Cuando Vahram Ambartsoumián pisó por primera vez el aeropuerto de Ezeiza, notó que sus valijas habían quedado varadas en alguna parte del trayecto. ¿Quién podía acudir a su rescate? No hablaba ni jota de español. Corría 1994, la República Socialista Soviética de Armenia se había derrumbado hacía tres años. Un país hundido en la crisis. Su avión despegó en Ereván con rumbo a Buenos Aires. En el vuelo se entretuvo con otros pasajeros que, como él, debían soportar las escalas de un viaje con destino incierto. De la Argentina apenas conocía unos nombres propios: Maradona, Mercedes Sosa. Y Julio Bocca, el bailarín clásico que se encontraba en el pináculo de su carrera luego de consagrarse con el premio del Ballet de Moscú. Vahram también era bailarín. Su compañía lo había llevado a Jordania, Rusia y algún que otro país de Europa. Pero siempre de tránsito. Cruzó el Atlántico: esta vez llegaba para quedarse.
Pasaron veintisiete años y todavía pronuncia la hache con una sutileza que un porteño jamás conocerá. De vez en cuando, una laguna mental lo deja a mitad de camino entre el armenio y el español. En una esquina de Palermo, Vahram repasa su historia: el hotel céntrico donde pasó sus primeras tres noches, su primera audición en el Teatro Colón, su incorporación en el ballet del Teatro Argentino de La Plata, la vida en una ciudad ajena. Pide un café en un local de baristas que presume aires de Soho neoyorquino. La música de ambiente y la moza venezolana que toma el pedido no consiguen distraerlo. Revuelve su cuchara, pensativo. «No tuve un choque cuando llegué. Argentina es un país basado en inmigrantes. Acá a media cuadra está el Club Polaco, si caminás para allá hay un árabe que vende shawarma, para el otro lado, una Asociación de cultura ucraniana. Acá no somos argentinos y nada más que argentinos».
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Palermo es un barrio con capas geológicas. Es la antología borgeana de compadritos en su Historia Universal de la Infamia. Es la casa pretérita de Roberto Arlt en la calle Gurruchaga. Es un corredor verde donde los árboles lloran en noviembre. Es un reducto de corralones devenidos en tiendas de diseño. Es la guía gourmet de turistas y sibaritas vernáculos. Es un diccionario de eufemismos gastronómicos. Es la pasarela donde los hípsters hacen alarde de su consumo irónico. Es el sitio donde las empanadas se sirven en un frasco. Y se vende pan de diseño. Donde abundan perros pequeños con nombre de taxista: Ramón, Cacho, Arturo. Donde se encuentra la mayor cantidad de psicoanalistas por metro cuadrado. Y se convirtió en el refugio para miles de armenios que no tenían un mejor sitio a donde ir. En Buenos Aires existen barrios que no existen en el capricho de los mapas, pero que se imponen a fuerza de identidad: el barrio chino en Belgrano, el boliviano entre Pompeya y Villa Soldati, el coreano en Flores. Aquí en Palermo, se erige una pequeña Armenia.
Sobre la calle Armenia, se encuentra el restaurante Armenia. Pablo Kendekián es uno de sus dueños. Sentado en una mesa del restaurante improvisa una cartografía de su barrio. Sobre una hoja de papel dibuja una cruz en azul: las líneas son las avenidas Scalabrini Ortiz y Córdoba. En cada cuadrante cohabita un territorio. «Primero vinieron los judíos, después los árabes y los griegos, nosotros fuimos los últimos en llegar. Mi mamá vino de Grecia y mi papá de Egipto», repite su historia familiar —posiblemente— como ya relató en muchas oportunidades. Convida dulces orientales con café mientras da instrucciones para su uso. Paciencia. Hay que esperar a que la borra decante. Aun así, la molienda amarga se cuela en la boca. Los dedos se pegan con el almíbar de los dulces. La masa filo se quiebra contra los dientes. Se siente un fondo de canela y la suavidad de una pasta de nuez. La viscosidad ingresa al paladar para fundirse con la saliva. Ese cuadradito de baklava contiene una porción del Cáucaso.
Desde el fondo del salón se asoma la cumbre nevada del monte Ararat. La imagen es una invitación para una velada de comida aromática y danzarines exóticos. También es el símbolo de un país que ya no existe. Esa línea escarpada es la demarcación entre Oriente y Occidente: entre quienes huyeron de la ocupación de Turquía y quienes se asentaron en lo que quedó del territorio. «Somos los que vinimos del otro lado de la montaña. Ahora eso ya no es más Armenia».
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Los primeros exiliados desembarcaron en Buenos Aires escapando del genocidio a manos del Estado turco en 1915 y se refugiaron en la única parte de la ciudad en la que podían conseguir los ingredientes de su cocina. La geografía de lo que se conoce como Palermián está cruzada por un mismo puñado de especias y hierbas aromáticas: canela, menta, tomillo, clavo. Y el sonido de otros acentos que se amalgaman en el oído extranjero, aunque no sean lo mismo. Un tramo de la avenida Scalabrini Ortiz guarda un retazo de Oriente. En la esquina de El Salvador un letrero rojo transporta a una ciudad fenicia: «Cartago, comida árabe». Algunas cuadras hacia adentro, el negocio Theos Souvlaki lleva el mismo nombre que la especialidad griega de la casa. Unos metros más allá, la vidriera de Al Sham pone en escena trajes de odalisca, narguiles con ribetes dorados, lámparas y otras chucherías de esoterismo filisteo. La dueña proviene de alguna ciudad de Siria imposible de comprender en su español arábigo. Relata los pormenores para conseguir una visa, un fallido casamiento con un novio que nunca pudo llegar a Buenos Aires y las penurias de su primo, que maneja un Uber. Recomienda el bar de una vecina del Líbano: «Ella hace comida normal».
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ARMENIA
PANADERÍA CONFITERÍA
Las letras de neón verde llaman desde lejos. Cerca de la catedral ortodoxa griega de San Jorge su fachada color plata brilla con el sol. En los comercios de la zona, en los colegios, en las asociaciones culturales se repite el nombre del país hasta la hipérbole. Como si fuera necesario recordarlo a cada paso. La indolencia del verano no parece amedrentar a los clientes que aguardan pacientes en la puerta. Los escaparates de la confitería muestran aceitunas griegas y riojanas, lehmeyún, keppe y tabulé, dulces a base de pistachos, nuez y almíbar se venden por peso, una fiesta de colores y especias espera sobre una de las góndolas. Detrás del mostrador, una mujer apura a los compradores. A su lado, un perro algo raído se refresca sobre las baldosas de porcelanato. Desde que la panadería abrió sus puertas en 1930 mucho ha cambiado en este barrio.
Si alguien podría saberlo es Eduardo Khatcherián. Hace ochenta años que recorre las mismas calles, desde que el mestizaje inmigratorio no distinguía las marcas de origen: «A todos nos decían turcos». Antes de cruzar el rellano de la escalera, Eduardo advierte que se ha pasado el día recopilando las historias de sus vecinos. Su casa no escatima ningún adorno navideño. El pesebre al costado del arbolito, estampas de muérdago en cada esquina y unas botas rojas colgadas entre los portarretratos de sus nietos son el resabio de una rebelión familiar. Su madre Lucin zarpó desde Aintab y su padre Harutiún desde Capadocia, pero sus fortunas se cruzaron en la puerta de una casa chorizo [con patio] sobre la calle Thames. Como el resto de los católicos ortodoxos armenios, sus padres acostumbraban celebrar la Nochebuena el 5 de enero, pero a Eduardo esa tradición nunca lo convenció. «Cuando éramos chicos, el 24 a la noche mi padre nos metía a la cama y escuchábamos cómo los vecinos italianos y españoles festejaban. Con mi hermana hicimos una huelga de hambre y mi padre tuvo que acceder: empezamos a festejar el 24 de diciembre».
Sobre el mantel de pequeños Papá Noeles y trineos despliega una colección de libros, fotografías y una pila de papeles manuscritos que acomoda con circunspección. Desempolva cada recodo de la arqueología local. El primer templo de rito gregoriano sobre la calle Malabia; la fundación de la Unión General Armenia de Cultura Física, donde conoció a su esposa; el colegio San Gregorio Iluminador, donde cursó su primaria. «Para que una comunidad funcione, tenía que haber un club, una iglesia y un colegio». Y continúa. El cine que ahora es un gimnasio. El café donde conoció a Julio Cortázar y se convirtió en un supermercado chino. La única línea de tranvía que pasaba por la puerta de su casa. La joyería Adanalián, que luego fue un local de empanadas tucumanas. El lugar donde estaba la carnicería armenia. Y la sastrería Khatcherián Hermanos, el sitio donde su padre fundó el Diario Armenia un domingo de 1933. En un radio de diez cuadras había cincuenta negocios armenios, hoy apenas queda una panadería.
El racconto de calles, instituciones, iglesias, comercios, vecinos y padres fundadores no se agota allí. Eduardo lleva un inventario de todos los descubrimientos armenios: el cajero automático, el hierro, la tinta verde del billete dólar. Son doce en total. Y menciona todas las personalidades de apellido -ián que consigue recordar: el tenista David Nalbandián, el economista Carlos Melconián, las Kardashián y hasta la madre Teresa de Calcuta (en idioma secular, Agnessa Boyajián). Porque es importante aclarar: en el sufijo se inscribe el linaje. Este señor octogenario se ha convertido en la memoria parlante de su comunidad. Sabe que la palabra es el último refugio de la permanencia.
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La claridad de la tarde se desvanece en un cielo anaranjado. Detrás de unas rejas negras, los adolescentes del colegio San Gregorio Iluminador se despiden de su último día de clases. Algunos chicos de uniforme verde riegan el patio a manguera y lampazo limpio.
«¡Ma, me mojé las zapatillas!», grita el más morrudo del grupo al conjunto de madres que charlan un poco más allá. La de pelo entreverado rolea los ojos como diciendo: «Ese es mi hijo». Continúa la conversación.
El encargado de la limpieza deposita una bolsa de residuos en el contenedor. Lleva una gorra y remera haciendo juego con la bandera tricolor: el rojo, azul y amarillo omnipresentes en todos los edificios comunitarios. Un portero observa divertido la escena del patio. Es viernes de Shish para los estudiantes de quinto año, el bufé que organizan los adolescentes y sus padres para recaudar el dinero de su viaje de egresados. El destino: Armenia.
En la vereda de enfrente, los alumnos del instituto Marie Manoogian hacen lo propio: fajinan [sacan brillo a] las copas y despliegan manteles. En breve, deberán atender a los comensales que llegan al restaurante ubicado en el subsuelo de la Asociación Cultural Armenia. Cuando se acercan las 21.00 horas, se abren las puertas. Los padres reciben a los clientes, acomodan las reservas, entran y salen de la cocina y recomiendan alguna especialidad de la casa. Les quedan dos noches de servicio antes de terminar el año, en septiembre sus hijos viajarán a la tierra prometida para el viaje de fin de curso. «Será la primera vez que podrán tocar Armenia». Llega la hora. El salón está lleno. Un joven de pantalón y chomba negra se acerca a la mesa. Ofrece una cerveza como si fuera una novedad étnica. J. González no es hijo ni nieto de armenios, pero comparte desde el jardín de infantes la misma tribu que sus compañeros. Sirve algunos manjares fríos: hojas de parra, unos arrollados de berenjena y hummus de garbanzos. Y acompaña todo aquello con el lúpulo dorado que prometió. La bebida es amarga y tiene un dejo a malta difícil de descifrar en las inscripciones rusas y armenias de la botella. «¿Qué dice la etiqueta?» J. mira aquel alfabeto inexpugnable y se encoge de hombros.
En esta esquina del mundo, el armenio es una lengua en vías de extinción. Mariana Guezikaraián es una de las madres que acompaña a su hija adolescente en el servicio de los viernes. En el restaurante, suma las comandas de los pedidos que llegan desde las mesas. También enseña el idioma en la escuela primaria. «Mi apellido es difícil de escribir, ¿querés que lo deletree?». Su abuelo paterno la animaba a recitar los libros de poemas que le llegaban de ultramar. De él heredó la dulzura de una oralidad que intentó reproducir durante su primer viaje a la Armenia soviética: «Me costó mucho entender, porque nosotros hablamos el dialecto puro, el de nuestros ancestros». En su casa los rastros de esa lengua indoeuropea se conjugan en tiempo pasado: con sus hijas ya no hablan el idioma de sus abuelos. Y admite las dificultades de transmitirlo en la escuela: «No lo usás en cualquier lado, pero lo enseñamos para mantener las raíces. Ojalá que nunca se termine la diáspora, somos los que mantenemos viva a Armenia». La melancolía de ese lugar imaginario la suspende en una lágrima.
Promedia la hora del postre y al final del gran salón se descubre un escenario. Una hilera de adolescentes tímidos se prepara para el show. Desde algún parlante suena la estridencia oriental de un instrumento de viento. El ritmo de las palmas aporta una cadencia festiva. Los bailarines se abrazan y dibujan un círculo. Entrelazan una serie de saltos en un intento de simetría. El kochari es una danza de los hombres de las montañas. Para algunos evoca un espíritu de revolución. Para otros, la alegría de una celebración. «Siempre hay significados cuando hay una danza. Tiene que ver con el suelo donde se baila, en Armenia hay pocos lugares de llanura, los saltos imitan el movimiento de las cabras». Vahram Ambartsoumián es un conocedor. Dirige junto a su esposa el grupo de danzas típicas en el centro cultural. Cuando por fin se instaló en la ciudad y su carrera de bailarín clásico había despegado en el Teatro Colón, quiso reconectar con lo suyo. «Empezamos porque uno necesita su pequeña Armenia». Para él, como para tantos otros, se trata de construir un arraigo que sobreviva a catorce mil kilómetros de distancia.
Son casi las dos de la mañana. Una brisa tibia corre por la vereda sublevando al verano. Un auto se detiene en la puerta de donde salen cansados los mozos danzarines. «Ahora vamos a Caix». Los adolescentes van a un boliche de la Costanera, donde otra pista los espera. Ya es sábado. En algún lugar de Palermo seguirán bailando, ahora sí, a un ritmo diferente.
Hermoso artículo que toca la fibra íntima de cualquier argentino, ya que el desarraigo de la inmigración casi siempre por necesidad de paz, pan y trabajo está siempre presente en los descendientes de europeos o asiáticos. Pero Argentina no es un país basado en la inmigración; ya había pueblos con cultura propia ignorados si no despreciados hasta ahora.