Manuel Vicent nació pocos meses antes de que estallase la guerra civil. Desde entonces, ha mantenido los ojos bien abiertos y los oídos siempre atentos para enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Como buen testigo de la vida política, social y cultural de los últimos sesenta años ha puesto por escrito (en artículos, crónicas y novelas) lo que ha visto y lo que le han contado. A la manera de los más longevos crooners norteamericanos, en su obra —periodística y literaria— se reflejan no solo los hechos históricos, sino también los cambios en las costumbres que esos eventos han generado en la sociedad. Su artículo semanal en la última página de El País continúa siendo lo primero que muchos españoles leemos los domingos con el desayuno.
Pocas tareas hay tan fáciles y cómodas como entrevistar a Manuel Vicent. Se puede comenzar hablando de cualquier asunto, que el escritor va a seguirte la corriente y te va a contar una anécdota divertida que enriquecerá el tema y que con seguridad dará pie para seguir charlando de otras cosas. No era algo sobre lo que tuviera previsto preguntarle, pero, debido a que he nacido en Cartagena (Murcia), comenzamos charlando sobre un paisano mío, el actor y guionista Pedro Beltrán, «el último bohemio», que había sido amigo suyo.
Perico Beltrán era un hombre muy ocurrente, con un humor esperpéntico. Y, sobre todo, era muy listo.
Aunque tuviera fama de gandul, hizo muchas películas; con Berlanga participó en Calabuch, El verdugo, La vaquilla y Patrimonio Nacional.
Sí, de actor secundario. Y además hizo guiones cinematográficos. En 1967, escribió el guion de El extraño viaje, película de culto dirigida por Fernando Fernán Gómez e inspirada en el entonces famoso crimen de Mazarrón. También colaboró con el cineasta italiano Francesco Rosi. Lo que pasa es que lo tenían que encerrar. Para que terminara de escribir los encargos que le hacían, le ponían un jamón dentro de un cuarto y lo encerraban con llave. Solo con un jamón y unos folios y de ahí no salía hasta que tuviera escrito el guion. Eran otros tiempos.
Al final, acabó formando una familia.
Sí, tuvo un hijo. Y como siempre andaba tieso, había que ayudarle a pagar las treinta mil pesetas que había dejado a deber en la clínica de maternidad. Se había quedado en que diez mil se las daría Paco Camino (el torero), diez mil Berlanga (el cineasta) y diez mil yo. Cuando fue a pedírselas a Berlanga, este le dijo: «¿no podrías dejármelo en cinco mil?». Berlanga me decía: «A malas, ¿por qué no avalo yo y tú firmas?».
Dejemos a Pedro Beltrán descansar en paz y hablemos de usted, don Manuel. Encontré una entrevista en internet que le hizo Maruja Torres en El País, en el año 1983. Usted acababa de publicar No pongas tus sucias manos sobre Mozart (recopilación de artículos) y la periodista le empieza diciendo: «su prosa tiene una cualidad carnal que está hecha de olores, sabores y que se puede tocar, arrugar, soplar y tentar». Cuarenta años después, ¿le parece bien esa definición de su estilo?
Yo me tengo muy poco analizado; me limito a escribir. Si apareciese un comentarista, un analista, alguien que se interesase por mi trabajo, seguro que notaría las reincidencias, las obsesiones … Todo eso que en el fondo no es más que una forma de mirar el mundo, una manera de reiniciarte continuamente en todas las primeras sensaciones de la niñez. Todo lo que nos ha pasado a lo largo de la vida no es más que un desarrollo de los primeros cinco o seis nudos que se hacen en la infancia, antes de que la información llegue al córtex del cerebro, antes de que alcance la inteligencia. En el cerebro límbico es donde anidan y se anudan las emociones, los símbolos, las creencias, los mitos, los terrores, los dogmas, el catecismo, todos estos sentimientos. Es como una mucosa muy sensible que se impregna de sensaciones y eso ya no se olvida. La experiencia no es más que ir desarrollando, o más bien desatando, lentamente esos nudos. Los nudos de los primeros sabores, sonidos, canciones, tactos, caricias… Estoy hablando de puntos de contacto con la naturaleza. Antes de llegar al córtex, tus cinco sentidos son pura naturaleza. Más tarde, la inteligencia levanta esa niebla y comienza a mostrar los perfiles de las cosas, empiezas a preguntar para qué y por qué. De niño eres inmortal, piensas que no vas a morir. No distingues ni el bien ni el mal. En el fondo, el paraíso terrenal, el árbol del bien y el mal, no es más que una metáfora.
Usted le respondió a Maruja Torres: «Escribo con imágenes y así te ahorras el pensamiento, que es una cosa pesadísima. Tengo una gran memoria visual».
Es verdad, tengo bastante memoria. Aún la tengo. Sobre todo, para las imágenes. No soy buen fisonomista, sin embargo. Para mí lo importante es la atmósfera que rodea el personaje, no el personaje en sí. Rafael Azcona lo explicaba con mucha gracia; decía: «cada vez que leo a Vicent me anudo la servilleta al cuello y cojo cuchara, cuchillo y tenedor».
A pesar de escribir con imágenes y de ahorrarse el pensamiento, como dice, usted termina haciendo pensar a quien lo lee.
Se lo explico con un ejemplo. Estudiando la II guerra mundial puedes utilizar los libros de historia para hacer un análisis pormenorizado de diferentes eventos como la llegada al poder de los nazis, el desembarco de Normandía o la ocupación de Berlín. Pero basta que escuches la canción de Lili Marleen para que te ahorres todos esos libros. Has conseguido llegar al fondo de la sustancia de qué fue aquella guerra con un paisaje sonoro. Si quieres entender los años felices de entreguerras, te pones un charlestón o una pieza de música swing y así, además de ahorrarte muchos párrafos innecesarios, consigues que el lector llegue con mayor rapidez y profundidad al nudo de la cuestión.
¿Sería esa una manera de respetar al lector permitiéndole pensar por sí mismo?
Hay escritores, quizás muy profundos, que cierran todos los caminos y no tienes más remedio que ir, como lector, por donde ellos quieren que vayas. Cuando escribo, a mí me va bien dejar entre línea y línea un espacio navegable o aéreo donde el lector pueda imaginar, redondear o acabar la impresión que le intento transmitir. Ese es mi trabajo. Lo que pasa es que ya no lo hago conscientemente, sino que es una forma de ver la vida.
Hay un libro poco conocido que se titula Memorias de sobremesa (El País Aguilar, 1998). Recoge una serie de charlas entre Rafael Azcona, Ángel S. Harguindey y usted.
Es un libro muy divertido porque se escribió de forma muy distendida. Íbamos a comer y después venía un técnico de la SER, un chico muy simpático, y nos ponía los micrófonos. Hablábamos y después, con todo el material sonoro, Harguindey armó y redactó el libro.
Ángel S. Harguindey comienza preguntándoles a usted y a Rafael Arcona sobre cómo llegaron a Madrid. Usted ahí cuenta que comenzó en el Diario Madrid, antes de que lo tiraban abajo.
Vine a Madrid a no hacer nada; a no estar en Valencia porque allí todos mis amigos se habían hecho opositores a notarías. Recalé en el Café Gijón atraído por la ley de gravedad. Entonces, en el Gijón, estaba en alza el miserabilismo: todos contaban que habían sido pobres, que habían llegado a Madrid a pie o en un camión de pollos… cada historia más triste y complicada. Yo, para presentarme, dije una boutade, que era también propio de aquel ambiente: «yo era más guapo de Marlon Brando y llegué a Madrid en avión», lo de Marlon Brando no es cierto, evidentemente, pero lo del avión es verdad. Llegué un 12 de octubre, el día que se llamaba entonces «de la raza». Fíjese que, en aquella época, cuando el español medio no excedía de uno sesenta, llamábamos a ese día «de la raza». No paró de llover y recuerdo que el avión se movía mucho. Sin saber qué hacer, pasé un año leyendo, fumando y escuchando jazz. En esos días, se muere un amigo, El Bola, y escribo una novelita. La mando a la editorial y me la publican. A partir de ahí, la editorial me anima a que me presente a un premio y lo gano. Y, lo más importante, salgo en televisión.
En la única televisión de entonces.
Sí. Fíjese si era relevante lo de salir en la tele, que, al llegar a Madrid, el portero de la casa en la que vivía ni me saludaba cuando me veía. Y así estuvo un año. Pero un día, se levanta al verme como todos los días y, como si me hubiera visto de verdad la primera vez en la vida , me abraza y me dice: «¡te he visto en televisión!».
El libro se lo editó Jorge Cela Trulock, que en los años sesenta trabajaba en Alfaguara.
El hermano del premio Nobel, sí. «El Cela bueno», como lo llamaban entonces y que ha fallecido hace poco.
Usted manda el manuscrito a la editorial sin que nadie se lo pida ¿es así? ¿Por qué a Alfaguara?
Porque se anunciaba en los periódicos. Camilo José Cela, con el dinero de Huarte (constructora), había fundado una editorial, Alfaguara. Y dentro de la editorial, uno de los sellos se llamaba «Novela corta española contemporánea». Entonces, motivado por el anuncio, mandé mi manuscrito. A los pocos días, me llamaron, lo que me causó una gran emoción. Así empecé a escribir. Yo siempre digo que he llegado a ser escritor por excursión: no sabía poner la rueda de un coche ni arreglar un enchufe …Y, claro, cuando no sabes hacer nada de nada, pues te dices: voy a ver si salvo el mundo.
Antes de llegar a El País, publicó en Hermano Lobo y en Triunfo, que tenían la redacción en el mismo edificio. ¿Había relación entre los colaboradores de las dos publicaciones?
Había una relación tirante. Porque los de Hermano Lobo éramos los anarco-trosko-eróticos y arriba (en Triunfo) estaban los serios, los intelectuales. Nos tomaban como a cachondeo. Piensa que en Hermano Lobo estábamos, entre otros, Manolo Summers, Forges, Ops (que hoy firma como EL ROTO), Chumy Chumez, Perich, Cándido, Gila …Umbral y yo. A mí, al comienzo, se me puso la proa desde Triunfo. En concreto uno que entonces era comunista y, con el tiempo, acabó siendo un absoluto reaccionario. Hermano Lobo, siendo una revista de humor, llegó a vender más de 200.000 ejemplares; ganaron mucho dinero. Yo empecé a colaborar en Triunfo cuando me llamaron los jueces progresistas que acababan de formar el movimiento Justicia Democrática. Me reuní con ellos y me pidieron un artículo para explicar en qué consistía su movimiento. Ese fue mi primer trabajo para Triunfo.
Usted ganó el premio Alfaguara dos veces. La segunda, en el 1999, con Son de Mar. Juan Cruz (editor de Alfaguara), en sus memorias, cuenta la discusión entre los miembros del jurado a la hora de decidir el ganador. La otra novela finalista era de la autora catalana Nuria Amat.
Yo gané por primera ver el Premio Alfaguara en 1966. Hay que entender que era el mismo nombre, pero con otros editores y otros dueños. En el 99 yo tenía una novela. En ese momento, Juan Cruz, que ya era director de la editorial, me pide que me presente, pero le dije que no. En el primer premio, yo tampoco tenía ganas de presentarme, pero Cela Trulock me convenció. No te garantizaban nada, pero te animaban a que te presentases. En este segundo premio pasó lo mismo. Me intentaron convencer y yo me resistí porque estaba en El País (periódico perteneciente entonces al mismo grupo que la editorial) y porque ya había ganado un premio Alfaguara. Finalmente me dejé llevar; les dije: «mirad, la novela es vuestra, así que haced lo queráis con ella.»
Nuria Amat acaba de sacar sus memorias y cuenta que los votos de dos miembros del jurado (Jorge Edwards y Eduardo Mendoza) eran para su novela y que Carmen Balcells (agente literaria) la apoyaba decididamente aunque no formaba parte del jurado. Acusa la escritora catalana a Rosa Regás (miembro del jurado) de cambiar su voto por motivos personales. El otro miembro del jurado, el cineasta Fernando Trueba, apoyaba su novela, Son de Mar.
Sí, parece que la Balcells intentaba manipular el premio. Juan Cruz me contó luego que me habían dado el premio porque Jorge Edwards no se había leído ni mi libro ni el de Amat. Y no le quedó otra que ceder ante la mayoría. Pero entonces yo no sabía nada de todo aquello. Si hubo un lío, no me enteré. Creo que Eduardo Mendoza, el presidente del jurado, argumentó que le hacía daño a la imagen de la editorial premiar a un escritor que ya era de la casa, cosa que hace ahora Planeta con su premio casi todos los años. Pero de todo esto me enteré mucho después. Yo entregué mi manuscrito y no hice nada más.
¿Qué experiencia tiene usted como jurado de premios literarios?
Hace muchos años que desistí de ser jurado porque con el premio dejas a un escritor contento y a doscientos cabreados. Me acuerdo de que hace muchísimos años fui miembro del Premio Sésamo de novela. Era inexperto y cometí el error de valorar mucho una novela, prácticamente cité el título de la que iba a votar. Resultó que en la primera ronda ya había caído mi candidata. Y, claro, me quedé con cara de tonto. Aprendí que en los jurados hay siempre alguien que sabe manipular, que sabe mandar y que tiene prestigio. También hay quienes no han leído las novelas y, por lo tanto, se dejan llevar.
En el libro Aguirre el Magnifico (Alfaguara, 2011) usted cuenta que cuando comienza a hablar con Jesús Aguirre —en la primavera de 1970— es para que le publicara una biografía de Azaña que usted aún no había escrito.
Conocí a Aguirre antes, puede que en alguna conferencia. Yo me movía en el entorno, pero no éramos amigos. Él tenía una peña de la que formaban parte Javier Pradera y otros. Yo lo conocía muy tangencialmente. Él era editor de Taurus, que tenía su sede en la plaza del Marqués de Salamanca de Madrid, y me presenté allí para ofrecerle el proyecto que tenía en mente sobre Manuel Azaña. Pero, poco después, se publicó una biografía de Azaña escrita por un erudito muy respetable y pensé que a dónde iba yo, que era estúpido intentar competir con esa obra.
¿Se le han quedado muchos proyectos literarios o periodísticos en el tintero?
Sí, claro. Hay una anécdota muy curiosa: a mí todavía me atribuyen como autor un libro que no he escrito. Se titulaba Cómo hacerse demócrata en 10 días. Me lo encargaron. Estábamos en 1976, al comienzo de la Transición. Era la época en que todos estaban cambiando de chaqueta. Era una serie de títulos que una editorial tenía intención de publicar y que después quedaron en nada. El título del tercer o cuarto libro de la serie era éste. Para mí es la situación ideal: un libro que no he escrito, que nadie ha leído y que todo el mundo me atribuye.
En el documental A cielo abierto, que se estrenó en abril de 2022, Juan Luis Cebrián (que fue director de El País) dice que cuando leyó su novela Pascua y Naranjas vio en su páginas a un futuro Vargas Llosa o García Márquez.
Exagera un montón. Pues vale. Lo compro.
¿Podría haber llegado usted a alcanzar ese nivel literario?
No. Yo no tengo el talento que tienen esos autores. Lo que ocurrió para que Cebrián pensara así fue que se trataba de un libro (Pascua y Naranjas) que en ese momento fue como un parteaguas. Vivíamos una época en que todo estaba cambiando. Era un libro que ganó un premio. No sé, todo eso pudo influir.
¿De qué libro se siente más satisfecho?
Para mí, Contra Paraíso es el mejor que he escrito. En él cuento mis experiencias y recuerdos de la infancia.
¿Cree que sus libros han envejecido bien?
La literatura se pudre con mucha facilidad. Así como la buena fotografía es siempre maravillosa y envejece muy bien, las obras literarias pierden su lustre en poco tiempo. No lo sé. No he vuelto a leer mis libros después de publicarlos.
Hablando de su última novela, Retrato de una mujer moderna (Alfaguara, 2022), tiene usted un artículo del año 1981, El baúl de Concha Piquer (en El País), que es prácticamente un resumen del libro que acaba de publicar.
Ese artículo tiene como base una entrevista que le hice a Concha Piquer en esos días.
En el libro impresiona cuando ella le cuenta al escritor Blasco Ibáñez cómo acuna a ese hijo de su madre que nace muerto. Ella es muy joven y mece en sus brazos al bebé sin vida y aún ensangrentado. ¿Eso se lo contó ella a usted?
Sí, vamos a ver: la entrevista del 81 era un trabajo para el periódico. Ahí no hay nada de ficción. Lo que sucede es que ahora he escrito una novela. En esta novela no hay nada que no haya sucedido, pero la forma en la que se narra convierte la historia en ficción, en novela.
Usted ha tomado prestados de la realidad a muchos de los personajes de sus novelas.
Si tú eliges, por ejemplo, a Jesús Aguirre: hijo natural, cura que deja luego de serlo, con problemas relacionados con su sexualidad, editor… y que, de pronto, un día, amanece Duque de Alba, pues ya tienes mucho andado. Se trata de escoger a una persona que sea una novela en sí misma. Esta señora, Concha Piquer, es una novela; su vida es una novela. ¿Cuál es entonces mi trabajo? Rodear al personaje de una atmósfera. La atmósfera es la forma. Y la forma es la sustancia de las cosas. Hay un hecho: que a aquella adolescente que fue la Piquer, su descubridor o su protector, en un camerino de México, le da el primer beso. Es decir, se produce la explosión entre dos cuerpos que se estaban atrayendo desde hacía mucho. Eso existe, pero yo lo cuento como novela. No invento que allí se produjo aquello. Para mis novelas escojo personas que resumen y absorben toda una época, todo un tiempo. Basta escuchar una de las canciones de esta señora para que recuerde mi niñez. Y en ese recuerdo están los pájaros de entonces, mi vida, mi familia, mis amigos, la miseria que yo veía alrededor. Veo todo a través de una canción.
En su novela El azar de una mujer rubia (Alfaguara, 2013) la ficción es muy abundante en cuanto a la posible relación sentimental entre Adolfo Suarez y Carmen Díaz de Rivera. Las entradas del diario de Carmen no son reales. ¿No sobrepasa usted el límite? ¿No juega demasiado con el morbo?
En ese libro no afirmo que Suarez y Díaz de Rivera fueran pareja. Lo que hago es describir una atmósfera; juego con si es o no es; con lo real y lo ficticio. Puede ser que yo no posea ni el talento, ni las ganas, o la capacidad de esfuerzo, para llevar a cabo un gran proyecto literario que imagine grandes pasiones y grandes amores. Esto —mis novelas— es lo que alcanzo a hacer.
En ese libro atribuye a Carmen Díaz de Rivera más influencia sobre el rey Juan Carlos que la que pudo tener Torcuato Fernández Miranda a la hora de nombrar a Suarez como presidente del gobierno.
Es que estoy convencido de que fue así. Y no hace falta más que ver lo que ha pasado luego. Basta con observar lo vulnerable que fue el rey frente a lo que tenía alrededor. Había un triángulo entre Juan Carlos —entonces príncipe— Suarez, —gobernador de Segovia en esa época— y Carmen Díaz de Rivera —amiga de juventud del príncipe—. Los tres con un problema psicológico grave. Porque el príncipe era un joven herido por Franco y por su padre. Ella venía con un trauma muy serio y Suarez era un aventurero que le daba igual aquí que allá. La Historia es un tejido de pequeñísimos nudos que cambian y están interconectados; uno solo de ellos puede cambiar el desarrollo de toda la Historia. El hecho de que Eisenhower estuviera o no resfriado o que hubiera niebla aquel día podrían haber cambiado el resultado del desembarco de Normandía y la historia del siglo XX. Por eso, enfocar en una anécdota puede no ser tan irrelevante como parece.
¿De ahí que el título de su novela sea «El azar de la mujer rubia»?
Claro. En ella confluyen circunstancias que parecen fruto del destino o de la casualidad: es hija natural de Serrano Suñer (cuñado y ministro de Franco); es amiga del príncipe luego rey; la colocan como secretaria de Suárez; se toma un café providencial con Santiago Carrillo… Pero su influencia no es demostrable. Si se pudiera demostrar con documentos, dejaría de ser novela y sería otra cosa.
En un artículo suyo de 2009 sobre el escritor Juan Benet, comienza usted con una frase de Albert Camus: «Si escribes claro, tendrás lectores. Si escribes oscuro, tendrás comentaristas y discípulos». Benet utilizaba un estilo algo enrevesado. Usted escribe claro. En España existe aún el prejuicio de que una obra literaria que se entiende (peor si además se vende mucho) es de peor calidad. Esto no ocurre en otros países. ¿A qué atribuye usted ese prejuicio?
Yo creo que las novelas más maravillosas se entienden. Yo quiero escribir de forma que, si yo fuera el que lo leyese, lo pasase bien. Pasarlo bien estéticamente no quiere decir ser un superficial. Yo quiero que la literatura permita ver el fondo del estanque; que no haya turbulencias que impidan ver ese fondo. La Odisea es un libro muy sencillo y su prosa es clara; no hay digresiones de varias páginas. A Benet yo le preguntaba qué derecho tenía él a ahogarme, a obligarme a leer tres páginas sin poder respirar. Benet te hacía subir por la pared norte de la montaña con un piolet y, al llegar a la cima agotado, te encontrabas una verbena y que había por el lado sur una carretera para subir en coche. Por ejemplo, La Metamorfosis de Kafka tiene una complejidad muy clara, muy sencilla. Siguiendo con el estilo de Benet: si tu lees a Faulkner, te encuentras veinte voces entrecruzadas, pasiones revueltas y toda esa dificultad. Pero es que abajo estaba el Misisipi lleno de caimanes y de esclavos negros y de banderas polvorientas por el suelo en medio de la guerra de secesión, etc. Pero —en una novela de Benet— estás en El Bierzo. Y debajo de todo ese tormento suyo está El Bierzo donde hay, sobre todo, unas empanadas de cojones.
¿Usted le decía a Benet todo eso?
Claro, porque tenía confianza. Y la tenía porque él me atacaba mucho echándome en cara que yo, como escritor, no era más que un «mediterráneo». Benet, sin embargo, tiene un libro estupendo: Otoño en Madrid hacia 1950, que es un libro costumbrista, lo más parecido a unas memorias. Todo lo que él había criticado el romanticismo, la descripción de los sentimientos, resulta que su mejor libro es ese, un libro costumbrista, que es una joya, que va a ser leído siempre.
En 2007, se volvió a editar la obra de Juan García Hortelano, lo que nos permitió a muchos descubrir a un gran escritor. El gran momento de Mary Tribune (1972) su novela más conocida, describe la vida y la forma de pensar de los treintañeros de finales de los años 60 en Madrid. Usted fue uno de ellos. ¿Eran así como cuenta la novela de García Hortelano?
Sí, entiendo que sí éramos como se cuenta en esa novela. Ese libro es un buen retrato de aquellos años.
¿Bebían tanto? Lo pregunto porque los protagonistas de la novela no paran de consumir alcohol.
Si hablamos de los escritores, había dos formas de beber. En Madrid se bebía vino tinto. Aquellos chatos de vino sobre mostradores de cinc siempre mojados. Juan Marsé decía que siempre que pedías en un bar de Madrid una ficha para llamar por teléfono, te la daban mojada. En Barcelona se bebía gin-tonic. Yo siempre he defendido que la única aportación a la cultura universal de la Gauche Divine (movimiento de intelectuales y artistas de la Barcelona de los 70) fue la forma elegante de meter el dedo en el gin-tonic para remover el hielo. Eran dos formas de beber.
En 1961, el principal representante de la Gauche Divine, el editor Carlos Barral, entregó el premio Formentor a un escritor de Madrid como García Hortelano.
Había que ver entonces a García Hortelano: gordito, con su bigote y sus zapatos de funcionario del Ministerio de Obras Públicas, que es lo que era. Se fue a Barcelona a recoger el premio y lo recibe en el aeropuerto Carlos Barral. Este último, luego, le comentaría: «no sabía a quién íbamos a buscar. Cuando te vi, pensé que le habíamos dado el premio a un guardia civil». Hortelano, que tenía un humor increíble, le respondió: «yo, al verte, pensé que me lo había dado un legionario».
Sobre la crítica literaria. ¿Tenemos verdadera crítica literaria en España? ¿Continúa siendo necesaria?
Se echa de menos un crítico que sea un verdadero esteta al estilo de los reseñistas británicos del siglo XIX. La crítica está muerta. Las reseñas las lee el autor, la familia y algunos amigos y enemigos.
Suplementos literarios.
Yo bauticé el suplemento cultural de El País. Un día, comiendo con los compañeros de Cultura del periódico, me dijeron que lanzaban un nuevo suplemento, que pensaban llamarlo «Babel», pero que el nombre se lo habían pisado los del Grupo ZETA. A mí se me ocurrió llamarlo «Babelia». En ese suplemento he publicado artículos y relatos que luego han sido libros. Y recuerdo que un crítico me machacó una de mis novelas.
¿Se quejó usted al periódico?
Por supuesto que no. Lo último que tiene que hacer un autor es discutir con un crítico. Algunos escritores se cabrean y llaman. Hay que tomárselo con calma. Con una mala crítica te llevas un disgusto, claro, pero al cabo de una hora se te pasa.
En la biografía de Javier Pradera, que firma Jordi Gracia, el autor utiliza simbólicamente la fiesta para celebrar el número 1000 de los libros de bolsillo de editorial Alianza para decretar la muerte de una generación literaria y para marcar el inicio de otra. En la primera, la generación antigua, mete a Benet, García Hortelano y Manuel Vicent. En la nueva incluye a Molina Foix, Javier Marías y Muñoz Molina, ¿Qué le parece lo de las generaciones literarias?
Es una forma de clasificar el ganado. Sirve para facilitar la tarea a los editores, a los críticos y a los estudiosos. Se crean compartimentos estancos y por eso el problema es caer entre dos generaciones. Porque hay autores que aspiran a salvarse en grupo. Empiezas a decir sota, caballo, rey… y al final sale el ocho de corazones y el siete de bastos, claro; y van junto al rey, con la reina y con el as. Y se salvan, aunque valgan poco. ¿Qué tiene que ver Benet con García Hortelano? Lo que se llamó «Nueva Narrativa» coincide con el momento en el que llegó el PSOE al gobierno. El partido tenía que adornarse con unas aureolas para que así, cuando con posterioridad se hablara de la llegada del PSOE al poder, se contara que coincidió con la publicación de aquellos libros o con la exposición de pintura de aquel artista. Por eso se creó una generación de escritores, otra de pintores (Barceló, Sicilia…) etc…
El PSOE ¿participó entonces en la creación de esos grupos de artistas?
Así fue. Y lo hizo de la mano de las editoriales. Esa estrategia a la vez sirve para vender. Hay que señalar que en ese momento —años 80— se incorporan las mujeres a lo que se podría llamar la lectura seria. Porque las mujeres siempre han leído. Antes las mujeres no salían de casa. Por eso leían mucho, pero literatura mala. A partir de esa generación, comienzan a comprar libros de escritores españoles nuevos. En el mundo editorial hay una regla de oro: si un libro no gusta a las mujeres, no va a ser un bestseller. A partir de ese momento, los libros se empiezan a vender de otra forma. Comenzó a verse esta escena de forma habitual: una librería o un gran almacén y, alrededor de la mesa de novedades, encontrabas a dos o tres mujeres jóvenes que se decían cosas como: «yo creo que éste es el último premio Planeta». Eso facilita que las editoriales españolas incorporen a las listas de ventas a autores que escriben en castellano.
¿Y las generaciones literarias anteriores?
La generación del 27 está sintetizada en una excursión a Sevilla que un torero pagó a un grupo de amigos, todos poetas. En aquella reunión se hacen una foto. Hay más personas en la foto que en el auditorio, pero aquella instantánea acabó siendo el afiche de una generación. ¿Qué tiene que ver García Lorca con Salinas? Pero ya van para siempre en el mismo paquete.
¿Con qué escritores se identifica o se siente cómodo usted?
Yo soy de una generación que se hizo en el periódico. Yo soy de la generación de Umbral, de Vázquez Montalbán y de alguno más. Nosotros hicimos literatura en los periódicos. Estamos a caballo entre la generación de Benet y García Hortelano y la llamada «nueva narrativa», que vienen después.
¿Su novela Jardín de Villa Valeria (Alfaguara, 1996) podría ser una continuación de El gran momento de Mary Tribune, de García Hortelano?
Sí, los personajes podrían haber evolucionado de esa manera diez o quince años después. Yo tengo un amigo que dice que pertenece a la primera generación en la que las mujeres echaron de casa al hombre. Esa generación descrita en Jardín de Villa Valeria incluye a todos los que nos rebelamos o empujamos contra Franco. Allí estábamos socialistas y comunistas juntos, con la edificación aquella derruida a la que no se podía entrar y vivíamos en la casa de los guardeses. La casa, aunque por dentro estuviese toda hundida, por fuera estaba muy firme. Era una metáfora, claro. Y cuando se acercaba la democracia, cuando se preveía ya la muerte de Franco, comenzó la división: comunistas por un lado y socialistas por otro. Y en esa generación entran los porros, los cambios de pareja, las comunas… Pero todo eso sin que saliese desde debajo de forma natural sino como una imitación de lo que se llevaba fuera.
Eso es. Porque a ustedes aquellos cambios políticos, culturales y sociales les pillan ya con treinta y tantos, casi cuarenta.
Yo me di cuenta de que estaba «pasado» cuando llegaron los Beatles a tocar en Madrid en el 65. Yo fui al aeropuerto y después al hotel Fénix, donde se hospedaron. De pronto me vi rodeado de adolescentes. Yo tenía 29 años y me dije: «yo aquí no pinto nada, lo mío es otra cosa, Ray Charles, Ottis Reading, Janis Joplin, pero no esto». Entonces te das cuenta de que ya ha pasado tu tiempo.
En Jardín de Villa Valeria los personajes consumen drogas y hacen otras cosas por primera vez a una edad —entre los treinta y los cuarenta— en la que ya no tocaba; se les ve fuera de lugar.
Todos queríamos ser modernos. Y el único que de verdad actuó como un moderno fue un psiquiatra discípulo de Castilla del Pino que se hizo musulmán y se fue a Granada a vivir con cuatro mujeres ¡La comuna no era lo nuestro! Los hippies ya eran todos argentinos. La libertad y las nuevas costumbres nos pillaron fuera de juego
Acaba de citar a Castilla del Pino. Aquel psiquiatra y Jesús Aguirre (sacerdote) están relacionados con casi todos los que tuvieron alguna importancia en aquella época y salen en todos los libros de memorias de aquellos años.
Siendo yo cronista parlamentario observaba desde la tribuna del congreso la bancada socialista. Me daba cuenta de que a todos o casi todos aquellos diputados los había casado y confesado el cura Aguirre. Un día, cuando yo tenía bastante amistad con Aguirre, le dije «vamos a ver, yo no sé si tú todavía crees en el secreto de confesión, pero ¿tú me podrías largar qué pecados cometieron los de aquí abajo?» Me respondió: «nada, cuatro bobadas».
¿Por qué dijo la duquesa de Alba que su libro Aguirre el Magnífico (Alfaguara, 2011) era una mierda y que usted era un envidioso?
Creo que ella no leyó el libro, no me la imagino haciéndolo. Alguien de su entorno le contaría de qué iba. Este libro, cuando se publicó, se vendía al ritmo de mil ejemplares a la semana, que para mí está muy bien. La crisis de venta de libros aún no había llegado. Fue salir la carta de esta señora, que El País publicó en la sección de Opinión, y las ventas subieron a cinco mil a la semana. Me aconsejaron que le contestase, pero yo no quería meterme en eso. Entonces, en Telecinco, Jorge Javier Vázquez, quien dirige la cosa esta de Sálvame, llamó a la editorial diciendo que me tenían preparado un plató para hablar del escándalo. Yo dije que no. Y no es que no quisiera salir en la televisión, no. Pero yo me hice el siguiente planteamiento: los que ven ese programa no me van a comprar nunca un libro; y los que sí me compran, al ver que estoy allí, me van a mandar a tomar por culo. Perdía en los dos paños.
El ministro Francisco Fernández Ordoñez, ¿fue realmente amigo suyo?
La palabra amigo es muy fuerte. Amigos se tienen cuatro o cinco en la vida. Me caía muy bien y creo que yo también le caía bien. Pero yo era más amigo —de viajar juntos y eso— de su hermano José Antonio, que fue ingeniero y falleció en el año 2000.
Usted afirmó que Francisco Fernandez Ordoñez fue el único que se mantuvo fiel al ideario socialdemócrata durante toda su vida.
Pasó por chaquetero y fue el único que no cambió de chaqueta. El era de la Trilateral (organización internacional cuyos miembros son destacados empresarios y políticos occidentales) y alguien de esa organización le contó algo así como: «la carretera va a pasar por ahí, tú compra la parcela en ese sitio». Es decir: la democracia no es más que la superestructura de una economía de mercado. Aquí se sabía que España era objetivo del mercado expansivo de Europa, y para ello se necesitaba una base de democracia. Luego la democracia era inevitable. Estaba apoyada y fue fomentada por América y por los europeos. Por eso Francisco Fernández Ordoñez se hizo socialdemócrata y lo fue en la UCD y luego en el PSOE. Suarez fue del Opus, luego fue Secretario General del Movimiento (durante el franquismo) y luego se hizo demócrata en diez días, como el título del libro que no escribí. Felipe era marxista y Willy Brandt (Canciller Federal de Alemania y líder del partido socialdemócrata) le dijo que mientras siguiera siendo marxista y no se cortara las patillas no gobernaría. Y se cambió. Carillo también cambió. Cambiaron todos menos él, menos Paco Fernández Ordóñez.
El día 28 de octubre se cumplieron cuarenta años de la victoria electoral del PSOE por primera vez. 202 diputados, casi 10 millones de votos. ¿De golpe, en el año 1982, todos eran socialista?
No, lo que ocurre entonces es que todos o casi todos quieren un cambio; la mayoría quiere respirar un aire nuevo. Había dos palabras mágicas: socialismo y cambio. Las elecciones se ganan por una palabra, a lo sumo por dos. Los americanos lo sabían mejor que nadie. Se tiene que usar una frase sencilla que exprese un gran propósito. Si metes dos frases, entonces la gente se hace un lío. Yo veía en el parlamento a los 20 diputados comunistas que habían luchado contra la dictadura, que habían sido torturados, etc. Pero la gente no quería ver las caras de la guerra civil. Sin embargo, el socialismo eran caras nuevas, aires nuevos. Felipe traía un aire asilvestrado, pero de buen tío. No te enterabas muy bien de todo lo que decía, pero sonaba muy bien. La gente quería llevar a la práctica lo que había conquistado en las manifestaciones, pero de una forma nueva que era eso, el socialismo, una manera de estar en la modernidad. Felipe, con mucha visión, sabía que el río de la historia iba en esa dirección y se dedicó a quitar obstáculos para que el río fluyera. Y cuando quitas los obstáculos y el río fluye, vuelves el rostro después de un tiempo y ves que España es otra. Salvo la reconversión industrial, que supuso un gran esfuerzo para modernizar la economía y le costó una huelga general, las reformas sociales más duras las hizo la UCD. Para Felipe González lo fundamental fue lo que me contó un ministro: «Felipe, después de cada consejo de ministros, siempre decía lo mismo, sobre todo no piséis callos inútilmente».
En 1982 publicó usted un artículo en la revista Triunfo que se titulaba Cinco años de libertad. Entresaco algunas frases: «Llevamos cinco años de libertad y los frutos de la vida no han llegado. La mediocridad intelectual, artística y moral del país sigue. Tal vez esperábamos demasiado. La censura oficial ha muerto pero la nueva cultura no ha resucitado». Y termina preguntándose: «o es que esperábamos demasiada libertad… o es que realmente no se ha producido ningún cambio» Cuarenta años después, ¿realmente no se produjo ningún cambio real?
Yo creo que el fervor del cambio se produce cuando avizoras el horizonte de la libertad. La generación del 27 estaba esperando que llegara la República, los ateneos, las manifestaciones… Eso creaba instintivamente arte, literatura, poesía, rebeldía, etc. Después, cuando llega la libertad, ya no ocurre nada. La República ¿qué produjo? Dígame un gran acontecimiento cultural de la República. Nada. Los años verdaderamente creativos fueron los transcurridos mientras Franco agonizaba. Es decir, esperando a que muriera Franco, se produjo la verdadera revolución literaria, la verdadera revolución artística. Después, cuando llega lo que esperas, lo que anhelas, empieza o se produce el desencanto. Repetíamos eso de «no era esto, no era esto…» Porque soñabas demasiado o porque esperabas cosas imposibles de conseguir, al final viene el desencanto. Cuando llegó el socialismo, muy poco después, empezó esa cosa nueva de la geopolítica; eso de quién manda desde allá y quién desde acá. Y luego aquello tan oscuro de la razón de estado. Todo eso contribuyó a aumentar el desencanto. Pero no perdamos de vista que uno se desencanta cuando previamente se ha encantado. La llegada del socialismo, la llegada de la democracia española, vino precedida de un encantamiento.
Pero antes de la llegada de los socialistas sufrimos un golpe de Estado.
A lo largo del año 1980 había un atentado terrorista cada tres días. Eso significa golpe de Estado inevitable. Yo siempre he pensado que el golpe de Estado no podía haberse planeado de manera tan patosa y chapucera como acabó pareciendo. Mi teoría es que alguien le calentó la cabeza a un descerebrado, que era Tejero, para que hiciera lo que hizo. Tejero ya estaba fichado de operaciones involucionistas anteriores. Era un fanático y alguien le dijo: «te vas a convertir en héroe, nosotros te seguiremos». Él hizo lo que hizo y me imagino que la cosa estaba preparada para ir a detenerlo y a quedarse dentro luego, claro. Es como la historia del bombero que apaga el fuego y se queda a cenar. Y tras la cena le dicen los de la casa que es muy tarde, no se vaya usted y mañana ya hablaremos. Y al día siguiente, ya que está aquí se queda a desayunar y así se termina quedando a vivir cuarenta años.
Según esa versión, el error del general Armada fue enseñarle a Tejero la lista del gobierno provisional que tenía preparado con políticos socialistas e independientes.
Claro. En los ambientes golpistas se manejaba la expresión «golpe de timón». La palabra golpe ya estaba metida en el caldero. Entonces, los golpistas se hicieron con la picha un lío. Tejero se enteró de que iban a poner a los de izquierdas y se dijo: «Pero cómo, ¿he asaltado el Congreso para esto?». Yo creo que fue eso lo que ocurrió.
Pilar Urbano, en su último libro sobre el golpe, habla de que el rey pecó de «borbonear».
El rey estaba vestido con ropa de deporte en ese momento, estaba a punto de jugar al tenis. No se enteró de nada, tenía demasiados problemas en la cabeza. Yo estaba enterrando a un amigo en Valencia que murió muy jovencito, de fumar. Eran las seis y pico de la tarde, mientras metíamos el ataúd en la fosa. El que me dio la noticia fue el conductor del furgón fúnebre. Me dije: «pues ya no me muevo de aquí, ¿para qué me voy a ir a otro sitio?»
En cuanto al rey, se habló de «pacto de los editores», que había que dejar de publicar ciertas noticias para no perjudicar a la democracia que estaba naciendo o consolidándose.
Aquí pasó que cuando Juan Carlos llegó a ser rey hubo un pacto entre empresarios y banqueros para hacerle una pequeña fortuna y que no tuviera que pasar por la humillación de su padre al que le pagaban el whisky. Un amigo mío que trabajaba para el Banco Central, que entonces presidía Alfonso Escámez, pasó más de dos años pendiente del cierre de las bolsas de valores. Como siempre había un desfase de minutos o segundos entre los cierres de las diferentes bolsas de Barcelona, Madrid o Bilbao, eso generaba una pequeña cantidad de dinero —unas veces cincuenta mil pesetas y otras cien mil— y ese importe iba a una hucha destinada a hacer ese pequeño capital. ¿Por qué cree que luego se nombró a Escámez marqués de Águilas, su ciudad natal? Hablando de los escándalos del rey, recuerdo que Paco Fernández Ordóñez me contó que un día el monarca se quejó porque le habían sacado unas fotos desnudo en Mallorca, en la cubierta de un yate. El ministro le contestó: «Majestad, la única forma de no salir desnudo en las fotos es no ponerse desnudo, no hay otra».
Usted votó en contra de la entrada a la OTAN en el referéndum de 1986. El pasado domingo (16 de octubre de 2022) publicó un artículo en El País echando de menos las manifestaciones de protesta contra la guerra de Ucrania. Parece —se quejaba usted— que ya no hay pacifistas como aquellos que se echaron a la calle para clamar contra la guerra de Irak.
Yo sabía que estábamos dentro de la OTAN, que era algo irreversible, y que salir de la OTAN era un problema porque no podríamos luego entrar en el mercado común (hoy Unión Europea) etc… Pero a mí lo que me fastidiaba era la pregunta. Bien es verdad que Felipe González se había comprometido a hacer un referéndum, pero si no lo hubiese convocado, no hubiese pasado absolutamente nada. Pero me negaba a que me preguntaran si quería armas. Yo no voy a decir que quiero que la OTAN siga favoreciendo el negocio de armas. Porque ese negocio es un conglomerado tan inmenso y tan complicado que no puede frenarse, no puede parar de fabricar tanques y misiles. Luego, si no hay guerra, llega un momento en el que los almacenes están llenos de armamento. Los sótanos están llenos de misiles. ¿Qué hacemos con esto? Y según pasan los años son armas cada vez más sofisticadas, con lo cual las antiguas se desactualizan y ya no sirven. Es decir, es una completa locura. Y al final, para aligerar el stock hay que hacer una guerra. Porque hay que sacar lo fabricado y dejar espacio para las armas de nueva generación.
¿Dónde está la izquierda pacifista de toda la vida?
Eso es lo que a mí me extraña, cómo no se levanta un millón de personas en contra de la guerra de Ucrania. Pero hablo de ciudadanos de aquí y de allá, de occidente y de Rusia.
Me gustaría hablar de tertulias. Usted mantenía una en el Café Gijón con Álvaro de Luna y Manuel Alexandre (actores) y con Clemente Auger (juez) entre otros.
Aquella tertulia era muy agradable porque no se hablaba de política, tampoco de literatura. Estaba compuesta por cómicos, periodistas y jueces. Eran chismorreos, chismes de altura, interesantes o de políticos. Yo dejé de ir porque me di cuenta de que también el Gijón era una forma de envejecer, de hacerme viejo en un ventanal, donde se para la gente, pega la nariz al cristal, y dice: «mira qué viejo está el gilipollas ese». No. Me largué un día.
En las tertulias se contaban sobre todo anécdotas ¿no? García Hortelano, dicen, era muy bueno contándolas, ¿Se perderán las anécdotas si desaparecen las tertulias?
Garcia Hortelano era un maestro. Hay gente que escribe muy bien, maravillosamente bien, y a la hora de contar una anécdota es muy patosa. Y hay otros que escriben muy mal, pero a la hora de contar una anécdota, un relato oral, lo cuentan como nadie. Es otro género.
¿Desaparecen las tertulias?
La tertulia es una forma de estar en la vida. Unamuno decía que era la auténtica universidad popular española. Las tertulias de aquellos tiempos, de antes de la guerra, cuando la República, que desde la Puerta del Sol hasta la Puerta de Alcalá eran todo tertulias. Bueno, es que ahora ya… como me respondió en una entrevista Maruja Mallo. Le pregunté: «¿Maruja, tú crees en Dios? Y me dijo: «hijo con las prisas de hoy en día no hay tiempo para nada». Pues eso, con las prisas de hoy en día no hay tiempo para las tertulias.
Don Manuel, tengo hijos de veinte años que no me dejan utilizar palabras como negro, marica o gordo.
Yo cuando digo «el hombre descubrió el fuego» se me echan encima. Tengo que decir «el ser humano o el hombre y la mujer descubrieron el fuego». ¿Estamos tontos?
Los toros. Raúl del Pozo, buen amigo suyo, afirma que lo suyo contra la fiesta nacional es una pose.
Sí me gustaban las corridas de toros cuando era niño. Si te crías entre las capeas del pueblo, cómo no te van a gustar. Si era lo que había, lo vivías como algo natural. Pero un día, ya mayorcito, tendría 25 años, iba yo con una amiga mía holandesa de excursión por el Maestrazgo. Llegamos a un pueblo que se llama Cantavieja donde estaban celebrando una capea de esas de pueblo. Había gente allí gritando y paramos el coche y nos asomamos, yo recordaba las fiestas de mi infancia. Nos asomamos y vimos una vaquilla que, por cierto, estaba preñada. La estaban toreando. Un borracho cogió una botella y la partió. Se fue por detrás del animal y se la incrustó en las ubres. Fue como que se te cae el velo. Y te preguntas: ¿esto a mí me ha gustado alguna vez? No era tan cruel lo que yo veía de pequeño, pero sí le clavaban hierros a los toros, como ahora. ¿Es posible que a mí eso de niño me gustara y me emocionara? Me pregunté. Empecé a ver la fase negra de la fiesta. A partir de ahí, me propuse escribir un artículo, hasta que me muera, cada mes de mayo, cuando arranca la feria de San Isidro en Madrid.
Usted contó hace mucho que el 10 de marzo de 1943, cuando cumple siete años, su madre, para celebrarlo, sacó una tarta de moca y merengue. Se llevó usted una cucharilla repleta del postre a la boca y su padre detuvo con su mano la trayectoria del cubierto y le dijo «Manuel, hijo mío, has cumplido siete años, ya tienes uso de razón, a partir de hoy ya puedes ir al infierno, recuérdalo siempre. Feliz cumpleaños». ¿Eso fue realmente así?
Yo tengo un gran sentido de la culpa que se lo debo de mi padre. La herencia que recibí de mi padre es que soy culpable. Es decir, yo casi estoy a punto de ir al cuartelillo y entregarme. Cualquier día lo hago.
¿Pero es por la religión?
No, es por tener un padre muy autoritario. Por eso me largué pronto de casa. Recuerdo que siendo joven había conseguido el permiso para ir a París, para estar tres meses en el Instituto Católico de París. Me habían concedido una especie de beca. Yo le argumenté a mi padre que era una institución católica y que no suponía gasto alguno. Él me dijo: «puedes ir a París, Manuel, puedes ir a Londres, pero a cenar a casa». Y, claro, me perdí la estancia en París. Así he salido yo.
Última pregunta: ¿De verdad se encontró usted en la calle Almirante con un amigo, José Luis, que era travesti, que le dio un abrazo y que había sido compañero de colegio en Valencia? Lo cuenta en uno de sus libros.
Es cierto. Ese chico estudió conmigo. Era un tío que cuando habíamos ligado con unas chicas e íbamos de guateque siempre, al final, buscaba una excusa. Pero yo no le daba importancia. Ejercía de abogado, era muy buen profesional. De hecho, se había comprado un piso pequeño en Madrid porque a veces venía al Tribunal Supremo a trabajar. Acabó en la calle Almirante. Un día me lo encuentro vestido y maquillado de mujer en la calle Almirante. Y aquella zona, en aquellos años, estaba llena de chaperos. Fue el primer amigo mío que murió de sida.
Recuerdo una tarde de otoño o invierno (ya había oscurecido), hará treinta años o más. Yo tenía veintitantos. Paseaba por la calle Recoletos y sin darme cuenta me quedé mirando a uno de los escaparates del Café Gijón. Frente a mí estaba sentado Manuel Aleixandre, y a su lado posiblemente Vicent y algunos otros conocidos que no recuerdo. Desde luego que no pensé: «mira qué viejo está el gilipollas ese»; al contrario, me enamoré aún más de Madrid, aunque seguí fiel al antiguo Café Comercial.
«Aquí pasó que cuando Juan Carlos llegó a ser rey hubo un pacto entre empresarios y banqueros para hacerle una pequeña fortuna y que no tuviera que pasar por la humillación de su padre al que le pagaban el whisky»
«El padre del Rey falleció el 1 de abril de 1993, a punto de cumplir 80 años, en la habitación 601 de la Clínica Universitaria de Navarra, en Pamplona, víctima de un cáncer.
La apertura de su testamento revelaría un legado compuesto por propiedades inmobiliarias valoradas en más de 350 millones de pesetas: el chalé familiar de Puerta de Hierro (Madrid), un apartamento en Estoril y parte de un inmueble de oficinas en la Gran Vía madrileña. Pero, sobre todo, el grueso de su patrimonio lo constituían tres cuentas domiciliadas en Suiza: una en Ginebra y dos en Lausanne. En total, cuentas más inmuebles sumarían unos 1.100 millones»
«Pilar Urbano, en su último libro sobre el golpe, habla de que el rey pecó de «borbonear».
El rey estaba vestido con ropa de deporte en ese momento, estaba a punto de jugar al tenis. No se enteró de nada, tenía demasiados problemas en la cabeza»
“Hay cosas llamativas, raras, anómalas. Que los hijos del rey no vayan ese día al colegio, como tampoco fueron al colegio los hijos de los americanos de Torrejón, que le dijeran al médico de Zarzuela que ese día estuviera en Palacio desde por la mañana»
Yo recuerdo a finales de los ochenta una noche a Manuel Vicent cenando con Manuel Chaves en la mesa de al lado de donde yo estaba en un restaurante de Madrid. En la mesa siguiente estaban cenando los escoltas de Chaves.
Siempre es una maravilla escuchar o leer a este señor.
Es de esperar que alguien este llevando la cuenta de los novelistas de El País y sus loas al gran jarrón chino / Felipe González, otro gran hombre mas que «salvo España » (ya van tres en la segunda mitad del siglo XX: son muchos…)
Los novelistas en otros países no funcionan como guardia pretoriana de este politico o aquello, ni escriben todas las semanas en el periodico, es decir, no ejercen de politicos como en España…
Es una artimaña de mucho cuidado, pues uno puede pensar que están allí precisamente por su independencia, que puede ser el caso de 95% de lo que escriben, pero es el 5% de los casos cuando se hacen valer, cuando callan las fosas o la corrupcion del rey J.C de Borbon, o ahora mismo, los miles de jóvenes catalanes que se van a la cárcel por haber hecho caso a los altos cargos de su gobierno..una barbaridad cuando estos se les ha indultado….
El valor de los escritores de El País para el Grupo Prisa / el establishment de Madrid es eso, lo que se callan, no lo que escriban…por eso cobran…
Nos queda 5 semanas antes de fin del 40 aniversario de la victoria del PSOE/Felipe, a ver cuantas mas elogios hay….
Solo puede caer un Antonio Muñoz Molina «unplugged» antes de fin del 2022 cualquiera diría….
PD: las declaraciones de Barrionuevo en El País el otro día desentonan un tanto con el ambiente festivo pro Felipe de estos meses: que estaba al tanto de la guerra sucia de los GAL..
A mi desde luego me ha chocado tanta franqueza de un ex-ministro de Interior….
Y que hay de la famosa entrevista Felipe – Gabilondo??? Y como es compatible con lo que luego ha afirmado sobre el poder haber volado a la cúpula de ETA por los aires y lo que ha dicho Bartionuevo? Se esta diciendo que la guerra sucia en Euskadi da igual con respecto al legado de Felipe González?
Rasgarse las vestiduras porque un país haga guerra sucia contra el terrorismo u otras amenazas que cualquier gobierno estime oportuno es bastante naif: ahí están la CIA, el MI5 o 6, por no hablar de los más letales. el Mossad. La guerra sucia contra el terrorismo estaba justificada en un país con 100 muertos anuales y atentados cada 3 días. Cosa diferente es que fueron unos chapuceros y lo montaron a la manera de Mortadelo y Filemón. El fondo era correcto, la forma no.
Yo tengo la sensación de que, con respecto a F.G, todo se va mezclando hasta quedar mas on menos indistinguible, los aciertos y los desaciertos, en un proceso mitificador llevado a cabo en gran parte por los novelistas de El País, en una operacion mas o menos consensuada para dejar aturdido al publico con respecto a este gran figura de la historia moderna de España, una operación ya ejecutada durante mucho tiempo en el mismo plan con J . C de Borbon, y en lineas generales, la Transición…
Es un asunto mas literario que politico: por que los novelistas del Grupo Prisa, unos cuantos sobre todo, se ensucian las manos con este tipo de trastada?
Mac, te estás poniendo un poco conspiranoico, me parece que en general no hay nadie que alabe indiscriminadamente a los gobiernos de FG, nadie niega sus defectos. El hecho de que se le reconozcan virtudes no significa que se lo quiera beatificar. Con respecto a Vicent, hace muchísimo años que leo -con placer- sus columnas, y estoy seguro que nadie le dice lo que tiene que escribir.
No me refería a Manuel Vicent en concreto por supuesto, sino a otras plumas de El Pais que muy probablemente seria el periodico de preferencia de si no Franco, pues de Jose Antonio Primo de Rivera y otros tantos como el si estuviesen vivos ahora, fascistas punteros al filo de las nuevas tendencias, fascistas que les gusta leer el suplemento literario con el cafe con leche por las mañanas…
.. que leerian si no El País en el supuesto? Es un periódico bastante facha, aunque un poco menos que antes, y sigue siendo la referencia en cuanto al estilo….es un periodico facha de gran estilo…
«Y si Adolf Hitler aterrizara hoy
Mandarían un limo de todas las formas….»
Como cantaba Joe Strummer hace tiempo ya…
» miles de jóvenes catalanes que se van a la cárcel por haber hecho caso a los altos cargos de su gobierno»
Si, esto es lo que sucede con los borregos, que por lo general terminan de esta manera.
Hay una cosa que se llama responsabilidad individual. Cuando alguien voluntariamente renuncia a ella, no tiene ningún derecho a quejarse.
Que penita esos pobre jóvenes catalanes de los que hablas. Préstame el pañuelo que me voy a secar las lágrimas.
Pingback: The Valencian History of the World-IV – ULTIMA RATIO
«Suarez» sin tilde en la multitud de ocasiones en que sale en el artículo. Solo una vez se ha «equivocado» el autor y ha puesto «Suárez». Estoy intrigado por esto.