Beirut, 2 de marzo de 1982. José Antonio Gurriarán, periodista del diario Pueblo, se reúne con los responsables del atentado en el centro de Madrid que casi le arranca las piernas dos años atrás. Son cuatro armenios: dos encapuchados armados con un AK-47, otro al que le faltan los dos ojos y el brazo izquierdo y un tercero que luce barba de guerrillero y una Star en la cintura. Es el que traduce la conversación al castellano.
—¿Cómo es que habla mi idioma?
—Viví con mis padres en el Grao castellonense, hace doce años.
A Gurriarán le suena su cara. ¿La ha visto en algún periódico? Es posible. Pocos meses atrás fue detenido en Francia tras participar en la voladura de una sinagoga e intentar asesinar a un diplomático turco. ¿Y cómo se llama? En Francia era Dimitru Georgiu y Khatchig Avedessián, y en Beirut es Abu Sindi, pero será también Frederico Vella y Jack Daniel de forma simultánea, Timothy Sean MacCormick en la Yugoslavia de Milosevic…, así hasta convertirse en el comandante Avo en las montañas de Nagorno Karabaj. Su nombre real se puede encontrar hoy junto al de Charles Aznavour y otros veinticuatro más en la lista de «Héroes Nacionales de Armenia». Se llama Monte Melkonián.
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Castellón, 1968. En la academia de idiomas Ami, la señorita Blanca saluda a la clase, un grupo de niños extranjeros que estudian castellano mientras sus padres disfrutan del sol del Levante.
—¿De dónde eres?
—De California.
—Me refiero a tus ancestros, ¿de dónde llegaron?
El pequeño Monte duda porque, que él sepa, es estadounidense. ¿Se refiere la señorita Blanca al «país viejo» del que a veces hablan sus padres?
«Armenia», responde, tras despejar la duda. Por primera vez, Monte Melkonián se escucha a sí mismo pronunciar esa palabra: Armenia.
Nacido en 1957 en casa de un carpintero y una maestra de escuela, el pequeño Monte crece como cualquier otro niño californiano: pedaleando sobre una Schwinn entre los Boy Scouts y la liga infantil de béisbol, siempre bajo un cielo que gira alrededor del depósito de agua de Visalia («Capital Mundial de la Nuez»). De los ancestros, del «país viejo», apenas se habla en casa, pero la familia está a punto de emprender un viaje de quince meses en furgoneta por Europa, el norte de África y Oriente Medio: cuarenta y un países. Por supuesto, conducen hasta Marsován, la localidad anatolia de la que llegaron hasta California los abuelos maternos de Monte.
Según entran en la ciudad —ahora se llama Merzifón—, la madre de Monte reconoce la pequeña torre del reloj en la plaza del pueblo. Había oído hablar de ella mil veces cuando era niña. Su marido saca su cámara de Super-8 y pronto se ven rodeados por un grupo de lugareños poco acostumbrados a las visitas. «Ermeniler» (armenios, en turco), dice alguien. Hacen llamar a un tal Vahram.
Vahram Karabents es un hombre delgado en la cincuentena que pertenece a una de las tres únicas familias armenias que quedan en Merzifón. En casa de los Karabents no hay ni un crucifijo, virgen o libro que los identifique como armenios. Hablan la lengua, sí, pero resulta evidente que se les atragantan las vocales del armenio por la falta de uso. «Nuestra familia era conocida como Ben Ohanián aquí», explica Vahram, poco antes de enseñarles lo que queda de la antigua casa de la abuela de Monte: una pared entre un montón de cascotes renegridos por el fuego. ¿Algún problema con los vecinos turcos? Ninguno, se llevan todos muy bien. «Un día se fueron todos los armenios y nos encontramos súbitamente rodeados de turcos —dice la abuela de Karabents, sacudiendo una mano contra la otra—. No sé qué pasó».
La hospitalidad de la familia contrasta con un testimonio que chirría a oídos de los Melkonián. Dos años después, una anciana que vive en Chipre y conoce al hermano mayor de la madre de Monte despeja aquel misterio en una carta: «Supongo que no sabes por qué solo quedaron tres familias en Merzifón de entre los más de diecisiete mil armenios que fueron masacrados. La de Ben Ohanián se salvó a cambio de señalar a la policía cuáles eran las casas habitadas por los armenios».
Aprendizaje
Se apaga el verano de 1970 cuando los Melkonián vuelven a California. En My Brother’s Road (Tauris, 2005), la biografía de Monte escrita por su hermano, Markar, este recuerda que ambos consideraron hacerse sacerdotes «como descendientes que éramos de la primera nación cristiana». Nunca ocurrirá, es más una manera de verbalizar que empieza una nueva etapa en busca de los orígenes. ¿Es el suyo un linaje de europeos orientales, o de asiáticos occidentales? ¿Es más armenio su padre, de cara ancha y ojos rasgados, o su madre y todas sus primas, pecosas y pelirrojas? Acaba de estrenar la adolescencia y se le acumulan las preguntas. Por el momento tiene que aprender la lengua y no tarda en familiarizarse con el alfabeto a través del Nuevo Testamento que le presta su abuela.
El cuerpo de Monte sigue en Visalia, pero su mente hace tiempo que se perdió en libros y enciclopedias. No para de leer y, cuanto más sabe del «país viejo», menos entiende la actitud de los que una vez lo habitaron. ¿Cómo se dejaron matar de esa manera? ¿Y cómo se permitieron las generaciones posteriores el lujo de emigrar condenando al vacío a su tierra? La descripción del sadismo de los turcos no le perturbaba tanto como la docilidad de las víctimas que parecían marchar como ganado al matadero.
El instituto no es más que un trámite que supera con excelencia, incluso se le ofrece graduarse prematuramente para que pueda enfilar cuanto antes hacia el mundo académico, pero, de momento, prefiere viajar a Japón para estudiar japonés y artes marciales. Solo tiene quince años. Allí descubre que dar clases de inglés puede ser una forma de financiar sus viajes por el Sudeste Asiático. Se empapa de nuevas culturas y filosofías, pero será una visita a Vietnam, poco antes de la caída de Saigón, la que comience a esculpir al soldado que lleva dentro. Vuelve a California para acabar becado en Berkeley (Arqueología e Historia Antigua de Asia), donde se une a la ASA (Asociación de Estudiantes Armenios). Sus actividades van desde organizar una exposición de artefactos armenios —el consulado turco se encarga de que se clausure el ala dedicada al genocidio— a volar con explosivos la puerta principal de la residencia de estudiantes. Nadie resulta herido, solo quieren llamar la atención sobre una publicación de un profesor de allí que califica el genocidio de «propaganda de nacionalistas armenios».
Mientras tanto, la prensa habla de una serie de ataques contra diplomáticos turcos reivindicados por misteriosos grupos como Nueva Resistencia Armenia o los Comandos de la Justicia: «Terroristas», dicen los periódicos; «objetivos legítimos», responde la ASA. Se licencia con honores en la primavera de 1978 y es admitido en Oxford para su doctorado. Nunca irá.
«Es cierto que se puede aprender mucho leyendo libros y escuchando a la gente, pero no es suficiente. Para entender realmente algo tienes que experimentarlo, tienes que vivirlo», escribirá Monte a su mujer años más tarde.
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Aprender armenio —habla ya japonés y español— está entre sus prioridades, pero no puede viajar al país porque todos sus intentos de conseguir un visado para la URSS fracasan. Hay, eso sí, dos países fronterizos que cuentan con una poderosa comunidad armenia: el Líbano e Irán. Pisa Beirut por primera vez en abril de 1978 en mitad de la guerra civil y justo a tiempo para defender Bourj Hammoud, el distrito armenio de la ciudad, del acoso de las milicias falangistas. Acaba dominando el armenio y se familiariza con las armas, las guardias y el marxismo, pero esperaba otra cosa de sus compañeros. Aquella raza de combatientes indómitos de la que le habían hablado en California solo sueña con emigrar a América. En Beirut también conocerá a Seta. Será su compañera hasta el día de su muerte, aunque pasen la mayor parte de ese tiempo separados.
La siguiente parada es Irán, donde lo intentará de nuevo con un visado soviético. Mientras espera, da clases de inglés para ganarse la vida y viaja hasta Mashad, en la frontera con Afganistán, en un autobús de peregrinos chiíes; su tez morena y su proyecto de barba azabache lo hace parecer uno más del grupo. De Mashad cruza hasta Kabul. Los budas de Bamiyán son uno de los yacimientos arqueológicos más importantes que ha visto nunca, les cuenta a sus padres en una carta. No tarda en volver a Teherán: el sah está a punto de caer y la caída de la tiranía patrocinada por la CIA puede tener un impacto enorme en la región, incluida Turquía. «Los cadáveres se recogen con buldóceres y se tiran a agujeros enormes. Algunos están heridos, pero también son enterrados».
En un segundo viaje a Irán conocerá a la milicia kurda, la cual causará una fuerte impresión en él por su adiestramiento tanto militar como ideológico. Monte les respeta y les adora a partes iguales, incluso llegará a vestir en el Líbano el uniforme que le regalan en el Kurdistán iraní. No se trata únicamente de una conexión personal. En la primavera de 1980 asiste a una rueda de prensa conjunta en Sidón (el Líbano) con miembros enmascarados del PKK (Partido de los Trabajadores de Kurdistán) y del ASALA (acrónimo inglés de «Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia») en la que aseguran compartir estrategia para luchar contra Ankara. Es el enemigo común.
Guerra secreta
A la salida del evento, un armenio lo emplaza a una reunión, y luego a otra, y a otra más hasta que Monte se encuentra cara a cara frente a Hagop Hagopián. Es el líder de ASALA, un armenio nacido en Mosul (Irak) en 1940 que lleva en la órbita del FPLP (Frente Popular para la Liberación de Palestina) desde su fundación en 1967. El FPLP es la fuente de la que beben entonces movimientos de liberación como el Ejército Rojo Japonés, los tupamaros uruguayos, el IRA irlandés, la RAF alemana… No falta nadie, y tampoco los armenios. Tras ser reclutado, Monte será uno de los redactores de Hayastan (Armenia, en armenio), una publicación plurilingüe y gratuita que se distribuye de forma clandestina a través de la diáspora. Ahí se explica que los objetivos de la organización pasan por el reconocimiento del genocidio por parte de Turquía, así como la creación de una Armenia independiente que incluya los territorios reconocidos por el Tratado de Sèvres.
Hagopián no tardará en asignarle su primera misión: viajará a Atenas con un pasaporte iraní en busca de su primer objetivo. Un coche con matrícula diplomática turca se detiene frente a una oficina de Turkish Airlines. Monte se acerca, apunta con su pistola y dispara al conductor y su pasajero. También a las siluetas tras los cristales tintados de los asientos traseros. Una carrera entre el tráfico correoso del centro de Atenas; los coches tocan la bocina y varios transeúntes se unen a la caza del pistolero. Monte resbala y pierde su reloj Seiko. Es un regalo de un antiguo amigo japonés, y no tendría mayor importancia de no ser porque lleva su nombre grabado en el reverso. Retrocede, consigue recuperarlo y esquiva a sus perseguidores. Misión cumplida.
Al día siguiente lee en los periódicos que su víctima era un tal Galip Özmen, un agregado de la embajada turca en Atenas: «Un espía menos». Sigue leyendo y descubre que las siluetas tras los cristales tintados eran las de su mujer, su hijo de dieciséis años y su hija de catorce. Los dos primeros sobreviven a las heridas, no así la niña. Vuelve a la seguridad del Líbano, a los campos de entrenamiento del FPLP en el valle de la Becá. Pero ya nunca será el mismo.
La siguiente misión pasa por ayudar en la colocación de una bomba en el consulado turco en Ginebra, recoger una donación de un cristiano siríaco para la organización y volar la sede de un periódico en Milán (habían violado el acuerdo sobre una entrevista con Hagopián). La única víctima es un camarada que ha perdido las manos y un ojo tras explotarle la bomba que manipulaba en Ginebra. Está en la cárcel y hay que presionar a Berna para su liberación: explota otra bomba en la embajada suiza en Beirut y Monte es enviado a Roma, donde recibe cobertura de las Brigadas Rojas para seguir con la misma estrategia de ataques contra delegaciones diplomáticas helvéticas.
La campaña se extiende por Londres, París, Marsella e incluso Madrid. En la capital española son dos bombas: una en las oficinas de la TWA de la Gran Vía madrileña y la segunda junto a la sede de Swissair, en la plaza de España. Esta última alcanza a Gurriarán dentro de una cabina telefónica, justo cuando el periodista habla con su redacción para informar de la primera explosión. Se encuentra en la zona porque iba a ver Stardust Memories, de Woody Allen.
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Monte habla de misiones «punitivas y propias de la mafia», aunque acepta gustoso el encargo de entrenar a cuatro reclutas llamados a conducir un «espectacular acto de propaganda armada» en París. El 24 de septiembre de 1981, cuatro hombres irrumpen armados con rifles y granadas en el consulado turco del bulevar Haussmann, muy cerca del Arco del Triunfo. Arranca la operación Van. Un gendarme francés muere en un intercambio de disparos y el grupo dice que volará el edificio con todo el personal diplomático si interviene la policía. Durante las quince horas que dura el secuestro, cientos de turcos muestran su apoyo a los cincuenta y seis rehenes frente a otro grupo de armenios que jalean a los secuestradores. Por supuesto, está toda la prensa, incluida la televisión. Se baten récords de audiencia históricos en Francia.
Más allá de la cobertura mediática en tiempo real, el juicio se convierte en un proceso en el que no eran los cuatro armenios los que se sentaban en el banquillo, sino la República de Turquía por crímenes de genocidio.
«Nos condenaron a siete años y solo cumplimos cinco. Era casi difícil de creer, sobre todo si pensamos que murió un policía francés», recuerda Vaskén Sislián, el líder del comando, desde su casa de Ereván. Nacido en Beirut en 1956, Sislián fue el comando que resultó herido durante el secuestro. Su foto tras entregarse el grupo a la policía haciendo el signo de la victoria dio la vuelta al mundo.
Sislián conoció a Gurriarán en dos visitas del español a Beirut. Lo recuerda como un hombre «de gran corazón, sobre todo después de lo que le pasó» y subraya que parte de su libro, La bomba (Planeta, 1982), está dedicada a explicar al resto del mundo la causa armenia. En cuanto a Hagopián, era cruel, sí, pero era necesario porque ASALA «era una organización clandestina, no una ONG. No habría pasado lo malo sin él, pero tampoco lo bueno». En cuanto a Monte, lo conocía de su primera visita a Beirut, antes de que ambos se unieran a la organización. Trabajaron juntos, pero perdieron el contacto. Prefiere no hablar demasiado. Hay cosas que se cuentan en la biografía que escribió su hermano Markar con las que no está de acuerdo.
(Continúa aquí)