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Llamadme señora Ahab (1)

Señora Ahab.
Imagen: Tau. Ahab

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº36 especial Mar.

En 1853, Elizabeth Morey consiguió una habitación propia. En realidad, fue un camarote, el que ocupó en el Phoenix, un barco pesquero del que era capitán su esposo. Fue una de las pocas mujeres que surcó los mares a bordo de un ballenero en el siglo XIX, y desde aquel cuarto dejó constancia escrita de su experiencia setenta y seis años antes de que Virginia Woolf pidiera para las mujeres un lugar donde pensar, ser o crear. 

Elizabeth Morey, empadronada en Nantucket, no quiso quedarse en tierra esperando el regreso de su marido, y aprovechó una práctica inaugurada en el siglo XVIII que permitía a la mujer del capitán formar parte de su tripulación. Sus diarios, conservados en el Peter Foulger Museum de Massachusetts, valen oro por dos motivos: su pericia narrativa y su testimonio. No es el único documento de ese tipo que se conserva —hay varios en el Peabody Essex Museum de esposas de capitán que optaron por enrolarse—, pero el suyo tiene un valor añadido: Elizabeth Morey no aplicó la autocensura. 

Uno de los motivos que dieron otras mujeres para no contarlo todo en sus cuadernos eran los hijos: no querían herirlos ni incomodarlos si un día leían sus páginas. Por eso era una norma no escrita no criticar al marido. Otros detalles que se ahorraban son más extraños a ojos del siglo XXI, y por eso choca encontrarse un bebé a bordo tras meses de navegación sin que la autora hubiera mencionado antes ni un parto ni un embarazo. Pero en la historia de las mujeres, ya sea en el mar, en el ring o en la literatura, los silencios explican tanto como lo escrito: en este caso, hasta qué punto era tabú el cuerpo femenino.

Otra práctica frecuente de aquellas narradoras consistía en dejar abierto el diario sobre la mesa del camarote conyugal tras acabar la jornada con el fin de que el capitán pudiera leerlo al volver del tajo. Que el marido ejerciera de «editor invitado» ni siquiera era obligado, sino un gesto de confianza mal entendido, tanto como el de quienes dos siglos más tarde comparten la contraseña del email con su pareja, lo que demuestra que hay males tan antiguos que sin una ley no tendrían nunca opción a cura. 

Elizabeth Morey prefirió no hacerlo y, de ese modo, su diario fue su verdadera habitación propia, y no la cabina que compartía con su esposo, en la que no entraba nadie, pero desde donde ella podía oírlo y verlo todo, aunque no la dejaran hacer nada. Eso fue lo primero que descubrió Elizabeth Morey al subirse al ballenero: que las diferencias entre hombres y mujeres se ampliaban en el mar. No era cocinera, ni prostituta, los perfiles más frecuentes entre las pocas mujeres que se subieron a esas embarcaciones entre los siglos XVIII y XX. Ellas trabajaban, lo que les daba más libertad de movimientos que a la mujer del jefe, cuya única tarea era dar calor y confort al capitán, aunque algunas acabaran leyendo mapas, manejando el timón o haciendo frente a un motín. Es lo que le ocurrió en 1856 a Mary Patten cuando tuvo que sustituir a su esposo enfermo a bordo del Neptuno. Así se convirtió en la primera capitana de un barco americano.

Era más habitual el caso de Elizabeth Morey, que ni siquiera podía matar el tiempo charlando, pues, como explica Haskell Springer, experto en literatura estadounidense del siglo XIX en la Universidad de Kansas, los celos del capitán podían acabar en sangre. Por eso los marineros no le hablaban a Elizabeth, de quien se esperaba que tejiera en su cuartito o, como mucho, saliera para curar alguna herida. «Si no puedo ayudarlos en nada, al menos les haré saber que me intereso por ellos», escribió, buscando salidas. Así pasó dos años la única mujer de la tripulación del Phoenix, que descubrió que el permiso para embarcarse no se lo dieron pensando en su bienestar, sino en el de su marido. Y, sobre todo, en el beneficio de la empresa: haciendo esa concesión, las navieras retenían a los buenos capitanes que amenazaban con dejar el mar y volver a casa.

Ballenas blancas

Conozco la historia de Elizabeth porque leí Moby Dick. La esposa del capitán Morey ya estaba en alta mar cuando Herman Melville se lamentaba de las malas ventas de una novela cuyos protagonistas son el capitán Ahab y la ballena blanca que persigue hasta la muerte. 

En las páginas de Moby Dick, publicada en 1851, no hay mujeres como Morey, porque cuando Melville eligió cómo sería el capitán del Pequod, decidió dejar a su señora en casa. Dos veces aparece en todo el libro. Una, en boca de Starbuck, el segundo de a bordo: 

No hace tres viajes que se ha casado: una muchacha dulce y resignada. Piensa en eso: con esa dulce muchacha, ese viejo ha tenido un hijo. ¿Piensas entonces que puede haber en él algún mal decidido y sin esperanza? No, no muchacho: herido, fulminado o como sea, Ahab tiene su humanidad. 

La segunda mención a la señora Ahab la hace su marido:

…esa joven esposa niña con quien me casé pasados mis cincuenta años, zarpando al día siguiente para el cabo de Hornos, y dejando un solo hueco en mi almohada matrimonial… (¿esposa? ¿esposa?: más bien viuda con el marido vivo); sí, he hecho viuda a esa pobre muchacha al casarme con ella.

No recuerdo cuál de las dos citas despertó mi interés por ella, pero dos cameos fueron suficientes para interesarme por la señora Ahab. Me llamó la atención que fuera «niña», que él se casara tan mayor, y quise saber más sobre cómo debía ser una vida familiar marcada por meses de separación. Yo ya tenía edad para distinguir la realidad de la ficción, pero quería saber más de esa chica. Más de lo que reflejaba. Más de las señoras que se quedaban en casa. Y así, una mujer de mentira me llevó a una real, Elizabeth Morey. Buscar a las demás ya fue una droga y dar el salto hasta el presente, lo normal en alguien que quería ser periodista. 

Por todo eso, le tengo un cariño especial a Moby Dick, porque fue la primera vez que un libro me hizo indagar en las historias pequeñas que incluye toda historia grande. Porque descubrí que hasta el silencio ocupa espacio y que, a veces, basta con señalarlo para que el mundo lo oiga. Porque me lanzó a buscar ballenas blancas. 

Ellas, esa amenaza

La mujer que lucha es ridícula. 

La mujer frágil es bella. 

Que el modelo de feminidad del siglo XIX opusiera fuerza y belleza no es casualidad, y es uno de los motivos por los que en la segunda fase de la industrialización había menos mujeres en el mar que un siglo atrás. Lo explica la profesora Lisa Norling, pionera en estudiar la relación de las mujeres con el medio marítimo, especialmente en la zona de Cape Cod, donde se encuentra Nantucket. Allí se formó Melville como marinero y se documentó para escribir Moby Dick. Y allí «vivió» la señora Ahab.

En sus trabajos sobre el contexto económico y social de la industria ballenera en esa zona, Norling habla de un mundo «especialmente masculinizado». Ese «especialmente» es importante porque la sociedad del momento ya lo estaba, sobre todo los trabajos manuales, pero la pesca contaba con su propio código de rudeza y también con un rechazo «especialmente» resistente a que las mujeres accedieran a ese mundo. No hay datos de cuántas querían hacerlo, pero el argumento para expulsarlas siempre era el mismo: la falta de fuerza. Según los compiladores del libro Iron Men, Wooden Women: Gender and Seafaring in the Atlantic World (1700–1920), fue una reacción «al supuesto debilitamiento del hombre en una sociedad industrializada» y «a la intrusión de las mujeres en las profesiones de los hombres».

Aunque no es un valor objetivo (puede suplirse con otra habilidad), la fuerza puede medirse. Pero para garantizar que la esfera masculina quedaba separada de la femenina, lo más seguro era no dar opción a la mujer de demostrar la suya. Eso, e ignorar la historia. Porque, como a los marineros del XIX, a mí también se me olvidó contaros que, cuando Mary Patten se convirtió en capitana del barco de su marido, tenía diecinueve años y estaba embarazada. Además de conducirlo, fintar el motín orquestado por un oficial traidor, meterse a la tripulación en el bolsillo y ahorrarle miles de dólares a la naviera, se encargó personalmente de cuidar a su esposo, ciego a causa del colapso que sufrió debido a la fatiga, y a quien logró llevar con vida a tierra después de cincuenta días de travesía. Fuera fuerza física o fortaleza de espíritu, el ejemplo de Mary Patten no convenía que se extendiera.

Por el mismo motivo cayeron en el olvido las dos piratas más conocidas del mundo: Anne Bonny y Mary Read. Su historia la dejó escrita un tal capitán Charles Johnson, trasunto del protoperiodista que fue Daniel Defoe. Inglesas ambas, lograron subirse a un barco grande, mandar en él y hacer el mal, pero su huella como mujeres fuertes fue borrándose del imaginario colectivo y despareció del todo cuando la idea de feminidad se vinculó (con más fuerza que en el pasado) a la de dependencia y fragilidad. Eso, unido a que las dos se movían en una subcultura marginal, hace decir a Marcus Rediker, profesor de la Universidad de Virginia y experto en historia de la piratería, que, aunque sus andanzas fueron inspiración para muchas mujeres de su tiempo con vidas muy constreñidas, «no agitaron el debate sobre las cuestiones de género». 

Lo que dice el académico es que, como historia, dos piratas resultan estimulantes, pero nadie las pondría como ejemplo, del mismo modo que a nadie se le ocurriría hoy animar a las jóvenes a romper el techo de cristal entre los narcos. Pero hubo otras que lograron acortar distancias con los hombres en el mar de una forma más realista. Para hacer predicciones retroactivas, la historia debería ser lineal y no dar tirones, pero hubo suficientes casos como el de Hannah Snell como para fantasear con cómo estaríamos hoy de haberse normalizado la presencia de una figura como la suya en los grandes barcos.

Snell se unió a la Marina británica después de que su esposo la abandonara y muriera su única hija. Sirvió a bordo del Swallow haciéndose pasar por un hombre, y por eso, si en alguna tarea mostró algo menos de fuerza que sus compañeros, ninguno se lo afeó. Cobarde no era, pues luchó como uno más en las batallas que se le presentaron a la tripulación del Swallow y por eso fue operada hasta en doce ocasiones yendo a bordo. Una de ellas en la ingle, y si quien la curó descubrió su secreto, nada dijo, pues Snell siguió navegando otros dos años. Solo cuando llegó a tierra le contó a su jefe, el duque de Cumberland, quién era. Él no le dio importancia, la premió con una pensión vitalicia por sus servicios y, como por las secuelas físicas no podía volver a bordo, Hanna cogió el dinero y montó una taberna de la que vivió el resto de su vida.

A remar

La vida en alta mar no era nada fácil. Y, sin embargo, algunas mujeres querían embarcarse. ¿Lo habría querido la señora Ahab? No lo sabemos, pero Elizabeth Morey sí quiso. ¿Por qué? ¿Por qué sufrir mareos, estar lejos de casa y poner en peligro la vida en un accidente, un naufragio, la mala alimentación o un mal parto? Pues porque la vida en alta mar era muy dura, pero en tierra, además, era muy seca.

No hay que reprocharle a Melville que no subiera al barco a la señora Ahab, sí que no nos contara algo más de lo que hacía en casa. Lo único que sabemos es que era una chavala casada con un señor de más de cincuenta cuando, según los censos, la edad de los hombres que trabajaban en balleneros estaba entre los quince y los treinta años. También sabemos que se quedó con su hijo en Nantucket mientras el padre perseguía a Moby Dick durante tres años, que era la duración media de las misiones de los balleneros. Esos intervalos tan largos también eran, junto a la supuesta falta de fuerza física, otro motivo que mantenía a las mujeres lejos del mar. Unas por voluntad propia, otras porque el mensaje era claro: si una soldado resultaba ridícula, una mujer que no quisiera hogar, parir y cuidar era aberrante. 

En tres años, en los hogares pasaba de todo: los hijos crecían; enfermaban, a veces durante un tiempo largo, generando enormes gastos médicos; a los techos de las casas se les hacían goteras; o un invierno especialmente duro hacía que quedara corto cualquier suministro de leña. No son suposiciones ni correcciones a Melville. Son cuestiones domésticas que quedaron recogidas en cartas como la que envió el marinero Henry Beetle a su esposa en 1846: «No quiero que trabajes tanto. Si estuviera ahí contigo, yo te ayudaría a cortar la leña. ¿No hay nadie que puedas contratar para que te ayude?». 

Claro que lo había, lo que no podía la señora Beetle era pagarlo. Quizá el equivalente de la señora Ahab en la vida real anduviera menos justa de dinero por ser esposa de un capitán, pero en ausencia de su marido la señora Beetle se encargó de su casa y de muchas cosas más. En sus hombros recayeron las tareas de criar, pagar facturas o cuidar de sus padres, pero también de sus suegros cuando enfermaron. Y sacó tiempo para coser ropa a los marineros y obtener un ingreso extra con el que no depender solamente de un salario, el del marido, que ella misma tenía que ir a reclamar a las oficinas cuando no llegaba a tiempo. Entre todas esas tareas, cortaba leña.

Las piratas y las soldados imitaban a los hombres hasta el punto de travestirse. Lo que hacían era ir donde ellos estaban y comportarse como ellos para ser aceptadas. Pero no todas querían eso. Otras solo querían embarcar para no estar casadas con una sombra, para estar con sus maridos, arriesgándose a parir en alta mar, con tal de tener a su familia unida. Otras lo deseaban porque, además de la soledad, conocían por sus madres, abuelas y amigas la dureza de quedarse sosteniendo el barco desde tierra, tarea menos llamativa y menos considerada, que no salía en la prensa. ¿Y en las novelas?

(Continúa aquí)

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2 Comentarios

  1. Ignacio Javier Romero

    Estimada Silvia:
    ¡Muy buen artículo!
    Lo he disfrutado mucho.
    Espero la continuación.
    Saludos desde el sur del mundo. («Que también existe»).

  2. Víctor Moles

    ¡Qué reflexiones tan interesantes! Me van a ser de gran utilidad, ya que en estos momentos me encuentro leyendo Moby Dick.

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