Fotografías cortesía de Rima Grigoryán
La casa en Ereván de Lusik Aguletsi tiene dos pisos, un balcón de madera y un árbol que crece justo en la mitad. No se plantó después, fue el edificio entero el que creció a su alrededor. Solo Aguletsi era capaz de obrar milagros de este tipo. limón
Lusik Aguletsi nació en 1946 en Najicheván, una región cuyo nombre se atribuye a Noé y que se extiende por esa franja de tierra entre Anatolia y el Cáucaso (en el mapa la encontrarán entre Irán y Armenia, pero pertenece a Azerbaiyán). Aguletsi no solo llegó al mundo sobre una anomalía cartográfica, sino que lo hizo en un pueblo, Agulis, que estaba a punto de desaparecer. Sobrevivió, eso sí en su apodo: «Aguletsi» no es sino «la de Agulis».
Aunque no demasiado, Lusik tuvo algo de tiempo para disfrutar de la vida antes del desastre. Hija y nieta de músicos, su infancia se hiló acompañando a la banda de su abuelo, haciendo pan, o vino, o esos rollitos de arroz envueltos en hojas de laurel (se llaman dolma) o algún brebaje a base de limones contra alguna enfermedad. Ninguna se resistía al poder del limón. Los amigos azeríes de la banda de su abuelo visitaban a menudo su casa. Uno de ellos, Hidayad, se convirtió en el primer maestro de dibujo de Lusik, cuando esta tenía cinco años. Como no había papel ni lápices en el pueblo, la niña usaba palos quemados con los que pintaba en las paredes, algo que le valió más de un cachete de su abuela. Un día, Hidayad regresó de la vecina Ordubad —la localidad más grande de la zona— con papel y lápices y le enseñó a la pequeña a dibujar una flor. Luego llegarían muchas más, porque a Lusik lo que más le gustó siempre fue pintar.
Luego estaban esos detalles igualmente cotidianos que no por extraños dejaban de ser divertidos. Como lo de salir a la calle con el vestido cosido al de su abuela Haykanush. ¿Sería para que la pequeña no se tropezara por esas calles empedradas? No, era por el miedo de Haykanush a que los «turcos» (así llaman los armenios a los azeríes) se llevaran a su nieta. Eso lo descubrió Lusik más tarde, y también que su familia era una de las últimas que quedaba en el pueblo tras una masacre en 1919. La mayoría de los atacantes entonces fueron desplazados azeríes de una zona vecina tras hacerse los armenios con su control. «Intercambios de población» suele ser un eufemismo para evitar ser excesivamente gráfico sobre las brutalidades cometidas por unos y otros.
Cuando Najicheván fue incorporada en 1924 a la República Socialista Soviética de Azerbaiyán, el gobierno de Bakú se empleó a conciencia para expulsar definitivamente a los armenios. Casi la mitad de la población de Najicheván era armenia antes de la masacre de Agulis, pero para 1970 se hablaba de apenas un 1,4 %. Nadie podía asegurar a ciencia cierta que no quedara un solo armenio vivo en el enclave.
La pasión de Lusik por pintar la arrastró hasta la Escuela Estatal de Artes de Ereván. Fueron años en las que la armenia volvía a Agulis en verano para recoger sobre un lienzo sus doce iglesias, su naturaleza esteparia salvaje y esos balcones de madera labrada que tanto le gustaban. Para entonces, la mayoría colgaba ya de casas vacías, destruidas u ocupadas por azeríes.
Compaginar el arte con el matrimonio fue tarea fácil porque Lusik escogió a Yuri Samvelyán, un famoso escultor con el que tuvo un niño y una niña. En una de sus últimas visitas juntos a Agulis se llevaron a la abuela Haykanush. Los tres sabían que no habría muchas más oportunidades de hacerlo. Durante aquel último paseo por sus calles empedradas, Haykanush repasaba el ocaso de las últimas familias del pueblo: «A estos los mataron a todos y a aquellos los secuestraron antes de hacerlo». Todos aquellos fantasmas seguían presentes en la memoria de la anciana. Como el maestro artesano Minas, a quien asesinaron con un hacha en su jardín. Haykanush conocía a la mujer que vivía en su casa. Cruzó el umbral y, tras intercambiar con ella unas palabras en turco azerí, salió de la casa con el cinturón de plata de la mujer de Minas en las manos. La nueva inquilina dijo que debía volver a manos armenias y se mostró dispuesto a venderlo. Fue el marido de Lusik el que pagó por aquel cinturón. Por supuesto, no podía imaginar entonces que aquella sería la primera pieza de una colección que no dejaría de crecer. No se podía ni devolver a la gente a sus casas ni tampoco evitar la destrucción de sus iglesias, sus cementerios o sus limoneros. Pero se podía intentar recuperar sus cosas.
Así, joyas y vestidos, medallas y medallones, fotografías, instrumentos musicales aperos de labranza, cunas (incluida la de su padre), armas centenarias y cientos —o miles— de objetos que alguna vez había pertenecido a los armenios de Najicheván se fueron acumulando en la casa de Ereván. Aquella colección única empezó a atraer visitas de lugareños y foráneos a los que Lusik recibía gustosamente con un té de hierbas con frutos secos que, decía, ayudaba a digerir todas las historias que se escondían tras aquellos objetos. Y es que, además de pintar, Aguletsi dedicó su vida a estudiar cosas tan curiosas como el arte de hacer muñecas, los personajes de los cuentos de hadas o los elementos rituales utilizados en las fiestas tradicionales armenias. Muchas se habían perdido por las líneas rojas marcadas por la ortodoxia soviética en lo que respecta a las identidades nacionales, y Lusik no se conformaba con que se conservaran en los libros: tenían que volver a las plazas y las calles.
Ella abriría el camino. Vestir siempre taraz (ropa tradicional armenia) era un primer paso, aunque no todos a su alrededor estuvieran conformes. «De niña recuerdo que me avergonzaba escuchar a la gente cuchicheando sobre si mi madre era gitana o yazidí cuando la veían vestida así, pero supongo que me acabé acostumbrando», nos cuenta Astghik Samvelyán, cofundadora del museo en el que se acabaría convirtiendo la casa familiar en Ereván.
Su madre visitó Agulis por última vez 1986 para acabar pasando dos días en la comisaría. Azeríes y armenios se encontraban ya en la antesala de un ciclo de pogromos y expulsiones entre los que se cruzaría el colapso soviético y la primera guerra de Nagorno Karabaj. Tras convencer a la autoridad azerí de que no era una espía, Lusik fue liberada con la condición de que abandonara Azerbaiyán en el plazo de dos horas. Un amigo azerí, Huseín, le pidió que se fuera lo antes posible; de lo contrario, la policía la mataría y expulsarían a la familia de Hussein por haberla recibido. Lusik se vio obligada a dejar algunas cosas que había comprado en Agulis y regresar inmediatamente a Ereván.
«Al día siguiente, nos sorprendió mucho ver a Huseín con todos los artículos frente a nuestra casa. Había conducido todo el camino para traer las cosas. Besó las manos de mamá y se despidió, sabiendo que tal vez no se volverían a encontrar», recuerda Astghik.
Los armenios y todo lo armenio en general estaban en peligro, y no solo por las masacres, sino también por las dificultades económicas que siguieron al bloqueo del país. A principios de la década de 1990 (conocidos como los «años fríos y oscuros» en la historia de la Armenia independiente), muchas familias tuvieron que vender prácticamente todo lo que tenían para poder sobrevivir. La idea de Lusik era mantener los objetos de valor en Armenia porque cada mueble, candelabro o pieza de cerámica que encontraba en el mercado llegaba con su propia historia. Así fue como se hizo con las pulseras de la abuela de Charles Aznavour o algunas pertenencias de personajes ilustres como Mantashev, magnate del petróleo y filántropo ruso de origen armenio, o la familia Lazarián, fundadora del Instituto de Lenguas Orientales de Moscú. Cuando no podía pagar los objetos con dinero lo hacía con sus pinturas. Astghik recuerda constantes discusiones sobre si merecía la pena gastar tanto en todo tipo de artefactos que mucha gente consideraba inútiles, de si se podía «tener un cinturón de plata para cenar», como solían bromear. Sin embargo, la familia unió fuerzas en la misión emprendida por su madre.
Tras la muerte de su marido en 2010, Lusik estaba devastada y sufría de fuertes migrañas producto de una afección de columna. Sin poder prescindir de los analgésicos, organizó festivales y comenzó a escribir libros. Su obra de referencia es Relics of the past (Restos del pasado), en la que, a través de los artículos de su colección, cuenta las historias de las familias a las que pertenecieron. Posteriormente publicó su autobiografía, así como álbumes de sus pinturas o de esculturas de su marido, y su vida inspiró la de la protagonista de Sueños de piedra, la novela del autor azerí Akram Aylislí. Por supuesto, siguió pintando y ganó un concurso internacional de pintura en Tiflis (Georgia) con una obra protagonizada por los limoneros de su abuela. «Es el amarillo de la fruta, de la medicina y de los rayos de sol sobre Agulis», dijo entonces. Pero no había reconocimiento de que mitigara la nostalgia que sentía por su pueblo.
Pronto la colección creció tanto que no había suficiente espacio. La familia quería construir una casa más grande, pero para ello había que talar la morera centenaria plantada por la abuela Azniv, una superviviente del genocidio armenio llegada desde Van (hoy en Turquía). Lo resolvieron construyendo el edificio alrededor del árbol, el cual se convirtió en un símbolo familiar y una metáfora de la vida: las raíces son los orígenes, el árbol es el presente donde se vive y se crea y los frutos son la continuación de la vida en el futuro a través de lo que uno crea y sus sucesores. Así lo veía Lusik.
«Tras la muerte de mamá en 2018, toda la familia nos dimos cuenta de que no podíamos simplemente cerrar las puertas y salir de casa. Queríamos un museo tangible y repleto de elementos vivos que conservaran toda esa energía», cuenta Astghik. Ella eligió el camino de su madre como pintora y su hermano Armen se convirtió en escultor, como el padre. Además de las pinturas de Lusik, en la casa también hay obras de ellos y de sus hijos. Generaciones de moras y limones.
En color las fotos, bastante mejor. La vida es en color.
Qué historia tan bonita!! Qué poco sabemos de esa parte del mundo tan importante!
Gracias!!