Viene de «Ensalada de diálogos (1)»
Diálogos hay muchos, muchísimos. Solo basta pensar en la cantidad de diálogos metafóricos o figurados o incluso imaginarios que podríamos reunir si nos lo propusiéramos y estuviéramos atentos a lo que se dice o se escribe. Siguiendo con los ingredientes de esta ensalada, pasamos a la gastronomía y el arte.
Diálogos con su perejil
Sabíamos por la abrumadora información referida a la gastronomía que los chefs más estelares dialogan una y otra vez con sus últimas y más rabiosas creaciones culinarias. Hace ya un tiempo que Vargas Llosa, a quien acusan algunos de retrógrado, dijo que los cocineros de altos vuelos se habían convertido en los filósofos de nuestra hora. De los ya citados diálogos de Platón hemos pasado a los diálogos de las estrellas Michelin.
El diálogo con la experimentación en la cocina no ha dejado de crecer. Así, por ejemplo, nos enteramos de que un reconocido chef del mar se dedica una y otra vez a dialogar con el plancton marino del golfo de Cádiz (de ahí, entre otros, el famoso arroz de plancton). En cambio, aunque en la misma línea experimental, otro chef del mundo verde se propone dialogar con el nuevo veganismo de proximidad en huertos urbanos: el olor de la orina, gracias a los espárragos trigueros, se convierte en una delicatessen añadida. Por su parte, leemos por casualidad en internet que otro restaurante tocado con estrella Michelin propone, como culmen de un postre inolvidable, sus «burbujas carbónicas con hierbas frescas» o bien sus «almohadas de camomila, leche y barquillo con toques cítricos y delicadamente especiados» (a menudo el léxico sinuoso relativo a los platos más refinados se convierte en el ingrediente decisivo).
Como se ve, los nuevos filósofos del deleite, los cocineros, ofrecen diálogos inauditos con las cosas del comer. De modo que la experiencia se impone a la saciedad, igual que el estudio de los alimentos se convierte en una forma de inefable nutriente.
Al parecer, promovido entre otros por el Basque Culinary Center, en San Sebastián, se celebran los llamados «Diálogos de Cocina Txiki». Se trata de un encuentro interdisciplinar que reúne en torno a la cocina a escritores, pensadores y cantantes de cierta nombradía.
Leemos, de hecho, que en una de las últimas ediciones de Txiki Diálogos 1) el pensador Ernesto Castro analizó la relación entre el comer y el escribir; 2) la ilustradora Quan Zhou Wu (Gazpacho agridulce) desveló las realidades que experimentan los inmigrantes en las cocinas; 3) la ensayista Remedios Zafra habló de la importancia de la dignificación del trabajo y del capital creativo y simbólico; 4) el escritor Juan José Millás aportó su mirada inusual a la sobremesa y, por último, 5) la poeta y bertsolari Uxue Alberdi ahondó en la lengua y en los márgenes lingüísticos de la creación y la cocina.
Por si fuera poco, este gran festín interdisciplinar, el cierre del banquete de Diálogos Txiki, aderezado por el dúo Pantomima Full, corrió a cargo del Niño de Elche —sí, otra vez él—, que compartió series de flamenco —y no tan flamenco— alrededor de la comida y del yantar junto al guitarrista sevillano Raúl Cantizano.
Queda probado, valga el símil, que uno de los grandes diálogos de nuestro tiempo lo proporciona el profuso universo de la gastronomía moderna. Quien dice diálogo dice también maridaje, un término donde lo esnob e incluso lo subversivo puede convertirse en modelo para la elaboración de una carta.
Es el caso, por ejemplo, de un restaurante sevillano, de nombre Desacato, que pregona las excelencias de su «cocina irreverente». Según se anuncia en su web, han decidido romper todo diálogo con lo tópico y con el supuesto costumbrismo, tan corto de miras, que padece una ciudad fluctuante (tradición-vanguardia) como Sevilla. Dan por ello su adiós al rancio y al casposo espécimen sevillano, a quien no quieren invitar a su mesa como comensal. No nos resistimos a transcribir el reclamo que inspira a los dueños de Desacato: «Aquí la tradición es mainstream, las normas están para romperlas y las costumbres son parte de la cultura pop. Una elegancia contemporánea, un espacio distinto, donde el diseño rompe esa idiosincrasia caricaturesca y repetitiva».
Se nos ocurre una provocación. ¿Y si reserváramos mesa en Desacato? Iríamos vestidos a las casposas maneras sevillanas (piensen en el dúo pata negra Alfonso Sánchez y Alberto López, aquellos compadres que alumbraron El mundo es nuestro y ahora aparecen en Para toda la muerte). Podríamos establecer un diálogo de tú a tú con el chef elegante y contemporáneo del restaurante para defender la rancia croqueta sevillana, pongamos por caso, respecto a la comida irreverente que se estila en Desacato. Es solo un desvarío sin malicia. Pero, ya puestos a dialogar, pues dialoguemos con todas sus consecuencias.
Si en la Sevilla gastronómica de alto postín moderno se ofrece «comida irreverente», es de suponer que en muchas otras ciudades españolas los restaurantes de tendencias puedan ofrecer también otra suerte de diálogos de vanguardia, como «comida indiscreta», «comida irrespetuosa», «comida insobornable», «comida indómita», etcétera.
Diálogos con todo el arte
Desde hace años, en la prensa cultural suele reseñarse, respecto a tal o cual exposición, que la obra de un determinado bate del arte moderno entabla su diálogo con la obra de otro colega de su tiempo o bien perteneciente a siglos anteriores. Espigando por internet hallamos gran cantidad de estos diálogos cruzados de artista a artista.
Picasso es sin duda uno de los pintores más dialogantes (o tal vez habría que decir que los comisarios de exposiciones lo obligan a dialogar por castigo). Lo hemos visto dialogar, por ejemplo, con el mexicano Diego Rivera en el LACMA de Los Ángeles. Igualmente hemos asistido al diálogo entre su obra y la de Francis Picabia en la Fundación Mapfre de Barcelona («Picasso-Picabia: la pintura en cuestión»). En el folleto de la exposición, de cuando se repartía papel en las exposiciones a. C. (antes del coronavirus), se incidía en este aspecto del diálogo entre artistas.
Otro ejemplo de entre muchos que se podrían citar fue el diálogo que el paisajista británico David Hockney entabló con Van Gogh en el museo homónimo que honra al pintor holandés en Ámsterdam. La muestra enseñaba, a través de un más de un siglo de diferencia, las poderosas y analógicas pinceladas de Van Gogh frente a los casi brochazos de Hockney, plasmados directamente sobre el iPad e impresos después a gran escala. El museo dijo entonces que Hockney y Van Gogh, aun separados por la tecnología, «dialogan entre sí con fluidez y conforman una muestra excepcional, que despierta nuevos puntos de vista en los cuadros de ambos artistas».
Un año antes de la pandemia, también se pudo ver en el Museo Thyssen-Bornemisza cómo los vestidos del taller del modisto Balenciaga dialogaban con toda su magnificencia con grandes cuadros de la pintura española de los siglos XVI-XX (entre ellos Zurbarán, el Greco, Velázquez, Goya, Zuloaga, etcétera). El diálogo pictórico-textil alcanzó aquí —y podemos dar cuenta de ello— una comunión escénica pocas veces vista y sentida.
Muchas otras veces, sobre todo en exposiciones de arte abstracto, se alude a que las piezas longilíneas y eréctiles de un determinado escultor dialogan con el entorno curvo y barroco de una iglesia desacralizada —pongamos por caso—. Se quiere resaltar así el contraste rectilíneo del contenido de la muestra con la sinuosidad ornamental del continente que alberga las obras.
Otras veces, pongamos que una serie dedicada al lóbrego asunto de la vanitas, se resalta el aspecto mortuorio de la obra con el entorno igualmente fenecido de una fábrica abandonada o de un edificio que fuera símbolo de una época, pero que hoy se muere y se cae a trozos ante la incuria de los gobernantes. Estos diálogos entre obra y espacio han sido frecuentes en el ideario expositivo de los últimos años. A veces se ha logrado una fusión singular, pero otras muchas veces, por aquello de querer rizar el rizo en arte, se ha caído en ridículos disparates.
En el estupendo Breviario provenzal, de Vicente Valero, se cuenta cómo el ya avejentado Cézanne, instalado en la Provenza francesa, se imbuía de un enriquecedor diálogo místico entre Dios y el color. Decía el pintor que la ducha y la misa eran lo que le hacía mantenerse en pie. A su juicio, en los colores residía la única verdad del arte, y la naturaleza se hallaba más en las profundidades que en la superficie. Entre el patetismo y la iluminación, decía también que «los colores son la carne resplandeciente de las ideas y de Dios». Solía gastar sus horas al aire libre, como si el paisaje montuoso de la Provenza fuera todo un eremitorio donde meditar en soledad. «Estar así ante el paisaje: sacar de él la religión».
El último Cézanne halló en el color un hilo directo, un diálogo profundo con Dios. Desde antes, incluso, en sus bodegones ya se advertían otros diálogos silenciosos, como los de sus célebres manzanas. En Naturaleza muerta con calavera, una de sus creaciones más particulares, vemos cómo la propia calavera establece un diálogo de postrimerías con la fruta caduca.
Ya que hablamos de bodegones, podríamos decir que este género pictórico no es más que el diálogo mudo pero elocuente de los objetos que se muestran bajo el pasmo total de la naturaleza muerta. Pensemos en el Cesto con frutas de Caravaggio o en el manojo de espárragos blancos que pintara Manet. Tras la Segunda Guerra Mundial, el singular Giorgio Morandi no dejó de dialogar silenciosamente en su casa-taller de la Via Fondazza de Bolonia, de la que apenas salió, con la larga serie de sus Natura morta. De ahí la monodia inigualable, casi ascética, de sus botellas, jofainas, jarras y tarros pintados en tantos cuadros.
O pensemos, más actualmente, en dos excelsas pintoras de bodegones, como son las andaluzas Carmen Laffón y Teresa Duclós. Se nos irían las horas observando el diálogo cromático de las ciruelas amarillas y rojas en el cuadro de Laffón. Igual ocurre con las florecillas azules, las tazas y los platillos en uno de los lienzos de Teresa Duclós.
Las pasas, el pan, un barrilete, unas ciruelas, una jarra y otros recipientes también ofrecen en la obra de Luis Meléndez (1716-1780) uno de los diálogos más excelsos de la pintura de bodegones. De hecho, fue elegido este Bodegón con ciruelas, pasas, pan, barrilete, jarra y otros recipientes como el mejor ejemplo temático de la historia de la pintura por parte de los lectores y lectoras de Jot Down.
Los diálogos del silencio en el arte, como ocurre en la pintura de bodegones, darían sin duda para otra crónica cultural. Nada es más elocuente que la naturaleza muerta del silencio.