Siempre las almas grandes, queriendo honrarse, hacen penar a los cuerpos por sus exigencias y no los dejan descansar: los hacen viajar de lugar en lugar.
(Proverbios Morales, VI, don Sem Tob de Carrión)
Antes de que Madrid se llamase definitivamente Madrid en lugar de, indistintamente, «Madrit» o «Mayrit»; antes de que fuese «villa y corte», porque solo era villa, se dio ese periodo mítico fundacional del que sabemos muy poco, aunque algunos restos hay. Fueron unos siglos mágicos, del XII al XVI, entre la vida de san Isidro y la llegada de la capitalidad del Imperio en los que, como hubiese dicho García Márquez, las cosas eran tan nuevas que carecían de nombre y, más allá de los arrabales de San Ginés y Santa Cruz, a medio camino extramuros entre los grandes monasterios de San Martín y Santo Domingo, se cree que estuvo un fortín árabe con una puerta que sobrevivió varios siglos al fortín, a la altura de la actual calle Preciados mirando a Alcalá, y desde la que señalaban: por ahí sale el sol.
Por ahí salía el sol a la ciudad y llegaría, en octubre de 1383, un mensajero de madrugada desde Segovia a uña de caballo: allí llevaban unos días reunidas las Cortes de Castilla con el rey don Juan I de Castilla, y traía una noticia estupefaciente: Madrid dejaba de ser villa del rey y los madrileños —que nunca habían tenido señor feudal ni obispo interpuesto entre ellos y la Corona desde su fundación, dos siglos antes— pasan de la noche a la mañana a ser degradados de realengo a señorío feudal, con un señor nuevo que, sin embargo, es también rey, pero no de Castilla, llegado de tierras de cruzados y del que nadie sabía ni habían oído jamás nada. Un lío morrocotudo.
Tañeron las campanas de la iglesia de San Salvador, hoy desaparecida, en la calle Mayor frente a la plaza de la Villa, llamando a reunión extraordinaria del Concejo de Madrid. La noticia corría de los caballeros a los escuderos, a los corrillos gremiales, a los huertanos… Comentaban o maldecían, pero todos estaban atemorizados y querían saber en qué iba a afectar la novedad del nuevo señor en sus vidas. Madrid, en 1383, era apenas un pañuelo que hoy limitaría la calle Segovia, Toledo, de las Fuentes, Ópera y los Jardines de Sabatini. Era una villa pequeña, pero de gran valor estratégico y, sobre todo, autosuficiente y muy rica, rodeada de bosques con abundante caza y leña, un subsuelo de aguas subterráneas ideal para las huertas, otra zona extensa de cereales y pastos para ganadería, dos monasterios que eran auténticos centros productores de vino y otros bienes que se vendían en la plaza del Arrabal (actual plaza Mayor), un mercado de abastos realmente práctico porque, al estar extramuros, no pagaba tasas.
La villa de Madrid ya tenía una escuela de gramática para niños y jóvenes, y el rey de Castilla se preocupaba con frecuencia de su bienestar. Tres grupos étnicos estables formaban su población: cristianos en la villa y más allá del Manzanares, al sur hasta Leganés y Los Carabancheles, con tierras de cereales y pastos hasta el monte del Pardo, y por el norte, hasta Alcobendas; juderías prósperas alrededor del Alcázar Real y extramuros en Lavapiés; y mudéjares artesanos y labradores en la morería al otro lado del viaducto, Vistillas y calle Segovia: unos doce mil vecinos en total (Toledo y Valladolid tenían alrededor de treinta y cinco mil; Segovia, importante centro textil, unos quince mil).
Delante de la iglesia de San Salvador, en una tribuna que improvisan ante su fachada, la junta concejil debate la noticia. Que nadie espere rancios apellidos de abolengo, los notables de Madrid no provienen de la nobleza vieja con raíz en la propiedad territorial, sino que es una nueva que surge tras las guerras civiles de Castilla, una élite con linaje de mercaderes, lo que supone, en muchos casos, judíos conversos que apoyan financieramente a los Trastámara y son recompensados. Así, tenemos aquí reunidos —sumidos en verdadera preocupación— a dos alcaldes que presiden la junta, Aparicio Sánchez y Juan Rodríguez, acompañados de Gil Fernández, alguacil, y la corporación municipal compuesta de Garcías, González, Alfonsos y Bermúdez. Un auténtico gabinete de crisis que pone en marcha a contrarreloj una de las acciones de lobby —en aquella época dirían «cabildeo», para que vean ustedes lo antiguo que es esto y que no inventaron nada los ingleses cuatro siglos después— más exitosas de todos los tiempos porque todos ganaron: el rey de Castilla en su grandeza, el rey de Armenia (ahora señor de Madrid) en su pervivencia y el pueblo de Madrid en su ciudadana independencia.
Marchó hacia Segovia una delegación de cinco vecinos procuradores, en nombre de la Villa de Madrid y representando también al concejo de Villarreal (Ciudad Real) y Andújar, pues los tres señoríos se habían regalado al misterioso armenio, con un plan de cabildeo bastante claro: primero, evaluar qué margen tenían de convencer al rey Juan I de echar marcha atrás en la cesión y, por tanto, que el mismo rey los recibiese para hacerle llegar sus reservas y deshacer aquello si aún fuese posible; segundo, conocer en último término al nuevo señor armenio de Madrid, que se hallaba en Segovia junto al rey castellano, y descartar que fuese un desalmado o, lo que sería muchísimo peor, que llegase con la intención de esquilmarles a impuestos, como receptor de «todos los pechos y derechos» que conllevaba el regalo. Se podía rendir homenaje a un nuevo señor extranjero si el rey de Castilla lo mandaba, pero que les subiesen los impuestos, ahora que la ciudad cumplía con generosidad y prosperaba… hasta ahí podíamos llegar.
Si el fatídico anuncio del mensajero llega a Madrid el 2 de octubre desatando la crisis, fue llegar la delegación madrileña a Segovia en horas y deprimirse un poco: el arrepentimiento del rey ante una posible improvisación era imposible al haberla tomado y ejecutado casi un año antes por carta al armenio, y verbalmente hacía seis meses, cuando ambos se conocen en la propia boda del rey Juan en Badajoz. La única razón por la que las Cortes en Segovia tardan hasta octubre en ratificarlo es porque el rey Juan I de Castilla, tras casarse, viaja de Badajoz a Asturias a meter en cintura a su hermanastro Alfonso, conde de Gijón, que se le ha sublevado y al que somete a cerco y rendición. De vuelta se reencuentra con el rey de Armenia en León y viajan juntos a Segovia para celebrar las Cortes y poner todo por escrito. El rey Juan recibe en audiencia a la delegación madrileña, que es persuasiva y elocuente en sus ruegos: que si pasan de realengo a simple señorío…, que si Madrid ha sido siempre muy noble y muy leal a la corona de Castilla en general y a los Trastámara en particular… Y apenas ocho días después consiguen que el rey Juan, si bien no se echa atrás en ceder las villas al armenio, sí al menos se autoenmienda e introduce un matiz fundamental en un nuevo decreto del 10 y 12 de octubre: la cesión será solo mientras viva el rey de Armenia, devolviéndose a su muerte al rey de Castilla los señoríos de Madrid, Ciudad Real y Andújar. No era una victoria total, pero al menos algo habían compensado la decisión del rey: que la cesión no fuese eterna y hereditaria. Entonces pasaron a la segunda parte del plan: conocer y medir las intenciones del nuevo señor, que también los recibiría en Segovia. Una semana larga llevaban cabildeando con el entorno real allí y se encontraron, sorprendidos, con que el rey de Armenia se había hecho querer bastante en las Cortes castellanas y en el entorno del rey Juan, y le tenían gran respeto, incluso admiración. Puede que no fuese un desalmado, aunque viniese del fin del mundo, después de todo.
¿Y quién era el rey de Armenia? ¿Por qué el rey de Castilla, lejos de tratarlo como un vasallo, le daba honores de amigo? ¿Qué peripecias lo traen hasta Madrid?
León V de Armenia, (o VI, si se tiene en cuenta un primer príncipe) no estaba destinado a ser rey. Provenía de una familia de origen francés, los Lusiñán (Lusignan), una poderosa familia feudal del Poitou francés al norte de Burdeos, que se convierten con las cruzadas en reyes de Chipre y Jerusalén a finales del siglo XII. Mientras, los armenios llevaban ya un siglo resistiendo el avance de los turcos selyúcidas y gran parte de la población huyó al sureste hacia el golfo de Anatolia, aún bajo el Imperio bizantino (de cuya cultura provenían los armenios como gobernadores del Imperio), y fundan el principado armenio de Cilicia, o Pequeña Armenia, fuera de la Armenia clásica ocupada y enarbolando la bandera del cristianismo, convirtiéndose en base estratégica del papado en las grandes cruzadas de los siglos XII y XIII.
En 1341, uno de los Lusiñán chipriotas, Guido de Lusignan, descendiente de la Casa Real de Armenia por parte de madre, se alza con el trono armenio como Constantino II. Organizó el reino tomando como modelo principados franceses de las cruzadas de Oriente y la legislación francesa, con vasallaje tanto de la Santa Sede como del Imperio germánico. Tras unas décadas de inestabilidad en las que fallece Guido, el padre de nuestro protagonista, y es asesinado su tío, es apresado junto a su madre viuda y su hermano mayor por un usurpador del trono. Unos pescadores les ayudan a escapar a Chipre, donde son acogidos por sus familiares unos dieciséis años, hasta que su hermano mayor y heredero de la Pequeña Armenia, Boemundo, fallece en Venecia acompañando a su primo, el rey de Chipre. Así, León pasa a ser el sucesor como último descendiente vivo de Guido de Lusignan, y con unos partidarios, reconquista el trono y es coronado con treinta y dos años en la catedral de Sis, y no sin resistencia, primero de su pariente, el rey de Chipre, que quiere ese territorio, luego de los genoveses, enemigos de Chipre. Finalmente, es la intervención directa del papa Urbano VI y los católicos de la Pequeña Armenia los que logran restaurarlo en un reino arruinado y por poco tiempo, pues apenas un año después, tras meses de asedio, cae en 1375 ante los mamelucos de Egipto, que incumplen el pacto de rendición y lo trasladan preso, con su familia y veinte personalidades del reino, a El Cairo.
Allí preso junto a los suyos, renuncia varias veces a apostatar a cambio de libertad y devolverle el reino. Recibe frecuentes visitas de peregrinos camino de Tierra Santa, por medio de los cuales pide sin éxito al papa, a emperadores de Alemania y Constantinopla, a la reina de Nápoles y a su primo lejano el rey de Chipre que mediaran por su liberación. Tan solo el rey Pedro IV de Aragón se interesa, pero no llega nunca a ofrecer rescate.
Entonces aparecieron dos franciscanos, Juan Dardel y Antonio de Monopoli y cambió su suerte. Iban de peregrinación a los Santos Lugares y les llega la noticia de unos prisioneros regios cristianos en El Cairo, y deciden visitarlos. Juan Dardel, de origen francés, quedó conmovido por la situación del destronado León V y su familia, y, cumplida su peregrinación a Jerusalén, volvió a El Cairo y ya nunca se separaría del servicio a León, primero como capellán, luego como secretario y, tras su liberación, de la que fue artífice indispensable, como canciller. Encontró en León a un buen señor al que servir, y Dardel aportaba su conocimiento de quién era quién en los reinos europeos de Occidente y un perfecto francés y latín para servirle de traductor. Pese a que León V había sido educado como noble cruzado, las difíciles circunstancias de su infancia y juventud no le habían permitido perfeccionar estos idiomas.
Dardel fue providencial y esencial para su liberación. Primero se dio cuenta de que el sultán no pedía mucho para su rescate, pues como hombre asentado, ya rico y caprichoso, prefería las manufacturas exóticas y artesanas de reinos occidentales antes que grandes riquezas. Dardel viaja por Europa como embajador de León V exponiendo las condiciones de libertad para el rey de la Pequeña Armenia y la inmensa magnanimidad del sultán, que prefiere las meras peticiones halagadoras de reyes cristianos, adornos artesanales, paños o animales singulares que no se viesen en Oriente Medio. Se centra especialmente en los reinos de la península ibérica en busca de socorro, y es el rey de Castilla, Juan I, y no el de Aragón, Pedro IV, el más rápido y generoso en su respuesta. Don Juan puso joyas de oro y plata de finos diseños, paños de Castilla y algunos halcones del mejor cetrero de Europa, que estaba a su servicio. Don Pedro de Aragón puso las cartas rogatorias y un barco de vuelta a El Cairo para Dardel, sus mensajeros y la donación castellana. El propio Dardel dejó por escrito la reacción de Barkouk, el emir del Sultán:
¡Cómo, no traéis más que una carta de vuestro rey de Aragón! […] no necesitamos joyas ni vestidos, pero si hubieseis traído una manzana, eso habría sido un reconocimiento amistoso […]
(Chronique d’Arménie, CXXXIII, p. 101)
De don Juan, sin embargo, sí admiró los regalos y se dio por satisfecho liberando a León V, a su familia y a su séquito tras ocho años de cautiverio, que se dice pronto.
(Continúa aquí)