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La libertad te espera, oye sus acentos

la libertad te espera
Lea Tissier como Rosaura y Sylvain Macia como Segismundo en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, dirigido por Jean-Yves Ruf, 2019. Fotografía: Jean-Christophe Verhaegen / Getty. libertad

Corre la década de los treinta, en un siglo, el XVII, que no es cualquier siglo. El imperio ha empezado a derrumbarse, la otrora intocable monarquía hispánica ve cómo se acerca el ocaso. El arte ha captado este derrumbe. Sin ir más lejos, si se observa esa novelita que se traduce a los grandes idiomas, esa a la que todos llaman El Quijote, es fácil comprobar que, si bien en su primera parte se mostraba idealista, en la segunda rezuma pesimismo. También hay ecos del naufragio imperialista español en ese tal Quevedo, mitad político mitad poeta, quien unos años antes había hecho correr por las tabernas de la capital un soneto, digamos, crítico con el poder que gestionó la gloria: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados». El público también mira los muros de su patria y solo ve escombros. Las viejas comedias de Lope, esas que revolucionaron la escena dramática universal, se desprecian por todos los rincones de la piel de toro, desde el corral de la Cruz hasta el del Príncipe. Nada queda ya del optimismo con el que el espectador asistía a las gestas de los tercios, a las historias de grandeza y amor y vida. Hoy el mundo es más oscuro, y la cultura se deja oscurecer en su barroquismo pesimista.

Por los pasillos de palacio y por la vida de los corrales se pasea un joven dramaturgo, que piensa en todo esto. Se trata, sí, de uno de esos hidalgos que ven en la familia, en el blasón y en el escudo un reflejo de grandeza. Y ese reflejo se pronuncia con un apellido largo: Calderón de la Barca. El dramaturgo, entonces, observa con resignación cómo el mundo en el que un día no se ponía el sol hoy se viene abajo. Pese a su juventud, él también forma parte de ese arte pasado, más renacentista que barroco, donde la gesta clásica tenía hueco. No en vano entre su repertorio pueden encontrarse comedias para glosar aquella gloria cesante, véanse El sitio de Breda o La cisma de Inglaterra. Pero esta falsa loa del imperio ya no sirve. Hay que mirar al país, a su gente, observarla, entender qué ocurre. ¿Cuál es la verdadera identidad del imperio? ¿Acaso vive España sumida en una personalidad que no le corresponde?

Platonismo

Hubo un tiempo en que los clásicos grecolatinos no fueron bien vistos en la incipiente Europa. En los pasajes más oscuros de la Edad Media, aquellos barbudos paganos eran el símbolo del mal. Por suerte, las ideas clásicas viajaron por el resto del Mediterráneo con algo más de libertad, desde la Alejandría del siglo VI hasta la Córdoba del XII pasando por el Bagdad del IX. Es indispensable este canal para la llegada de Platón a manos renacentistas. Cuando Rafael pinta La escuela de Atenas, en el año 1509, coloca a Platón en primer plano, junto Aristóteles. A su lado: Epicuro, Heráclito, Euclides, Ptolomeo, Pitágoras… y un hombre de la Edad Media. Solo uno. Se trata de Averroes, el cordobés, símbolo con el que Rafael da las gracias al mundo árabe por la transmisión de los clásicos que ahora, con cierto nerviosismo, hojea Calderón.

Nuestro protagonista cambia el paso. El contexto le pide que refleje otra identidad, y qué mejor que recurrir a los grandes. Así que Calderón bucea en la República, el compendio de textos más famosos de Platón. Y lo primero que encuentra es un diálogo. Y no solo porque la obra esté construida en forma dialogada a través de Sócrates y diversos personajes. No. El diálogo principal lo lleva a cabo el propio Platón con toda contemporaneidad. El filósofo conversa con las sociedades por venir, les cuestiona cómo deben ser, a qué deben aspirar. De pronto, Calderón de la Barca comprende. La justicia, las clases sociales, la polis, la idea del bien, el mundo de las ideas… Todo bulle, de pronto, aupado por el filósofo griego, en la cabeza de Calderón. Es entonces cuando el madrileño empieza escribir la que será posiblemente la obra filosófico-dramática más importante de la modernidad. En la cara frontal del manuscrito ha dejado bien amarrado con tinta el título al que aspira: La vida es sueño.

La caverna

Porque La vida es sueño pasa por ser, claro, un trasunto del diálogo que Calderón mantiene con el platonismo. En concreto, con el ya ínclito mito de la caverna, en el libro VII de la República. La alegoría con la que Platón revolvió los siglos venideros es de sobra conocida. Un grupo de hombres se halla prisionero en una caverna, todos ellos encadenados de pies y manos. A su espalda arde una hoguera, que proyecta sombras sobre la pared cavernosa. Estas sombras son, para el hombre encadenado, la falsa verdad. Cuando uno de los prisioneros escapa, puede ver entonces la luz de la hoguera, empieza a percibir que la realidad es otra, que ha sido engañado. Tras salir de la caverna se aparece aquello que ya no es sombra sino verdad, auspiciada por el sol, es decir, por la idea del bien.

Calderón, como el hombre que huye, también lo ve claro. En su ficción dibuja una torre. Una torre lóbrega y húmeda, una caverna barroca y gris. Dentro, su hombre encadenado será, ni más ni menos, uno de los personajes más importantes de la historia universal: Segismundo, el príncipe cautivo, un ser incapaz de ver la realidad, cautivado por las sombras. Segismundo no consigue salir de allí, como el prisionero de Platón es incapaz de salir de la caverna por sí mismo. ¿Cómo puede escapar el príncipe de su propia ignorancia? ¿Cómo puede, a la manera grecolatina, aspirar a la verdad? Calderón se formula todas estas preguntas mientras otra, la radical, la primigenia, le sigue martirizando: ¿cómo puede el imperio salir de la crisis que lo encadena irremediablemente al sótano más oscuro de la historia?

La vida es sueño

Platón explica en su alegoría que quien salga de la caverna tardará un tiempo en poder ver los objetos que se hallan fuera, deslumbrado como estará por el sol. Esto ocurre con Segismundo, quien al ser liberado por su padre se muestra incapaz de asumir la verdad, comportándose de manera tiránica e irracional. Y es cuando su padre, el rey, decide volver a encerrarlo el momento en que se produce la verdadera catarsis calderoniana. Se representa el momento en el que la obra pasa del papel al imaginario colectivo, del sótano de la creación literaria al frontispicio de la literatura universal: se representa el soliloquio de Segismundo. Se da la paradoja de que el momento en que La vida es sueño se convierte en una obra maestra es glosado a través del razonamiento interior de su protagonista. Dicho de otro modo, la obra que vivió del diálogo es reconocida mundialmente por un monólogo.

Para Platón, el ser humano debe salir de la caverna a través de la filosofía, como bien demuestra Segismundo en su monólogo. El príncipe ha descubierto la verdad y la asume como un frenesí, como un sueño ante la necesidad de ser soñado. Pero si bien para Platón es el filósofo quien alcanza esta sabiduría, es el político quien vuelve a la caverna para alumbrar al resto de sus congéneres. Esto hace también Segismundo, que ya ha asumido quién es, y que empuñando la idea del bien que resumió Platón, es capaz de perdonar a su padre, de calmar al pueblo enfurecido, y de encauzar el buen gobierno de su patria. Como había augurado Platón, solo el ser humano que se libera de sus cadenas a través de la sabiduría es capaz de apreciar el bien para obrar conforme a sus designios.

Y el imperio, ¿qué?

La obra se estrena en aquellos infaustos años treinta del siglo XVII. Pronto el público comprende que esta trama ya no tiene nada que ver con heroicas hazañas de la historia ni valientes conquistas de sus antepasados. Tampoco con un sentido, digamos, castrense del honor. La valentía y la pasión han dejado de ser los motores del ser humano. Ahora hay un dramaturgo que eleva la sabiduría por encima de toda cualidad, y exige acceder a ella para alcanzar el buen gobierno. Reyes y nobles se acomodan en sus butacas: no encuentran ni rastro de la condescendencia habitual en este tipo de obras.

Mientras, el mismo Calderón que renglones atrás dialogaba con Platón observa ahora el rastro del filósofo, y rumia una frase que poco después dejará escrita en A Dios por razón de Estado, una de sus últimas obras: «Puedo decir que Philosophia es la dama que más quiero». Ha dejado en los salones de todos los palacios la revolución moral que exige la política moderna: dejen atrás a Maquiavelo, tienen ustedes la libertad moral de optar entre el bien y el mal. Frente a la tiranía del rey Basilio, que cree que tiene la potestad de elegir el destino de los hombres, que cree que solo él puede seleccionar el destino del príncipe, que somete al pueblo para que no exprese sus ideas, tenemos a Segismundo, que tras hallarse ante la realidad platónica ha decidido seguir el camino del bien, perdonar al tirano y calmar al pueblo.

Algo está cambiando en la política moderna, y Calderón ha sabido captarlo antes que nadie. Apenas siglo y medio más tarde, previa revolución, caerían los regímenes autoritarios, perecerían casi todas las grandes monarquías, se apagaría el absolutismo. El hombre libre de Calderón sonríe. Al fin y al cabo, ya lo dijo el pueblo cuando intentó liberar a Segismundo: «La libertad te espera, oye sus acentos».

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2 Comentarios

  1. En esa obra, el protagonista dice que, ya que no sabe si vive en la realidad o en lo irreal, se va a comportar con ética, que es lo único válido para los dos mundos.

  2. Una lectura de “Verdad y Método” de Gadamer vendría aquí muy bien.

    El que se acerca a un texto lo hace desde su pre-juicio. Este pre-juicio va variando según se profundiza (si se hace) en el texto. Se confirma y desmiente nuestro pre-juicio, pero desde luego, la tarea de interpretar la mentalidad del autor o de los lectores de su época es falaz.

    “Hubo un tiempo en que los clásicos grecolatinos no fueron bien vistos en la incipiente Europa.”

    Esto refleja tu pensamiento, no el de la Edad Media, que fue más que una Edad Media (mito acuñado por los renacentistas para darse autobombo y subrayar su propia importancia). Estaría bien dejar de trasmitir la publicidad del Renacimiento.

    Guillermo de Moerbeke o Jacobo de Venecia tradujeron las obras de Aristóteles para la cúpula de la iglesia. Santo Tomás o San Alberto Magno (entonces Papa) requirieron sus servicios un par de siglos antes de que llegara el Renacimiento. El siglo XIII fue antes del siglo XV, ¿no?

    El decreto de inmersión lingüística al latín tampoco fue cosa de los medievales, sino del imperio romano que convirtió a las obras de los especialistas griegos en cosa reservada a un puñado de políglotas.

    O sea: no hay clásicos “grecolatinos” salvo para nosotros. Hubo clásicos griegos y latinos, unos aparte de otros.

    Los romanos no tradujeron apenas obra alguna al latín. Si exceptuamos a Boecio, que tenía en mente traducir por completo el “corpus aristotelicum” y sólo pudo realizar la traducción de las “Categorías” y “Sobre la Interpretación” antes de que lo ejecutaran y el tercio del Timeo traducido por Calcidio, el mundillo latino apenas conoció nada de las obras filosóficas griegas.

    Deberías leer a P. O. Kristeller, “El pensamiento renacentista y sus fuentes”, por ejemplo.

    Por cierto, la filosofía de Platón fue aceptada por San Agustín allá por el siglo V a.C., diez siglos antes de la inauguración de la Academia Florentina. Los renacentistas eran cristianos integristas que apostaron por Platón, porque ansiaban la vuelta agustiniana a los orígenes del cristianismo. Las generaciones de sus padres y abuelos, afines a Sto. Tomás, fueron proclives a las ciencias y a Aristóteles. Los renacentistas deseaban ante todo revitalizar las espiritualidad.

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