Es una historia de Hollywood. El chico que nace con un don, que sufre mal tratos durante la infancia. Juventud rebelde con causa, guaperas a sonrisas, máquina de generar billetucos verdes, pelín disipado en la concentración. Luego, caída. Toca fondo, porque se asomó al abismo y el abismo se asomó a él. Más tarde… se redime. Boda. Felices todos. Musiquilla épica. Quizá hay escena poscréditos, que es algo muy de nuestros días. Sean ustedes bienvenidos al gran show de Andre Agassi.
Padres de tenista: esa fauna
Seguro que saben a lo que me refiero. Están en las gradas. O con el codo en el vallado, oigan, que aquí no hablamos de recintos inmensos. Siguen con atención cada detalle del partido, resuelven dudas de quienes están cerca, porque manejan tempos y técnicas mejor que nadie. Tenis, fútbol, baloncesto… incluso el quidditch. Entrenadores frustrados. Míralo, mira: mi hijo es buenísimo. Me va a sacar de pobre. Ponme otro sol y sombra.
Pues eso era Mike Agassi. Solo que más, mucho más. En todos los sentidos. Su churumbel era mejor que el de los otros padres; él se puso el doble de exigente, el triple de tiránico. Entre el cielo y el infierno.
Uno lee la autobiografía de Andre (Open, publicada en España por Duomo) y le queda regustillo amargo. Que no le gustaba al mozuco el tenis. Que estaba siempre presionado por la figura paterna. Que, quizá, sin ese estímulo carente de afecto, nunca hubiese llegado a ser lo que después fue. Darwinismo deportivo, si quieren. Aguanta esto, y ya después podrás volar solo.
Mike Agassi no se llamaba Mike Agassi. Nació como Emanoul Aghassián. En Salmas (Irán), hijo de armenios (el paso de Aghassián a Agassi parece que fue para quitar recuerdos sobre «lo de los turcos»). Buen deportista, grandote, fuerte. Boxeador, dos veces olímpico, dos veces a casa en el primer combate, sus buenas hostias en el morro. Luego emigró a América, por si sonaba la flauta y se hacía rico. Chicago, primero, Las Vegas, más tarde, cuando trincó curro en el Tropicana. Poco glamur (o mucho glamur con lentejuelas, ustedes deciden).
Digamos que buscó en su hijo Andre la gloria que él no pudo alcanzar. Pero la buscó mucho. Demasiado. Cruelmente. Método matemático: «Si devuelvo dos mil quinientas pelotas al día, acabaré devolviendo casi un millón al año. Y nadie podrá ganar al niño que devolvió un millón de pelotas al año». Ataba una raqueta a su muñeca casi sin saber andar, empezó a entrenarlo en la pista del Tropicana (oh, yeah), luego construyó una en su domicilio, compró esa máquina que escupe bolas a velocidad de locos. El «Dragón», la llamaban. Que ganes al Dragón, que luches contra el Dragón. Gritos, gruñidos, broncas. Y el chaval hacía eso, porque es lo que hacen los niños, ¿no?, intentar hacer felices a sus padres. Mike, además, apostaba por su hijo en (casi) todos los torneos desde minibenjamines, así que el ambiente no resultaba demasiado sanote. «Odiaba el tenis con toda mi alma. Lo odié durante la mayor parte de mi carrera. Porque nunca fue mi elección».
Digamos que Andre fue la más perfecta criatura moldeada por Mike. También, claro, al que más maltrató sin piedad, con quien más lejos llegó en sus métodos, fueran cuales fuesen. A veces un talento único puede convertirse en la mayor de las tragedias. Lo había intentado antes con sus hermanos. Con Philip, por ejemplo, pero…
Sin límite alguno. Precisamente Philip lo advirtió. Nunca tomes las pastillas que te da papá. Las que son blancas y pequeñitas. Anfetas. Da igual: Mike presiona. Solo una ocasión, escribirá Andre. Fingí que me habían sentado mal, que estaba a punto de desmayarme. Aquello acabó con el asunto. Método Polgar en plan bruto.
Años después, cuando se conoció todo esto, Mike dio entrevistas a patadas. ¿Arrepentido? No jodas. Dices que sacrifiqué cuatro hijos al tenis; solo sacrifiqué tres. El cuarto respondió. He sido duro, he sido tiránico. Para qué te lo voy a negar. Pero mejor un padre que cualquier entrenador. Con siete años predije que Andre sería número uno del mundo. Lo fue.
Andre Agassi, 1993. Fotografía: Henning Bangen / Getty.
Es transgresor, tiene flow y calza pelazo
Los ochenta tenían estas cosas. Una nueva forma de entender el asunto del ocio, una caída al mainstream más vergonzante sin remordimientos. Si ustedes llegaron tarde, no teman: cada otoño hay revival en series y pelis, a cuál más vergonzante. Pero esa es otra historia.
El caso es que por aquella década tan «especial», lo que molaba mucho era caracterizar personajes hasta el extremo. Pelis de adolescentes donde estaban el cerebrito, el que patinaba, el gordo, el gafotas, la chica-fea-que-no-es-fea-y-lo-sabes. Tú podías salvar al mundo con una partida de pinball, un punteo de guitarra o bateando aquella bola que viene con lenta, porque no hay límites (ni vergüenza ajena).
Bueno, pues en tenis pasaba algo parecido. Hoy hay tres grandes tenistas. Un serbio magufo, un señor mayor suizo (pinta de haber bebido poco y con remordimientos) y un tipo que alza una ceja al pensar y tiene pelo raleando en coronilla. En fin, tampoco vale para la nueva de Los Vengadores, ¿eh?
Pero antes todo esto era prao, y molaba más. McEnroe, el malahostia. Becker, que no sabes si viene o ya llegó. Michael Chang, el clásico nerd que calcula siete variables antes de sacar para punto, set y partido. Wilander, siempre a punto de cantar una power ballad. O Pete Sampras, mismo carisma que un caldo de gallina. Ya ven, era fácil identificarse con uno u otro. Bueno, con Sampras no, pero ya me entienden.
Y luego estaba él.
En la feria de los monstruos ochenteros, Andre Agassi era la quintaesencia del mamarrachismo. Jeans deshilachados (lo juro), gorras para atrás (lo juro), cadena y cruz en la oreja (lo juro), pelo largo y mechas californianas (en fin). Era Axl Rose con raqueta (y menos mala hostia); era David Coverdale con talento. Magic bajando de una limusina, secundario en Jóvenes ocultos, el que entrega premios por el Tour de Trump. Pero rinde. Tarda más que otros, sí, acaba llegando. Semis en Grand Slam con dieciocho añitos, primera victoria ya a los veintidós. Wimbledon, nada menos. Sitio icónico. No, no, no, usted no nos puede jugar con esas pintas, jovencillo. Sorbo al té, meñique muy levantado, monóculo aguantándose por poco. Póngase otra ropa, que parece un zarrapastroso. Y el pelo… quizá debería hacer algo con esas greñas, ¿eh?
Allí aprendió a ceder, dirá mucho más tarde. Si hay reglas, pues hay reglas. Tampoco es que me defina cómo visto, aunque muchos crean que solo soy lo que visto. En fin, mayor sobriedad. Para 1995 alcanza la cima del ranking. No puede llegar más alto.
Vale, sí, está el tema de que tiene la testa cada vez más despejada, y eso siempre jode, lo de la negación, y el por qué a mí, y todo eso. El asuntillo alopecia se le fue un poco de las manos a Agassi. Vamos, que llegó a jugar con peluca. Con peluca y mil horquillas, añadimos. Con lo que se mueve. Unas cuantas veces, dirá más tarde, estuvo a punto de caerse todo el invento. Pena, hubiera sido cosa digna de verse el gatito persa allí, sobre la pista. Pero, por lo demás, no puede llegar más alto.
El viaje del héroe
Ustedes, que han visto pelis de Marvel a montones, ya saben lo que viene ahora. Más o menos a mitad del argumento. La caída del héroe hasta las simas más profundas. Hay que presentar barro para que luego la dignidad brille. Si son de natural esnobs, pueden plantar aquí el monomito de Joseph Campbell. Advertencia: no tenemos reconciliación con papi, aunque sí encuentros con la diosa.
Y eso, que nuestro hombre lo posee todo. Todo. Es guapo, cool y bueno de cojones en lo suyo. Vamos, que da hasta rabia, míralo, no me jodas. A ver, lo del pelo ya cayó en el olvido, y Andre a veces hasta lleva un ridículo pañuelo pirata, porque los noventa fueron momentos muy duros, qué le voy contar a usted, menos mal que no había redes sociales entonces. Pero quitando eso, nos va el asunto a la perfección.
Solo que no. Que no demasiado. Vale, número uno del mundo. Vale, tres de los cuatro Grandes. Perfecto, medalla de oro. Pero, bum…: hundimiento. Estaba preparando la boda con Brooke Shields (preparar la boda con Brooke Shields debe de estresar bastante) y además una muñeca le daba problemas. Una lesión en la muñeca, no sean ustedes sicalípticos. Y eso, fatal. Pero fatal del todo. En 1997 juega veinticuatro partidos. Tres Grand Slam sin él, cuarta ronda en Nueva York. Cayó hasta el 141º puesto del mundo. Ser el 141º mejor del mundo en algo está muy bien, salvo cuando llegas de ser el «primero-mejor-del-mundo» en ese mismo algo. El año siguiente se lo tira jugando por torneos tipo Challenger, que son esos donde compiten tipos con muchos apellidos compuestos y poco talento. Jugué en una pista, recordaba. Había árboles alrededor, y las sombras tapaban las líneas. Durísimo. (En fin, no lloren mucho, ya saben cómo acaba la peli).
Nuestro muy calvito campeón y sus noches de vino y rosas
Sorpresa. Pero sorpresa grandísima. Quién lo iba a pensar. Finjan ustedes. Increíble, increíble. Estupefacto. Que Agassi vuelve. Vaya, menudo giro loco de guion, ¿eh? Pero vaya, que ocurre.
Eso sí, antes, problemillas. Nimiedades, no se me preocupe usted, que es cosa menor. Positivo. Ya ven. Una miaja, un nah. Sucede que cuando nuestro protagonista está en la auténtica mierda (en la deportiva, que, en lo emocional, confiesa, anda igual de jodido que siempre) comete cierto pequeño error. Alguien ofrece. Mira, primo, esto es para morirse, no veas qué risas, subidón a tope, ponme Chimo Bayo, bombas, bombas. Más o menos, es una dramatización. Vamos, que Andre Agassi se hace un turulo con billete de cien dólares (dramatización) y esnifa cristal. Pum. Vaya, tampoco sube tanto. Espera, espera un par de minutos. Ah, coño, pues sí. Según cuenta, se puso a limpiar la casa para aprovechar el subidón (que ya es desaprovechar el subidón, oigan).
¿Pegas? Pues que le hacen un control. Un control antidopaje. Y positivo. La ATP llama a Agassi. Hemos visto esto y esto. Él reflexiona, decide mentir. La excusa más vieja de todas, José Tojeiro en Las Vegas: «Echáronme droja en el Cola-Cao». O algo parecido. Que mi asistente a veces deja caer un par de gotitas de meta con los refrescos, porque es un vicioso y le da gustito dulce. Y yo, ignorante de su infinita maldad, probé aquello… Oh, no, me estremezco al recordarlo, aparta de mí este cáliz. Tranquilo, Andre, responde el máximo organismo del tenis, si estamos aquí por la pasta. Tú no digas nada y nosotros lo dejamos estar, ¿vale? Pero no vuelvas a meterte, ¿eh?, bribonzuelo. Ah, y me rezas dos avemarías. Y así, amiguitos, es como las grandes estrellas salvan todo tipo de problemas.
Después, pues eso. Completar redención, Thor entiende la profecía del Ragnarök, Iron Man se carga a Thanos, Pantani destroza a Ullrich subiendo Galibier. Nuestro protagonista sufre como nunca, confía en gurús a medio camino entre el personal trainer y Paulo Coelho haciendo superseries. En fin, qué les voy a contar. Pero funciona. Agassi vuelve a ser primero del ranking, gana Roland Garros, US Open, tres veces Australia. Igual que siempre. Resto, revés a dos manos, correr como un perruco, aspecto genérico de fofisanismo. Nunca fue la máquina perfecta que quiso su padre, ni puta falta que le hizo. Ah, entre medias conquista a la chica, que también es cosa muy de Hollywood. Solo que esta se llama Steffi Graf, y tiene mejor palmarés que tú, colega, así que no te chulees con los amigotes…
Ya ven, guion clásico para el chico de la melena cardada. A lo mejor no era tan rebelde el muchacho, al fin.
Un artículo atrevido en el humor que oscila entre la línea de un buen artículo y uno malo, finalmente se lee y bien y es de los buenos. Enhorabuena
Pues como el bueno de André y su juego…
Felicidades por el artículo. Lo he leído a primera hora de la mañana y … me ha despertado … me sorprendí riéndome a carcajadas en plena oficina vacía … Gracias.
Un genio el gran Andre. Eso sí, de haber tenido la cabeza de Don Petros Sampras hablaríamos de un tipo con veinte grand slams o más… porque era talento puro y quizá el mejor restador que han visto las canchas de tenis. El padre… bueno, hoy día estaría en la cárcel por cómo trataba a sus hijos, pero eran otros tiempos. Un detalle curioso que sale en el libro: cuando Mike Agassi buscaba casa en Las Vegas para su familia llevaba un metro y así medía si en el patio le cabía una cancha de tenis, el resto de la casa le daba igual. Muy loco.
Excelente artículo. Cortito y al pie. Muy de acuerdo sobre Sampras; su falta de carisma provocó a su vez un carisma crepuscular en su carrera.
Que la mayor parte de la carrera y sus logros se tuvieran lugar en los 90 (incluso en los 2000) no parece importar a la hora de elegir usar el cliché de “mamarrachismo+años 80”. Pero dado cómo está el panorama, tampoco vamos a quejarnos demasiado.
Muy buen artículo, aunque lo de «David Coverdale con talento» ha dolido eh?
No entiendo como no hay película de esto…
Muy buen artículo, felicitaciones
Muy bueno tu artículo, las películas de tenis son geniales, siempre me han gustado, siempre saben cómo filmar de manera que uno quede entusiasmado.