Diálogos hay muchos, muchísimos. Solo basta pensar en la cantidad de diálogos metafóricos o figurados o incluso imaginarios que podríamos reunir si nos lo propusiéramos y estuviéramos atentos a lo que se dice o se escribe. De darles vueltas al magín, nos toparemos con la palabra diálogo en muy diversos ámbitos. En la era de la plaga de la información, los mass media —se hable de deporte, economía, cultura, política, del corazón o del famoseo— hacen uso del término diálogo para expresiones que buscan su floritura y su pegada como reclamo de una noticia.
El cronista político de turno habla una y otra vez de diálogo o de establecer «puentes de diálogo» entre, pongamos por caso, el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña. Estos puentes de diálogo de la política catalana han superado en fama a Los puentes de Madison. Si hace tiempo que se habla con humor de «Pasión de catalanes», en lugar de Pasión de gavilanes, no estaría de más que Los puentes de Madison se convirtieran también, gracias al diálogo, en «Los puentes de Cataluña». Pero dejemos aquí aparcados los diálogos en política que a nada llevan.
En el podio de los diálogos metafóricos se hallan dos que podrían considerarse imprescindibles en el mundo de hoy. A saber: el diálogo de sordos y el diálogo de besugos. El DRAE incluso recoge estas maravillosas acepciones. Del diálogo de sordos la Real Academia dice que obedece a la «conversación en la que los interlocutores no se prestan atención». Respecto al diálogo de besugos, dicho en términos coloquiales, se trata de toda «conversación sin coherencia lógica». Estamos rodeados, pues, de sordos y besugos, entre los que humildemente debemos reconocernos todos.
El influjo del diálogo, de tan recurrente hoy por hoy para esto y lo otro, podría hacer cambiar incluso los títulos de algunas películas que contribuyeron a la psique de la memoria para quienes ya peinan canas. A Encuentros en la tercera fase, la película de Spielberg de 1977, podríamos rebautizarla como «Diálogos en la tercera fase», aunque ahora, visto lo visto, no sepamos bien quiénes son los extraterrestres y quiénes los humanoides.
Como es sabido, el diálogo como canon puede llegar a ser una forma de expresión literaria de variado registro (diálogos para una obra de teatro, para un guion de cine o para una novela). Si hablamos de filosofía no podemos soslayar los célebres diálogos de Platón. Pero aquí, como decimos, nos vamos a centrar más en el diálogo como ensalada de distinto registro y uso.
Por acotar los ingredientes de dicha ensalada, nos detendremos en estas cuatro variantes del diálogo relativas al deporte, la música, la gastronomía y el arte.
Diálogos en Wimbledon
Hablaba Tim Gallwey en El juego interior del tenis de cómo el tenista ha de vérselas con lo externo (el oponente, la pista, el público, el juez de silla) y lo interno (su mente, la conciencia). El diálogo exterior sería el entorno, y lo interior, la interioridad del jugador, sería el diálogo consigo mismo, con la mente. Este diálogo interno es el más importante. De no domeñarlo, acabará con el talento del jugador.
Que el tenista dialoga a solas y siente la soledad como nadie ya lo sabíamos por la biografía de Andre Agassi, Open. Decía aquel buen jugador y horterilla de Las Vegas de los años noventa que el tenis es el más solitario de los deportes. Incluso en el boxeo el púgil puede abrazarse por piedad o por estrategia a su adversario en un momento dado o recibir estímulo y brío de su entrenador entre round y round. Pero el tenista se halla siempre a solas, en el abismo de su soledad, más allá del gesto o el aspaviento puntual y dirigido a su entrenador o, en el mejor de los casos, a la pareja o a la familia situada en el graderío junto a la pista.
Tal vez tenga razón Agassi. Nada supera a la soledad del tenista de élite en el diálogo consigo mismo. Entre juego y juego impar, sentado en su silla, a veces el jugador se come un plátano o bebe alguna bebida isotónica, mientras la mirada parece dirigirla al vacío o a la nada, aunque esté pensando en si ha de cambiar o no de estrategia para mejorar su juego. Su soledad es muchísimo mayor que la del futbolista que va a lanzar el penalti decisivo. Sus compañeros lo han dejado solo junto al punto fatídico. El portero, que comparte parecida estética, no está tan solo en el fondo. Tiene de cara al árbitro y al resto de jugadores. El lanzador solo tiene como compañía el balón que va a golpear. Pero es verdad que su caso no es comparable a la soledad, a ratos fatídica, del tenista.
Eso sí, estamos hablando hasta ahora del tenis como una forma de diálogo existencial entre el tenista y su mente. Pero hay otra forma de diálogo: el del propio juego. ¿Qué es en sí mismo un partido de tenis, sino un diálogo desde el fondo de la pista o en las proximidades de la red? Los comentaristas de la tele, caso de Àlex Corretja, hablan a menudo de «soberbio intercambio de bolas» entre los jugadores. Quiere decirse que los jugadores dialogan con bolas y golpes de raqueta excelsos, donde se combina el vigor y la fuerza bruta y, otras veces, la delicadeza de una mota de polvo (una suave dejada junto a la red).
El tenis, en fin, es un diálogo con todas las de la ley a base de derechazos, de drives, de listados, de reveses, de restos, de paralelos, de globos, de voleas, de dejadas. Un saque directo aborta todo diálogo, igual que el abuso de la volea en la red. Ocurría en los tiempos infaustos y robóticos del saque y volea a lo Stefan Edberg y Pete Sampras (solo rescataríamos, por supuesto, los años de la volea del gran McEnroe).
Pensemos ahora en los más célebres diálogos tenísticos de la historia. Por ejemplo, recordemos el partido de Wimbledon (final de 2008) entre Rafael Nadal y Roger Federer, entre lo dionisiaco y lo apolíneo. El partido sobre la hierba de Londres, considerado el mejor de la historia del tenis, duró cuatro horas y cuarenta y ocho minutos de juego. Casi llegó, si se permite el desvarío, a las famosas Cinco horas con Mario de Lola Herrera (el diálogo-monólogo más famoso de la historia reciente del teatro español).
Eso sí, el partido y, en consecuencia, el diálogo de golpes y juegos más largo de la historia tuvo lugar entre el 22 y el 24 de junio de 2010, también sobre la hierba de Wimbledon. Ocurrió en primera ronda de individuales masculinos, entre el estadounidense Isner y el francés Mahut. El diálogo entre ambos se desarrolló nada menos que durante once horas, seis minutos y veintitrés segundos. Llegaron a disputarse un total de ciento ochenta y tres juegos. Isner dijo su última palabra después de un marcador de 6-4, 3-6, 6-7 (7), 7-6 (3) y ¡¡70-68!! El diálogo, de ser saludable e incluso bello, se convirtió en un pestiño insufrible para el espectador.
Diálogos musicales y demonios
En la música, como en el arte o la literatura, la tristeza tiene un pedigrí del que normalmente carece la alegría. Más de una vez se ha señalado este punto. El creador hace de la embolia del ánimo una fuente de inspiración. El desamor, la acedia o la añoranza le llevan a componer letra y música sin necesidad de leer los casi cien nombres de la bilis negra sugeridos por Robert Burton en Anatomía de la melancolía.
A veces la crítica cultural acerca de tal o cual disco sugiere que se trata de un último trabajo en el que tal o cual cantante dialoga con sus demonios personales. Podemos pensar en el Nick Cave que compone tras la muerte del hijo. Incluso podemos pensar en la cantidad de creadores de la estirpe de Nick Cave que con desigual fortuna han dialogado con sus fantasmas, con el negror de la vida, con la muerte, etcétera.
Christina Rosenvinge, en su disco Un hombre rubio, dialogó con su padre a modo de homenaje sentimental en un tema relacionado con el flamenco. Dijo, además, que había concebido su trabajo como un diálogo con diferentes formas de llegar a entrever la masculinidad.
Otras veces, espigando por internet, leemos que una cantante reúne en su último disco todo un diálogo amigo entre géneros musicales. Así, al puro azar, conocemos ahora que la cantante bonaerense María Lavalle definió su trabajo, titulado La foule, como «un hermanamiento entre diferentes géneros que han sido la base de todas mis andaduras musicales». En concreto Lavalle dialoga en La foule con el fado, el tango, el flamenco y la canción francesa. Y lo hace a través del encuentro fructuoso entre la guitarra portuguesa, el contrabajo, el bandoneón y la guitarra española.
Los diálogos entre géneros musicales, como es el caso de Lavalle, darían para una sola y temible crónica sin término ni punto final. Cuántas veces hemos escuchado o leído que en el disco de tal o cual artista «la vanguardia dialoga con la tradición». Si el flamenco a machamartillo nos puede llegar a causar una preocupante fatiga, más acidez nos procuran las mil y una discusiones acerca del tan traído flamenco fusión, asunto de índole dialogal que ha venido ocupando a la crítica especializada desde hace veinte años, al menos. El último diálogo con la heterodoxia más radical lo están llevando a cabo el cantaor Niño de Elche y Pedro G. Romero, último gurú intelectual de la revolución flamenca.
Hay un libro de un tal Pep Lladó que se titula Componer canciones para dialogar con tu mundo. Viene a ser como una summa entre libro de autoayuda y música para principiantes sin complejos. Se nos dice que este libro «te ofrece las herramientas necesarias para que conectes con tu poder creativo, sea cual sea tu nivel de conocimiento musical, y conviertas tus sentimientos en letras de canción, sin los prejuicios que suelen coartarlo y llevándote a un transformador diálogo con tu mundo interior». Y concluye: «Déjate acompañar en este fascinante camino y encuentra aquello que hará tu vida más rica y feliz».
¿No resulta inquietante? Todo el mundo podría creerse que goza de poder creativo para la música (por no hablar de la falta de oído). Si hay desde hace tiempo una superabundancia de gente que escribe y no lee, no queremos ni imaginar cuántos podrían verse inducidos a componer canciones creyéndose tocados por los hados a partir del citado «transformador diálogo con tu mundo interior». Lo dicho: inquietante, muy inquietante. Hacemos responsable a Pep Lladó del daño acústico que su libro haya podido ocasionar.
(Continúa aquí)