Cine y TV

Mike Flanagan: al otro lado del miedo

Mike Flanagan
Mike Flanagan en el rodaje de Doctor Sueño. Imagen: MovieStill DB.

¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor, quizá. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar.

(Guillermo del Toro, El espinazo del diablo)

En Ouija: el origen del mal (Mike Flanagan, 2016), acudir a un médium era una cuestión de culpa: buscar el perdón de algún ser querido que haya fallecido. Las primeras preguntas que aparecen en la sesión de espiritismo con la que arranca la cinta están relacionadas con encontrar la reconciliación, la clemencia por algún acto terrible cometido en el pasado; pero también con la curiosidad, con saber cómo será estar al otro lado. Surge aquí uno de los grandes pilares sobre los que se sustenta el cine de Mike Flanagan: descifrar aquello que es capaz de anclarnos a la vida incluso después de muertos. En el fondo, se trata de entender la naturaleza de los fantasmas: presencias no-vivas, no-muertas, que comparten plano físico con los vivos. El cine de Flanagan está repleto de fantasmas, como si su hábitat natural (o su destino) fuese el espacio fílmico. No es tanto una cuestión estética como una declaración de intenciones: es imposible escapar de la muerte, huir o esconderse de ella.

Ah, la muerte y su inevitabilidad. Esta podría ser la base de cualquier slasher o de alguna cinta de terror sobrenatural. De hecho, sagas como Destino final descansan enteramente sobre esta idea de fatalismo. Pero, por más que se inscriba en el género terrorífico, la obra del estadounidense aborda la muerte desde un ángulo muy distinto. Que se lo digan, si no, a los jóvenes protagonistas de El club de la medianoche (2022): un grupo de adolescentes que conviven en la mansión Brightcliff, una residencia para enfermos terminales, esperando y aceptando su inminente fallecimiento. O a la Shirley Crain de La maldición de Hill House (2018), dueña de una funeraria y encargada de «arreglar» los cadáveres para que las familias puedan darles su último adiós. La mayoría de los personajes de Flanagan han estado en contacto con la muerte de alguna manera. La tragedia forma parte de sus vidas. En el cuarto capítulo de Misa de medianoche (2021), Riley (Zack Gilford) y Erin (Kate Siegel) reflexionan sobre lo que es para ellos morir. Sentados en un sofá, conversan desde lo hipotético, sin entrar a detallar los sucesos concretos de sus vidas que les llevan a pensar de ese modo. El resultado es una especie de confesión lúcida, doliente, preclara, donde se mezclan religión y ciencia: un tándem irrompible en la cultura humana. Aceptar que todos vamos a morir es, seguramente, el gran tema que sobrevuela la filmografía de Flanagan. Y el gran viaje que realizan los protagonistas de sus cuatro series televisivas se resume en una misma idea: hacer las paces con la muerte. La nuestra y la de los demás.

Mike Flanagan
La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House). Imagen: Netflix.

Por eso, los espectros que pueblan sus imágenes son, necesariamente, de una naturaleza simbólica que va más allá de la mera amenaza para los vivos. Entonces, ¿qué son estos fantasmas? Es importante aclarar aquí que no existe dentro de la filmografía de Flanagan un dogma absoluto, ni se puede establecer una tipología fantasmagórica que permita clasificar a los espectros nítidamente según sus características, su función o su significado. A cambio, sí  hay a lo largo de su obra una total coherencia interna que construye a partir del fantasma un discurso amplio y poliédrico sobre la existencia humana. Hay en sus películas entes malvados que vuelven de entre los muertos y atormentan a quienes habitan sus antiguas casas; hay almas atrapadas en la venganza o en la redención (las famosas «cuentas pendientes»); hay presencias que solo están en la mente de quienes deciden seguir recordando a los que se fueron… Sí, estos seres forman parte del universo que el cineasta ha construido, son parte importante de sus historias, incluso a veces sus protagonistas absolutos. Pero nunca se trata (o, al menos, no solo) de provocar el miedo del espectador, sino de llevarle más allá del mundo tangible, hacia un plano emocional que palpita bajo esa apariencia de normalidad en que todos, de un modo u otro, creemos vivir.

El primer capítulo de La maldición de Hill House, «Steven ve un fantasma», gira en torno a la posibilidad de ser consciente de la presencia de estos seres. Para el espectador es fácil concluir, ya desde los primeros minutos del metraje, que los fantasmas existen: sí, están ahí, forman parte del relato, de la imagen. Flanagan no juega al despiste: cada episodio de esta serie contiene un sinfín de espíritus, son parte del background de la propia Hill House. A menudo ocupan el fondo del encuadre, casi siempre desenfocados («como una fotografía borrosa»); otras veces pasan a primer plano, susto mediante, al interactuar con los personajes de carne y hueso; y, a medida que avanza la temporada, hay otras presencias, humanas, «reales», que se desvelan como fantasmagóricas. Es imposible no ver fantasmas: Flanagan los ha puesto ahí sin sutileza, sin escatimar en ectoplasma— para hacer consciente al espectador de lo que los hace visibles, tangibles, dentro del relato. Al finalizar este primer episodio, claro, Steven ve un fantasma. Su hermana Nell, que —aunque él no lo sabe— acaba de fallecer en la otra punta del país, se encuentra delante de él («algo muerto que parece por momentos vivo aún»). Está. Es. Este es un primer fantasma para él porque, apenas unos segundos después, recibirá por teléfono la notificación de la defunción. Porque es físicamente imposible que ella esté allí. Porque ahora, por fin, Steve no tiene más remedio que creer en aquello que lleva toda la vida negando.

Mike Flanagan
La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House). Imagen: Netflix.

Este es uno de los múltiples significados que los fantasmas tienen para Flanagan, que no cesa de multiplicar las intenciones con que estos aparecen en pantalla. Si bien hay aquí una cuestión familiar —el vínculo entre los hermanos como fuerza capaz de entrelazar distintos planos físicos de realidad—, a lo largo de la serie se producen otros avistamientos que le confieren a este fenómeno una dimensión psicológica. Así, en el séptimo capítulo ver fantasmas puede ser también un mecanismo de supervivencia ante la locura. ¿Son seres reales o imaginarios? Hugh Crain, el padre (interpretado en su versión de más edad por Timothy Hutton) ve continuamente a su esposa fallecida (Carla Gugino). Está a su lado, y ambos se relacionan en pie de igualdad aunque él sea el único que parece estar viéndola. Su presencia, tal y como se presenta en pantalla, difiere de los otros muertos que han aparecido hasta el momento: esta es una imagen realista, nítida, sana, sin ningún rasgo físico que delate su naturaleza espectral. Se trata, por tanto, de un fantasma de creación propia, que surge de la mente de Hugh como expresión del amor que aún siente por su mujer («un sentimiento suspendido en el tiempo»). Hacerlo visible para el espectador es darle a esta alucinación un estatus de veracidad, reconocer el poder que tiene la imaginación y que condiciona la forma en que los vivos se relacionan con el pasado, con el presente, con el futuro. 

El tiempo de los fantasmas

Existen, entonces, aquellos fantasmas que funcionan como eje gravitacional. Están ahí para que no se pueda olvidar el pasado. Son una fuerza motriz que tira de los protagonistas hacia atrás, impidiéndoles avanzar. Así podrían entenderse el personaje de Gugino en Hill House, y las figuras que atormentan a la niñera Dani (Victoria Pedretti) de La maldición de Bly Manor (2020) y al joven Riley en Misa de medianoche. Estas dos últimas apariciones comparten un sentimiento de culpa: para Dani, la silueta de un hombre-sombra con gafas resplandecientes se hace visible como un reflejo en espejos o ventanas, o sencillamente cuando la asaltan los remordimientos; para Riley, por su parte, se trata de una última imagen antes de dormir, el recordatorio de la vida que él mismo arrebató en un accidente por conducir borracho. De nuevo cabe el debate: ¿se trata de presencias reales? ¿Imaginadas? En ambos casos, su visión está vinculada a la imposibilidad de perdonarse a sí mismos: Dani y Riley siguen con vida, lo que perciben como un acto de injusticia que resulta en sí terrorífico.

Mike Flanagan
Misa de medianoche (Midnight Mass). Imagen: Netflix.

Desde la perspectiva del propio fantasma, la temporalidad resulta aún más ambigua. Si, para los supervivientes, las apariciones son una forma de anclarse al pasado, para los muertos, los vivos representan su vía para tener un futuro. En términos de puesta en escena, Flanagan desafía el eje vertical de la imagen para combinar estos dos planos de existencia. Así, en Hill House, la cámara que filma el rostro de la pequeña Nell, tumbada en la cama, empieza a girar cambiando la horizontalidad por la verticalidad: un giro de noventa grados cambia la perspectiva en la que se ve al personaje, anticipando un contraplano ocupado por alguna presencia fantasmal.

La arquitectura narrativa de Hill House y Bly Manor también refleja este interés del cineasta por la dimensión temporal del relato. Ambas series se construyen a modo de gigantescos puzles de cronología incierta, que el espectador debe descifrar a medida que avanza la temporada, y donde el tiempo no es necesariamente un trayecto lineal del punto A al punto B. No en vano, Flanagan es un fan confeso de Doctor Who, la serie que más y mejor ha jugado con los viajes en el tiempo, y su obra, a pesar de las enormes diferencias de tono, incorpora de forma habitual referencias a aquella, pero recoge también sus influencias en cuestiones más profundas. Así, La maldición de Hill House despliega su temporalidad de forma cubista, desdoblando ciertos sucesos para que el espectador pueda verlos desde diferentes perspectivas. Pero también hace que Nell experimente los sucesos de su vida de manera desordenada, asistiendo sin saberlo a su propio fallecimiento en distintos momentos de su infancia y juventud. Y, del mismo modo, su muerte se convertirá en un desgarro («un instante de dolor, quizá») en el propio tejido de la realidad que atravesará toda su biografía.

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La maldición de Bly Manor (The Haunting of Bly Manor). Imagen: Netflix.

Algo similar sucederá en Bly Manor con el ama de llaves Hannah Grose, que para aceptar su destino se verá envuelta en una suerte de bucle temporal que le obliga a revivir constantemente ciertos acontecimientos («condenado a repetirse una y otra vez»), hasta que sea capaz de entender su significado. Los muertos, a diferencia de los vivos, están libres del tirón gravitatorio del tiempo, y deambulan por él como por las estancias de un enorme caserón, de manera desordenada y sin destino aparente. Al menos, hasta que sean capaces de enfrentarse a su propia defunción. Algo similar a lo que les sucede a los protagonistas de El club de la medianoche: aunque vivos, todos ellos comparten la certeza de la muerte inminente, la incertidumbre de lo que habrá a continuación. Un abismo al que se ven obligados a asomarse cuando apenas han empezado a convertirse en adultos.

La infancia

Para Flanagan, la niñez es un momento crucial en la construcción de la identidad, y por tanto un momento de especial fragilidad, como queda patente en Somnia (2016). Es el detonante de lo que terminará siendo cada uno: las experiencias vividas a esa edad condicionarán su forma de entender la vida, la realidad, las relaciones. No es casual, por tanto, que el cineasta fuera elegido para filmar la novela Doctor Sueño, la segunda parte de El resplandor. En el texto, Stephen King examina la forma en la que las tragedias del pasado condicionan el futuro, y cómo la inocencia infantil se ve irremediablemente marcada por ello. El escritor de Maine posee unas inquietudes temáticas muy afines a las de Flanagan, y eso ha llevado a que sus universos se crucen en pantalla más de una vez, tanto de forma oficial (El juego de Gerald) como oficiosa (Misa de medianoche, que comparte muchos elementos con El misterio de Salem’s Lot de King).

En Doctor Sueño afloran con naturalidad las ideas de Flanagan sobre la muerte, sobre la culpa y, por encima de todo, sobre la infancia. Dan Torrance (Ewan MacGregor) arrastra sus propios fantasmas fruto de la pesadilla que vivió de niño en el hotel Overlook, igual que los protagonistas de Oculus: el espejo del mal (2013) o los hermanos Crain de Hill House conviven como pueden con los sucesos de su infancia. Como Theo (Kate Siegel), la percepción extrasensorial de Torrance le lleva a aislarse del mundo; como Luke (Oliver Jackson-Cohen), las adicciones serán su refugio ante el trauma. Todas estas obras, además, se sirven de los flashbacks a la infancia de los personajes para ilustrar su tesis. La estructura en dos tiempos hace visibles las equivalencias entre pasado y presente, la forma en que la muerte ha condicionado cada una de esas vidas. Por su parte, los adolescentes de El club de la medianoche ni siquiera pueden permitirse el lujo de soñar con un futuro donde puedan sobreponerse a sus cicatrices: quizá Anya (Ruth Codd), también exdrogadicta, sea el ejemplo más claro de ello. Para todos, el final está a la vuelta de la esquina, así que… ¿cómo hacer que esa fugacidad tenga sentido?

Doctor Sueno Doctor Sleep. Imagen Warner Bros.
Doctor Sueño (Doctor Sleep). Imagen: Warner Bros.

«Al final, todos somos historias»

En última instancia, Misa de medianoche resultaba ser un tratado sobre la forma en que las personas edifican una existencia finita sobre la promesa de la inmortalidad. En El club de la medianoche, las reuniones clandestinas que el grupo de adolescentes terminales organiza cada noche en la biblioteca son un espacio para inventar y compartir relatos de miedo, y la continuidad histórica del club, representada en su brindis por los que estuvieron antes, por los que vendrán después…»), representa la posibilidad de hacer algo que perdure, que se extienda en el tiempo más allá de sus breves vidas. Steve Crain y Maddie Young, la protagonista de Hush (2016), son escritores. Y toda la temporada de La maldición de Bly Manor es el relato oral de un personaje (Carla Gugino), que aparece acreditado únicamente como «The Storyteller». En Hill House, cuando la pequeña Shirley se dispone a enterrar al gatito al que acababa de acoger, su madre le sugiere que diga unas palabras, que cuente una historia, porque «al final, todos somos historias». Flanagan toma prestada esta frase de Doctor Who, y la repetirá también en El club de la medianoche. Porque precisamente el gran poder que tienen las historias es el de trascender el presente. Ellas son capaces de hacer lo que el ser humano no: vencer a la muerte. Las historias, quién lo iba a imaginar, son los verdaderos fantasmas.

Mike Flanagan
El club de la medianoche (The Midnight Club). Imagen: Netflix.

¿Dónde queda el terror en todo esto? Porque es innegable que todo ese discurso profundamente humanista del cineasta viene envuelto en un género muy concreto. No es casual que los chicos de la residencia Brightcliff elijan el miedo como género de sus historias. Es, fundamentalmente, un reto: ¿qué puede atemorizar más que la espada de Damocles que se cierne sobre ellos en forma de enfermedad? Anya lo expresa de forma sencilla y directa: «no es fácil asustar a alguien que ya ha recibido la peor noticia de su vida». Pero el miedo es, para Flanagan como lo ha sido siempre para cualquier maestro del oficio, por más que algunos pedantes intenten vendernos la novedosa y aborrecible etiqueta del «terror elevado»—, el punto de partida para construir artefactos temáticos mucho más complejos: un fértil campo de cultivo para la reflexión sobre el alma humana. Lo cual no significa que el cineasta nacido en Salem (sí, ese Salem) no domine a la perfección los resortes y mecanismos del género. Así pues, ¿cómo construye Flanagan el terror dentro de sus imágenes?

«Sobresaltarse no es asustarse. Cualquiera puede dar cacerolazos detrás de alguien», dice Spencer (Chris Sumpter) en un momento del primer episodio de El club de la medianoche. Un capítulo que, precisamente, ostenta el récord Guinness de jump scares (sobresaltos) en un capítulo de televisión. La hazaña, sin embargo, esconde una travesura malévola. En realidad Flanagan no es partidario de este tipo de sustos que, por otro lado, tienden a ser del agrado de los productores, siempre deseosos de captar a un público adolescente al que presuponen mucho más primario de lo que en realidad es. Con esa acumulación extrema de sobresaltos (llega a haber ocho de ellos en un lapso de veinte segundos), el director no solo está realizando un comentario mordaz sobre cierto cine de terror actual, sino que además persigue, según sus propias declaraciones, «vaciar de significado» al jump scare. Como cuando, a base de repetir mucho en voz alta una misma palabra, esta parece desdibujarse y perder todo su sentido. Ciertamente, no es ese el tipo de terror que predomina en su obra. En sus películas y series, normalmente el monstruo no aparece por medio de un corte de montaje y un golpe de música a lo Haydn. Por el contrario, es habitual que, en algún momento de un plano largo y sin cortes, el cineasta guíe la mirada del espectador hacia algún elemento que ya estaba presente en el interior del encuadre pero que, por obra y magia de la misdirection cinematográfica, el ojo aún no había registrado. Algo que provoca una inquietud visceral y mucho más duradera que el simple sobresalto puntual. 

Pero además, la progresión dramática de sus películas y series hace que el espectador acabe por «atravesar» el miedo; que, a medida que penetra en el corazón de sus historias, esta emoción deje paso a otras que se revelan como mucho más importantes. Sin ir más lejos, el amor, en su más amplia acepción, es lo que suele quedar palpitando cuando cae el telón y aparecen los créditos. El contacto con los otros, el perdón y esa aceptación de la muerte que da sentido a todo lo que viene antes de ella, y que nos impulsa a tratar de construir algo que quede en pie cuando ya nos hayamos ido. A dejar un legado para el futuro. En el caso de Mike Flanagan, ese legado son las historias. A fin de cuentas, sus películas y series de televisión no son sino los cuentos de terror que nos contamos unos a otros alrededor de la hoguera, cuando cae la noche y buscamos en el miedo la compañía reconfortante de los demás.

Mike Flanagan
Misa de medianoche (Midnight Mass). Imagen: Netflix.

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4 Comments

  1. Mr Torrance

    Sin ningun animo de generar controversia. He visto (total o parcialmente) bastantes de las obras citadas en el articulo. En general, me parece del monton. Nada que le haga destacar.

    Mucha fast-production de Netflix sin alma. Para pasar el ratillo ( Menos Doctor Sleep que es una basura)

  2. Sergius

    La verdad es que creo que el tipo tiene talento. He visto todo lo que ha hecho y, aunque en mi opinión no tenga ningún trabajo redondo, me parece como mínimo interesante. Visualmente su obra me parece muy buena.

    Midnight mass en concreto, pese a lo lento y denso de muchos dialogos, me gustó bastante.

  3. Muy bueno Flanagan. Me sorprendió Midnight Mass, me dio más de lo que esperaba. Es un guión muy trabajado, al nivel de buena literatura. hay un espesor poético en esos monólogos que no se suelen ver.

  4. Heber Lozada

    Felicidades a Cristina Aparicio y Juanma Ruiz por el articulo. Lo disfruté mucho. Creo que el punto fuerte de Mike Flanagan y sus guionistas, es el modo en que introduce orgánicamente el horror en la dinámica emocional de sus personajes. Muchos cineastas de terror ponen tanto énfasis en los elementos de terror que se olvidan de los humanos. Flanagan nunca lo hace. El horror aquí nunca se siente barato. Me gustaría ver mas cosas de Mike Flanagan, me parece que este cineasta ha entendido que los recuerdos dolorosos y los pozos profundos de dolor pueden conducir a noches de insomnio.

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