El Borges de Adolfo Bioy Casares, tan monumental, atrae y repugna por igual: es un espectáculo morboso. Utilizando una palabra que, en este libro de más de mil páginas, hecho con las anotaciones que Bioy hacía en su diario referidas a sus encuentros con Jorge Luis Borges, se adjudica a cualquier libro que les desagrada —todo libro que contenga escenas eróticas entra dentro de tan severa consideración—: es una inmundicia. Hasta en poemas a los que dan su aprobado encuentran momentos que consideran baratos o lastimosos: del retrato de Antonio Machado, por ejemplo, Borges desaprueba por vanidoso lo de «torpe desaliño involuntario»; por blando, «las flechas que me asignó Cupido»; y también el «casi» de «casi desnudo como los hijos de la mar». Pero lo más desagradable sea acaso ver a Borges en la intimidad reduciendo a la nada a autores a los que uno leyó —en aquella época en la que confundió a Borges con la literatura— por expresa alabanza de Borges. No hay apenas autor que se salve…, ni siquiera los que él reivindicó de manera infatigable.
Yo no sé si Bioy, al hacer esas anotaciones que se compilaron a su muerte, tenía en mente el Eckermann de las Conversaciones con Goethe o el Boswell que levantó un monumento a Samuel Johnson: quizá, quién sabe, estaba convencido de que, por póstumo que saliera, alguien recogería esa siembra espigando en sus diarios todo lo referido a Borges —que iba a cenar a su casa casi cada día durante años— y de algún modo se vengaría de él, de su maestro, sabedor de que, cuando ha pasado el tiempo suficiente, y ante una gran figura, ya se lee mucho más sobre esa gran figura que las producciones que elaborara; hoy se lee mucho más el libro de Eckermann sobre Goethe o el de Boswell sobre Johnson que a Goethe y a Johnson: parece claro que los clásicos no son aquellos autores a los que todas las generaciones leen, sino los autores acerca de cuyas vidas no cesa el interés y producen un imponente número de páginas que suman más lectores que las obras que escribieran. Sería una venganza sonriente, desde luego, con ese punto de mala uva que se permitía Bioy. Un antológico modo de matar al maestro, porque de los muchos retratos que se han hecho de Borges no creo que haya ninguno en el que este salga peor parado que en el tocho descomunal de Bioy.
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En Textos recobrados —volumen que, como indica el título, compila artículos, conferencias, intervenciones que no se recogieron antes— está la transcripción de una charla sobre Mastronardi en la que Borges está a punto de ceder a las lágrimas cuando comenta algunos versos del poeta recién desaparecido, rememora algunas circunstancias que compartieron, alaba su escrupulosidad en la composición de poemas y parece sincero cuando exalta la intensidad de algunas imágenes encendidas en sus versos. Si comparamos la fecha de la charla con los apuntes de Bioy, no hay pruebas de que estuviera actuando, de que esa tristeza y esa emoción no fueran auténticas, porque para las fechas en que da la conferencia, las anotaciones de Bioy prescinden por completo de Mastronardi. Lo cierto es que cada vez que Mastronardi sale en el libro es para ser minuciosamente censurado. En algún momento, tanto Bioy como Borges acuerdan que solo deberían tenerse en cuenta, para enjuiciar a cualquier escritor, sus momentos felices. Los momentos desdichados no debían ensuciar a los mejores. Y, sin embargo, no hay página en las mil seiscientas del tomo en que no se utilice precisamente ese recurso de medir la valía de un poeta o un escritor por sus desdichas. Bioy y Borges gozan repitiendo desdichas de todo el mundo: uno no puede sino envidiar la capacidad de memoria de ambos para retener las debilidades ajenas. Es evidente que una cosa es la conversación privada, los comentarios de sobremesa, el chismorreo en el que condescendemos a la pulla o el chiste, y muy otra cosa lo que uno escribe para el público y firma, o incluso recita en público. En eso estamos de acuerdo. Pero aun así, cuesta creer que, cuando muere Cansinos, Borges sea capaz de dedicarle dos artículos en la prensa reconociéndolo como maestro y espléndido artífice y recomendando que se le comience a leer por Los temas literarios y su interpretación o El divino fracaso, y luego acudiera a cenar con Bioy y, al comentar la muerte de Cansinos, le dijera que el hombre no produjo una sola página que valiera algo o recordara el chistecito de su madre, para quien El divino fracaso podría haberse titulado sencillamente «El fracaso».
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La madre de Borges: Leonor Acevedo. He aquí un detalle emocionante. Poco antes de morir, cuando ya hace una década que Borges es universalmente celebrado, una gran editorial le propone que escoja cien libros para hacer una «Biblioteca Personal»: su trabajo consistiría en decir los títulos y escribir un prefacio para cada obra (algunos títulos, como los Evangelios apócrifos, constaban de varios volúmenes). Solo alcanzó a escribir setenta y pico prólogos, circularon luego de su muerte tres o cuatro títulos más sin prólogo suyo, pero perteneciendo a la «Biblioteca Personal»: dado que sin los prólogos de Borges los libros no se vendían, la editorial interrumpió la publicación de la colección y se recogieron en un tomo todos los prólogos que Borges escribió. Al final de ese tomo comparecen como «Libros que fueron preseleccionados por Borges y eliminados de la selección definitiva» una treintena de títulos entre los que están Dante y El islam de Asín Palacios, un estudio de los años treinta que demuestra que muchos círculos dantescos estaban en la tradición árabe, una novela de ciencia ficción como Hacedor de estrellas, una antología de cuentos de Horacio Quiroga —sobre el que tampoco hay frase amable en el Borges de Bioy—, un estudio sobre los presocráticos… Llama la atención ahí un libro: Cuentos para ser leídos antes de medianoche, de un tal S. V. Bennett. Hará mal el curioso en indagar el rastro de ese nombre, porque está mal escrito: es Benét. Stephen Vincent Benét, todoterreno típico de las letras estadounidenses del siglo XX, capaz de escribir novelas históricas, ensayos divulgativos —en español solo se tradujo un libro suyo: Historia sucinta de los Estados Unidos— y relatos de fantasía. ¿Tan buen cuentista era como para que Borges le hiciera sitio en los cien libros de su «Biblioteca Personal» y lo colocara al lado de Chesterton? Lo cierto es que era un gran cuentista, sí, o al menos a mí me lo parece. Sus mejores relatos se recopilan en varias antologías de las que destacan Thirteen O’Clock y Tales Before Midnight, la que Borges destinaba a su «Biblioteca Personal». En el Borges de Bioy hay una mención al escritor estadounidense. Borges vuelve de uno de sus cursos en Austin y pone al día a Bioy de novedades en la valoración de los escritores de allá. Le dice, por ejemplo: O. Henry ha caído en la bolsa de valores y prefieren a Ring Lardner. Bioy le contesta: pues en eso llevan razón. Ahí le dice Borges: S. V. Benét tiene cuentos ingeniosos, ¿te acordás de él? Y la nota se interrumpe sin que Bioy conteste.
Debía de acordarse, porque la revista Sur publicó un cuento de Benét, un cuento del que lo más destacable es que lo tradujo Leonor Acevedo, y a la hora de componer su «Biblioteca Personal» decidió hacerle sitio a un cuentista del que lo mejor era que su madre había traducido la única pieza narrativa que podía leerse en español.
Borges defiende, en alguna página del tomo de Bioy y ante el escritor Manuel Peyrou, al escritor francés Henri Barbusse. Opina que, como testimonio de la Gran Guerra, El fuego es una novela muy superior a Sin novedad en el frente, de Remarque, y añade que, en cualquier caso, Barbusse es autor de una obra maestra titulada El infierno. Peyrou muestra curiosidad por ese libro que no conoce y Borges lo resume: cualquiera que lea ese resumen pensará inmediatamente en que lo que Borges le está contando a Peyrou es El Aleph. En el libro de Barbusse, el inquilino de un cuarto de pensión puede mirar gracias a un agujerito lo que acontece en el cuarto vecino. Durante la sucesión de capítulos describirá escenas amorosas, peleas sentimentales, horas somnolientas de un solitario, en fin, la vida de los otros compilada en esa cabalgata de jornadas en las que en el cuarto vecino se va cediendo la presencia de muy distintos personajes: el cuarto vecino es el mundo, lo contiene todo en su reducido espacio: tristezas, alegrías, pasiones, llantos de soledad, violencias esporádicas, confesiones intempestivas, bebés que no pueden dormir y no dejan dormir, soldados que hacen noche antes de volver a la guerra. Y como fuera del mundo, el ojo del protagonista, alguien de quien no sabemos nada, solo que tiene la sensación de haber sido condecorado con la posibilidad de asomarse al infierno, esas vidas de los otros que se iluminan durante una sola jornada y luego se apagan para siempre.
Sin duda, años más tarde de leer la novela de Barbusse, Borges supo sintetizarla en un punto mágico que englobaba todo lo que existió, lo que existe y lo que existirá, logrando uno de sus cuentos más celebrados; aunque confieso que no creo que sea de los mejores suyos, pues necesita muchas páginas para alcanzar el instante decisivo, casi diría que El Aleph estaba llamado a ser uno de los micros que componen El hacedor, pero por una vez Borges se permitió el lujo de agrandar una ocurrencia que mejora, y cuánto, la fatiga con la que uno acaba terminando El infierno de Barbusse. Igualmente, a pesar de que dijera que era el peor libro de Unamuno, porque no tenía sentido reescribir El Quijote de manera menos encantadora que como lo escribió Cervantes, ¿no está en esa reseña de Vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno el germen evidente de Pierre Menard?
Hoy voy a ser Borges, me dije. Tiene un apunte, defendiendo la María de Jorge Isaacs, en el que escrupulosamente detalla la hora de inicio de lectura de la novela, que leyó seguida durante una tarde-noche, y la hora de terminación. Su veredicto es tajante: no es una obra maestra, pero los que la atacan como ejemplo de cursilería, de sentimentalismo trasnochado, los que le discuten su calidad, acaso no reparan en que ese sentimentalismo es idéntico al de tantas películas de Hollywood que arrancan aplausos de las plateas. O sea, acusar a Isaacs de «romántico» desde el romanticismo evidente que perjudica o engrandece a las principales producciones que se consumen en la hora en que Borges escribe, le parece, con toda razón, una insensatez. Pero es que, además, si por romántico se entiende a Byron o a Heine, si el romanticismo es la exaltación del borde y el abismo lo que cuenta, Isaacs ni siquiera es demasiado romántico.
Expone Borges un ejemplo simple cuando, ante una cacería en la que cualquier romántico hubiera aprovechado para llenar de colores exóticos y grandilocuentes la situación narrada, Isaacs pasa como de puntillas, como quitándole toda importancia a lo narrado. También valora lo que pesa, durante la lectura, el hecho de que el narrador se enfrente a la narración dando por sabido que la protagonista del relato ya está muerta: no va a morir durante la narración, es un flashback que no comete la trampa de que el lector tenga la menor esperanza de que la protagonista sobreviva.
Cuando alcanzo el final de la novela, poco antes de las nueve, como Borges cuando la leyó, reconozco que las pinceladas con que el argentino vindicó la novela del romántico —un best seller al que naturalmente no se le perdonó haber vendido durante décadas tantos miles de ejemplares— han influido en mi lectura, y que he insistido en terminarla solo por ver si el reloj de Borges y el mío coincidían. No me parece, como a él, ninguna obra maestra, pero tampoco me parece un pestiño: es de muy grata lectura, tiene escenas de viva melancolía y medida emoción. Y es otro libro que le debo a Borges.
(Continúa aquí)
Ahora que Bonilla nos ha puesto los dientes largos con ese tal Stephen Vincent Benét del que no hay más que un libro traducido en español sería un momento precioso para que publicara algunos de sus cuentos en Zut, por ejemplo ;)