut, seguramente, peca de superficialidad; el aspecto psicológico del cine de Hitchcock merecía mayor atención. Pero, sobre todo, es un desperdicio que tantas palabras se perdieran por el camino; el texto pierde matices, detalles, rigor. Dado que las grabaciones están a buen recaudo, podrían ponerse a disposición del público por medio de una página web: que los aficionados del mundo tengan la oportunidad de completar el diálogo más importante de la historia del cine. Aunque no se trate en modo alguno de un testamento traicionado, la herencia bien puede mejorarse con lo que hemos encontrado en el desván.
La batuta la lleva Hitchcock, lo que hace que el libro sea mediocre, porque sigue un guión pautado. Truffaut pregunta. Hitchcock responde lo que le parece. Si Truffaut trata de ahondar en algo, Hitchcock responde mínima y formalmente, lo justo para quedar bien, pero sin añadir realmente nada. De manera que a Truffaut no le queda otra que pasar al siguiente tema.
Ese «diálogo» anticipó el periodismo del futuro. Es una desgracia que hoy en día los periodistas sean incapaces de formular una sola pregunta si prevén que puede molestar. Qué pena de profesión.
Excelente artículo.Enhorabuena