Florent Boullier hizo un par de nudos al hato en el que había metido unos mendrugos y las pocas prendas que se llevaría, se ajustó las correas de los borceguíes con sumo cuidado para no dañar la piel de los tobillos que ya apenas sentía, cerró la puerta del cobertizo que tenía como vivienda y echó a andar. No dejaba a nadie detrás: sus padres habían fallecido con dos días de diferencia y había perdido a su esposa, quemada en la hoguera, después de que fuera acusada de brujería en el juicio sumarísimo al que fue sometida junto a las monjas ursulinas del convento en el que servía.
Desde que se casaron, ella había preñado en cinco ocasiones, pero había abortado en cuatro de ellas; no pudo amamantar a la única niña que parió viva porque de sus pechos no brotó ni una gota de leche y, a falta de alimento, la pequeña murió a las pocas semanas de nacer. Sus espasmos, trances y bailes descontrolados junto a la incapacidad de tener hijos sanos eran pruebas evidentes de posesión demoníaca, y por ello el dominico que la sentenció al fuego no se anduvo con contemplaciones.
Florent había decidido emprender el camino a la abadía de Sant Antoine-en Viennois, cerca de Grenoble, desde su Loudun natal —a unas doce jornadas hacia el sureste— donde se encontraban los restos de san Antonio Abad, el santo milagroso que curaba el fuego sagrado o fuego de san Antonio que ya afectaba a sus piernas. Corría el año 1634 y albergaba pocas esperanzas de llegar con vida al hospital de los Hermanos Antoninos, cuya fundación se atribuía a la promesa hecha por Gaston de la Valloire después de que su hijo Guérin se curase de lo que hoy se conoce como ergotismo, un mal que producía gangrena, fuertes dolores similares a los de las quemaduras y la pérdida de los miembros afectados.
Los antoninos se especializaron en el tratamiento de estos enfermos y llegaron a fundar más de trescientos setenta hospitales, conocidos como hôpitaux des démembrés por la manera en la que se presentaban los que buscaban amparo y curación, y por los exvotos naturales que cubrían sus paredes siguiendo la costumbre de colgar de ellas las extremidades caídas, ya secas o amojamadas, que componían las estampas gore o cuadro de los horrores que el viajero encontraba al llegar. Los hermanos hospitalarios y la imagen del propio santo lucían una tau griega en sus hábitos, quizá en referencia a las muletas usadas por los tullidos aquejados de este morbo a los que atendían.
Todavía más espectaculares que las de las tierras francesas regadas por el Ródano eran las curaciones de los peregrinos a Santiago cuando consumían los cereales de la meseta castellana, y eso hizo que, a lo largo del Camino francés, se fundaran hospicios a los que venían a parar los desesperados de Centroeuropa o los que podían permitirse medios de transporte que no fueran sus propios pies; en España los más conocidos fueron los de Castrojeriz (Burgos) y Olite (Navarra) que tuvieron jurisdicción sobre tierras y hombres hasta que el rey Carlos III mandó disolverlos en 1791 e integrarlos en la Orden de Malta.
Hoy sabemos que el ergotismo es consecuencia de la infección por el hongo Claviceps purpurea o cornezuelo del centeno, que parasita los cereales y que se reproduce con mucha facilidad en ambientes muy húmedos. Los peregrinos a Sant-Antoine-en-Viennois mejoraban o curaban al ser tratados con buenos alimentos, verduras frescas y pan de trigo limpio, además de las consabidas sangrías, oraciones y ofrendas.
Los afectados que presentaban convulsiones, delirios, alucinaciones y espasmos (ergotismo convulsivo) tenían peor pronóstico, porque eran condenados a la hoguera sin el menor atisbo de clemencia o se les dejaba morir en cualquier barrizal, abandonados hasta de la mano de Dios. Si había una imagen nítida de posesión luciferina, esta era, sin duda: un enfermo de ergotismo en fase avanzada o terminal.
La infección tocaba más a los pobres que a los ricos, a cuyas mesas llegaban los panes de trigo candeal que no se veían contaminados por el cornezuelo, del que ya se tenían sospechas en el siglo XVI. En 1670, un médico francés, llamado Thullier, atribuyó este padecimiento al consumo de centeno ennegrecido por la humedad y describió las dos maneras en las que se manifestaba, tanto la gangrenosa (más extendida en tierras francesas) como la convulsiva, propia de tierras germanas y eslavas. Las epidemias remitieron en el siglo XIX, cuando se extendieron los cultivos de trigo y se afianzó el consumo de la patata como sustitutivo del pan.
A principios del siglo XX se aislaron los alcaloides del Claviceps purpurea para usos medicinales por su potencia como vasoconstrictor y como remedio para las migrañas, aunque pronto trascendería de los laboratorios y, convertido en LSD o ácido lisergénico por obra y gracia de Albert Hoffman, llegaría al mundo de la noche y de la creación artística con un éxito arrollador en la generación beat y sucesivas de la misma cuerda psicodélica.
Entre un buen tripi y el consumo habitual de centeno contaminado mediaron siglos de diferencia y creencias religiosas, hospitales especializados, remedios anafilácticos y poco más, porque si los efectos del alcaloide natural conducían a la hoguera, los del sintético lo harían y lo siguen haciendo a la pira de la locura y el desvarío mental, otra forma de arder que tan magistralmente relatara Tito Davison en la película de 1969 The Big Cube (traducida en España como El terrón de azúcar), con Lana Turner en el papel principal.
Otros peligros contagiosos
El ergotismo fue una más de las enfermedades infecciosas de las que tenemos noticia gracias a la profusión de textos que refieren las más comunes, sus síntomas y remedios. O, dicho de otra manera, la enfermedad era el gran peligro de una aventura que podía tener como objetivo la curación o la prevención y que en la práctica podía comportar también su adquisición, ocasionando imprevistos que harían bueno el verso de Machado de «se hace camino al andar», sin más opción para los romeros que vivir el día a día.
Contagiarse de cualquier plaga era una de las circunstancias que podían alterar el plan de viaje junto a hechos violentos, accidentes, muertes repentinas o incluso enamoramientos que detenían las caminatas allí donde el peregrino a Santiago encontraba un hogar. También las conversiones e ingresos en conventos y las vocaciones podían poner punto final a la expedición fijando al peregrino de por vida o temporalmente a un lugar o a una institución. Terminar en Santiago era una hazaña en ocasiones improbable, dados los peligros que acechaban al caminante; se llegaba o no se llegaba y se cumplía el propósito o se dejaba a medias, pues era muy difícil determinar si lo que acababa siendo una carrera de obstáculos encontraría su meta en la sonrisa divina del profeta Daniel.
Los achaques de la salud fueron el común denominador de las gentes que marchaban y prueba de ello son los numerosos hospitales que jalonaron las vías, las recetas de sus boticas o algunos rituales que todavía hoy se recuerdan. En Zubiri, a mitad de camino entre Roncesvalles y Pamplona, los peregrinos daban tres vueltas alrededor del pilar central del puente sobre el río Arga —llamado puente de la Rabia— porque, según la tradición, se construyó sobre los restos de santa Quiteria, abogada de perrillos y personas contagiados de Lyssavirus.
Muy frecuentes también eran la sarna (escabiosis), las ladillas (pediculosis pubis) y los piojos (pediculosis capiti), tres padecimientos generados por parásitos con una habilidad extraordinaria para multiplicarse y saltar de un cuerpo a otro, aunque el oro lo ganaban siempre las pulgas, capaces de lanzarse a un blanco situado a un metro de distancia portando en sus intestinos un buen catálogo de bacterias para repartir.
El amontonamiento y lo que ahora describiríamos como clamorosa falta de higiene eran el estadio ideal para estos ácaros, cuya presencia era delatada por los rasquijones de los caminantes a la entrada de monasterios y hospederías; allí se llevaba a cabo una selección de los recién llegados y, una vez examinados sus cuerpos desnudos, se les separaba en función de su grado de afectación y de su sexo. Los remedios monacales prescribían frotaciones con vinagre y ungüentos con azufre, así como la sacudida o la quema de ropas y tejidos que hubieran estado en contacto con los infectados.
La proximidad de los cuerpos y la consiguiente promiscuidad de las carnes favoreció la recurrencia de contagios que se extendían entre los transeúntes a través del aliento, los humores corpóreos o las coyuntas vaginales y anales que debían de ser corrientes, a juzgar por lo que se muestra en los canecillos de algunos templos como la Colegiata de San Pedro de Cervatos en Cantabria.
Ya en la antigüedad se daba el nombre genérico de peste a cualquier dolencia periódica que se llevara por delante a un número considerable de personas; la palabra procedía del latín pestis, que significaba ruina, destrucción o azote, unida casi siempre a la griega epidemia que, según el diccionario etimológico de Joan Corominas, aludía a la residencia en un lugar o país extranjero.
A pesar de la generalidad con la que nació, el término peste se asocia todavía con la más letal de las infecciones. Causada por la Yersinia pestis y transmitida por la pulga de la rata Rattus rattus, la peste negra o bubónica asoló el continente europeo llevándose por delante a un tercio de la población, unos sesenta millones de habitantes, en 1348, aunque san Isidoro y su contemporáneo el rey visigodo Sisebuto habían dado noticia en el siglo VII de los estragos en sus reinos de una pestilencia contra la que lucharon piadosamente convirtiendo a los arrianos al catolicismo, lo que debió resultar un remedio mágico; a lo largo de los siglos posteriores las noticias periódicas sobre las oleadas de peste confinaban a la población y aislaban a los afectados en iglesias u otros edificios que se declaraban en cuarentena y en cuyas puertas se depositaban misericordiosos odres de agua y algunos comistrajos, como refiere el doctor José Fernández Arienza en sus interesantes escritos sobre la medicina en la ciudad de León.
La más conocida de sus manifestaciones era la infección de los ganglios linfáticos, comúnmente llamados bubones, que reventaban de podredumbre y fetidez; los enfermos, desasistidos, morían de cualquier manera, aunque había otras formas de entregar el alma al Altísimo provocadas por la Yersinia y que afectaban a los pulmones (peste neumónica) o a la sangre (peste septicémica).
El segundo lugar en el ranking de mortíferas lo ocupaban las epidemias de paludismo. Las temidas hembras del mosquito Anopheles camparon a sus anchas transportando Plasmodium malariae en todas sus variantes allí donde había lagunas o aguas estancadas, especialmente en las zonas más llanas de la meseta. El paludismo o malaria —llamada así por los romanos que atribuían el trastorno al mal aire de los pantanos— cursaba con fiebres pútridas y solía ser mortal. Los remedios a base de plantas no dieron fruto hasta que empezó a utilizarse la quinina que aplacaba los síntomas, pero no evitaba las recidivas.
El paludismo cursaba con fiebre y mucho malestar, escalofríos, dolores de cabeza, dolores musculares, cansancio, náuseas, vómitos y diarrea, síntomas igualmente atribuibles a las fiebres tifoideas o tabardillo de las tripas, causadas por la Salmonella typhi que se encontraba en aguas contaminadas y que afectaba tanto a las personas como a los animales, especialmente a la caballería; otro tipo de tifus, también muy extendido era el llamado tabardillo pintado, causado por la Rickettsia typhi, una bacteria transmitida por las pulgas y los piojos, que generaba exantemas en toda la piel del cuerpo.
La lepra, llamada gafedad o elefancia, las tuberculosis y otras enfermedades infecciosas se trataban en hospitales especializados denominados lazaretos en honor del protagonista de la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro del Evangelio de Lucas (16,19-31), a cuya advocación se encomendó la Orden de San Lázaro —creada en el siglo XI, cuando Godofredo de Bouillon tomó Jerusalén en la primera Cruzada (1099)— a partir de una orden monacal que, bajo la regla de san Agustín, cuidaba leprosos. Este Lázaro no era el hermano de Marta y María al que Jesús resucitó, aunque, con el tiempo, sus figuras han llegado a confundirse.
La lepra se considera originaria del lejano oriente y se tienen noticias de su existencia en el antiguo Egipto y en los pueblos que habitaron el Mediterráneo oriental, desde donde se expandió por Europa posiblemente a partir de las Cruzadas; hay autores que afirman que había llegado antes a la península en las naves fenicias y más tarde en las de los entonces llamados «moros».
Era una dolencia sin cura de la que se tenía la certeza de que se contagiaba simplemente por la cercanía a un afectado; por ello, la solución primera consistía en el aislamiento de por vida de los enfermos, lo que suponía en la práctica su desaparición social. Se les obligaba a vestir de color ceniza, salir en grupo y siempre precedidos de un fraile que «tocaba una campanilla avisando de lo que llevaba detrás» para que las buenas gentes se escondieran o desaparecieran, tal como relata el Fuero de Viguera y Val de Funes, dado por Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y de Pamplona, en el siglo XII.
En dicho fuero se establecía que los afectados debían estar completamente aislados en un «cercado de chozas» y se les obligaba a no contestar a quienes les preguntasen, no comer ni beber sino en compañía de otros leprosos y no tocar nada a no ser con un cayado. Una vez declarado un caso nuevo, se oficiaba una misa votiva pro infirmis (por los débiles) en la leprosería en la que se les encerraba. Las más conocidas fueron las de Estella (Navarra), la de Villamartín, en Palencia, la de Sahagún y la iglesia de San Lázaro en León.
Instituciones de cuidados
La amplia red asistencial se fue configurando a lo largo de los siglos y esa misma infraestructura fue instituyendo las rutas a Compostela desde el Camino primitivo al francés. En el siglo XI, gracias al patrocinio de los reyes, la nobleza y las órdenes monásticas, especialmente la de los benedictinos de Cluny, había hospitales en todas las etapas del Camino: Jaca, Pamplona, Estella, Nájera, Burgos, Frómista, Carrión, Sahagún, León, Foncebadón, Villafranca del Bierzo, Portomarín y Santiago. En los siglos posteriores aparecieron otras órdenes tanto monásticas como militares que abrieron hospitales en los núcleos urbanos en los que se asentaron, como fue el caso de la orden de San Juan de Jerusalén establecida en Navarrete o la de los Templarios en Ponferrada.
Se mantenían con las donaciones que recibían, con los impuestos que cobraban, oblaciones, limosnas y diezmos. Cuando eran fundaciones reales, recibían cuantiosas dotaciones en forma de tierras de cuya explotación obtenían los réditos fijados por su fundador.
La asistencia era tanto sanitaria como alimentaria y espiritual. Los contagiados que ingresaban en una institución debían someterse a las reglas de la misma y si esta era de carácter religioso, se les hacía cumplir con los oficios de la orden que la gobernaba. Debían confesar, comulgar y hacer testamento de sus bienes en beneficio del monasterio, de la cofradía o del hospital y si fallecía allí, se le enterraba como a uno más de sus habitantes. Rara vez se reclamaban sus restos a no ser que el difunto fuera un noble o un caballero y sus allegados tuvieran interés en darle sepultura en sus tierras.
Y el maestro Mateo lo sabía
El trayecto que hoy día se concibe como lineal, de ida y vuelta, no ha sido la tónica hasta bien entrado el siglo XX. Lo habitual era iniciar la marcha con un propósito que podía quedar tan abierto como vulnerable según los acontecimientos que iban sucediendo: el recorrido se fijaba en etapas y se iba haciendo camino sin las pautas temporales que ahora establecemos para hacer una de las cosas que todos tenemos pendiente en la vida —según las encuestas de la revista Pronto—.
Ajenos a lo que ocurre en el mundo, resistiendo los embates del demonio y entrenadas las carnes, aquellos que se proponen recorrer el Camino de Santiago, en todo o por partes, salen a caminar seguros de que sus pasos los llevarán hasta el Pórtico sin más incidencias que los escasos imprevistos, casi siempre remediables.
¿Cómo no estarlo? La web contiene tantas páginas y consejos sobre indumentarias, recorridos, avituallamientos, épocas adecuadas y actividades alternativas que, de hacer caso a tanta información, uno puede peregrinar con la sensación de hacerlo a un lugar de sobra conocido al que llegará cansado, satisfecho y reseteado para volver a vida de la que ha estado ausente por un tiempo. El viaje es una línea recta de doble sentido, no cabe otra concepción porque estamos en el siglo XXI.
Cada uno hace su camino, obviamente, y con ello se justifica que se pueda dormir en un hotel de cinco estrellas, ir en bicicleta o echar mano de las comodísimas empresas de transporte de mochilas por la módica cantidad de cinco euros, aliviando así la espalda del peso de lo necesario. Existen otras ofertas lenitivas: los servicios de podología que ofrecen algunos albergues, y los taxis y VTC si no se puede resistir la dureza del trayecto. Las comodidades de la civilización nos han reblandecido el cuerpo, pero para eso sirve la civilización, para ponernos las cosas tan cómodas que podamos llegar a Santiago habiendo hecho un itinerario cerrado de antemano y sin los peligros que acechaban tradicionalmente a los que se aventuraban a pedir ayuda y consuelo al apóstol taumaturgo.
¿Conocía el maestro Mateo las penalidades del Camino? Aquellos que, a pesar de todo, conseguían llegar, merecían un recibimiento extraordinario: esa debió de ser una de las razones por las que Mateo (si es que existió de verdad) o el conjunto de artesanos que agrupamos bajo ese nombre, decidió dotar de tanta vida y alegría al Pórtico de la Gloria. Una vez allí, besarían el parteluz como primera muestra de agradecimiento, cumplirían con el resto de rituales, comprarían la piedra de azabache y rogarían al santo para que la vuelta fuera tan exitosa como lo había sido la llegada, suplicando por la supervivencia en el camino de regreso a casa.