Reza el tópico filosófico que del diálogo nace la luz. Pero, en ocasiones, la única luz que relumbra es la de las estrellitas que se ven después del sopapo, como sugiriese el malévolo Léon Bloy. En otras, el diálogo no es más que un circunloquio destinado a distraer de las cosas urgentes, un nudo gordiano que ha de cortarse de forma perentoria.
Nicholas Nickleby (1839), la tercera novela de Charles Dickens, es tanto un denuesto de la cháchara como un encomio de la acción virtuosa. Su protagonista es el único héroe dickensiano que, en lugar de sufrir pasivamente las injusticias, responde a los malhechores con la fuerza de sus puños. En esta gran novela, publicada en nuestro país por la editorial Nocturna con traducción de Bernardo Moreno Carrillo, el bien se defiende activamente.
Algunos de los diálogos más divertidos de Dickens aparecen en esta novela. La señora Nickleby, madre del protagonista, opina acerca de todo y en todo se equivoca. Habla por los codos, se conduce por medio de frases hechas y es incapaz de enterarse de nada. Reducida por los infortunios a un estado de imbecilidad, ofrece tantas opiniones que al final le es imposible hacerse cargo de ninguna de ellas. En lugar de regalar sabios consejos a sus hijos, los sepulta bajo un sinnúmero de refranes y latiguillos. En su idiotez, llega a dudar de su propio hijo cuando Ralph, el villano de la novela, blande sus calumnias contra él.
Mejor es ser cuerdo en hechos —Gracián dixit— que sabios en dichos. Nicholas es de los primeros; su señora madre, de los segundos. La crítica se ha obcecado en ver en esta incontenible boquirrubia un reflejo de la madre del propio Dickens, mujer atolondrada y superficial a quien, como es sabido, el novelista guardaba rencor por haberlo mandado de vuelta a la fábrica de betún. Algún estudioso, como David Holbrook, no dudó en lanzarse de cabeza a las interpretaciones freudianas. La crítica, como la propia Mrs. Nickleby, no suele enterarse de nada.
Véase «el mundo de Floras y Doras» con que un crítico de los sesenta despachó las novelas de Dickens. No cabían en él mujeres fuertes como la señora Mantalini, cuya liberación solo se producía al soltar el lastre que representaba su marido, un pisaverde manirroto entregado al juego. Tras su ruina, todos los bienes de la señora Mantalini pasaban a la señora Knag, liberándola. Es oportuno recordar que, durante la época de Dickens, y hasta unos cuantos años después de su muerte, el marido era el propietario de todas las posesiones de la esposa.
El tópico de la mujer dickensiana debe mucho a David Copperfield. Allí, las desdichas de las mujeres derivaban casi siempre del infantilismo al que su sociedad las empujaba. Eran niñas que se casaban con adultos y estos, en ocasiones, se aprovechaban de ellas. Una vez casados, David se veía incapaz de pedir a Dora Spenlow que bajara el caniche de la mesa de comer; en cuanto al caso de su propia madre, víctima de su propia inocencia, era tan cruel que hablaba por sí solo. La diferencia entre el doctor Strong y Steerforth es que uno era bueno y el otro malo; el primero no solo era marido de Annie, sino también su figura paterna; el segundo embaucaba a la joven Emily aprovechándose de su ignorancia.
Si la comparamos con otras mujeres victimizadas en Dickens (Georgiana Podsnap en Nuestro amigo común, avasallada por la invasiva presencia de sus padres, convertida en objeto, infantilizada a perpetuidad), Kate Nickleby demostraba tener un arrojo inhabitual, y no se amilanaba a la hora de plantar cara a su poderoso tío. Como afirmaba en una memorable línea de diálogo: «Si tengo la debilidad de una muchacha, poseo el corazón de una mujer» (p. 1017). La réplica superaba, a mi juicio, aquel «yo no quiero ser conquistada» con que Bella Wilfer daba en los morros a la alcahuetera Lammle.
Compárese ahora a Kate con la pobre Affery en La pequeña Dorrit. ¿Quién diría que era responsable de su situación? Un buen día, su jefe le informaba del apellido que en lo sucesivo iba a llevar. Se avenía a la decisión de casarse con él como se habría avenido a que la apedreasen. Aunque podría ser peor: la sierva de Sampson Brass (La tienda de antigüedades), a la que cariñosamente llamaba «la marquesa», y cuyo conocimiento se reducía a lo que veía a través de la cerradura, ¡ni siquiera tenía nombre!
La «mujer dickensiana», mera invención de reseñistas, no puede dar cuenta de un abanico que tiene en un extremo a la señora Nickleby, mezquina y cotorrera, y, en el otro, a su hija Kate, cuya palabra es significativa y tiene valor. En un mundo de «Floras y Doras» tampoco tienen cabida las mujeres «madres de sus padres», tan habituales en Dickens. Así Madeline Bray, que mantenía a su progenitor enfermo con ímprobos esfuerzos. El personaje, frecuentemente olvidado por los críticos, pertenece a la estirpe de Jenny Wren, que a pesar de su minusvalía y su corta edad se había hecho cargo de su padre alcohólico, y a la de Nell Trent, maguer que esta fuese, más bien, la madre de su abuelo.
Dickens no había llegado a la treintena cuando escribió esta novela, cuyo título completo es La vida y aventuras de Nicholas Nickleby, que contiene un relato fiel de las fortunas, desgracias, levantamientos, caídas y la carrera completa de la familia Nickleby. El título, que recuerda a la picaresca de Smollett, ya es una declaración de intenciones. Heredaba de Oliver Twist su potencia dramática, y de la anterior a esta, Los papeles póstumos del Club Pickwick, su brillantez en los episodios cómicos. No es descabellado verla como un destilado de ambas novelas, tan diferentes entre sí.
Su villano, Wackford Squeers, es uno de esos malos sin fisuras y escasa profundidad que, como Fagin en Oliver Twist, resulta deletéreo para los niños (y que, como Quilp en La tienda de antigüedades, es ajeno a cualquier posibilidad de redención). Cada cierto tiempo se reactiva la polémica acerca de su verdadera identidad, a despecho de que el propio Dickens dijese que representaba a una categoría, no a una persona. Dotheboys Hall es, de igual manera, metáfora de otros tantos colegios ingleses en que los niños sufrían los estragos del hambre, el frío y la violencia. El lector no puede evitar deleitarse cuando Nicholas apaliza al odioso Squeers, ante la mirada impávida de niños desnutridos y cadavéricos. Obras son amores, y no buenas razones.
Durante décadas se creyó que Wackford Squeers se basaba en William Shaw, que regentaba la Academia Bowes y había sido condenado por negligencia después de que ocho de sus estudiantes quedaran ciegos. A Shaw, cuyas iniciales coinciden con las de Wackford Squeers, le faltaba un ojo, como al villano. Dickens lo conoció en su viaje de documentación a las escuelas de Yorkshire, en compañía de su ilustrador «Phiz». Todo parecía encajar. Pero la reciente aparición de una carta, fechada en 1838, ha arrumbado esa conjetura, pues sugiere que el inspirador sería un tal Twycross.
En dicho viaje, Dickens vio en el cementerio la lápida de un estudiante, muerto con diecinueve años, que a buen seguro debió de inspirar a Smyke. Este se cuenta entre las mejores creaciones del autor. Su primera aparición, vestido con ropa de niño, es comparable a la del doctor Manette como zapatero en Historia de dos ciudades. Como la pequeña Dorrit, que creía que el campo se cerraba con llave, solo conoce las cuatro paredes de la prisión en que se ha criado. Por eso pregunta a Nicholas si el mundo es tan horrible como ese lugar.
Los literalistas deberían extraer una lección. En las actas del juicio contra Shaw se leen cosas mucho peores que las que Dickens describiese (ollas llenas de parásitos que se servían a la hora del té, verbigracia). Pero Dickens no hace reporterismo. Inolvidables son las escenas en que niños con cara de viejo, extremidades huesudas y troncos encorvados, vestidos con ropa andrajosa, duermen apiñados, como polluelos en el nido, para encontrar algo de calor. Son reales porque son literatura.
¿Era Dickens el campeón de las masas oprimidas? Resulta obvio a estas alturas que dicha especie, propalada por Chesterton, era una exageración. Cosa bien distinta es que la enorme popularidad de Sam Weller sirviese para, además de multiplicar las ventas del Pickwick, colgar a Dickens el sambenito de escritor popular. Pero el pintoresquismo cockney solo era el aderezo chistoso de una visión mesocrática. ¿Cuántos campesinos salen en sus novelas?
Como señalase Orwell, de sus novelas no se deduce que el trabajador deba ser rebelde, sino que el patrón debe ser amable. Así, el rico bueno, epitomizado en el señor Pickwick, vuelve por fisiparidad en Nickleby. No hay sombra de duda de que contravenga la acendrada bondad de los hermanos Cheeryble, que son, a la manera machadiana, buenos en el buen sentido de la palabra bueno. También es revelador el personaje de Tim Linkinwater, empleado de los Cheeryble, que prefigura al señor Wemmick, secretario de Jaggers en Grandes esperanzas. Los dos, cada uno a su pintoresca manera, personifican las virtudes del trabajador probo y fiable, de lealtad perruna y frugalidad protestante.
Por mucho que se empeñasen los críticos marxistas, Dickens nunca dejó de ser un conservador. Eso sí, un conservador juicioso y razonable que se indignaba ante las injusticias de su tiempo. Dejó acibaradas críticas a las instituciones inglesas en novelas como La pequeña Dorrit o Casa desolada al tiempo que se ganaba el favor del sistema (mano de hierro, guante de seda). Y pocas críticas son tan contundentes como las que dedica en Nicholas Nickleby al capitalismo especulativo.
En realidad, su escasa militancia política irritaba a muchos de sus coetáneos. Hasta el presidente del Tribunal Supremo de Inglaterra, lord Thomas Denman, sugirió que el talento de Dickens para la caricatura servía para ralentizar el progreso humano. Siguiendo esta lógica, la parodia de la filantropía que representaba la señora Jelliby haría de Casa desolada un obstáculo para la abolición de la esclavitud. Ya puestos, ¿acaso la saña con que describía a los leguleyos volvía a Dickens un enemigo de la abogacía?
Dickens ha pasado a la historia por su caricatura del avaro, pero su más enérgica repulsa va dirigida al especulador. Ni Scrooge ni Boffin tienen la capacidad destructiva de un Ralph Nickleby, tío del protagonista. El padre de Nicholas, que se regía por la divisa de que «no hay nada como el dinero», era destruido por la especulación de su hermano. La volatilidad del capital permitía, por cierto, que el deus ex machina que cierra Nicholas Nickleby resultase menos extemporáneo que en otras novelas de Dickens.
La obsesión utilitarista que envilece a Tom Gradgrind en Tiempos difíciles representa para Ralph Nickleby una pulsión demoníaca. Este, que es el verdadero villano de la novela, intentaba prostituir a su propia sobrina para ganarse el favor de un aristócrata. «Vender a una muchacha, arrojarla a los senderos de la tentación, de los insultos y las palabras groseras (…) Bah, las madres casamenteras hacen eso todos los días» (p. 493). ¿Y qué decir de Smyke? Su existencia tenía para Squeers un valor meramente económico: le salía más a cuenta un esclavo que cualquier trabajador de sueldo bajo; incluso medía a los niños en libras. Nada hay sagrado para el capital, que da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero…
Difícil es negar la razón a Newman Noggs cuando, al ver a Nicholas salir disparado a casa de Madeline, con vistas a salvarla de su captor, decía: «A veces es un joven algo violento y, sin embargo, me gusta» (p. 969). Si el señor Bray vendía a Madeline, su propia hija («vendida por dinero; por monedas de oro, cada una oxidada por un baño de lágrimas», p. 992), Gride quería casarse con ella para restituir una deuda.
¿Violento? Aquí, como hemos dicho, el bien se defiende activamente. Nicholas es, por así decirlo, una suerte de David Copperfield que lanza golpes a rodabrazo. ¿Quién no ha fantaseado con una paliza a los hermanos Murdstone cuando estos lo tiranizaban en su propia casa?
Sangrienta es la pelea a latigazos que Nicholas mantiene con Mulberry Hawk, al que deja con un espeluznante chirlo de ojo a boca. Curioso es que apenas volvamos a saber del facineroso, aunque, como decía Borges al inicio de «La forma de la espada», le cruce la cara una cicatriz rencorosa. No hay rematch ni pelea postrera. Basta con plantar cara para que el villano se aleje cornigacho y con el rabo entre las piernas.
Pero de nada sirven los puños ante las asechanzas del capital. Hasta el bondadoso señor Crummles, trasunto del propio Dickens, administraba a su hija una dieta de ginebra para que mantuviese indefinidamente las hechuras de niña de diez años que tanto gustaban en el teatro. Su conducta no era mejor que la del abyecto Squeers, que usaba a su propio hijo como reclamo de la escuela, inflándolo a pasteles para que su gordura hiciera pensar que en Dotheboys reinaba la opulencia.
Es revelador que los filántropos Cheeryble resulten tan anticuados. Dos décadas después, el propio Dickens no podía librarse de la sospecha de que ningún rico podía ser tan bueno (de ahí la corrupción —equívoca, eso sí— de Boffin en Nuestro amigo común). Sea como fuere, los hermanos Cheeryble se basaban en dos personas reales: los hermanos William y Daniel Grant, dueños de un almacén en el que Dickens trabajó de joven. Los estudiosos empecinados en averiguar la verdadera identidad de Squeers desoyen la advertencia de Dickens, según la cual dicho villano era un arquetipo y no un individuo, y que bien mirado parece una lección teológica: el mal es inconcreto y el bien, concreto.
Palabras, palabras, palabras. La «Empresa metropolitana de horneo de molletes y bollos mejorados», de la que «solo el nombre producirá plusvalía en menos de diez días» (p. 33), es una hilarante parodia de los floreos retóricos del capital. Los pildorazos humorísticos de Nicholas Nickleby, que prefiguran Casa desolada, se alternan con el melodrama a la manera magistral de Dickens. ¿No se haría insufrible la travesía en el desierto —o en el campo— de Nell y su abuelito si no fuese por Dick Swiveller, capaz de hacer malabares con cajas de galletas con tal de entretener al lector? En Nickleby, basta con hacer hablar a los malos para que se retraten en sus peroratas, como si de un diálogo socrático se tratase. Por la boca muere el pez.
En esta novela, cuya edición española es una esmerada pieza de bibliofilia, se cumple la máxima del Tao: los que hablan no saben, los que saben no hablan. Los peores sufren una verborrea incontenible; su volubilidad moral deriva de su incontinencia verbal. Los buenos, en cambio, son parcos en palabras: no dicen, actúan. En ocasiones, como reza el dictum de Cioran, toda palabra es una palabra de más.